Ph: Celeste Lambert

El miedo: sobre la epilepsia.

Por Josefina Bravo

 

FOCO

Me da pudor contar sobre mí. Aunque, cada vez que escribo sobre otre, digo algo de mí: lo que me emociona, me toca, me interpela. Siempre es mi mirada sobre. Mi lectura intenta hacer un puente hacia quien escribe, hacia el texto en sí mismo, hacia les lectores. Pero esta vez, Gabriela insiste en que hable (escriba) sobre un miedo al origen. O, al menos, un miedo que remonta mis primeros recuerdos. Un miedo que no sé si me vino de adentro o de afuera, pero se hizo cuerpo en mí.

 

HIPOCENTRO Y EPICENTRO

Se desconoce el origen de la epilepsia. En algún lado leí que es el miedo y la impotencia. En otro, que se relaciona al alcoholismo y otras adicciones de padres y madres y, también, con haber nacido después de muchas horas de trabajo de parto. Psicoanalistas con quienes he hecho terapia me han preguntado qué me pasó en la temprana niñez. Pero no tengo ningún recuerdo especial de mis cuatro años. Solo sé lo que me contaron. Tenía fiebre. Mamá se levantó a la noche y me encontró sentada sobre mi cama, mientras hacía unos movimientos raros.

Ph: Celeste Lambert

Y, después, empecé a convulsionar. En ese entonces vivíamos en el campo y me llevaron, a todo lo que daba el auto, hasta Salliqueló, el pueblo más cercano. Fue la única vez que vi llorar a tu padre, dijo mamá. Y, sí. Creían que me moría. Llegamos a una guardia y, de ahí, salimos en ambulancia hasta el hospital de Santa Rosa, la capital pampeana. Dicen que estuve más de dos horas convulsionando. Entre el desgaste energético y las drogas que me inyectaron para frenar el episodio, al día siguiente, casi no podía caminar. Estuve “lenta” varios días.

 

ACTIVIDAD TECTÓNICA

De ahí en adelante, la epilepsia y yo convivimos en el mismo cuerpo por muchos años. Tomaba tres pastillas por día y, todos los meses, me hacían análisis, porque la medicación me subía el colesterol. Dice mamá que gritaba como condenada cada vez que me sacaban sangre. Las drogas no impedían las convulsiones, las hacían más leves. Eso dijo el especialista que me atendió en Buenos Aires. Mi pediatra de Salliqueló puso el grito en el cielo:

– Y, entonces, ¿cómo sabés cuándo tiene convulsiones?
-Ella me avisa-, contestó mamá.
– ¿Y vos le creés a esa nena?

Yo estaba en el consultorio, sentada junto a mamá. Y ahí se me abrieron unas preguntas que no me pude contestar por muchos años: ¿cuál era la verdad y quién la tenía? ¿Acaso alguien sabía más que yo del cosquilleo en la mano que por las noches me devolvía a la vigilia, avisándome que iba a convulsionar?

-Mamá, anoche cuando convulsioné y me desmayé, papá me llevaba en brazos.
-Sí, hija.
-Y llamaron a Alicia para que cuide a mis hermanas, mientras íbamos al hospital, ¿verdad? Hablaban con ella en la puerta de casa.
-Sí.
-¡Y yo te hablaba, mamá!
-No, hija, vos no decías nada.

Entonces… ¿cuál era la verdad?

 

FALLA

Después de algunos intentos sin buenos resultados, a los 13 años, me sacaron la medicación. La epilepsia pareció irse. Pero, a los 15, volvió a sacudir mi cuerpo. Y otra vez el tratamiento y los respectivos controles, hasta los 17.
No volví a convulsionar. Aunque tengo presente mi predisposición a.
A los 21, supe que una conocida de mi hermana había fallecido después de una convulsión. Ella tenía epilepsia. Durante el episodio, vomitó y se ahogó. Todo concluyó en un paro cardiorrespiratorio, a sus 18 años.

Ph: Celeste Lambert

Eso me impresionó mucho.
Lo que más me molestaba de la epilepsia era que me hacía sentir distinta y rara. Recuerdo el miedo en los ojos de mamá y la sensación de que había algo malo en mí. Aunque, de verdad, nunca había pensado que me podía morir de eso. Pero ante lo sucedido con esta chica, surgió el interrogante, ¿y si me muero? No me asustaba la muerte en sí. Lo verdaderamente atemorizador ocurrió al ponerme a pensar si era feliz con la vida que tenía. Ahí mismo dejé la carrera universitaria que cursaba, seguí con las clases de teatro, empecé narración oral, taller de escritura y, más tarde, me puse a estudiar en el Instituto de la Máscara.

 

RÉPLICA

En el taller de escritura de Gabriela leímos unos textos de Luis Sagasti. Yo me fanaticé y conseguí varios libros. Y, con uno de ellos, “Bellas Artes”, tuve una experiencia extraña. Sentía algo parecido a la asfixia, me agobiaba. Es un libro escrito en fragmentos que resuenan, separados entre sí por unos pequeños espacios en blanco. Uno de los personajes tiene un accidente en una montaña y sobrevive. Cuando relata cómo fue salvado por una especie de chamán, nadie le cree. Todes piensan que se trata de una alucinación. Y, ahí, en el enojo de ese personaje, me sentí identificada. Conecté con mi epilepsia, recordé cómo el pediatra desacreditaba mis relatos. Los blancos en la hoja me recordaban los blancos en mi memoria después de convulsionar. O esos momentos donde mi consciencia iba y venía.

A partir de entonces, conecté conmigo de otra manera y no pude dejar de escribir, aunque no me dieran abasto las manos, ni el tiempo. Narrativa y poemas se abalanzaban a pura imagen.

Ph: Celeste Lambert

Intercambié algunos emails con Sagasti: “Es muy interesante lo que decís de los blancos, porque, precisamente, esos vacíos me importan muchísimo. Creo que allí se aloja la verdadera respiración del texto por más que te ahoguen. Es que un texto respira porque al lector le roba el aire. Una suerte de ida y vuelta donde debemos evitar el monóxido forzando el lenguaje para hacerle decir lo que en él no cabe. Por eso, en “Bellas Artes” me interesaba ver cómo una idea se articulaba con otra, cómo resonaban entre sí. Cuando me preguntaban que quería decir con todo eso nunca sabía qué responder. Solo he encontrado que la mejor forma de decir lo que quiero se expresa mejor en esos vacíos entre las ideas, que generan algo así como una fuerza de gravedad que atrae ciertas resonancias irreductibles a palabras. Si eso ha ocurrido con vos, pues, me pone muy muy alegre.”

 

DESPLAZAMIENTO

Y, desde ahí escribo, supongo. Desde el blanco, merodeo lo indecible, que apenas parece asomarse en una palabra, pero siempre se mantiene al margen, en el vacío de una letra, después de la coma o del punto aparte.

Redescubrí las experiencias que había vivido por la epilepsia. La otra cara de la moneda. Tal vez, tuve alucinaciones; tal vez, no. Hice viajes que solo la noche y yo conocemos. Me dio una mirada sobre el mundo, una forma de sentir. También me acompañan ciertos miedos: la luz parpadeante, el adormecimiento de las extremidades, las sombras de la noche y muchos más.

Ph: Celeste Lambert

Cada tanto vuelvo a preguntarme si estoy más o menos contenta con mi vida, la muerte siempre anda rondando. La psicóloga me dijo que es demasiado exigente plantearme esto tan en serio. Y puede ser. Pero cada vez que reviso mi vida, si además de estar rodeada de amor, estoy en proyectos donde la literatura y el teatro están en juego, siento que, si la muerte me encuentra, me encuentra donde tengo que estar.

 

 

De “Escalofriante de mí”, poemario, Ediciones Uñum Hue.

 

Nota: todas las fotografías son de Celeste Lambert (Santa Rosa, 1992). Celeste es guionista, productora y realizadora audiovisual independiente. Se recibió de guionista en la ENERC (Escuela de Experimentación y Realización Cinematográfica) que depende del INCAA. Es fotógrafa amateur, estudió fotografía con Javier Martinez en Santa Rosa y como parte de su formación audiovisual. Trabajó en el desarrollo de diversos proyectos en distintos formatos: series, cortometrajes, documentales y juegos interactivos. Trabajó y trabaja en el desarrollo de contenido para Disney, Netflix, y Cine.Ar.

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