La decisión: sobre mi declaración en el juicio a las juntas, causa “el Vesubio”.
Por Liliana Franchi
“Yo no sé lo que es el destino,/ Caminando fui lo que fui/ Allá Dios, que será divino
Yo me muero como viví”
PIEL DE CAMELLO
El espeso vidrio separaba el sombrío salón en dos. Allá lejos, familiares, amigos y compañeros agitaban sus carteles con un grito unísono apenas perceptible. Mientras, del otro lado, se imponían los jueces, abogados, fiscales y defensores, separados prolijamente. Los victimarios, verdugos implacables, demostraban juntos su impiedad, mezclados, vestidos en una armadura de piel de camello, algunos esposados, otros libres y con gesto impávido. Los allegados a la víctima declarante, detrás del vidrio, en la misma sala. Los familiares de los genocidas, en una especie de altillo, sin saber unos de los otros. Eso nos dejaba una cierta tranquilidad, algo como sentirnos entre pares.
PIEL DE LUCHA
Temerosa frente a tanta barbarie desplazada a lo largo y a lo ancho, surgía mi figura, apenas divisable: sentada, erguida, firme, envuelta en una cola de caballo alta, casi sin pintura, para poder llorar tranquila, con manos temblorosas y un corazón palpitante. Así decidí empezar mi exposición. Siempre con los ojos clavados en la tarima donde se encontraban “los amigables”, aquellos que darían sentencia, sin detenerme, por la extraña fantasía de que, si lo hacía, no sabía si podría continuar.
Reivindicar, resignificar, cerrar, pero seguir en la lucha, porque no se acaba, está en la piel, en las entrañas mismas, camina junto a nosotros. Esta declaración fue la única forma de justicia posible, la oportunidad de poder rezumar las palabras después de tanto silencio y tanta impunidad. Lo deseaba y le temía a la vez. La determinación de declarar y no ser juzgada, de poder señalar en voz alta a aquellos que nos arrebataron todo. Imposible dudar frente a tamaña decisión.
LA PIEL DE ESA MAÑANA
Veinticinco años a la espera de este momento, largos años en lucha permanente, sin claudicar, ni atreverse al cansancio. Pensaba en la mañana aquella, cuando nos despedimos para re encontrarnos por la noche, recordaba aún su vestimenta, sus últimas palabras para mí. Y ahora la vida cambió su juego, lo que ayer fue reina hoy es peón. Pensaba: hay que llevarlos a cada uno de ellos como bandera a la victoria, pensaba, nadie debe olvidarlos, de nosotros depende. Todo eso me repetía para mí, una y otra vez. Ahí estaba yo, emocionada por el logro, pero también temerosa. Es difícil tener a tus verdugos de frente y permanecer imperturbable. Noté que esquivaban las miradas, no podían mantener los ojos fijos en cada víctima, debe ser porque no tenían respuestas para darnos. Entonces, la justicia dará su sentencia después de largos meses de testimonios que te lastiman la piel.
LA PIEL EN LA MIRADA
Y ahí fue que se encendieron algunas luces, foquitos pequeños, calurosos, que no perdían detalle alguno de cada uno de los presentes.
Comencé la exposición, intensa, larga, con detalles pragmáticos, aunque dolorosos. Fueron tres horas ininterrumpidas, donde pude observar que una pantalla grande mostraba mi rostro para el afuera de la sala, para los de atrás del vidrio. Por un instante, logré observar la cantidad de gente, separada en forma conveniente e ideológica de los que estaban de este lado. También noté la sala llena de pancartas y fotos de Luis. Creo que el coraje fue instantáneo. Solo me permití hacer ese paneo una vez. Luego mi vista se clavó en el tribunal para nunca abandonarlo. Jamás me quebré, ni lloré. Fue mi hija quien me lo posibilitó. Luego de mi declaración, con su prendedor de HIJOS, apenas alcanzaba la edad de su padre cuando lo asesinaron, ella comenzó una exposición calmada, sensible y con un ideario firme hasta el final.
Escucharla me atravesó de lado a lado un interior en piezas, un ahogo profundo sobrevino a mi garganta, me permití llorar.
LA PIEL DEL TIEMPO
Recuerdo la pregunta final de juez, ¿quiere agregar algo? Sí, claro, respondí: hago esto por mi compañero, por todos los desaparecidos, por mi hija, por mi nieto. Y pido justicia. En realidad, también lo hacía por mí, aunque omití decirlo.
Meses después nos encontrábamos detrás del vidrio para escuchar la sentencia. Cadenas perpetuas, largos años oídos, en cada caso, repetidas veces. Gritábamos de alegría, saltábamos con los carteles llenos de rostros, porque ellos tenían rostro, nombres y una vida.
La escena de verlos partir directamente hacia el penal sin opción a nada recompuso mi corazón. No obstante, sentía que había envejecido. Llevar adelante el juicio fue un esfuerzo que valió la pena, después de días y noches de trabajo, investigación, para lograrlo.
Sentí por primera vez que lo más cotidiano está en la piel.
Hoy me siento un poco más libre, construyendo memoria colectiva, sabiendo que no he dejado ningún pedacito de lucha al azar, con un objetivo claro: reivindicar y hacer justicia.
Hay algunas cosas que no se logran, las noches siguen siendo largas a veces, terriblemente largas, como algunas mañanas no reaccionan a tiempo. Posibilitar que el dolor se resignifique es una tarea diaria.
Una bandera a lo lejos expresaba “NO OLVIDAMOS, NO PERDONAMOS Y NO NOS RECONCILIAMOS”. Me resumía.
Lo siento en cada fuego, cada gotita de lluvia, lo veo por las noches luchar con el viento, siempre mira y se aleja, hoy esbozaba una sonrisa. Se me ha mitigado el sufrimiento. Suavizamos soledades, amortiguamos dolores. Ya pueden caminar junto a nosotros.