LECTURISTA: sobre “Proyecto Frankenstein, versión de ‘Frankenstein’”, de Mary W. Shelley, adaptación para teatro de títeres para adultxs, de Luciano Mansur.
Por Gabriela Stoppelman

  

¿POR QUÉ JADEA?

No debe ser fácil morir. Cambiar un dinamismo por otro. Soltar. Desasirse de una forma del tiempo. Sucumbir a mutaciones de la materia y de las horas. Permanecer sin ser entre astillas de colores que reclaman una mirada: “Cae la tarde en un paraje desolado a pie de monte. Posada ramos generales, marquesina ruinosa, guirnalda banderín descolorida la atraviesa, un grupo electrógeno motor a diésel reciclado de Fiat 1500 gruñe combustión, lamparitas luciérnagas con evidente sube baja de tensión”. Siempre me llamó la atención que, en tantas ficciones, ella respirase. Como si todo pasaje consistiera nomás en una disputa del aliento, una competencia por el mecanismo del aire, por el poder del verde: “El verde frondoso se erige a pocos metros, polvo, bicherío, aleteos y sonidos de alimañas”.

Esta vez, ella está al fondo del escenario, disfrazada de santito. Un esqueleto vestido, una parodia de la moda. Al principio anda de cabeza caída, como si buscase algo debajo de sí misma, exultante sobre fondo rojo. Y tremendamente sola.

EL INMENSO UMBRAL

Pero, entre los murmullos que acallan toda posibilidad de silencio, “aparece un hombre que, con esfuerzo, lleva un baúl sobre su espalda, sus ropas dan cuenta de las largas horas que viaja. Desensilla el mamotreto y escudriña el área”. Ella, detrás, se ve tan plácida, tan sutilmente inmóvil comparada con el deber, el peso y la exigencia que la carga impone a quien avanza.

Se trata, sí, de Víctor Frankenstein. No es un viajero que llega, ni un caminante que parte. Es un hombre vestido con un impermeable y mucha cautela: “Despejado, aun así, andemos con cuidado.” Es un hombre en tránsito, uno que persevera en un extenso umbral: “Estaré de paso unas horas, solo un descanso y luego al monte a terminar lo que asola. (…) Vida entregada el oficio, como el actor la ciencia es el desperdicio. A la hora de solventarla no falta quien nos ofrezca el hospicio.”

Al Doctor, ya retirado, el verso le anima el relato. La rima lo azuza en su música, lo obliga a una medida, le organiza el modo en que el resuello llega la final de la frase, lo incita al corazón de una pregunta “¿Cuál es el cable que conecta con la vida?” Por alguna cuestión del hábito, Frankenstein se dirige al pasado, como si toda respuesta fuese un tesoro de la memoria, o un hueco escondido en su desván: “El doctor suelta sus recuerdos y la atmósfera se espesa violácea. La fiebre le toma las entrañas mientras suelta lo que le pesa en el alma.”

 DESVELAS

El Bosco, detalle Jardín de las delicias

Algunos piensan que el insomnio es una deuda con la vigilia. Un resto que no se compensa con trabajo duro. Un capricho imbatible en la ambición de vigilia, pegada a los párpados: “Vine para que me ayude con un trabajito que está dando insomnio hace tiempo (…) Vigilia y desvelo, sacrificios del metier para saber el secreto que todavía no encuentro”.

La soledad de quien reclama no es menor que la de quien atiende: “La ciencia es coraje y la academia te expulsa porque es cobarde”. Donde el hacer lleva su materia hacia el extremo, se cierran las puertas de las instituciones. Claustro adentro, teoriza el riesgo, siestea la práctica. Igual que el merodeo amilanado del hombre que ahora suplica, las formas del saber instituido eclipsan con palabras y anochecen de contenidos.

Sin embargo, la Muerte no sabe de vueltas, ni reclama mucha ofrenda. “Primerizo, el pedido, no se informa bien. Trago y cigarrito, con eso estamos de diez.” Hedonista, ella se ríe de la vida sana. Sus digestiones van por otros rumbos. Sus modales no conocen medias tintas: devorar e incendiar el deseo, practicar un desprecio desasido del miedo, una forma de anhelo sin cuidado y sin frontera. En cambio, “La gente no está preparada para lo que desea. Se piensa jardín florido, quincho-pileta y después se le vuelve selva. Ahí se lava las manos, no se hace cargo de la imprudencia. Negligencia.”

.¿Cuál es, entonces, la distancia entre la enunciación del deseo y la fuerza deseante?, ¿cuál es el puente que pone el deseo en acción?

 

ELOGIO DE LA SIN MEDIDA

Soy distinto, voy a por todo el cielo.”

El cuerpo del actor se estira, se exige más allá de los contornos de su silueta. Pelea con la muerte que golpea bajo y no tiene nada que perder. Ni tiempo ni ilusiones. Tarde o temprano, la presa caerá en sus manos. La eternidad parece ser un lugar sin sorpresa: “Acá somos mente abierta, nadie nunca se queda afuera.”

El cuerpo del personaje está en la frontera de su palabra: “Hice todo a mi alcance, le pido de corazón. El alientito, último empujón”. Ahí, en ese borde, se pierden las jerarquías entre copias y originales: “Víctor apura la acción y toma el collar que cuelga del santito. Es su réplica pequeña tallada en hueso.” Ahí, en ese borde, se confunden la superstición y la mala praxis: “Tome: Se lo incrusta en la piel, una plegaria y el ángel le respira a su merced. No se olvide: ni devolución ni cambio. Eso desea, usted desvela”. Allí, en ese borde, se funda la distancia: “Y me llevé al santito, para cuando se dieron cuenta, ya estaba a un par de leguas. Iba con un secreto al escondrijo, mitad pagano mitad científico. Qué piscui… había nacido mojarrita y me creía surubí.”

 

LO QUE DIJO EL VACÍO

Un cuerpo que trabaja sobre otro cuerpo conforma una sola pieza de desaliento y deseo. Lo que incrusta se lo incrusta. La vida que solicita a la Muerte es una encrucijada de dioses y demonios: “Le incrustó el paye en la piel, una plegaria y el ángel respira a mi merced. Ruega a Dios Todopoderoso de concederme todo lo que te pido, necesito su alientito, último empujón. ¡Oh, ¡Señor La Muerte, mi Ángel Protector! Amén.”

La oración suena en el borde de la ciencia. Es también la unidad que sujeta el relato. Y, a la vez, la gramática donde el sentido se descontrola: “la criatura ahora está desbocada. Al creador y su criatura, el miedo les habla. Caen, ruedan, forcejean. Víctor la golpea y escapa. La cosa nacida queda desmayada. El vacío ahora toma la palabra.”

Pleno de desbordes, el vacío expone lo que un cuerpo puede: “no tuve ningún reparo y lo dejé tirado. ¡Que Dios me perdone lo que pudieron mis manos!”

Caruso

 

PERSISTENTES SOLEDADES

La muerte empuja el aliento. El hombre empuja un carro donde “Andrajo, barba y trapo, torra profundo desparpajo. Custodia lata con monedas adosada a un muñón de las piernas que ausentan”. La luz, pro su parte, se empuja sobre el engendro. Y la miseria es toda la escenografía donde un ciego reclama la voz de una escritura:” ¡No te comas las uñas! ¡Vamos, texto!” a una criatura sin nombre que se atreve a un “¿Qué soy?”.

Aprendiz o porción de olvido. “Abandonado, desamparado, Espósito, guachito. No hay derecho al pasado”. ¿Qué soy?, la pregunta es una trampa que tintinea en una lata de monedas. La pregunta es una trampa que baila, mientras pone el dinero en el sombrero. La pregunta se tropieza, cae. La pregunta es mendiga: “No me nieguen la caricia, la mirada, la palabra. Avaricia Desahuciado está mi nombre y a mi lado está este hombre”. La pregunta, por fin, suelta amarras: “Otro destino para mí quiero”. La pregunta es el insomnio de la memoria: “¿Qué le pasó a su memoria?, pregunta el ciego. “No hay”, contesta una soledad.

 

LA VALIJA DE PAPÁ

Proyecto Frankenstein

“Toma la valija en donde atesora los documentos olvidados que explican cómo fue que le dieron vida. Escapa abriendo a machete el monte, mientras las ramas crujen, con la fuerza del deseo de aquellos que esperan y que saben que ahora les toca.”

“Proyecto Frankenstein” se despliega en una mamushka de olvidos desocultados. Toda la falta encarna en un objeto. Dentro de una valija, el hueco de la infancia: “Acá estoy… no hay foto, no hay recuerdos ¿Quién era cuando era gurí? Nacer crecido es matar la infancia”. En las cicatrices, el reclamo: “¿Tata quién te pidió nacer? ¿Nacer? Yo no nací. Yo estoy cosido con hilo matambre.” En un espejo, el fondo del dolor: “¿Es esto por lo que atacan? ¡Ustedes me dieron cara!”. En un conejito a cuerda, la bondad, apenas pateleada en un juguete.

La ausencia desorienta un largo camino. Pero se desanda: “¡Tata! ¿Qué hago para que me veas? (Pausa) Voy lento, pero ya llego a donde estás.”

 

EL EXILIO DE LA NIÑEZ

El cable que conecta a la vida se cortajea en todo su recorrido. Pero sobrevive en las ruinas que lo acunan: “Al costado de un arroyo una melodía resuena. Ella conduce a las ruinas de lo que en algún tiempo habrá sido feria, (…) Sobrevive parte de un cableado que se extiende hasta el toldito de un viejo stand.”

Y el tiempo va en trompos. A veces, hace cable a tierra. Otras, cable a suerte: “Arriba, un cartelito: ‘Pequeño William el adivino’. Abajo, una ranura que invita a ingresar monedas.” Así la suerte está echada a un solo precio. Un tiro para cambiar el rumbo. Solo una chance para torcer el destino. Un niño sin nombre acepta la invitación a jugar de una máquina sin niño: ¿Quieres jugar conmigo? Soy el pequeño William”. Pero el pequeño William es el artilugio de un adulto que ya no sabe de infancias. “Si quieres seguir escuchando debes ingresar una moneda.” El negocio de una niñez muerte, solo acepta mercadear entre iguales: “¿Quiénes son tus tutores? ¿Por qué estás cocido? Tienes la cara verde. No puedo hablar con desconocidos.”

Estamos, entonces, más allá de la frontera, en el extranjero, en el exilio. “No hay suerte ni destino para un desconocido”.

 CAMINAR SOBRE LAS PROPIAS MINAS

Un hijo vacío de infancia levanta la voz. De tanto aborrecerse y ser aborrecido, se ha vuelto todo hacia fuera, y es grito y revés del escarnio: “De estar solo y de maltrato ya aprobé y no es para mí el agravio. Tampoco elegí el destierro (…) fui tu experimento: así nomás me creaste, al ratito ya era tu excremento.”

De qué modo absurdamente generoso se otorgan las licencias de paternidad, las cédulas del desamor. Réstele a una criatura su secreto y tendrá como resultado la vida extenuada de origen: “Hay una página que arrancaste y un secreto que aún escondes ¿Me va a decir qué cuelga de mis adentros?”. El cable que conecta con la vida a veces parece pender del cuello. Otras, se adhiere a la mirada. Y muy frecuentemente, se enreda en los denuedos de la lengua: “Me cosiste mal la lengua (silencio). Usted sabe quién es porque puede nombrarse, en cambio (…) Ya le di vuelta a mis rencores, y entre tanta maraña, hay una duda que huele a flores. Muero por descubrirla, no sea ajeno a mis ilusiones: ¿Sabe lo que es besar?”.

Proyecto Frankenstein

¿Qué es un cuerpo intocado?, ¿una herida sin emplasto?, ¿una soga lanzada al vacío, una cuerda que regresa a anudar su propio atrevimiento? ¿Quién queda en dirección a los cuerpos viejos, los cuerpos trans, los cuerpos que buscan lo advenido, los cuerpos empobrecidos del glamour en las vidrieras, los cuerpos maquillados de miseria, los cuerpos alimentados de sobras?

El monstruo acecha en el esmero excesivo por camuflarse entre los normales. Pero no hay cortesía ni urbanidad que detenga la amenaza: “Voy a estar cerca y si no cumple, espere su peor tragedia. A la hora señalada en su noche más deseada me presentaré ante el umbral de su desgracia”.

HÁZME UNA NOVIA, FRANKESTEIN

Y entonces es la hora en que se despliega la biblia de los descuidos. Es hora de escudar la languidez del alma en gruesas ediciones de culto: “Me negué, eso no respondía ni a mi moral ni a mi fe”. Es tiempo, entonces, de triturar las sobras de un deseo agigantado en las ambiciones de la mañana y enflaquecido en el despuntar de la noche. Es hora de menosprecios, de bajar el precio de las sombras. Y huir. Aunque la memoria es siempre un pabellón de entradas, un gran descampado sin puertas, un agujero por donde vuelven a caer todas nuestras Alicias: “Entra en el recuerdo, pero cuesta que entre aire en los pulmones. Se abraza al baúl.”

Y, como si fuera una curva del sarcasmo o un ‘quiero retruco’ de la prepotencia, no solo se confirma a la criatura en el desván de las soledades, sino que es Víctor mismo quien presume felicidad, en un urgente ‘vals del amor’: “Víctor se dispone en su noche de bodas a encontrarse con su novia. Abre el baúl y toma a Elizabeth: un maniquí medio torso con un vestido mostaza. Bailan, juegan, se ríen, se besan”.

Pero la muerte baja el portón de las fugas. Y el hombre que trastabilla hacia la escena fatal ya no es el eximio científico, ya no es la cima de los deseantes ni el que pacta con los bordes. Más parece un títere tironeado por los invisibles hilos de la desgracia: “Allí estaba Elizabeth en el suelo con las marcas del asesino en el cuello. Desde la ventana vi sus ojos que me miraban con excitación y goce. Me dirigí hacia él, pero escapó con facilidad desde la altura”.

 

PURO GUALICHO

Lo que sigue no es apto para inmortales. De aquí en más solo queda ver cómo se deshace la sustancia de la madeja. Cómo el supuesto cable que conecta con la vida se delata tan solo una forma imaginaria, un fracasado exorcismo contra el vacío.

Hay algo en el dinamismo de lo que existe que expulsa la quietud. El tiempo se disfraza en líneas y cumpleaños, pero el azar y el capricho urden la geometría de los días: “Los crímenes que cometí y este desierto de vejaciones que padecí, ¿todo por el payé amuleto?”. La criatura se planta ante su vulgar secreto, casi deshecho en desilusiones. El misterio resulta apenas magia negra colada en el ritmo del aliento.

Los despueses jadean, la muerte jadea. ¿Por qué? Sobre las trampas de las preguntas, cae el último aliento de la luz.

Proyecto Frankenstein
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