Los exilios: sobre la biblioteca de la infancia.
Por Diego Marcelo Soria
LOS LIBROS DEL EXILIO
Este no pretende ser un compilado de “libros por leer”, tampoco una selección para llevar a “una isla desierta”. Es simplemente un camino, una de las posibles formas de acercarse al momento de lectura, dentro de muchos otros tiempos donde, aún sin estar frente a un texto, entre carteles, rostros y andanzas, se construye una conciencia lectora, una vida lectora. Cada vez que uno elige un libro, como en cualquier elección, deja otro de lado. Y siempre es mejor poner énfasis en aquello que se gana que en aquello que se pierde.
LEÉ ESTO Y NO MOLESTES MÁS.
Tomá, me dijo mi madre, mientras me entregaba un reluciente libro de la colección Billiken, “Las fabulas de Esopo”. No sabía qué hacer con esa cosa. O, mejor dicho, qué iba a hacer aquella cosa para que yo dejara de molestar. En aquel tiempo había un ciruelo enorme en el fondo de casa. Bajo su sombra, mi papá tenía un tablón azul, enorme, donde doblaba los fierros para el encofrado. Y, bajo su sombra, yo me tiraba a leer. Mi mamá, sin saberlo, me dio una ventana enorme por donde asomarme. Leer sobre lobos con pieles cambiadas bajo un árbol resinoso es un buen modo de empezar.
EL PAN DE AZOGUE Y LOS AHOGADOS
“Tom Sawyer” , otro de los libros de la colección que me regaló mi mamá, resultó el desembarco definitivo en la fantasía y la aventura, un combo irresistible para un chico. Mark Twain debió ser uno como los de mi barrio, pero a orillas del Mississippi. Desde donde yo vivía, miraba pasar a los aviones y él vio pasar a esos grandes vapores a pala con calliopes. Los vio a través del río, entre las islas solitarias, donde Tom Sawyer supo esconderse para castigar a su tía Polly. Las tierras donde el indio Joe buscaba alguna fortuna con el borrachín de Muff Potter eran unos territorios prodigiosos. Allí, Tom podía engañar a sus amigos, martirizar a su hermano Sid y enamorarse de Becky Tacher. Eran el lugar para curar verrugas con la luz de la luna y para ver flotar el pan con azogue donde alguien se ahogó. Tom Sawyer es el extraño milagro de una niñez descalza a orillas de un río muy lejano y, a la vez, a la vuelta de cualquier esquina del gran Buenos Aires. Porque la imaginación acorta distancias y empatías. Con más fuerza aun, a esa edad en que los prejuicios todavía permiten creer que la luz de la luna es algo más que un paisaje nocturno.
LLÁMENME ISMAEL…
Hay un libro que no recuerdo cómo llegó a mí ni tampoco sé qué fue de él. Uno que marcó el comienzo de ciertas dudas acerca de qué es la vida. Se trata de “Moby Dick”, de Herman Melville. El mío era una edición en forma de comic, en blanco y negro y me cambió la mirada naive por una más trágica. Comencé a entender al capitán Ahab y a su obstinación tras un cachalote blanco, mucho más que un buen botín. El hipnótico Ahab era capaz de llevar tras de sí a toda una tripulación en su locura. Ese comic también fijó en mí, para siempre, las fisonomías de un capitán de barco pesquero, el arquetipo del desesperado y el misterioso cuerpo tatuado de lQueequeg, en su derrotero frenético tras la bestia y tras la promesa de una tragedia inevitable. Aunque el protagonista comience la historia con un “llámenme Ismael”, al final del libro queda claro que nadie encaja ya del todo en su nombre después de la travesía.
BOLETO A MARTE
Podría enumerar muchos cuentos de ciencia ficción de Isaac Asimov, pero me quedo con los de Ray Bradbury. ¿Por qué? En ellos, me gusta la idea de que el futuro no sea solamente uno de máquinas sofisticadas, si no uno centrado en los problemas del hombre, esos problemas aún irresueltos. Cuando Bradbury emprende la conquista de Marte en sus “Crónicas marcianas”, no crea una sociedad ideal, libre de los problemas del planeta tierra. Al contrario, como en cualquier exilio, los hombres se arrastran hacia un territorio desconocido, esperanzados en que todo va a ser diferente, aunque haya una piedra en cada rincón. Bradbury vuelve sobre el tema en su último libro “Ahora y Siempre” y, ¿casualmente?, trae una adaptación futurista de la novela de Moby Dick, donde el mar es el espacio, el cachalote un asteroide, pero la ambición y la locura humana siguen ahí, intactas.
EL PREDICADOR
A esta atura del camino, serpenteo oscuridades. Yo solía ir al trabajo en pantalón negro y camisa blanca. Bajo el brazo, un libro enorme: las “Obras completas de Edgard Allan Poe”. Cuando me vieron llegar con eso, automáticamente, me apodaron “el predicador”. El libro se ajó con el tiempo, de tanto ir y venir en colectivo y tren, mientras insistía en un mundo romántico y oscuro que bordea la locura y donde cualquiera puede perder la razón por unos ojos, por un corazón o por unos dientes. Poe es una puerta de entrada a un mundo del que no hay salida. En su poema “El Cuervo”, el ave advierte que no habrá tregua en el dolor a la hora de recordar, es una clase de dolor inolvidable la que te invade una vez que lo leíste, una vez que el cuervo dice: “Nunca más”
LA COSMOPISTA
Al final de este camino, escojo a quien podría ser mi preferido. A quien, sin que yo supiera, pavimentó el camino desde un principio, porque mi encuentro con Cortázar se parece a la “continuidad de los parques”. A la vuelta de muchos libros, de mucha vida y sensaciones, él me esperaba para entendernos como si hubiéramos sido viejos conocidos. Julio Cortázar es uno de esos autores que resume una idea mágica del mundo, como un hecho natural, no excepcional. Así, miro para atrás y la vida se parece a un collage hecho de recortes de muchos autores: la rebeldía de Osvaldo Bayer, los claroscuros de la Habana con Leonardo Padura o las crónicas de Roberto Arlt en los bajos fondos de Buenos Aires. Y el camino sigue. Dentro de esos libros, me refugio. No me exilio. Ese es mi mundo.