La sospecha: Sobre los accidentes de tránsito.
Por Héctor Lontrato
MATCH POINT
La tentación de tirar de la hilacha siempre está. Y ese poder de atracción resulta similar al temor ante el devenir. A veces, simplemente, todo se desarma en un prolijo efecto dominó. Y, entonces, un desierto de arenas blancas se abre ante nosotros. Otras, devela temidas omnipresencias: la cita a la que rehuimos con finas excusas, frente a la poco atractiva oferta recibida.
Como en la película “Match Point”, nunca sabremos por qué esa pelota de tenis golpea en el fleje de la red y queda de nuestro lado. Centímetros o apenas milímetros te cambian la vida y ponen en evidencia la dimensión de esos incontrolables gestos cósmicos. Despojados de temor, las prevenciones se desmoronan y nos arrojamos a sacudir el desguarnecido hilo con inconsciente valentía. Al final del camino, todo lo que sabemos que no se debe hacer, efectivamente, se produce.
James Corbett
COPILOTO
La ceremonia del mate es clave para un viaje ´como Dios manda´, por eso no se puede hacer de cualquier manera. Hay que cebar con poca agua para que el conductor lo liquide de una sola chupada y se distraiga lo menos posible. También está la elección de la música en algún celular o pendrive. Claro, ahí se generan las discusiones: ¿Charly? ¿Fito? ¿Calamaro?, ¿Spinetta?, ¿Ceratti? ¿Papo? O aun peor, ¿la música electrónica?
Resulta fundamental que el copiloto concite la atención del conductor: no se debe aburrir ni bostezar o estaríamos en problemas. En ese caso, habría que parar, tomar un café o, en última instancia, quedar a un costado del camino para que dormite. El tiempo es crucial. No podés tardar siete horas a la costa cuando se puede hacer en cinco. ¡Qué importa si estás con la vejiga hinchada como una pelota de rugby! Hay que seguir pese a la oscuridad, la lluvia o los vientos huracanados.
Marina Giménez- Zupi.co
ENCUENTRO DE CUALQUIER TIPO
Era el fin de semana del 12 de octubre y nuestros objetivos estaban claros: playa, mucha caminata, feria artesanal, pastas, pizza, picadas y algún trago con vista al mar. Momentos de intensidad con la voluntad de jugarle una triquiñuela al tiempo, henchidos de placer, de sonrisas, puestas del sol, limados por la arena y con la espalda relajada por suaves rayos de calor.
Siempre tuve presente lo sucedido a David Vincent en la famosa serie “Los invasores”, de los años´60. Desbordado por el cansancio, equivocó el camino y agarró por una ruta alternativa. De pronto, aun cegado por fulgurantes luces pudo ver el aterrizaje de una nave que encajaba perfectamente en el estereotipo del OVNI.
Algo similar experimenté en un regreso de Mar del Plata. El auto, un Fiat 128, chiquito y rápido, cargado de valijas y alfajores, daba la sensación de un karting en un circuito cerrado. La ida fue tranquila, excepto porque la aguja del tanque no funcionaba bien y nos quedamos sin nafta. Como contrapartida, la escasa dimensión del vehículo nos permitía superar, por la banquina, larga cola de autos a la altura de Dolores.
Alejandro Burdisio – Pinterest
ABDUCCIÓN
La regla de oro del copiloto es no dormirse y darle conversación al conductor. Cumplí a rajatabla con la norma y hablamos de fútbol, de política y un poco de música. Trataba de chicanearlo para hacer algo más interesante el diálogo y mantenernos despiertos y en alerta. Así y todo, nos equivocamos en una rotonda y tomamos otra ruta, una por la cual también llegábamos a Buenos Aires, con el agregado de medio centenar de kilómetros.
Nos miramos y reímos por el despiste, sin presentir las consecuencias de ese error. Se hizo de noche y la leve llovizna cortinó el camino. Una recta larga proyectó la sombra de su monotonía sobre un habitáculo de silencios. Algún suspiro irrumpía de vez en cuando, sin pedir permiso. Los ocupantes de los asientos de atrás dormían libres de preocupaciones.
En un momento, entramos en lo que parecía un páramo. No había señales ni carteles que indicaran dónde estábamos, hasta que una curva nos abdujo. Un trompo y otro y otro más. No sé cuántos hubo, pero fui testigo de su fuerza centrípeta, desde que tomé conciencia del volantazo del conductor. Ingresamos en una espiral de vértigo, donde la única opción era cerrar los ojos y esperar a que parase, como si se hubiera tratado de una resaca.
ALFAJORES ANFIBIOS
El Fiat se deslizó por la pendiente de césped cortado al ras. Fue hacia un canal, donde quedó perfectamente encajado y con el agua hasta el inicio de la ventanilla. Con el último golpe que acomodó el vehículo, uno de las jóvenes ocupantes soltó una ironía al ver un chorro de agua negra salpicar uno de los vidrios. “Zas…, la muerte”, dijo.
El conductor se apresuró a salir sin darse cuenta de que, al abrir la puerta, ingresaría esa corriente espesa y contaminada. A los pocos minutos, los alfajores flotaban su infructuoso intento de escape y el noventa por ciento de la ropa había quedado sumergida en fétidas aguas. A todos nos ganó la ansiedad y salimos rápidamente del auto.
No tardaron en llegar los bomberos, la policía y una ambulancia. Sacaron el auto con una grúa. Chorreaba agua, como si hubiera sido extraído del fondo del océano. Con algunas remeras y sólo dos pares de ojotas, fuimos a un hotel de sábanas raídas, pagado con los últimos pesos que logramos juntar. Como no había plata para el arreglo, sólo pudimos ofrecer el valor de la palabra. No podía ocultar, sin embargo, mi frustración, cuando el reloj de Taiwán con malla de plástico, regalado por mi vieja, resultó rechazado como garantía.
LÍNEAS DERRAPADAS
Y, al final, tomamos conciencia: esa hilacha era un anzuelo, una trampa para pisar el palito, un camuflaje. No debías tirar de los hilos que salían de los agujeros de las sábanas de ese hotel. Ni comenzar a pegar los pedazos de las señales, seguramente, desperdigadas por las banquinas. Menos aun, pintar esas borrosas líneas del asfalto.
La sospecha frente a lo más obvio se había ocultado detrás de esos jirones, donde concentramos nuestros esfuerzos: un bloque de pensamientos, una muralla para que no saltaran a la vista las inevitables consecuencias de nuestros actos.
Si sabíamos que ahí estaba, ¿por qué no lo vimos? Hubiera bastado retroceder cuando equivocamos el camino o aflojar la velocidad, si el tránsito se hacía peligroso. Pero no.
No supimos desarmar lo que se nos presentaba ante los ojos, ni mirar más allá, ni desconfiar de las casualidades, de las chances de los accidentes. Seducidos por las inquietantes curvas de la libertad, tomamos el riesgo del desvío y nos entregamos al azar. Así, mansamente, nuestras perfectas planificaciones no fueron más que borradores desprolijos, tachados. Todo un enjambre de causalidades con el único fin de que pareciera un accidente.