Rituales: sobre la dificultad de instalarse en la escritura.
Por Viviana García Arribas
BOTELLA AL MAR (*)
Me levanto temprano. La luz diurna recién comienza a deslizarse sobre la baranda del balcón. La lluvia de la noche perló los mosaicos del piso, pero el sol todavía no llega a arrancarles un destello. No puedo empezar el día sin mi café. Lleno con agua la cafetera y pongo el polvo perfumado en el filtro. Ya puedo palpitar el desayuno: una fruta y una tostada para acompañar la bebida caliente. Mientras la alquimia se produce, recojo la ropa limpia que la noche anterior -en una verdadera demostración de habilidad doméstica- saqué del tendedero, ante la posible presencia de chubascos. Un leve borboteo me lo indica: el café está listo. Enciendo la radio y me siento frente al cielo ya celeste. Las noticias desbordan del aparato: el dólar en alza, no hay acuerdo de precios, se perfilan algunas candidaturas anodinas para las próximas elecciones presidenciales. Lavo la taza y algún cubierto. Tengo que comenzar a escribir la nota para El Anartista. Mejor, primero me baño.
Una vez que el agua de la ducha se llevó la modorra de la mañana, pienso: ¿sobre qué escribir? “Sobre una mesa”, respondería Dalmiro Sáenz (1). Más allá de los juegos de palabras, reflexiono acerca de los motivos que me llevaron a la escritura. Por un lado, esto de escribir no es un juego. Por otro, combina -en un cóctel fuera de toda competencia- cuotas de disfrute y sufrimiento, presentes en cualquier actividad lúdica. ¿A quién podría interesarle esto que me pasa? ¿Qué podría escribir que no haya sido escrito por otro, antes y mejor? Para Roland Barthes, el placer del lector no garantiza mi placer en la escritura. Debo buscar a ese lector y esa búsqueda crea un lugar de goce. “No es la “persona” del otro la que necesito sino el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía”. (2)
Entonces, debo transitar una zona de obstáculos. Extenso desierto, selva enmarañada, montaña inaccesible, entre mi idea y su concreción hay un abismo de errores, intentos fallidos, avances y repliegues.
LAS ARMAS SECRETAS (*)
Pasa un rato y tengo ganas de tomar un té. Me lo preparo y lo llevo al escritorio. La taza humea detrás de la pantalla y la transforma en una locomotora que puja por recorrer un monte escarpado. Busco desesperada esa frase que me permita poner los motores en marcha. Acumulo algunos saberes, busco datos que me impulsen, perfilo una estrategia -una forma- para mi nota. Me duelen las muñecas y las rodillas. Sin dudas, se escribe con todo el cuerpo. Me levanto de la silla, doy una vuelta por el departamento, mientras espero que el líquido se enfríe un poco. Miro los libros desordenadamente ordenados en la biblioteca. Pienso: ¿cuánto de todo esto está contenido en mis textos? Noe Jitrik sostiene que toda escritura es reescritura: lo leído obra como una materia prima o un fondo de cocción -si se me acepta la metáfora culinaria-, donde se cuecen todos los elementos que darán lugar a una nueva obra. Nada se inventa sino a partir de retazos, jugados en el acto de escribir. Esta idea del lector empedernido que deviene escritor es también una trampa para los pobres mortales que nos aventuramos por los caminos de la escritura. Si comparo mi obra con Borges o Cortázar, jamás voy a superar la inmovilidad: es una vara demasiado alta para medirse. Por otra parte, de ellos conozco el producto terminado. ¿Cuántas dudas los asaltaron? ¿cuánta incertidumbre?, ¿cuántas veces releyeron y corrigieron?, ¿cuánto decantó lo aprendido, las experiencias vividas, las lecturas? Nunca podré saberlo.
Otra idea interesante en Jitrik es la de la construcción del futuro lector mediante la utilización de algunos adjetivos o el ordenamiento de las palabras -así como la música que esas palabras orquestan- para privilegiar algunos fragmentos por sobre otros o enfatizar algún pasaje: “una suerte de estrategia cuyos alcances serían la reducción de la “interpretación” por parte del lector” (3). Esa construcción también me libera del deber de gustarle al lector. Escribo lo mío y me abro hacia ese lector que está ahí, ¿a la espera? Sin dudas, el lector también busca encontrarse en las palabras leídas.
DESHORAS (*)
Salgo a dar una vuelta virtual. Veo algunas buenas fotografías publicadas en la web –otras, no tanto-, ingreso a las redes, comparto los anuncios de la revista, me distraigo con los comentarios de algunos grupos. Cuando quiero acordarme, ya pasó media mañana y sigo en veremos con la nota.
De pronto, algo me recuerda a Virginia Woolf: “El pensamiento -para darle un nombre más orgulloso del que merecía- había hundido su línea en la corriente. Oscilaba, minuto tras minuto, de un punto a otro entre los reflejos y los yuyos, dejándose levantar y hundir por el agua, hasta -ustedes ya conocen el tironcito- la brusca aglomeración de una idea en la punta del aparejo, y después la subida cautelosa y la cuidadosa atraccción”. (4) Así como un pescador tira su línea y saca un pez, yo hurgo en mi pensamiento ante el atisbo de una idea mínima, insignificante, desde donde arrancar con la escritura. El juego ahora parece haber mutado en deporte, el deporte es competitivo y yo nunca fui competitiva… Creo que la metáfora de la pesca no funciona para mí. Aunque, tal vez, sí me confunda. Por otro lado, pienso en Jesús y sus apóstoles pescadores de almas. El recuerdo de antiguas creencias me hace recular y refugiarme otra vez en la quietud.
¡Había imaginado tantos enfoques! Busqué bibliografía, pregunté, investigué. Releí autores que ya son verdaderos amigos. Articulé argumentos, tomé notas, perfilé modos de expresar mejor las ideas. Indefectiblemente, fracasé.
Es mediodía. Mejor, me preparo el almuerzo.
LEJANA (*)
Cada vez me sucede lo mismo: escribo en mi mente, barajo distintas formas de abordar el tema hasta encontrar la más adecuada, sueño que todo va a quedar perfecto. El resultado es siempre notablemente inferior a mi ambición. Una vez escrito y enviado a la redacción de la revista, el texto deja de pertenecerme. Cuando lo vuelvo a leer, luego de pasado un tiempo, con mi autoexigencia en el olvido, me parece mejor que ni bien salido de mi computadora. Como si otro u otra lo hubiera escrito. En realidad, como si una otra narradora hubiera habitado en mí. Me pregunto: ¿el texto adquiere su propia autonomía una vez que lo dejo partir? El acto de escribir me hace mostrarme, ejercer una entrega que quizá no esté tan dispuesta a conceder. Por eso, tal vez, me repliegue y demore el momento mientras preparo café, almuerzo o arreglo las plantas.
En esta etapa de mi vida, nada me hace más feliz que escribir. Mi deseo es claro. Pero, indefectiblemente, doy cien mil vueltas antes de jugarlo. Antepongo infinitas obligaciones, invento numerosos rituales: el café, el silencio, el espacio. Sin embargo, una vez que comienzo, no puedo parar, aunque no escriba. ¿No será toda aquella demora es, en realidad, puro precalentamiento? Se trata de poner el deseo en acción y, para hacerlo, necesito pasar por esa zona escarpada de búsqueda. Encontrar la frase que opere de dínamo y, luego, hallar una cadencia, un ritmo que organice el texto. Eso sí: una vez que lo encuentro…¡Eureka! El motor se carga y, mientras transcurre la escritura -pueden ser dos o tres días-, no hago otra cosa que pensar en ella y ansío encontrarme con las palabras. Como cuando era pequeña y jugaba esos juegos interminables, que nos preparan para vivir. Una vez que me instalo en el goce de escribir, se disipan las dudas y desaparecen los aplazamientos.
FINAL DEL JUEGO (*)
Ya es tarde y debo entregar la nota, que parece estar terminada. Como aquel poema de Lope de Vega, que describe la estructura de un soneto en forma de… soneto (5), mi nota salió de mis tribulaciones a la hora de escribir.
Me consuela saber que no soy un caso único. Hay, en general, una resistencia para instalar el ritual de la escritura. Falta de tiempo, insuficiencia de espacio, familia por atender, resistencia, miedo. Se buscan millones de excusas, con tal de no ponerse a escribir, a pesar del profundo deseo de hacerlo. Pero, justamente, el ejercicio del deseo resulta una de las actitudes más difíciles. Anteponer la obligación siempre desplaza del eje la posibilidad de elegir, de hacer algo sin libreto y, por supuesto, de equivocarse.
A pesar de todo, articular un proyecto nos pone en acción. Da el puntapié inicial a ese juego que puede transformarse en el resultado final de un nuevo rito: dedicarse, todos los días, a elaborar unas cuantas líneas. Corregir, releer, volver a la escritura. Al fin de cuentas, estamos dentro de una aventura que solo concluirá cuando termine nuestro plan. O nuestra vida.
(1) Yo también fui un espermatozoide, Dalmiro Sáenz.
(2) El placer del texto, Roland Barthes
(3) La lectura como actividad, Noe Jitrik
(4) Un cuarto propio, Virginia Woolf
(5) Soneto, Lope de Vega
(*) Julio Cortázar, cuentos.