alguna vez fue hogar

La desobediencia: sobre el corto documental “Desde la infancia”.
Por Verónica Pérez Lambrecht
Fotografía: Patricia Clara Bonjour

 

ÁRBOL DE PLATA

“En la rayuela no salto al cielo,
ni tengo la pieza que completa el rompecabezas,
ni acuerdo al pleno en la ruleta,
ni tengo el as de espada bajo la manga.
Sólo vivo el juego de vivir”
“El azar de vivir” (1)

Debería existir el verbo “infanciar”, como la perfecta definición de uno de los posibles eternos retornos. A la amasada de la abuela, a correr con los amigos de la cuadra en el ringraje, a esperar con los primos hasta la madrugada para ver entrar por el ojo de la cerradura a Papá Noel con sus regalos. Infanciar hacia todo el tiempo para ir a jugar. Infanciar: salir a recolectar sal, hacer castillos de sal en lugar de arena, llenarse los ojos de agüita salada y mirar al sol con lágrimas de risas mezclada con pinchazones. Despertar las mejores memorias, porque las otras se cuelan solas.

Patricia vuelve al pueblo de su infancia. Ese pueblo que no se parece ni un poco a aquel, porque el agua y la sal cubrieron como mortaja sus ladrillos: “Agua. Agua elemento vital. Agua que curas y restauras. Agua temida y llorada. Presencia de la infancia, que traza caminos.” Así, se dispone a caminar la memoria, la propia y la de quienes de cerquita atravesaron los túneles de eucaliptos y los vieron convertirse en árboles de plata.

agua y cielo

 

AMASAR LAS RUINAS

“Entre lo verde del horizonte
surgió tu mano blanca
Tu corazón ardiente,
Tu sonrisa azul.
¿Cómo decirte qué fuiste?
Fuiste alma, savia, sangre.
Pero ¡qué desilusión!
Entre lo verde del horizonte,
¡cuánto dolor!
cuando te volviste verde.”

“Entre lo verde”

El documental (2) revisa las pisadas en primera persona, antepone las imágenes y registra los colores de Patricia. Los fondos ocres no son la pampa, sino las secuelas de un cataclismo. La sal blanca se entremezcla, ilumina las escenas, el andar cansino, la cadencia de las palabras. Enjuga las lágrimas para poder decir, en primera persona: “En el año 1969, un 9 de noviembre, inauguramos la casa frente a la que estoy parada. Fue una casa que construyó mi padre, amasando hasta los ladrillos.” Las ruinas se abren paso, de aquella infancia apenas quedan fotos. Fotos guardadas con esmero, por la memoria y también por el ojo aguzado -entrenado para capturar las esencias-. Las imágenes se suceden cargadas de palabras que no se dicen, pero murmuran a través de las hojas de un álbum de fotos amarillado -reminiscencia de pampa seca, secada, salada-. Un desvelo de sonrisa recupera esos recuerdos a la vuelta de cada página: aparecen una tras otra, fotos de turistas y lugareños a caballito de ‘La Chunga’ o sobre el barquito Stella Maris. Esas fotografías habitan los archivos de cada casa del pueblo.

Las pisadas cruzan la calle, revisan las ruinas de los vecinos, de los amigos, de la insistente remembranza. Y no es que ya no haya nadie: “el agua no solo se tragó el pueblo, sino que se tragó quien uno era”. Así, el agua que una vez trajo vida, bienestar y salud, también arrasó en desgracia y se llevó toda la construcción de la identidad, irrecuperable a pesar de tantos intentos. Claro, en valor absoluto, era un pueblito de apenas 600 habitantes permanentes. Sin embargo, fue un mundo entero, un territorio de vida no solo para lugareños, sino una fuente de salud para quienes, hastiados por reumas dolorosos, recuperaban movimiento (3). Y sin dudas, era una enorme fuente de alegría.

 

DUERMEVELA

“Tierras resecas
por un sol sin agua.
Carnes resecas
por un encuentro sin ternura.
Almas resecas
por una vida sin misterio.
Agua, ternura, misterio
que fluye y envuelve
tierras, carnes y almas.”

“Reciprocidad”

amenaza y furia

Como las vías estaban ubicadas en cotas más altas, la gente se movilizaba en tren para ayudar a rescatar lo que se pudiera. Por entonces, yo tenía 9 años. Recuerdo con mucha precisión aquel viaje al que nos llevó mi padre, incluso recuerdo a la persona que tenía sentada en frente. Después, hasta el tren debió dejar de pasar. Sin embargo, en mi resonancia onírica -verídica o ficticia-, atravesamos con el auto la ruta inundada, no se ve hacia dónde, ni por qué senda vamos, me agobia el espanto de salirnos del camino, el ímpetu del agua comprime mis pulmones, hasta que despierto aliviada, todas las veces, cada vez, más aliviada.

Sueños recurrentes, agua hasta el cuello. Ahogo. Las ruinas que nos obligan a sobrevivir cada día, arreciados por las propias aguas turbias. ¿Cuánto de Epecuén inundado zozobra nuestras vidas? La fotografía del documental es sublime al desplegarse por las pesadillas de Patricia, la cámara emula un abrir fatigado de ojos en blanco y negro y durante una duermevela se suceden en imágenes los vestigios de aquellas infancias: “Me despertaba en la madrugada y sentía que el agua me llegaba al cuello, no tenía donde apoyar los pies, porque toda mi casa era agua.”

Una vez que el terraplén cedió, no fue la fuerza del agua, sino su ineludible maridaje con la sal, que lenta y tenazmente deglutió todo. Alianza invisible y despiadada, hasta no dejar nada, ni la tierra: “acá, no había dónde volver, no había pueblo, no había familia, todo lo que había constituido mi historia no existía más”. Mientras desanda estas palabras, Patricia amasa la sal, como si amasara el ladrillo. Su poética atraviesa vitalidad, aun la arreciada.

aún hay tanto que construir

 

TRANSVIVIR

“Vivir la muerte y morir la vida
Vivir y morir, un mismo misterio.”

“Un mismo misterio”

Epecuén está (o estaba) a 8 km de Carhué, Provincia de Buenos Aires. Carhué es hoy parada obligada para quienes buscan un lugar cálido, tranquilo y ciertamente relajante. Las consecuencias de una inundación innecesaria afectaron a unos y otros. Muchos fueron acogidos, otros se dispersaron y, de algunos, ya no se sabe nada. El documental es también el reclamo a un Estado ausente, o peor, a un Estado que antepone proyectos de un sector autosustentable per-se, a la dignidad de un pueblo arruinado.

Cuando nos enfrentamos a lo irreversible, los caminos se abren. Decidir por dónde seguir no es simple. Y aun, ante todas las posibilidades, ¿cuál es la que mejor nos reconfigurará? Sobreintervenir ante la desgracia, travestirla en arte. Desobedecer a la tristeza.

 

  1. Epígrafes: “Palabra y Vida”, primer libro de Patricia Clara Bonjour, Ed. amerindia.
  2. “Desde la infancia”. Patricia Bonjour – Epecuén; Ensayo sobre la memoria; Televisión Pública Pampeana.
  3. Cuando el 10 de noviembre de 1985, Epecuén sucumbió bajos las aguas saladas, Carhué -igualmente afectado por las napas que carcomían sus cimientos- puso en disponibilidad toda su potencial infraestructura para recibir a las familias. Se apostaron escuelas -cuyas clases se suspendieron-, clubes y casas. El 11 de noviembre, llegaron a casa Sarita y Horacio. Sarita era concertista de piano. Habían arribado a Epecuén varios años antes, con artrosis profunda. En aquel entonces, las manos de la pianista estaban agarrotadas y sin movimiento. Tanto bien le hizo el agua de Epecuén, que vendieron sus pertenencias en Gran Buenos Aires y se compraron una pequeña casita allí, donde las aguas sanaban. Nunca escuché una mejor versión de “Czardas”, de Monti, que la del piano de Sarita. Aunque la anécdota es un tanto autorreferencial, espero que inspire a probar un viaje de descanso, “sol, sal y salud”, por mi pueblo.
Czardas - Monti     

 

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