El azar: sobre la esperanza y el imaginario.
Por Luisa Luchetta
AL MÓDICO PRECIO DE
En la prehistoria de mi historia tengo un recuerdo borroso del programa femenino “Buenas tardes, mucho gusto”. Mujeres de pelo corto, peinados en baquelita – como los teléfonos a dial-, pechos puntudos que apuntaban hacia las amas de casa: esas, mayoritariamente vestidas con batones gastados. Ser la mejor esposa se relacionaba con cocinar, tener la casa limpia y bonita, esperar al marido con las pantuflas frente al sillón. Servir la comida caliente y sacarse el mugriento vestido de entrecasa, en épocas en que no todas tenían lavarropas semi automáticos. Podías también arreglarte, ponerte un poco de labial, usado también para enrojecer los pómulos.
Los maridos hacían su entrada con severidad, y los niños callaban. Algunos comían junto a sus padres. Otros, en otra mesa, en otro lugar y en otro tiempo.
El hombre proveía, la mujer obedecía. Ambos estaban sometidos. Él trabajaba por dinero. Había que comer, vestirse, pagar el alquiler. Y él exigía por eso. Las señoras aseguraban, en lo posible, la continuidad del apellido de su esposo. Ellos, repito, exigían por eso. ¿Pero qué pedían?
DEMOLEDORES
Estos tiempos de pandemia me han permitido ver televisión todo el día y toda la noche. Libre del titán Cronos empleador o cliente, tengo la posibilidad de conectarme a mi propio reloj biológico
Es una maravilla, vivencio la libertad, solo desestabilizada por la culpa, que cae como lluvia de piedra. Me dirán que ahora, gracias a internet, se puede seguir con el trabajo. Les contesto: en este modo laboral, el reloj pierde su contorno, las horas trabajadas se vuelven elásticas, las jornadas se extienden y se desdibujan.
Ya se habrán dado cuenta que pertenezco al grupo de población de mayores. No me siento mal por ello, al contrario, me justifica. Confieso, me gusta ver los programas de estilo de vida. Mansiones, casas de campo, casas de vacaciones en islas de países pobres caribeños, remodelaciones fantásticas. He descubierto los beneficios de las paredes de cartón y yeso. Y las maravillas de «concepto abierto» y el doble lavabo. Estos lugares tan ajenos a mí me dejan atónita.
Un sitio donde vivir, limpio y seguro, tendría que ser posible para todo el mundo. Una mesa, un lugar donde sentarse, donde cocinar y donde dormir. ¿Por qué esa sensación de incompletud, entonces? ¿Es necesario que los cuadros rellenen paredes? ¿Los centros de mesa de verdad resultan inútiles? ¿Hace falta tener los libros ubicados según el color de sus portadas? ¿Y las alfombras? ¿Los escritorios? ¿Es imprescindible contar con tres baños y medio, donde viven dos personas? Los dobles hornos, ¿qué onda? ¿Armarios de cocina inmensos? ¿Cómo saber dónde quedó el pelapapas? Los sótanos, ¿para qué, allí abajo, viva una tv, de pared a pared? ¿Una habitación de huéspedes? ¿Qué huéspedes?
NO TE HAGAS EL POBRE
El imaginario no abandona. Quizás no sea bueno que lo abandonemos totalmente, no lo sé. Puede que él no me haya abandonado a mí, pero en Instagram hay miles de cuentas sobre decoración, sobre estilos de vida. A medida que pasan los años, aumentan las ofertas de objetos que prometen el estar ahí, en la meta, en una vida mejor y confortable. Y la zanahoria, se aleja, nos hace sentir miserables. Los estereotipos continúan, como en el siglo pasado, que es el que conozco.
Pero si se trata de algo actual, recuerdo la película «Downsizing”, aquí llamada «Pequeña gran vida”. Allí, los protagonistas, de clase trabajadora no son felices, a pesar del amor. Realizan tareas no acordes a su profesión, están sobre endeudados, la rutina aplasta. La esposa, desea cambiar su vida, lograr la casa de sus sueños, con grandes espacios, con ventanales, con jardín, la ya tan famosa cocina de concepto abierto. ¿Quiénes fueron primero?, ¿los programas de televisión sobre diseño y decoración de viviendas o la necesidad?
El imaginario se impone, corrompe y nos aísla de nosotros mismos.
Uno de mis programas favoritos se llama «La casa de mis sueños«, donde ganadores de la lotería, en general gente sencilla, de recursos medios, medio bajo, se hacen de un millón de dólares o más. Lo esencial, con una familia numerosa, es poder dejar el alquiler o la casa pequeña. Algo de ese programa me llama la atención y es el doblaje «latino«, esa pretendida neutralidad que no se habla en ninguna parte, pero parece incluir a todos los modismos. Han remarcado un modo amanerado de hablar del conductor. Me indigna cada vez que lo veo. Pero me sorprende cómo los nuevos millonarios se muestran incómodos ante la opulencia. Incluso, algunos terminan por comprar casas algo más grandes que las que tenían. Todo esto es una puesta en escena. Como el resto de lo que nos venden. Las publicidades explotan muy bien este «como si«.
«Ve por más”, cuando llegues no llegarás, ese es el motor del mundo donde estamos perdidos.
EL CONCEPTO SE CIERRA
A los niños de mi infancia nos contaban cuentos y fábulas. Así nos enseñaban a crecer como dios manda. En casi todos había monarcas e historias de amor. No había casa más linda que la opulencia de los castillos, donde finalmente, después de varias idas y vueltas, se era feliz.
Los príncipes vestidos con elegantes trajes, y las princesas esbeltas cargaban joyas. Las perdices y el festín. Ventanas con cortinas, grandes salones y lacayos. Las niñas leíamos eso e imaginábamos nuestra vida de grandes, y las madres aprendían a tejer, cocinar, hacer manualidades, a maquillarse, para ser reinas de sus hogares.
Poco probable era casarse con el príncipe azul, quien con el paso del tiempo se transformaba en media naranja y después…
Algunos habrán logrado vivir en la casa de sus sueños, en dos, en mil. Pero la mayor parte de los mortales la soñamos, como cuando niños. Un juego donde somos los juguetes.
Supongo que nadie desea vivir en una carpa o, en el mejor de los casos, bajo cinco chapas fijadas con piedras en una tierra que no es suya (¿o sí la es?).
Pocos conocen nuestros sueños, porque los inventan.
La esperanza consiste en algo que no está, que no llega, que nos hace vivir con la idea de lo posible, nos hace creer en la magia. Aunque nos esforcemos, aunque trabajemos de domingo a lunes dieciocho horas al día, no tendremos el castillo ideal, el que nos hacían soñar en la infancia.
La esperanza es parte de la farsa. Caemos en la esperanza de la posesión y nos ofrecen objetos cada vez más sofisticados y costosos, se acumulan las metas hasta el punto de solo pensar en ellas. ¿Tenemos posibilidad de parar?, ¿podemos corrernos de esta cinta de Moebius y pensarnos? Por favor, no digan «cuando pueda”, eso también es esperanza.
El tema de este número es el azar. Un complemento de la esperanza. Esperanza de ganar la lotería y salir de la mishiadura, esperanza de ganar en el casino y poder pagar las expensas, etc.
Esperanza de tener dinero suficiente para poseer todo lo que me ofrecen como pan de vida. Para creernos dioses. Para no morir.