El cuerpo: Entrevista al escritor Martín Kohan
Entrevista: Viviana García Arribas, Isabel D´Amico, Verónica
Pérez Lambrecht, Alicia Lapidus, Gabriela Stoppelman
Edición: Gabriela Stoppelman
Se probó sobre la huella con zapatos, con zapatillas y en patas. Y no hubo caso, no cabía. Hizo fuerza en el origen y en el destino, como quien intenta estirar la horma, los contornos inscriptos en la piedra. Y nada. Ya agotado de jugar a Cenicienta sin nadie que le escribiera un final feliz, pensó que el problema era el entorno. Demasiada intemperie, demasiada ausencia merodeaba la zona. Así que decidió poner un poco de música de fondo. La elección no pudo haber sido peor: “Chiquitita”, de Abba, retumbó en el lugar como un destino. Eso era, chiquitita, una forma demasiado chiquitita para cualquier paso. ¿A quién pudo haber pertenecido la silueta de ese pie? Ningún hombre era capaz de horadar la piedra con su simple pasar por ahí. ¿Se trataba de un animal prehistórico?, ¿de un ser de otro planeta?, ¿o, simplemente, del trabajo de un humano bromista, que talló una marca sin paso sobre cualquier piedra abandonada? ¿Era posible que el terreno se hubiera empedrado alrededor de una cicatriz?, ¿que el andar flexible y dinámico de otros tiempos se hubiese endurecido hasta tal punto? Y, más, ¿podía la arena volver a tomar consistencia de piedra? Estaba agotado. En verdad, la física y la química de lo posible y lo imposible le importaban un pepino. Él quería caber, caber dentro del paso. Y no había modo. Así que se echó a deambular. El único modo de exorcizar la presencia de tanta ausencia era inscribir marcas sobre el suelo. Ese día, la tierra estaba dócil y el paso, con ganas de jugar. De fondo, insistía un agudo “las estrellas brillan por ti, allá en lo alto”. Y a él le pareció bien lo que hacían las estrellas en la altura, mientras abajo sus propios rastros se enredaban en sombras. Cada tanto, se cansaba de la distancia y caminaba de regreso hacia la piedra. Se probaba sin éxito y retomaba la lejanía. Podía llegar hasta el barrio de su infancia, treparse a la tribuna de la cancha de Boca, sentirse extranjero entre sus más íntimos colores e incluso desfasar su mirada de sus mismísimos ojos. Por fin, la noche clausuró la frontera entre la piedra y la huella. En el pico de lo oscuro, incluso él se hizo continuo con la intemperie, con la memoria y hasta con el olvido. Canturreó unos temitas llenos de romances fatales para apurar la llegada de la mañana. O, tal vez, soñó combatir el insomnio entre boleros. La luz se anunció en ráfagas y, así, entremezcló todo el huellerío que, con tanto esmero, había vagabundeado el día anterior. Cuando la claridad fue suficiente, el hombre se puso en marcha. Aunque se detuvo de inmediato. El viento o alguna turbulencia del tiempo habían transformado las formas de las huellas sobre el suelo en caligrafías. Incluso sobre la piedra, donde tanto se había probado su paso, pareció insinuarse un nombre. No pudo identificarlo. Algunos dicen que, claramente, podía leerse la voz de Marín Kohan. Otros dudan. Y por eso conversan y se ponen a preguntar:
LA GLORIA DE UN RIVADAVIA
“Se puede borrar, se puede borrar. Y volver a escribir sin borronear, Cuaderno Rivadavia, es el mejor papel”
Publicidad de cuaderno Rivadavia, 1989
http://https://youtu.be/d0FSRFCEzlY
Este número tiene como tema “el cuerpo”. Entrevistamos a un ex futobolista, a una banda de música, a un dibujante, a una bailarina. Vos sos el segundo escritor. El primero que entrevistamos se llama Federico Mastrogiovanni, investiga las desapariciones de personas en México. Un coraje…
¡México! Yo estuve dando una charla en Michoacán, desde donde me tenían que llevar a Guadalajara, al aeropuerto. Y estaba preocupado por el tema de los atentados. Uno de los que venía con nosotros me dijo: “No, acá no pasa nada mientras es de día”. Yo miraba y estaba bajando el sol. “¿A qué hora se considera exactamente que acaba el día?, ¿falta mucho?” Era como para decirle: “¿Y a qué hora empiezan a matar exactamente?” Los mejicanos son muy imprecisos. Me pasó más de una vez: “¿A cuánto queda tal lugar?” “Retirado” ¿Y retirado cuánto es, diez cuadras, cien cuadras? “Y, no… es como una hora caminando”. No hay manera que te digan “tantas cuadras”.
Bueno, acá caminamos ente tus textos y entrevistas, en busca de recurrencias, tejidos. Hay una similitud de trabajo con Mastrogiovanni, él no pasa nada a la computadora antes de que esté todo listo. ¿Vos también escribís a mano, no?
Las cosas repetidas, las selecciones de textos, fueron escritas una y otra vez. Si yo pretendo que el lector me lea otra vez, tengo que escribir de nuevo. Es decir, poner el cuerpo, la mano, otra vez. En la computadora pierdo todo, escribo en cuadernos. Pero no tengo ninguno.
¿Los regalás?
Cuando sale el libro, regalo el cuaderno. Lo regalo a amigos, a las mujeres que después me van dejando y se quedan con los cuadernos. Mi primera novia se quedó con unos cuadernos Rivadavia. Cuando yo era chico, iba a la primaria a un colegio privado, del que siempre llamaban a mis viejos porque debían cuotas y demás. Todos los pibes tenían lapiceras Sheaffer o Parker y yo la Astor 303. Todos tenían cuadernos Rivadavia y yo, el Gloria. Mi primera salida con mi primera novia, con la que después me casé, fue a ver Defensores de Belgrano -que es mi equipo- y All Boys. Ella tenía dieciséis y yo diecisiete años. Una prueba de amor. A esa primera novia, le quedó “El informe”, seis cuadernos Rivadavia.
Ellas se llevan un buen recuerdo.
Mi mujer actual tiene “Fuera de lugar”. Está en mi casa el cuaderno. Es como un pagaré.
¿Cómo es tu relación con el cuerpo cuando escribís?
Las cuestiones de literatura y experiencia tienen muchas maneras de abordarlas. Pero todas se pueden agrupar en dos: la experiencia es lo que está en algún otro lado que no es la literatura. Y la literatura aparece como lo que da cuenta de la experiencia. Hay que haber vivido algo para tener algo que narrar. Son diferentes formulaciones que siempre suponen que hay una experiencia por fuera de la literatura y que la literatura hace, o no, algo con eso. O la representa o la narra o es lo otro de la experiencia. La idea de que la literatura misma puede ser una experiencia es bastante poco considerada, la experiencia en un sentido fuerte. Y, en ese sentido, también al cuerpo le pasa algo ahí. Después, hay grados de la experiencia como en todo. Supongo que el aladeltismo es más vertiginoso, seguro, pero no sé si más intenso. Me resisto a esa dicotomía donde el cuerpo parece ponerse en juego en una cantidad de situaciones y en otras, no. Se supone que la escritura es sin cuerpo o anula el cuerpo y todo gira alrededor de nociones metafísicas del tipo de “la
inspiración” o de una práctica estrictamente intelectual -que lo es-. Pero la experiencia física de escribir a mí me gusta muchísimo. Por lo tanto, no me es indistinta la modalidad física en que se escriba. No es que estoy a favor de una cosa o de otra. Estoy a favor de lo que me gusta a mí, que es escribir a mano. A otros les gustará tipear, les dará placer la resistencia en la vieja máquina de escribir que era mecánica. A otros, el teclado de la computadora. Qué sé yo. Este asunto tan abierto y tan intransferible como el placer.
ESE RE-GUSTITO
“Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.”
“Por el camino de Swann”, Marcel Proust
¿Creés que hay una memoria corporal respecto al hecho de escribir?
Creo que sí. Sin dudas. Y, al mismo tiempo, no existe memoria sin olvido. En realidad, lo interesante es preguntarnos qué recordamos y por qué. En general, los olvidos me interesan más que la memoria. Y la forma del recuerdo, el contorno que tiene el recuerdo, incluso su significación, lo da el olvido, no la memoria. Es lo que Borges nos enseñó a la perfección. La memoria de un tipo que recuerda todo lo lleva a la imbecilidad. Y, al mismo tiempo, ni siquiera habría que pensarlo como memoria, al no haber selección. Si uno no elige qué olvida… Y el recuerdo es poner significación sobre algo: si tuviésemos la posibilidad de retener todo, eso no sería exactamente recordar. Creo que obviamente funciona de otro modo, no pasa por la conciencia ni por el inconsciente siquiera. La idea de tu pregunta es que quien recuerda es el cuerpo, no una memoria inconsciente que se transfiere al cuerpo. Y ahí se podría decir exactamente lo mismo, ¿qué recuerda el cuerpo y por qué? Hay un ejemplo célebre. Los siete tomos de “En busca del tiempo perdido” se desencadenan con la memoria física. Es muy preciso y extraordinario lo que hace Proust ahí. No es que sentarse a merendar le recuerda las meriendas de la infancia, porque entonces sería él quien recuerda. El cuerpo recuerda, es el sabor de la magdalena el que desencadena todo.
Es casi un movimiento inverso a la nostalgia. Es el pasado que se le viene encima.
Exacto. El pasado se hace presente. Es como lo que se dice de la narración histórica: los hechos narrados de la historia son del pasado, pero la narración es siempre en presente. El recordar es siempre desde el presente. Y uno puede también interrogar qué en ese presente desencadena el recuerdo. Es extraordinario Proust, porque conecta lo que estamos hablando: memoria corporal con la evocación de la conciencia, del inconsciente y demás. Pero empieza en una escena quieta donde la memoria del cuerpo es tangible, no está puesta ni siquiera en la mirada, que igual sería cuerpo. No es ni siquiera lo que llaman dejá vu. No, no es eso. Es algo del orden del contacto. Es memoria involuntaria, además.
MOZO, ¿ME TRAE LA MAGDALENA DE BENJAMIN?
“Mozo… sirvame la copa rota, sirvame que me destroza/esta fiebre de obsesión/Mozo… sirvame la copa rota,/quiero sangrar gota a gota
el veneno de su amor”
José Feliciano
Vos que sos tan amante de mirar las ciudades, ¿dónde queda eso en el cuerpo de la ciudad?
Para mí, los textos de Benjamin sobre Berlín son absolutamente perfectos para este tema, por la relación física que él establece con las ciudades. Es como si Berlín fuese la magdalena de Benjamin. Él entra otra vez en contacto con su ciudad y la infancia regresa, la hace regresar él, al recorrer los lugares.
¿Y Moscú, con esas características tan evasivas, con esas características complejas del amor?
Como no hay pasado personal ahí, es como si en esa ciudad no hubiera memoria para él.
Pero tampoco es puro presente.
No, claro, porque, ¿cómo sería un puro presente en una ciudad? La ciudad dura, entonces, sí hay una instantaneidad. ¿El sabor de la magdalena es un puro presente?, ¿está en un diario como el que escribía Benjamín, en una ciudad en la que todo el mundo circula todo el tiempo? En la ciudad en la que uno nunca estuvo, todo es nuevo todo el tiempo, incluidas las cosas más cotidianas. Es así y a la vez no, porque hay ciudades en las que uno reencuentra, cosas aunque nunca haya estado ahí. Hay un principio de familiaridad. Pensá en una ciudad en la que no sabés lo que dicen los carteles… No me acuerdo bien, pero Benjamin en su diario dice algo así como “Día 20. Por primera vez logro comer lo mismo que quería”. Porque entre lo que quiere y lo que pide hay una cosa. Y, entre lo que pide y lo que le entienden, otra. Recién a los veinte días logra reconocer en el menú lo que quiere, se lo puede transmitir bien al mozo y lograr que el mozo lo entienda y se lo traiga. Entonces, efectivamente cada cosa aporta una novedad, o sea, un no reconocimiento. Es siempre un descubrimiento. Pero esa es no sólo una ciudad nueva, es una ciudad con el grado de extrañeza que Moscú tiene para él. Y eso se cruza con la historia de amor, que es tremenda. A mí siempre me interesó mucho porque ese cruce, de por sí, involucra lo público y lo privado, diríamos. Es un país en pleno desarrollo de la Revolución, todavía no del todo empezada la traición a la Revolución. Un país donde se estaba redefiniendo la relación entre lo público y lo privado. Probablemente, ninguna revolución intentó, como esa, redefinir el reparto social entre lo público y lo privado. Y ahí va Benjamín, con su dilema amoroso que es, en gran medida, el dilema entre lo público y lo privado en un país donde la codificación de esas esferas está cambiando. Entonces, situaciones que él presupone de intimidad, están llenas de gente: “Nos vemos en el cuarto del hotel” ¿Vamos a estar solos? “No, hay quince personas”. Y las escenas de soledad son en la calle porque por el clima y demás, es muy fácil encontrar calles desoladas. Se da así una inversión de la intimidad. Las escenas con mayor intimidad se dan en plena calle y las de mayor interferencia, en lugares cerrados. Todo queda trastocado.
BAILAR LA INTEMPERIE
“Y aunque sabes coquetear te interesa sólo bailar. Con quién ya no te importa, sola te da igual nadie te va a parar”
Dancing Queen, Abba
Eso me remite al tema de la intemperie, ¿toma cuerpo la intemperie?
Uno tiene una cierta tendencia a pensar que el cuerpo es idéntico a sí mismo, como si dijéramos: las ciudades cambian, las experiencias cambian, el cuerpo está más o menos estable. Creo que el cuerpo no es siempre el mismo. Otra genialidad de Borges, en “El Sur”: El personaje viaja en tren, sale de Constitución rumbo a la llanura. En un momento dado, ya en plena llanura, dice que el tren no parece el mismo que salió de Constitución esta mañana. La verdad es que el cuerpo no es el mismo. Y no porque uno está más tranquilo y se relajó. No desplazo esto al estado de ánimo. El cuerpo, de alguna manera, existe en proporción a las escalas en las que estás, a las posibilidades, a las lejanías, al reconocimiento y al no reconocimiento. A ver: el cuerpo, frente a la Cordillera de Los Andes es más pequeño, es más frágil. Ya sé que si medís 1.70 seguís midiendo 1.70, pero no pongamos la subjetividad, el cuerpo “es” más pequeño.
Spinoza dice que uno compone cuerpo y no lo tiene. Y que si el encuentro es potente, la potencia resultante de él es más que la suma de las partes. Si descarto, una mala onda de la montaña ¿Por qué uno es pequeño ante ella?
Depende. Cada persona y cada cuerpo reacciona de modos distintos. Ante determinadas situaciones, alguien se amilana, el cuerpo se amilana o el cuerpo se agiganta. Depende. Yo no diría que la intemperie o la ciudad son cuerpo, pero sí que constituyen el cuerpo de una determinada manera. Y eso es inseparable de la subjetividad de quien habita el cuerpo. Pero me gusta pensar que las intemperies también constituyen nuestro cuerpo. Una de las situaciones en las que más vivo eso es en la cancha. Yo tiendo a la inhibición corporal. No me inhibo yo, se inhibe mi cuerpo. Y eso no me pasa en la cancha. Hay un tipo de expansividad física en la relación con la masa. Y en la relación con el baile también. Yo no soy muy del baile, pero el cuerpo baila. Uno podría pensar el modo en que un sujeto constituye o compone cuerpo, pero también que hay una constitución del cuerpo en la ciudad. Y, en la intemperie, sin duda. El otro día, Fabián Casa había escrito “El frío me despeja”. Sí, el frío te despeja el cuerpo. Otro podría decir que el frío le paraliza el cuerpo, lo retrae, lo comprime. Lo tapa de capas de ropa. Entonces, ¿qué le pasa a cada cuerpo con la intemperie?, ¿qué clases de intemperies hay? Hay intemperies amenazantes, intemperies de inmensidad, intemperies del calor…
¿Y el cuerpo social?
De por sí es una metáfora. Pero a mí me gusta transferir a la literalidad algunas metáforas. Cuando los cuerpos hacen cuerpo hay que ver qué le pasa a cada uno. A mí me euforiza. Yo lo descubrí de adolescente, yendo con mi papá a movilizaciones. Él no era muy de activismo político ni nada. Pero, con el restablecimiento de la democracia, los sectores que nunca se habían movilizado lo hicieron. Y mi familia salió a la calle.
¿Y el kirchnerismo?
Mi papá llegó al kirchnerismo, pero no lo convocaba igual, porque el kirchnerismo convoca a una memoria del militante. Mientras que el alfonsinismo convocaba una responsabilidad cívica que tenía doble objetivo: salir, porque salir era poner a actuar la democracia. Mis viejos no salieron nunca por nada, pero antes no se podía salir porque había una dictadura y, con la democracia, salieron como todo el mundo a expresar la democracia en las calles. El kirchnerismo es otra cosa, es ganar las calles, eso a mi viejo no lo entusiasmaba. En un acto -no recuerdo de qué-, en la Avenida de Mayo, me di cuenta del miedo que mi papá tenía a la multitud, que era sin duda la multitud más amable que haya habido en la historia argentina. Me decía: “Vamos por la vereda, que es más tranquilo”. Todo era muy tranquilo, pero yo ahí vi lo que habrá significado para ese hombre la multitud. Cuando yo era más chico, él me decía “Vamos a ver a Argentina, vamos tranquilos”. Yo decía que sí, claro. Podríamos decir que a él y a su cuerpo le daba miedo formar parte de la multitud. Benjamin también escribió sobre eso, el sentimiento ambivalente del burgués. Claro, lo de Benjamin fue a mediados del siglo XIX, no sé por qué a mi papá le seguía pasando lo mismo a fines del siglo XX. Podríamos decir que en Argentina siempre vamos más tarde. Pero es eso, el sentimiento ambivalente por el cual la multitud es refugio y amenaza.
¡MASCALZONE! O LOS REMILGOS DE LA MERKEL
“¡Déjame, no quiero que me toques!/Me lastiman esas manos, /me lastiman y me queman”
“Besos brujos”, Alfredo Malerba; Rodolfo Sciammarella
Vos citás un libro de Richard Sennet, “Carne y piedra”. Dice: “El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental”… el temor al roce, un temor evidenciado en la planificación urbana contemporánea. Mediante el sentido del tacto corremos el riesgo de sentir a algo o a alguien como ajeno, nuestra tecnología nos evita ese riesgo”, ¿tenemos temor al roce y a su vez a no ser tocados?
Otra vez, es como lo que decíamos sobre el cuerpo y las vivencias en la multitud. Hay quien gana seguridad en la multitud por ese efecto de cuerpo colectivo. En mi caso, mi cuerpo se desenvuelve con más seguridad en esta situación. El otro día, un profesor que da clases en Estados Unidos, quien pasó un tiempo acá, contaba que, al volver a los Estados Unidos, se encontró con la directora del Departamento y le dio un beso. ¡Imaginate! Nosotros tenemos una cultura de mayor contacto con los otros, que se la atribuyo a la italianidad. Recuerdo que, para un encuentro en Italia, la Merkel había pedido formalmente que Berlusconi no la tocara. Pero vuelvo a la pregunta: al ser yo argentino y haber vivido toda mi vida acá, tengo un hábito mucho mayor de esos contactos. Pero no sé si me gusta mucho. No me molesta, pero el hábito automatiza: porque hay hábito, perdemos la sensación de estar siendo tocados. A la vez, donde alguien sufriría distancia y desapego, otro siente una invasión.
Una compañera señalaba en una nota que en un neuropsiquiátrico había un paciente sumamente aislado. Una médica se atrevió a tomarlo del brazo y él resurgió de las cenizas. No me puedo imaginar algo que por mucho tiempo no sea tocado por otro, al menos, accidentalmente.
Bueno, vivimos en este tiempo en lo que todo eso está siendo reformulado de modo represivo. En el subte, todos quedamos un poquito apretados por el de al lado. Los tipos grandotes se desparraman. ¿Qué pasa con esa exigencia de no contacto que parece haberse establecido? Creo que estamos viviendo un viraje represivo y no sólo en cuanto al contacto físico. También se trata de “No me mires”. Nadie quiere viajar cincuenta minutos de Pacífico a Catedral con alguien que te clava la mirada. Pero parte de la economía de las relaciones sociales en el espacio urbano es que las miradas van y vienen. Se mira, te miran, miramos. Y un espacio público es un espacio de intercambio. No vas a viajar en subte con un desconocido que se te cuelga del hombro, pero el roce te confirma la existencia de un mundo, te recuerda que hay otros.
PEGAME UN TUBAZO
“Llora el teléfono si ella no está/el ruido de mi amor/se muere en el auricular/llora el teléfono, no cuelgues, por favor, /que cerca estoy de ti con nuestra voz”
Claude Francois
¿No interfiere la tecnología en cuanto al distanciamiento corporal?
Sí. Y, a la vez, para no ser apocalíptico, ¿sabés cuándo empieza esto que llaman nuevas tecnologías? Con la invención del teléfono. Hay una diferencia entre el tocarse y el roce que es importante. Y está también el asunto de un cierto grado accidental del roce, que se da al moverse en el espacio público. París es muy propicia para eso porque allí todos los espacios son chicos.
Me recuerda al poema de Pessoa, “Tabaquería”. Cuando el dueño de la tabaquería saluda y ese saludo le devuelve al hombre que mira por la ventana, desde su aislamiento en interiores, la existencia. El saludo le dice: te garantizo que ahí abajo hay un mundo.
Es que la experiencia social plasmada en espacios urbanos, en particular y en términos de la relación con el desconocido, implica intercambiar roces con el cuerpo de los otros. En Moscú sobra el espacio, en Berlín hay mucho espacio y en París no lo hay. Las mesas en los bares están todas pegadas, los pasillos en el subte son estrechos, los vagones lo mismo, las veredas son estrechas. Estás continuamente en situación de estar cerca de los otros, no metafóricamente. Entonces, cuerpo social es estar en contacto con otros. Repito: a mí me preocupa la época de represión que vivimos. ¿Cómo es que pasamos de la muy bienvenida denuncia al tipo que había que soportar en los transportes públicos -siempre hay un cretino que va y te apoya- a decir: “nos vamos a sentar ocho en el asiento lateral del subte, pero ninguno va a tocar a ninguno”? ¡Perdemos dos lugares!
Eso viene desde el otro extremo. Es época de cambio y se va a equilibrar.
Creo que sí, e insisto en que estamos en un momento un tanto represivo para mi gusto.
AL FILO DEL SILENCIO
“No te quedes muda, /ni mirés con rabia, / ¡no ves que me muero
sin perdón de Dios! / ¡Vení, dame un beso!/ ¡Pucha, cómo sos!”
“Venganza”, Omar Mollo
Me acordaba de “Ojos brujos”, donde decís que el amante puede soportar que lo dejen, pero no que le retiren la palabra. ¿Qué tiene de particular la voz?, ¿qué tiene de particular retirar el cuerpo de la voz?
Es robado eso. Es de Barthes. Él lo pone en términos de sujeto, no del cuerpo. Pero lo podemos pensar en el cuerpo. Dice que se puede soportar ser rechazado como sujeto amante, pero no se puede soportar ser rechazado como sujeto hablante. Creo que hay un punto que complementaría lo que venimos diciendo.Hay un reparto que no comparto: ¿Tocar es invasivo y puede ser una forma de violencia y también puede haber una forma de violencia con la palabra? Sí, claro. Ahora, el gesto de estar todos a un metro de distancia del otro también es una forma de violencia. Y el silencio lo es también, a veces. La abstención de la palabra o la no respuesta pueden ser formas muy violentas. Algunas no respuestas son doble o triple rechazo. En el bolero encontré, en este juego cuerpo-palabra, expresiones como “No pienso más en ti, te olvidé” ¡Pero lo decís en segunda persona! Si te olvidé, ¿cómo es que te estoy cantando este mismo bolero? Entonces te recuerdo… La palabra dice “ya te he olvidado” y el silencio no dice pero hace, y ese hacer puede ser
respeto, consideración o agresión también. Ante ciertas palabras, no contestar es violencia. Yo tiendo a la verborragia, ya habrán notado, pero en ciertas discusiones me doy cuenta que el otro quiere que yo le discuta, entonces no contesto. Tengo mucho para decir, siempre lo tengo, pero en ese momento me doy cuenta que lo mejor es el silencio. Muchas veces no importa qué contestes, importa si contestás o no.
Hablando de ausencias ¿cómo aparecen las ausencias en las ciudades?
El contorno de la silueta del recuerdo lo da lo que falta. Lo borrado, lo suprimido, lo olvidado. Y creo que lo mismo se juega entre presencia y ausencia.
Cada lugar tiene un registro particular de sus ausentes: México, Argentina…
Depende del plano en que uno se sitúe. Hoy tengo una actividad en el Parque de la Memoria, frente al río. El río, por razones diversas -la más trágica de las cuales son los vuelos de la muerte-, parece ir resolviéndose como un lugar donde convocar las ausencias. Creo que hay algo interesante de los rituales. El judaísmo, para mi modo de ver, tiene cierta sabiduría en los rituales de la muerte. El que había sido mi suegro fue cremado y sus cenizas fueron arrojadas al mar. Mi papá está enterrado en La Tablada. En un lugar físico, un lugar definitivo, porque no conoce otras historias, no lo pasaron a fosa, no. La muerte es definitiva y hay algo que hace necesario que el lugar sea definitivo: el mármol, la inscripción del nombre, el ritual de dejar la piedra en la tumba. La presencia de esos materiales, la piedra, el mármol y la fragilidad del muerto, que en realidad ya no existe más, y la presencia que va a ser ausencia porque uno pasa y se va. La piedra no es presencia, es “pasé por acá”, es marca de presencia y de ausencia a la vez. Queda porque vos estuviste y queda porque vos no estás más. Yo hablé en el ritual de la muerte de mi papá. Pregunté quién era el rabino y les dije que se quedara ahí donde estaba. Pero hay rituales que yo considero laicos, no me importa si la piedra tiene un sentido religioso. El cuerpo, la presencia de la tumba, son marcas.
Una integrante del Equipo de Antropología Forense que entrevistamos nos dijo que es imposible que no quede nada de un cuerpo. Ellos desentierran a esos cuerpos asesinados y muchas veces quemados y leen ahí una historia.
Hay un lugar que tiene una señal de lo definitivo. El gesto es asignar un lugar con carácter definitivo, inscribir el nombre en el mármol. Después, supongamos que al cuerpo lo remueven o se desintegra. Igual sigue estando ahí, fue a parar ahí en carácter definitivo.
TU NOMBRE ME SABE A FALTA
“Tu nombre tan inoportuno no sabe llamar”
Julieta Venegas
La importancia de los nombres aparece mucho en tus textos. ¿Por qué, cuando uno recién conoce a una persona, lo primero que quiere saber de ella es su nombre?, ¿qué tiene de tan importante, siendo que ahí hay un cuerpo además de un nombre?
A mí me gustan mucho los falsos recuerdos. Los recuerdos equivocados. Creés que alguien se llama de determinada manera y resulta que te equivocaste, se llama de otra y te cambia la percepción de esa persona. Creo que, en un punto, la economía de la tumba es ir juntos el nombre y el cuerpo. Sabés que los judíos velamos a cajón cerrado, pero además, yo no quiero ver muertos en los velatorios no judíos. Yo no veo muertos, pero una vez vi un cuerpo definitivo. Un solo cuerpo muerto vi en mi vida, fue el de Lenin en Moscú. En un punto es lo mismo, solo que el gesto definitivo le agrega una capa más, la del propio cuerpo. El mausoleo de Lenin es un cuadrado en mármol negro, la materialidad de lo definitivo, el gesto de un para siempre, la inscripción del nombre Lenin, con la inscripción de lo sellado y definitivo. Y, adentro, el cuerpo. Definitivo, también. El efecto es totalmente irreal. Lo que te muestran es un muñeco de cera. Lo que se suele decir en esos casos, por lo menos es mi experiencia, es “¿no te da la sensación de que el cadáver parece un muñeco?” Y, al mismo tiempo, yo que admiro mucho a Lenin, me decía a mí mismo: “Estás viendo a Lenin, no a una representación de Lenin ¡estás viendo a Lenin!”. Y a la vez, no.
La foto es como lo inverso: es muy real pero el cuerpo no está ahí.
La palabra, para mí, es huella. Esto también es de Benjamín, las ausencias en la ciudad son huellas. Porque si la ausencia es total, no la percibís como ausencia. Si un olvido es absoluto, no lo registrás como olvido. El olvido se registra como olvido porque está en el borde de un recuerdo.
O sea, la huella de la foto es una huella consistente. ¿Y el cuerpo de Lenin?
Para mí, eso ya no era Lenin. Ese fue Lenin.
¿Menos que una foto?
En un punto, se me convirtió en representación: cosa o monumento.
Vos ves la foto de un ser querido muerto y lo ves ahí. Me pasó cuando murió Liliana Bodoc, una muerte que no pude aceptar.
Esa foto indica, otra vez, algo que Barthes trabaja en “La cámara lúcida”. Una foto captura un instante y lo vuelve definitivo. En cuanto a Lenin, lo que uno ve ahí es a Lenin muerto. El instante de la muerte se volvió definitivo. Eso indica, al mismo tiempo, presencia y ausencia. Lo definitivo de la foto más lo instantáneo de lo que la foto capturó. La foto existe “para siempre” y, a la vez, esa escena ya no es. De nuevo: al mismo tiempo presencia y ausencia.
LA MEMORIA DE UN ESCALÓN
“A su manera y sin mucho apuro/don Catalino Paredes fue en el pueblo
un escalón más de los que tantos hombres como él/fueron, para que los demás pudiéramos ver desde un poco/más arriba lo que nos mantenía un poco más abajo”
Fragmento de Catalino Paredes, José Larralde
¿Qué es lo poético para vos?
Hay dos lugares que a mí me activan muchísimo la memoria, las ausencias y las presencias. Uno es mi barrio de la infancia, Núñez. Por eso soy de Defensores de Belgrano y de Boca, lo cual ha marcado muchísimo, no voy a decir mi forma de ser, pero sí la situación de estar en territorio enemigo. Que era propio y era ajeno a la vez, porque era mi barrio, las calles de mi infancia -lo propio- y, a la vez, desde el quincho de mi casa, se veía la cancha de River, lo ajeno. Yo aprendí a andar en bici sin manos en el playón de la cancha de River, siempre con la sensación de que eso era lo otro. Yo era como un infiltrado. Y, al mismo tiempo, pocas zonas de Buenos Aires me son tan ajenas en cuanto a cotidianeidad como La Boca. Ahora puede ser que vaya a Proa, si no, iba a la cancha y nada más. ¿A qué voy a ir? No queda de paso a ningún lado. A la vez, tengo un imaginario muy grande de pertenencia con La Boca. Cuando voy llegando por Almirante Brown ya me siento como en mi territorio, ¿mi territorio de qué? Si no sé cómo se llaman las calles. Me acuerdo más o menos, Wenceslao Villafañe era una, y poco más. De Núñez, yo me fui a los quince años, o sea que abarcó mi infancia entera. Y, cuando vuelvo, voy a la cancha de Defensores, por ejemplo. La otra vez fui en bicicleta. Dejé la bici en un estacionamiento a dos cuadras de la que era mi casa. Hice media cuadra por la vereda, porque era contramano. Y me vi, a los cincuenta años, pedalear por la vereda en la que aprendí a andar en bicicleta, a los seis. Ahí apareció algo así como una memoria del cuerpo: me acordé de los desniveles, me acordé que ahí la vereda era un cachito más baja. Cuando yo era tan chico, no podía bajar a la calle con la bici, así que daba vuelta a la manzana siempre por la vereda, un millón de veces. Ya está. Me volvió la memoria de ese escaloncito. Es lo que me pasa al ir a la cancha, están LOS mismos vecinos, treinta y cinco años después. Los de mi edad son viejos, los viejos ya no están, los chicos ya son grandes. Y el otro lugar vinculado a esto es un pueblito muy chico de Córdoba, La Serranita, donde fui de vacaciones de verano casi toda mi infancia. Mi hermana volvió hace poco allí. Yo tuve posibilidad de ir, porque estuve alguna vez en Alta Gracia dando unas charlas. Allí comenté que conocía, les pregunté por el cine de Alta Gracia que no está más, y hablé un poco de La Serranita. Me dijeron: “Hay tres horas libres, vamos a La Serranita” ¿Para qué? Pensé: si llego por sorpresa a la casa de mis abuelos en La Serranita, si caigo en un momento rápido, van a estar mis abuelos tomando mate. A la vez, sé que no sucederá. Prefiero, entonces, no ir. Siento que no lo soportaría. Hay algo ahí, demasiado sensible. Son dos lugares a los que no voy más. En la ciudad te quedan lugares muy marcados que después se van cubriendo por capas de experiencias nuevas.
La identidad barrial tiene un peso tremendo.
Es una de las cosas que me gustan del Tigre y es una de las razones por las cuales ya no me interesa tanto la identidad nacional. La identidad barrial sí me interesa y mucho. Mucho. Esos lugares que ya no integran mi cotidianeidad quedan muy marcados en el pasado y, hoy en día, marcan más la ausencia que ninguna otra cosa. La ausencia mía, además, porque las chicas de Alta Gracia que me invitaban a La Serranita me decían “Vamos, vamos, el pueblo está igual”. “¡Sí, pero yo no!” Porque si vos me decís que está todo igual y yo, al volver, voy a tener otra vez nueve años, ¿qué más querría?
Lo tenés que escribir.
Pasa que son cosas muy mías. En casi todo lo que escribí hay un poquito de distancia. Me atrae más escribir sobre lo otro de mí que de mí mismo.
PALABRAS NIÑAS
“Palabras de amor sencillas y tiernas que echamos al vuelo por primera vez, apenas tuvimos tiempo de aprenderlas, recién despertábamos de la niñez.”
“Palabras de amor”, Joan Manuel Serrat
¿Y lo poético?
Es muy concreto. Entiendo por poético lo literario. A la vez, mi idea es literaria, no pienso en paisajes poéticos, no. Entiendo por poético el lenguaje con conciencia de ser lenguaje. Puede estar afuera de la literatura, el psicoanálisis lo tiene. Pero hablamos de una situación donde el lenguaje no es el instrumento de expresión de algo, porque cuando el lenguaje es instrumento de comunicación o de expresión, justamente es instrumento. Y como a cualquier instrumento lo usás para otra cosa.
¿Y si el lenguaje fuese otro, no necesariamente verbal?
Cuando en el cine, supongamos, hay una imagen del atardecer y uno dice: “Qué imagen poética”, para mí es metáfora o sinécdoque. Cuando hay mucha poesía, lo llamamos poético. Para mí lo poético es conciencia de que hay lenguaje, que no es la relación habitual que establecemos con las palabras. Tenemos una relación instrumental, no las percibimos como palabras, pero las usamos para explicar, para hablar, para insultar. No las percibimos en tanto que palabras. Cuando el lenguaje, aun comunicando, está puesto ahí para que lo percibamos como lenguaje, ahí está lo que yo entiendo por poético. Si lo extendemos a otras artes, podemos pensar, por ejemplo, un cuadro. Pero el cuadro casi no tiene otra función que la de ser arte, ¿quién pinta un cuadro sino con la intención de lo artístico? Cuando una imagen tiene una intención artística o estética, la contemplamos con la conciencia de que hay imagen. No decimos qué lindo rostro, decimos qué linda foto. Porque tenemos conciencia de que el efecto de lo que vemos no está todo en el objeto, sino en eso que llamamos fotografía. Frente a una foto que tiene una intención utilitaria miramos lo representado, no la imagen en tanto que imagen. Si miramos la imagen en tanto que imagen, establecemos una relación estética, sea o no artística la foto.
¿Y las cosas que se te vienen, cuando no estás con una intención de mirada artística o estética?, ¿las conmociones del lenguaje?
Sí. Pero eso te llevaría, aunque en la intención no esté, a mirar algo con una mirada estética. Esa es la transformación definitiva que produjo Duchamp en el arte. Tomó un objeto que no era artístico, lo puso en un museo y, de algún modo estableció que, si tu mirada es estética, el objeto se estetiza. A veces nos puede pasar con el lenguaje, con los chicos chicos, por ejemplo, que no tienen el lenguaje completamente domesticado en el mejor sentido de lo no domesticado.
Creo que ellos tienen una noción de lo poético fuera de lo artístico, porque hay una noción muy lúdica con el lenguaje experimental sin intención estética.
Totalmente. No tienen la razón domesticada, entonces, a veces componen algo… poético.
¿TE ACORDÁS, HERMANO?, ¡QUÉ TIEMPOS AQUELLOS!
“Ayer le pregunté a mi nieto qué sabe del Martín Fierro/Y me dijo que es un premio que entregan en la TV/Ya me daban ganas de romperle la boca entera/Cuando me dijo que Le Pera, es una fruta en francés”
“Milonga a mi generación”, Federico Cáceres
¿Usás las redes?
No. Mi mujer, sí. El otro día hablé con una compañera: “Fui a la marcha”, le dije. “Sí, ya te vi”, me contestó. “¡Ah! ¿Estabas?” “No, te vi en Instagram, porque la sigo a tu mujer, que subió la foto.” Una vez, en la Feria del Libro en Bogotá, me hicieron una entrevista, terminé de hablar y fui para el hotel. Al rato, llamó mi mujer y le empecé a contar la entrevista. Ya la había visto, porque la habían transmitido en directo por no sé qué plataforma. Para mí es raro eso. Yo sólo tengo un celular sin whatsapp. Y, la verdad, no conozco a nadie que me diga “No sabés lo que te estás perdiendo por no tenerlo”. Al contrario, la gente se queja del whatsapp. Yo creo que la comunicación algún costo tiene que tener. No a favor de las telefónicas, pero un costo está bien que tenga. Está bien que decir algo cueste algo. La gente dice más de lo que tiene para decir.
Como la cultura de masas, que lo dice todo.
Pero no hay nada gratis en la cultura de masas, casi siempre hay que pagarla. Yo digo un costo que no engorde a las multinacionales, si no que cueste algo decir algo. Por otra parte, vuelvo al tema del teléfono, soy fanático del teléfono de línea. Establece un tipo de conversación única, para mí superior a la del cara a cara, habilita una intimidad y una confesionalidad superior a la de la conversación a solas: alguien te habla al oído y no está ahí. Podés susurrar, podés hablar muy bajito. Si estás angustiada, si contás algo muy personal, si te da pudor y hablás bajito, el teléfono de línea es lo mejor que hay. Estás en tu cuarto, estás en tu cama.
Parece ser tu gran tema la presencia-ausencia. Todo lo que destacás tiene que ver con eso.
Y, la escritura se funda en eso. Nace en la ausencia. Si todo el mundo tuviera al interlocutor en presencia, la escritura no existiría.
Pero eso mismo, la presencia-ausencia, ¿no es ya lo poético?
Yo pienso a lo poético, como una emanación de la literatura. No hay literatura en la realidad, proyectamos la literatura. Porque ¿qué es una receta médica?, ¿es escritura? Yo ahí me resisto. Fogwill preguntaba qué es ser un escritor fracasado y respondía: si sos un escritor, ya sos un fracasado. Y a mí me gustaba ese gesto. ¿Podés ganar el Nobel? Está bien, ya sé que se ganan cosas. Me gusta mucho la literatura y me gusta mucho el fútbol y no creo en ninguno de sus traspasos. Ninguna de sus comunicaciones. Poesía… A mí me encantan los goles. Pero eso no es poético. “La filosofía del fútbol”: el menottismo cultiva mucho la “filosofía”… pero filosofía es Spinoza. Si jugás con tres en el fondo, o cuatro en el fondo, son estrategias del juego. “La filosofía del fútbol es jugar con wines o sin wines”. Filosofía es Hegel. Para mí hay goles que están por encima de cualquier poema, dicen otros. No me importa, es un gol. Un atardecer es un atardecer: la tierra gira, entonces el sol desaparece y después se hace de noche. Todo lo que hace que eso nos resulte poético es la proyección de lo que leímos en la literatura a esa situación.
O sea que alguien que no leyó literatura no podría tener esa experiencia de lo poético.
La filosofía habla de eso. Kant dice, según yo recuerdo: «Esto es sublime». Ante la naturaleza, tenemos la experiencia de lo sublime. Con la literatura también podemos tener la experiencia de lo sublime. Si a eso sublime lo llamamos poético, es porque hubo literatura de por medio. Los antiguos llamaban dios a cualquier situación de esas. Por eso le ponían dios a todo: el dios del cielo, el dios del mar. Un religioso, hoy, te diría “En el océano, en tal y cual, ¿no está dios ahí?, ¿no hay religiosidad?” ¡No! ¡Es agua! No es, como dice Enrique Iglesias “Una experiencia religiosa”.
Ya vemos por dónde vienen tus gustos musicales. Juntamos boleros y canciones de amor para la edición.
Me encantan las canciones de amor. La chica que me gustaba en sexto grado se metió con otro bailando “Chiquitita”, la versión en inglés. Yo escribí sobre la rubia de ABBA hace un año, sobre el erotismo de las chicas de ABBA. Creo que salió en el blog de Eterna Cadencia. Un texto sobre la diferencia entre el erotismo de ellos y el cambio del erotismo que trae Madonna. Yo prefería el recato de las de ABBA. Estuve muy enamorado de Agnetha. Y lo estoy, pero de aquella Agnetha, no de la de hoy que debe tener como ochenta largos. Había algo en el recato, que no era religioso, porque ellas querían mostrarse sensuales. Había también algo raro en la combinación de esos dos minones con todo ese imaginario erótico y ellos, que eran como dos tarambanas que relojeaban a las minas y se miraban entre ellos.
Falta Shakira nomás…
Shakira me va. Mi hijo, cuando era bebé, al comer quedaba literalmente extasiado con ella, hasta que terminaba el video. La madre ya no sabía qué hacer. Otra genialidad de Barthes es que lo erótico es una franja de piel entre dos franjas de tela. Que no importa de qué parte es la piel. Entre un guante y la manga que se levanta, está la piel y en eso está el erotismo. El otro día me mandé una, mientras daba clase en Puán… Yo tengo las clases escritas en cuadernos. Uno es de Tigger. Por ahí miro así y veo que está Tigger en la tapa. Y les digo: “Claro, ustedes son muy jóvenes para tener hijos. Yo, al mío, lo llevaba a ver Winnie the Pooh”. Y me dicen “No. Hijos, no tenemos. ¡Nosotros veíamos Winnie the pooh!” Claro, estos hijos de puta tienen la edad de mi hijo. Yo creía que estaba registrando que eran jóvenes y les contaba adónde llevábamos a los chicos hace diez años… ¡Son ellos! A ellos los llevaban a ver a Winnie the Pooh. Otra vez, también, les dije: «Ustedes se acuerdan cuando fue la guerra de Malvinas». Una levanta la mano y me dice: “Nacimos en el 81. No nos acordamos de la guerra de Malvinas”.
Igual te vinculás muy bien con ellos.
Tengo un método que no falla para ver el estado generacional del curso. Digo: “Esto se está haciendo más largo que “Sábados Circulares, de Pipo Mancera”. El 90% se queda mirando y dos o tres viejos se ríen. Otra marca para mí es haber visto jugar a todos los actuales directores técnicos de fútbol. Era la forma en que yo registraba que mi papá era viejo, cuando él decía lo mismo. Un día mi hijo se enteró de que, cuando yo era chico, no había control remoto de la tele. “¿Y cómo hacían zapping?”, me preguntó. No existía el zapping tampoco. Había cuatro canales. Para mí el gran cambio, no sólo con el cuerpo si no con toda la realidad, es que antes la televisión terminaba. Uno tenía la sensación de que, en ese momento, también el mundo cesaba, el mundo dormía. Ahora no se duerme, la vida sigue porque sigue la televisión. Es uno el que se duerme. Antes uno sobrepasaba al televisor. Ahora la tele, que es realidad, no para nunca.
¿Mirás televisión?
Fútbol, cuando no voy a la cancha. La cancha de Boca lleva mucho tiempo, hay que salir dos horas antes, llegar una hora antes, estacionás, entrás. Dos horas dura el partido. Luego esperás otra horita para salir, hasta que se desagota un poco. Si el partido es a las seis de la tarde, yo salgo de mi casa a las dos y media y vuelvo a las nueve y media de la noche, cansado, como si hubiese jugado, porque son esas dos horas de tribuna, parado y saltando, hacés fuerza, los goles, la tensión, la expansividad, lo que le pasa al cuerpo. En un gol te abrazás con cualquiera.