Los exilios: sobre exilios personales
Por Néstor Grossi
«Yo no creo en el exilio, sobre todo, no creo en el exilio
cuando esta palabra va junto a la palabra literatura.»
Roberto Bolaño.
HARTO, AMARGADO, Y CONFUNDIDO ¿ALGO MÁS?
Nunca necesité más que Buenos Aires, nunca sentí el deseo de estar bajo otra bandera ni de conocer nuevas culturas. Me importaba absolutamente una mierda todo lo que pasaba en Europa o en México o en Perú, los lugares a donde todos los conocidos viajaban. Creo que, desde 1992 hasta el 97, no hice otra cosa que escuchar las historias de los viajes de mis amigos, que el “uno a uno” había pagado. Yo no lo deseaba. De desearlo, tampoco hubiese podido: a partir del 94, me vi afectado por la ley 23737 que me prohibía salir de Buenos Aires sin pedir permiso en un juzgado de instrucción. Si mi cárcel era esta ciudad, la había sacado recontra barata.
Recién con la llegada de este nuevo, estúpido y aburrido siglo, sentí la necesidad: no encajaba, estaba de más y sin ganas de seguir formando bandas o zapando con tarados. La gente del rock había comenzado a darme asco. Entonces conseguí una porta estudio de cuatro canales y me puse a grabar mis canciones sin necesitar de nadie, toqué varios instrumentos, grabé veinte temas, solo cinco tenían letra. Y eso fue todo. Sin saberlo, comenzaba a cavar la tumba donde un muy joven escribidor patearía a mi yo rockero. Y la nueva era comenzó, porque había llegado la hora de escribir, no existía otra forma de soportar toda la mierda que se avecinaba.
Una tarde de mayo, cuando andaba en busca de un hotel por la zona del Centenario y lamentándome por los precios, me vinieron a la cabeza dos cosas: que el precio de una habitación en el Parque costaba lo mismo que una San Bernardo o algo así; y que, para escribir, daba lo mismo en cualquier lugar, nadie me leería. Y bueno, si el mundo iba a cogerme, al menos, iba a decorar el lugar: con un par de velas y sahumerios todo cambia.
Busqué alquileres por el partido de la costa, hasta que Tandil apareció en mi cabeza como mi cielo salvador. Sí, tendría menos oportunidades, pero viviría en paz. Tenía que tomarme unas semi vacaciones y estudiar bien el lugar. Habían pasado quince años desde que había estado de campamento con los exploradores.
Esas vacaciones de diez días en Tandil no me las pasé en medio de las sierras ni en la cabaña. En vez de hacer el recorrido turístico, salía a llenar solicitudes de laburo en los supermercados locales. También dejé mis datos en la telefónica de la zona y llené un currículum en el Carrefour. Después, me dediqué a disfrutar un poco más del lugar, a buscar la actividad cultural, todo rondaba en torno a la universidad; siempre tocaba alguna banda en algún club de barrio que venía de la capital. Ese mundo citadino estaba a tan solo 15 minutos en taxi o remis. Y todo, al mismo precio que en Mataderos, salvo por una cosa: en Tandil no había rastros de droga. Un faso, si lo conseguías, costaba igual que un 25 en capital. En diez días, fue lo único que pude averiguar. A pesar de eso, decisión tomada. Volvía a Buenos Aires unos meses a juntar billete, a vender unas cuántas cosas y listo.
Había hecho muy buena onda con los dueños del lugar. Cuando les conté mi plan, no dudaron en guardarme la cabaña. Como era fuera de temporada, iban a cobrarme más barato, me prometieron recomendarme entre sus contactos. Agregaron que había poco laburo pero que algo iba a salir. Eran dos hippiess cuarentones. Él, tan porteño como yo, se había instalado en Tandil a los veinte, por lo tanto me entendía. Como había dejado en los currículums el número del camping, le di el teléfono de mi vieja por si me llamaban de algún lugar. También les pedí dejar algunas cosas, agradecí por todo y me despedí hasta la primera semana de marzo, o antes.
BUENOS AIRES, PUTA MALA
Volví a la mierda en un tren fantasma. Oscuro y casi vacío hasta Azul y Rauch. Me la pasé empinando una botella de gaseosa con vino y fileteando uno de los salamines que llevaba mientras, a través de la ventana, no había nada que ver. Entonces imaginaba mi vida como parte activa de Tandil. No me importaba de qué mierda iba a laburar. Solo sabía que, al salir, mi paisaje sería serrano y no el lugar de mierda ese lleno de fábricas, talleres y carnicerías. Me veía estudiando algo en la universidad, quizá hasta volvería a formar una banda.
Cuando llegué a Constitución, entendí que mi verdadero exilio había comenzado: en la Capital no me esperaba nada.
La estación era el infierno temido. Odiaba estar de vuelta, eran las siete de la mañana de un lunes y mi pequeña vida salvaje murió bajo la suela de un Buenos Aires que despertaba siempre con resaca, donde no tenía nada que hacer y nadie me necesitaba.
Iba a vivir en las dos ciudades, punto final. Me bajé del Ferrobaires con la mochila vacía, había dejado el grabador, los borcegos y la guitarra en la casa de los dueños del camping. En el próximo viaje debería cargar con mi caja de herramientas, por si funcionaba el plan de sobrevivir como instalador en Tandil.
Durante los tres meses en casa de mi vieja, laburé instalando marquesinas, vendía vhs, cds y auriculares de contrabando. No salía a ningún lado ni visitaba a nadie más que a mi puntero. Odiaba la vida en casa de mi madre y odiaba que mi paisaje de todos días fuese el barrio de Mataderos. Vivir con ella tres años había sido suficiente como para empezar a sentirme un estúpido que no servía más que para tocar la guitarrita. Para ella yo era un simple vago y un borracho igual que mi padre, que llevaba muerto 350 días, los únicos que justificaban mi estadía en esa casa. Pero ya estaba de más. Sólo mi adicción me ataba a Buenos Aires, me aterrorizaba la idea de estar sin fumar y sin pastillas; compensaba repitiéndome que, llegado el caso extremo, me subiría al tren y, en 48 hs, todo solucionado.
CON LAS BOLAS LLENAS
Tenía el billete para vivir tres meses sin laburar ¿cuánto más quería? Cada peso gastado en Mataderos era un peso menos en Tandil. Había llegado el momento de zafar y armarme esa nueva vida que tanto buscaba. Compré mi primer celular y lo principal: el faso, un ladrillito verde y bien compacto del tamaño de un Shot de largo y dos dedos de ancho, cien gramos de uno bien rico que, con algo de suerte, sobreviviría dos meses nada más.
Estaba híper paranoico, desde aquella tarde de 1994 en que me habían agarrado con un kilo a la vuelta de la casa de Yoni, no había vuelto a tocar más que algún 25. Y pensar que debería viajar por más de cinco horas con eso encima me hacia mal. Si me agarraban con toda esa mierda, me revocaban la causa y todo se iba a la puta que lo parió, justo cuando aquel garrón estaba por terminarse. ¿Iba a soportar hacer un viajecito semejante cada dos o tres meses? Por un segundo, creí que había llegado la hora de limpiarme.
La noche antes del viaje apenas si pegué un ojo. Me la pasé metido en el plan de cómo llevarlo y cómo me descartaría si se pudría la cuestión. La mejor idea que tuve fue mantenerme alejado legalmente de los cien gramos, al menos, hasta llegar a la estación de Tandil. Y eso hice. Como pude, lo llevé en las pelotas hasta Liniers, después, lo encanuté arriba del micro a medio llenar y me quedé dormido hasta Rauch.
La roca y yo bajamos bajamos en la terminal, no había perros, apenas un poli gordo que hojeaba las revistas del quiosko y fumaba. A pesar de que Dios existía, recién cuando el remis entró al camping solté el aire en paz.
NO LLEGO CON EL CAMBIO, UNA NOCHE NO HACE MAL
Los primeros quince días hice todos los deberes. Repartí volantes de electricista por el centro y los barrios de la ciudad, busqué laburo en los bares y volví a pasar por todos los supermercados donde había dejado currículums. Nada. Era marzo del 2001 y el país estaba destrozado. A mí me daba igual ser pobre allá o acá, mientras tuviese un maldito porro para fumar a la noche…
Para ahorrar, empecé a quedarme más en el camping, a cocinarme en la parrilla mientras, de fondo, sonaban los Doors en medio de la nada y el frío. Colgaba frente al fuego, bebía vino y fumaba hasta que el sol se ocultaba en los cerros. De día, salía a caminar, desayunaba fuerte y encaraba hacia el Centinela a leer entre el ruido de los pájaros. Al atardecer, bajaba al parador a tomar una birra y entonces, comenzaba el regreso a casa
Una tarde, cuando volvía de mi caminata, el dueño me vio pasar y me llamó. Me preguntó si me animaba a cambiar seis portatubos del comedor de la escuelita, en la rotonda. En una tarde lo hice. La mina de la cooperadora me dijo que la madre necesitaba un electricista para cambiar una llave de luz y, así, de boca en boca, empecé a agarrar algún curro de vez en cuando. Pero necesitaba un sueldo fijo, poder alquilar una casa en algún barrio o un departamento más en el centro. Esa plata que entraba, apenas me servía para cubrir el día a día, aunque había dejado de salir los sábados, mis ahorros se evaporaban.
Habían pasado marzo y abril y todavía me quedaban 50 gramos o más. Me sorprendía lo poco que fumaba, en capital hubiera estado en bolas ya. Pero tenía que estirarlo más, así que decidí tomarme medio miligramo de Alplax todas las mañanas, fumarme medio a la tarde y mantenerme bebido hasta la noche, cuando me ponía a escribir. Sin darme cuenta, volvía s ser el tipo que había abandonado una tarde de 1994.
Cuando llegó el otoño, comencé a alejarme por completo de la ciudad. Pasaba todo el tiempo encerrado en la cabaña o frente al fuego de la parrilla. El frío te partía y si no llovía, lloviznaba; entonces, leía o escribía hasta que caía la noche, cuando me ponía a fumar y a beber. Solo en ese momento me daba por tocar la viola hasta que empezaba el programa de Dolina y cenaba solo, mientras miraba la oscuridad del cerro y las luces, a los lejos y en lo alto del castillo, en el Parque Independencia.
En invierno, si no llovía, lloviznaba. Empecé a beber Brandy, compuse una canción, leí tres novelas de Philip Dick y, por segunda vez, Un Mago de Terramar. Me dediqué a Baudelaire y aumenté mi dosis medio miligramo más para ahorrar faso. Llegué al punto justo en que fumaba sólo si era necesario, los fines de semana. Para soportar las «ganas de», si no llovía, salía a caminar por la ruta hasta la rotonda y doblaba hacia la derecha hasta el pie de Sierra del Tigre, donde había un almacén y teléfono público. Ida y vuelta al camping eran unos diez kilómetros en total, conectado a mi discman… sí, uno o dos meses, quizá podía soportar la abstinencia psicológica, pero erradicar la marihuana de mi vida era algo que no haría jamás.
Fue ahí, en mi pequeño exilio, cuando entendí que mi verdadera droga era el alcohol, que todo el garrón que me había comido por drogón solo sirvió para arruinarme los noventas.
Un atardecer de agosto frío y con sol, escuchaba a los Stones, mientras me tomaba un vino barato y me fumaba un porro ante el fuego, cuando escuché las hojas quebrarse bajo unas botas. Era el dueño, apagué como pude, al tiempo que el tipo me decía, todo bien ¿daba para una seca? Tenía un botella entre las manos. Licor del que preparaba la mujer. Nos quedamos tomando mi vino barato, hablamos del rock y de Tandil, del quilombo cuando habían tocado los Redondos y de la vez que fue Charly con alguna de sus bandas.
EL CUENTO DEL IDIOTA (PARTE 1)
Llevaba siete meses en el lugar; entre una cosa y otra, por encajar en esa sociedad, no había pisado la cascada: Sierra de Las Ánimas, el lugar más alto de Tandil, el pozo del diablo donde nacía la leyenda del hechicero, la sacerdotisa y el enamorado del Fuerte Independencia. De ellos son los lamentos que se escuchan; de ellos, los fuegos fatuos.
Voy o voy, me dije cuando terminaba el primer mate lavado de mañana. Encendí la tuca de la noche anterior y comencé a prepararme. Pensé en sacar dos o tres churros y dejar el 25 en algún canuto en la cabaña, pero no: desde que el dueño del camping había fumado conmigo, me había quedado claro que en Tandil no había faso y, si alguien conseguía, costaba tres veces más caro que en la capital. Entonces lo guardé en la riñonera con los documentos y la plata. En el morral llevaba el disckman con parlante y algunos casetes, una bolsa con medio kilo de pan, dos latas de paté y mi cuchillo. Tenía que comprar un vino de camino y al carajo. Me ajusté los borcegos, me colgué el morral y manoteé la campera aviadora.
Había llegado septiembre. Afuera estaba nublado y hacía calor. Até la campera de mangas a la correa del morral, puse candado a la cabaña y me eché a andar. Iba a volver a llover, fija. Había llovido toda la maldita semana y ya no aguantaba más el encierro, así que pensaba aprovechar el día a como diera lugar y subir al maldito cerro de las Ánimas de una vez y por todas.
Después de la rotonda, encendí el que llevaba armado. En el morral el discman tenía conectados los mini parlantes y sonaba LA Woman, mi disco predilecto de los Doors. Estaba en armonía con el mundo, en medio de un paisaje serrano que era mío. Quizá lo de vivir en la ciudad era mala idea, quizá debía quedarme en medio la nada. En el almacén de sierra del tigre compré un salamín, una cerveza de litro, una de vino y una gaseosa, cuya mitad tiré. La otra la mezcle con el tinto. Guardé la botella de plástico en el morral, cambié el Cd y, al terminar la Bieckert, seguí: todavía tenía una hora o más a pie.
Iba a subirlo sí o sí, lo había hecho a los 13 años y volvería hacerlo a los 28. Después de todo, por ese puto cerro había terminado en Tandil. A un kilómetro y monedas, empezó a lloviznar. Con Iggy Pop en mis orejas, con una birra, un faso y un miligramo de Alplax, me importaba una mierda; seguí adelante con el agua pegándome en la cara. Saqué la botella del morral y le entré al vino hasta llegar y encontrarme con lo peor: un micro con turistas rubios que parecían quejarse y el guía que les negaba algo en un inglés de mierda.
Había dejado de lloviznar y el cielo amenazaba abrirse. Todos me miraron, yo parecía un ex combatiente, de verde oliva y con remera de Almafuerte negra, los saludé con la botella en alto, esquivé los caños que hacían de valla, crucé el puente sobre el arroyo y no me detuve hasta llegar a la cascadea. Encendí un pucho, todo estaba más resbaloso de lo habitual, debería pisar con el cerebro. Quizás sentarme a comer algo mientras el sol hacía su trabajo, pero iba a enfriarme, no tenia que parar. Además, ya se escuchaba al contingente de turistas acercarse. Quería estar solo, sentir ese sitio regado con la sangre del indio. Existían cientos de historias que avalaban la carga energética del lugar. Era un día de semana húmedo, ¿qué mierda hacían todos esos imbéciles ahí? La puta madre.
Me ajusté al máximo el morral, me puse la campera y subí de la única manera posible: escalando entre las rocas mojadas con la cascada que caía a mi lado. Me protegía el dios de los alcohólicos, iba a estar todo bien, solo no tenía que mirar hacia abajo ni girar la cabeza. Estaba tan en pedo que jamás pensé que, después, debería hacer el mismo camino de vuelta. Recién al llegar a una vertiente me detuve a beber, a fumarme uno y a pensar qué carajo hacia ahí.
Abajo, a unos doscientos metros, muy chiquito, se veía el grupo de turistas. No iban a subir. Me quité el morral, saqué un salame, el pan de campo y me puse a morfar. Había bebido demás. Ni siquiera me convenía seguir subiendo, el viento soplaba fuerte y, tarde o temprano, las nubes volverían a cubrir el cielo.
Estaba tan alto que podía ver la ciudad. Si avanzaba hacia el otro lado del cerro, el camino no era empinado pero me llevaría horas bajar, y llegaría de noche. No me quedaba otra, desde la ciudad pegaba el bondi o un remis y al carajo.
No, no iba a llegar a la cima, al menos, no ese día. Sólo necesitaba descansar un poco. Bajo el rayo de un sol que a veces se escondía, me puse el morral de almohada y cerré los ojos un rato.
Me despertó un temblor y, al segundo, un inmenso estallido. Tenía un conglomerado de nubes grises ante mis ojos. Entonces, me invadió el terror. Ahí estaba el cerro que tanto buscaba, toda la madre tierra en su máximo esplendor. Tenía que elegir entre bajar por unas rocas empinadas o buscar el camino paralelo entre las sierras y alejarme de la cascada. Entonces, comencé a rodear el cerro mientras volvía a tronar con tanta fuerza que todas las rocas temblaban.
Me eché a andar. La siesta me había arruinado y seguía medio ebrio, lo mejor era beber. Botella en mano, caminé hasta alejarme de las cascadas. No había ningún sendero, todo era roca y pasto, algún grupo de aromos o arbustos y nada más, ni una maldita cueva donde refugiarme si las cosas se complicaban. Por segunda vez en mi vida, sentí miedo total. Estaba solo en el cerro más alto del lugar, con una tormenta a punto de caer sobre toda mi maldita existencia. El fuego fatuo de las almas en pena de los indios masacrados podía irse a la mierda, porque el cerro me había rechazado, no tenía ni puta idea dónde estaba ni a dónde iba.
Comenzó a lloviznar.
Seguí siempre hacia adelante, durante horas caminé bajo una llovizna tan suave que flotaba en el aire. Yo subía y bajaba. Por momentos perdía el sentido hasta que, a los lejos, volvía a ver la ciudad y mi corazón se calmaba.
Aparecí en algo similar a un valle sin salida, tenía que volver a trepar si quería pasar. Y eso fue lo que hice. Debían ser unos diez metros. Justo cuando llegué al borde, del morral se me cayó la botella de plástico con el vino por la mitad. Antes de volver a bajar por el tinto, vi los campos descender entre cientos de alambrados hasta la ciudad, las luces comenzaban a encenderse. Debían de ser como las siete o algo así. Pero, sin mi vino, no seguía. Además tenía que brindar por mi sentido de orientación.
EL CUENTO DEL IDIOTA (PARTE 2)
Según el reloj de la primera rotisería que me crucé, eran las ocho de la noche sobre la ciudad de Tandil. Compré un sánguche de milanesa y una lata de medio, me senté afuera, en el umbral de la puerta, junto al local y comencé a devorar.
—Eh, aguante Almafuerte—, dijeron un par de piernas con All Stars y jeans rotos. Me preguntó si era de capital. Él se llamaba Pablito y tenía una remera de los Sex Pistols. Después de toda la mierda por la que acababa de pasar, lo invité a una cerveza. Le conté todo lo que acabo de relatar y casi toda mi vida. Él me contó del ambiente rockero y que tocaba el bajo, tomaba «Rivo» con cerveza porque le costaba un huevo conseguir faso o pepas. Entonces, lo invité a fumar:
¿Hay algún lugar donde no bardiemos?
La Plaza, contestó. Y hacia allá fuimos.
Nos sentamos en un banco, en un lugar que parecía la plaza Irlanda rodeada de edificios, bancos, la iglesia. Idiota, estaba en la plaza del centro, pensé, mientras me abría la riñonera, le regalaba un faso y zafaba de toque.
Cuando tenía el 25 en la mano, en el momento en que pensaba sacarlo de la bolsa, vi cómo empezaba a rodearnos la policía: cerré el puño con la piedra en mano y todo mi mundo se detuvo. Había perdido, otra vez. Simplemente, tenían que revisar, llevarme detenido, pedir mis antecedentes a la capital y listo: a un penal marplatense, para un porteño de mierda, genial.
Nos pusimos de pie con las manos en alto. De, al menos 7 ratis, dos nos apuntaban. Al pankito lo pusieron contra un árbol. A mí, contra el otro. El 25 estaba entre la palma de mi mano y la corteza del árbol, el cana me decía que me quedara quieto, me pidió los documentos y me preguntó qué mierda hacía con el boludo más buscado de la ciudad en pleno centro. Y yo, que era turista, que recién lo había conocido y que tenía todo en el morral.
El Principal le pidió mis documentos a uno de los polis, yo seguía con el porro en la mano y apoyado contra el árbol mientras me temblaban las rodillas. Quédate así, me dijo el Principal y escuché que se alejaba hacía el pendejo. Torcí la cabeza: todos estaban de espaldas o revisando el morral. En un segundo me metí el 25 en las pelotas, como pude y vi de costado cómo se llevaban al otro detenido.
El principal volvió con mi documento en la mano. Una pena, flaco, si no tenías nada te ibas. Bajá las manos y date la vuelta despacio.
El porro, pensé. Y dejé de respirar.
Me esposaron y me acompañaron hasta el patrullero. Fue un viaje silencioso, las nucas de los ratis no hablaban, sólo se escuchaba la radio y mi corazón: estaba detenido por tenencia de un arma de guerra y con marihuana en las pelotas. Nada más tenía que llegar a la comisaría y ser revisado a fondo, mientras pedían mis antecedentes a capital. Todos los caminos conducían a un penal. Estaba jodido, esa tarde mi estupidez y la mala suerte se habían dado la mano.
Me sacaron el cinto, los cordones y me arrojaron en una celda junto con el pendejo tarado. Durante una hora, estuvo disculpándose hasta que un poli se lo llevó. Al rato, volvió por mí, me sacó y me dejó sentado junto al poli de la recepción. De fondo, se escuchaba un partido de fútbol, yo estaba medio pila, pero mi cuerpo no. Le pedí como tres veces ir al baño y me decían que esperase a que alguien me llevara. Quería meterme los dedos y lanzar. Y lo principal, descartar el 25 por el inodoro. Estaba a punto de entrar a declarar ante el taquero, jodí tanto, que el poli de la entrada salió de atrás de escritorio para acompañarme. Justo cuando estaba por parase frente a mí, no aguanté más y vomité todo el vino ahí nomás, a los pies del rati.
Mientras él me puteaba y yo me disculpaba, me acompañoó hasta la puerta del baño, no entró. Me saqué el faso de las bolas y me dolió descartarlo. Lo metí detrás de la mochila del baño, tiré la cadena y salí. Mi corazón volvió a latir. El rati me dio el secador, me señaló el balde y me puse a limpiar. Cuando terminé, entré a la oficina del comisario. Me la pasé hablando de cuánto amaba la ciudad, de que había llegado para quedarme y de que me había parado de borracho y boludo a hablar con ese pendejo.
El taquero y el Principal me tomaron por un porteño con mala suerte, daba la casualidad que justo me había parado a chamuyar con el más bardito de Tandil. Pablito había roto el vidrio de la farmacia para entrar a robar unas cajas de pastillas y lo estaban buscando.
Me boludearon un rato largo, firmé papeles haciéndome cargo del maldito cuchillo. Puse la dirección de la casa de mi vieja. Tenía una causa en Tandil, nada grave, no quedaba detenido, sólo fichado y a la espera de una citación para pagar una multa. El comisario llamó de testigo a un remisero que nunca vio nada y listo.
No pidieron, no sé por qué, mis antecedentes. El faso seguía en el baño. Le pregunté al rati si podía pasar, al remisero si me llevaba… Salí de la comisaría con el faso de vuelta en mis pelotas, ya nadie iba a pararme.
Esa noche llegué a la cabaña, me fumé uno grande como un dedo, mientras escuchaba a Dolina en la radio. Intenté dormir, pero el miedo, el odio y la incertidumbre volvieron a visitarme.
Al otro día, hice la mochila, pagué la cabaña y le vendí el faso que me quedaba al dueño de camping.
Mi pequeño exilio había terminado. Entre Tandil y Buenos Aires, no había diferencias ya. Pero me había preparado, me había encontrado en este nuevo siglo de mierda. Era claro: esa sombra de la que huía siempre tendría mi rostro. Porque el miedo es el único disparador que nos aleja, es un pequeño acto de egoísmo y cobardía. Todo empieza y termina con un basta, como el amor y las revoluciones. Cuando todo está perdido, cuando queremos volver a casa.
Muy buena Nestor!