El azar: entrevista a Carlos Skliar.
Entrevista: Alicia Lapidus, Estela Colángelo, Lourdes Landeira, Verónica Pérez Lambrecht, Isabel D´Amico, Gabriela Stoppelman
Edición: Gabriela Stoppelman
Fotografía: Ana Blayer, Milena Penstop
La abuela ya no era tan pobre como lo había sido. Pero seguía impregnada por las cicatrices de la vieja pobreza. Así y todo, cuando la nieta se quedaba a dormir en su casa, la despertaba con un ‘¿cómo estamos?, ¿qué hacemos?’. Y la nieta entendía, inmediatamente, que su presencia abría una brecha en el tiempo, desorganizaba los muros del ahorro y las llevaba juntas, de la mano, hacia la panadería. “Deme dos facturas para la nena”, exclamaba sonriente la abuela, mientras rebuscaba el dinero en el bolsillo de su batón. El regreso a la casa era un viaje que duraba el tiempo infinito de paladear el dulce de leche mezclado con el azúcar impalpable, eran dos inmensas cuadras, donde la voz antigua recuperaba su infancia y tarareaba canciones en idiomas cómplices. “Comé despacito”, insistía la cantora, a modo de estribillo. Y comenzaba el juego. No jugaban a la mancha, porque andar juntas era un modo de limpiarse la mirada de horarios y deberes. No jugaban a la escondida, porque detestaban ese instante, cuando el que cuenta gira y se encuentra entre las ausencias de los otros. Querían un juego de todos en busca de otros. Una travesía. Y, para la abuela, nacida en un pueblo ferroviario como Basavilbaso, las travesías se hacían en tren. La partida se anunciaba cuando el maquinista miraba hacia los costados, solo para no estrellarse contra el horizonte ni hipotecar su tiempo entre melancolías pasadas. El trayecto iniciaba sobre un abismo. Pero, a medida que avanzaba sobre lo incierto, los pasajeros podían descorrer las tinieblas de su mirada y ayudar al conductor a construir algunas vías, donde antes solo reinaba el vacío. Una vez colocados los primeros rieles, la escritura del siguiente tramo avanzaba sobre un espacio poroso, dispuesto a hacerle frente al ripio y a las curvas. La cosa no resultaba sencilla y, sin embargo, todos podían jugar. Los entumecidos del barrio se hacían a un lado. Pero los ávidos de infancia a cualquier edad se entusiasmaban a nuestro paso. Hay que confesar que no se trataba de multitudes. Aunque la abuela solía decir que ‘siempre se empieza por algo’, que no me entristeciera por la falta de ‘muchidades’. Por eso, aún hoy y de tanto en tanto, cuando la mirada logra deshacerse de reclamos y pálidas adherencias, vemos pasar el tren y nos subimos. En una de esas, encontramos a un hospitalario pasajero, Carlos Skliar. Y nos limpiamos la mirada de tiempo absurdo, en su conmovedora charla.
ÉTICA MOSTRADA EN LA COMUNIDAD DEL MIRAR
“Sólo a veces logramos distinguir en esta corriente de numerosos rostros una mirada viva y oscura, un bombín de copa profundamente hundido sobre la cabeza, media cara desgarrada en una sonrisa con unos labios que acababan de pronunciar algo, un pie adelantado en un paso, así, inmovilizado para siempre”
“Las tiendas color canela”, Bruno Schulz
“Mirar el mundo en lugar de hablar ajeno al mundo, comenzar a desdecirse.” ¿Cómo comenzar a desdecirse, particularmente en esta situación de pandemia?
A veces tengo dificultades para volver sobre expresiones o formas del lenguaje que, en su momento, significaron para mí algún tipo de búsqueda y que, con el paso el tiempo, se fueron a buscar otros modos de expresión. Por ejemplo, no he podido sostener la poesía en mi vida. Aunque hay un antecedente que, desde siempre, se vincula con una travesía por el lenguaje, a una forma en que el lenguaje necesita desobedecerse permanentemente y buscar sus modos de expresión ´experienciales´. Hay un vínculo muy interesante entre lenguaje y experiencia. En 2008, cuando escribí el poema que ustedes citan, yo estaba muy pendiente de la idea de la ética como óptica, sobre todo, a través de las lecturas del filósofo Lévinas. Pensaba, cruzándolo con Pessoa, en el aprender a mirar por primera vez. Así, esas líneas que mencionás sintetizan reflexiones en torno a una palabra, la mirada. En nuestra cultura, la mirada tiene algo de prejuicio y juzgamiento, una forma de crear alteridad. Entonces y en segundo lugar, esos versos remiten a una posibilidad de reaprender a mirar, desde una posición ética. Pero si yo reuniera este poema con la circunstancia actual, diría que desdecirse es algo que tenemos que aprender. Hoy la palabra es muy volátil y no parece estar habitada por dentro, sino que es una pura expulsión de saliva. Por momentos, tengo la sensación de una cierta ingenuidad, o de estar en una época de puro expresionismo, muy veloz, durante las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Así, la lengua comete equívocos, está infectada de poder y de información y, por lo tanto, desdecirse es un gesto profundamente ético. Por su parte, callar se transforma en un gesto de rebeldía frente a la excesiva demanda de puntos de vista que no están totalmente elaborados y que no permiten narrar con calma, con tiempo. El lenguaje necesita esa pausa para no solo lanzar su improperio, sino también para poder crear cofradía, comunidad.
Me interesa el tema de la velocidad, ¿qué papel puede jugar lo poético en este mundo tan veloz? Y, contra esa velocidad, desde la idea de que oponerse como oficio es también confirmar al enemigo, ¿la respuesta debería ser la lentitud o la búsqueda de una velocidad propia y singular?
Estoy pensando en que quizás somos muy occidentales al describir las ideas de aceleración, velocidad y vértigo. Con estas descripciones focales confundimos a todas las poblaciones del planeta y no sé si esto es justo ni razonable. Hay un proceso de hamsterización de larga data, y mi principal preocupación ahí es la niñez, que muy rápidamente es adultizada. Puede ser que la lentitud sea una virtud, pero va en el mismo camino ya trazado. Es decir, vamos más despacio, pero seguimos la línea recta, ese camino pre- construido hacia el futuro de éxito o de fracaso. Hay, pues, una pérdida de infancia en la niñez y en la humanidad. Pienso que la disminución de la velocidad es un acto de rebeldía, sí, pero hay otras posibilidades. Una es el instante, ahí es donde lo poético juega su papel más protagónico. Una filosofía del instante, la idea de un ejercicio del instante es el modo que tenemos de abrirle la brecha al tiempo. Lo que los griegos llamaban Aión, ese tiempo pura intensidad, ese tiempo que no es mezquino porque sea aquí y ahora sino que es, justamente, inmedible. No se deja gobernar por las prácticas, por el lenguaje ni por las metas cronológicas, se sale del tiempo.
Ni por la moral.
Exactamente, el instante es extramoral en todo sentido. Tiene esa acentuación más singular. Es antiburgués y anticapitalista. Hay algo del instante que está retratado por la poesía, pero es la materia con la que trabaja el arte en general y me encantaría que también la filosofía trabajase con ella. Es la intensidad, pero no la duración, es esa tensión particular donde todo se concentra y lo virtuoso pasa a ser el estar presente en el presente. Me da la impresión que la humanidad está colgada de un puente, como un tren sobre el abismo, y el instante nos deja en suspenso. También creo que es una virtud que no debe ser entendida para pocos, no puedo yo abogar por una filosofía o una poética del instante solo para quienes pueden cultivarla. En mi preocupación como pedagogo intento colectivizar una idea del instante, que pueda ser también un bien común. En cuanto a la segunda pregunta, en relación a la posibilidad de una velocidad propia, la respuesta apuntaría a negarse al tiempo cronológico, a ni siquiera contestarle, a tomar de verdad otro camino, mucho más pedregoso y lleno de encrucijadas, quizás. Un camino que, al mismo tiempo evite esa vejez anticipada, esa ancianidad no ancestral que vive la humanidad en este momento, ese agotamiento por querer llegar a una meta completamente ambigua y destartalada que el camino nos ofrece y nos quita a la vez.
CLAROSCUROS EN LAS BANQUINAS
“Estoy tan triste como la piel del niño en el cielo. / La eternidad se interpone entre nosotros. / Pierdo incontables imágenes del otro lado.”
“Circulación”, Chika Sagawa, poeta japonesa
Hay una expresión que usás en “Mientras respiramos…”, que es ´epojé´. Y remite a un corte. ¿El instante sería un modo de epojé?
Epojé es la palabra griega para hablar de época y significa, literalemnte, suspensión. Pero, también, quienes cultivaban el epojeísmo como corriente filosófica eran quienes se suspendían un poco del tiempo real y cronometrado y se acercaban peligrosamente a la muerte para entender la vida. Buscaban una especie de suspensión, de distanciamiento, creían que para poder pensar había que crear ese corte en la trama matemática del tiempo. Puesto en términos actuales, me imagino la posibilidad de que vivamos no solo aferrados como esclavos de una época, no sólo condenados a vivir según los atributos que, en poderes distintos a los nuestros, se determinan como aquellos que configuran una época determinada y sus valores, sino ser contra focales. Sería justo plantear que queremos una vida no solo focal, una vida no solo sometida a la lógica de una época, a la aceleración, a la novedad, al tener que ser empresarios de nosotros mismos, a tener que formarnos a través de la tecnología, a participar del derrumbe del planeta, a perder nuestra infancia, sino justamente a aquello que Giorgio Agamben llamó la vida contemporánea. Tener una vida contemporánea quiere decir estar en el presente, pero no solo dejarse seducir por sus luces y espejitos de colores, sino también mirar sus sombras. En ese claroscuro -la única palabra verdadera para mí- cabe el mundo mucho más ancho y más largo que este vínculo inmediato y fugaz con la actualidad y la novedad.
Me vienen algunas cuestiones que recurren en tus textos. Primero pensaba si en la dupla actualidad-inactual, el instante tiene que ver con lo inactual. ¿Alguien realmente actúa en la actualidad o se es pura pasividad? Por otra parte, tanto en “No tienen prisa las palabras” como en “Hablar con desconocidos” rescatás mucho las escenas de encuentros con personas al paso.
Sobre lo segundo, no sé por qué, pero yo tengo el hábito de creer que la vida no está hacia adelante sino hacia los costados. Lo que me gusta de esa forma de exposición es un dictado nietzscheano que, hace muchos años, me ayudó. Consiste en escuchar las verdades que otros tienen para ofrecer y en poner muy en minúscula la palabra verdad. Escuchar lo verosímil, que ocurre no porque nos amemos a nosotros mismos sino porque amamos la verdad. Así, lo verosímil también esconde un cierto grado de belleza, un cierto grado de comunidad. Todo el tiempo, escucho y miro hacia los costados. ¿Es un método? No lo sé. Peter Handke, tanto en “La historia del lápiz” como en “El peso del mundo”, se sienta en un parque y reacciona con el lenguaje, en breves textos. Yo creo en ese lenguaje reactivo, a pesar de lo feo que pueda sonar la palabra. En filosofía, la escuela reaccionaria refiere a aquel que no deja pasar lo que sucede delante de sus ojos y reacciona con el pensamiento, con la escritura, como es el caso de Emil Ciorán. En ese sentido lo “reaccionario” filosófico no tiene nada que ver con lo reaccionario político. Tengo el hábito de ensanchar la mirada y escuchar abierta y atentamente eso verosímil, las otras vidas, los otros mundos que no son el mío. No busco el consenso ni la coincidencia, sino la diferencia, que también crea una brecha en el tiempo, en el pensamiento, en el lenguaje y en el mundo. Cuando un niño, o una mujer o un anciano, de repente, dicen algo, esas palabras cambian el rumbo de mi pensamiento y de mis palabras. No es un método sistemático, pero es curioso cómo he emparentado esa modalidad con mi tiempo libre. Soy un terrible partidario del tiempo libre que, además, en griego, coincide con el sentido de la palabra escuela. El término ´skholé´, que designaba a los primeros lugares de formación, literalmente, se traduce como ´detención, suspensión y tiempo libre´. Tiempo liberado de la responsabilidad de ser ciudadano, de vivir según un régimen, tiempo de poder liberarse de los mandamases autoritarios.
¿Y respecto a lo actual y a lo inactual?
Respecto a lo actual y lo no actual, les confieso que en estos momentos la intolerancia me está pareciendo más virtuosa que la tolerancia, a pesar de las tradiciones filosóficas que indicarían lo contrario y de los Estados europeos que han hecho Constituciones tolerantes y, al mismo tiempo, hipócritas. Me reconozco muy intolerante con esa urgencia que te quita la posibilidad de elegir tu propia actualidad y que confunde lo actual con lo presente, con las formas de hacernos presentes. Nos ha quitado, incluso, algo muy hermoso, que es la posibilidad de ser espectadores. Me gusta mucho la idea de formación de espectadores, de gente que pueda estar expectante, que no necesariamente tenga que intervenir en lo real, convocada de forma continua a tener que opinar, que pueda liberarse de ese peso y, algún buen día, tome la palabra si quiere hacerlo. No hablo de la prohibición de la opinión, sino de la libertad de la expectación. El mundo se construye exigiendo tu opinión e ignorándola para autodestruirse.
Es decir que, contra lo que dice el sentido común, el espectador es alguien muy activo.
Ahí va. ¿Qué hay de activo en repetir los argumentos de la panelización del mundo? Hay otra infección en el lenguaje, que es la del panelismo. No quiero usar metáforas dolorosas, pero creo que, en el mundo prepandémico, ha habido una panelización del lenguaje y de los puntos de vista. Para decirlo de otra manera, creo que las palabras no tienen la duración suficiente como para que su propio sentido pueda invitarnos a permanecer dentro de ellas. La palabra libertad y la palabra responsabilidad están terriblemente pisoteadas. Y el ejercicio de levantarlas del suelo exige, a mi modo de ver, un poco de duración. Obviamente, hablo de la duración de la intensidad. En ese sentido creo que el espectador puede ser alguien que se dé el atributo de esperar un poco. Hoy en día, la espera parece ser subestimada o negada, no hay tiempo que perder, cuando en general la cultura, las comunidades, las instituciones proceden por la regla contraria: hay tiempo. No lo tenemos, pero lo hay. Esa doble percepción crea el sentido y el sinsentido de la vida.
UN CUALQUIERISMO POROSO
“Junto a la luz que canta yo trabajo / no por ambición ni por el pan / ni por ostentación ni por el tráfico de encantos en escenarios de marfil / sino por ese mismo salario / de sus más escondidos corazones”
“En mi oficio o arte sombrío”, Dylan Thomas
Hablás de comunidad, y varios de nosotros participamos en un encuentro de lecturas de Spinoza, ¿existe la posibilidad de formar comunidad en la urgencia? O al revés, ¿la compulsión a la urgencia puede pensarse como un modo de impedirnos formar comunidad?
La idea de comunidad que tengo no es la idea tribal vista desde los ojos occidentales, o de armonía o de la ronda, con todos tomados de la mano. Es una idea muy porosa, de mucho desplazamiento y movimiento. Y también es una idea de lo justo, un lugar de cierta responsabilidad en la cual no solo está mi singularidad sino el efecto y los afectos de mi singularidad. Por lo tanto, la comunidad es momentánea, se hace y se deshace, es permeable. Yo insisto en esa idea de comunidad como un arte de defensa, no de la guerra, una especie de sensación de cierto matiz solitario, que no es elegido singularmente. En “Escribir tan solos” marco este doble juego entre la soledad literaria -como principio buscado, requerido, como punto de partida y refugio-, y lo solitario, como un destino al cual la mayoría de la gente quisiera renunciar. La comunidad apela más a la idea de lo solitario que a la de soledad. Ese sería su sentido a mi modo de ver, crear la ficción de que, aunque estamos solos, nuestro destino no es lo solitario, sino que puede haber una especie de apego y memoria de lo común, aunque lo común sea abstracto y no se materialice.
¿Eso común no es también la diferencia?
Sí. Mi idea de lo común es la del ámbito de la cualquieridad. Una palabra horrible, cierto. Una vez, mientras daba una charla, una persona del público se levantó porque esta palabra le parecía poco académica. Pero creo que no es un concepto con fuerza de ley, sino una imagen que describe esa sensación de poder ser cualquiera, como un tipo de poder distinto al poder identitario, que tiene que definirse, anclarse y buscar su propia jurisprudencia. Esto también lo he tomado de Agamben, que lo llama cualquierismo y refiere a la idea de un cierto anonimato, a una preservación comunitaria que consiste en que yo podría ser cualquiera, que no hace falta que me indaguen ni me interroguen para poder decir algo o escuchar a alguien. Es una idea no policíaca, no jurídica de lo singular. Sé que puede sonar peyorativo, pero yo le tengo un profundo cariño a esa palabra. He escuchado a mucha gente fragilizada o debilitada por las crisis sociales y económicas, en los tormentos de la exclusión y la inclusión, dar testimonio de que le gustaría ser como cualquiera. ¿Se refieren a alguien en particular? Probablemente, no. ´Como cualquiera´, quiere decir “no me miren así, no me juzguen así, déjenme en paz, déjenme ser”. Es un concepto sin regla, sin ley, no es imperativo sino más bien reflexivo.
¿Cómo se es espectador en las urgencias?
Me imagino, que ni siquiera soñando. En algún momento pensaba en la posibilidad de que seamos virtuosos de otra manera, aunque sea en los sueños, pero creo que ya los sueños están tan llenos de destellos pantallísticos, que no logramos descansar. Alguien dijo que uno de los efectos más perversos de la aceleración del tiempo ha sido el de prohibir la separación natural entre la vigilia y el sueño y que eso ha creado una nueva humanidad. Y no estamos hablando de sus bondades, sino de haber pasado del modo on-off, del poder retirarme fuera del alcance, al sleep-mode, donde no estoy totalmente apagado ni prendido. Al perderse la alternancia y quedar en vigilia permanente, la corporalidad es permanentemente proactiva. Aprender, que era un concepto relativamente paciente y pasional, se ha convertido en proactivo, tengo que buscar yo los tips, las clases, los profes y los videos. Incluso hay hasta consejos para aprovechar el tiempo libre, con lo que ser espectador formaría parte de la inutilidad. Hablo del saber inútil, no vinculado al beneficio, el lucro y el provecho. Pensemos en el gesto lector, ¿qué estarás haciendo, dónde estás mientras leés? Es la pregunta que se hizo Hanna Arendt: ¿dónde estamos cuando pensamos?, ¿en otro lugar?, ¿y cuál es ese otro lugar llamado pensar? Cuando somos espectadores, de alguna manera, estamos fuera del control más clásico: nadie puede adivinar qué estás haciendo. La postura del lector es ofensiva para un mundo que odia vernos volver a la invisibilidad de nuestras acciones: todo tiene que estar tan expuesto, ser tan visible, que la interrupción del espectador es la moneda frecuente. Incluso sabemos que técnicas literarias y cinematográficas apuestan a esta idea de la interrupción. Es verdad que, en cierto sentido, es necesaria la interrupción, para pensar de otro modo. Lo dice Alan Badiou: el pensamiento tiene que estar interrumpido por otro pensamiento, para poder seguir pensando. Pero yo hablo de otra interrupción, de la molesta y ofensiva, como el de la muchacha que lee en la plaza y el hombre macho se quiere acercar para hablarle. Esa mujer está leyendo, no quiere ser leída, dejala en paz.
La idea del espectador y la idea del cualquierismo suenan como algo muy democrático.
Has dado en el clavo. La idea de anonimato, como la masa no identificada, es totalmente democrática. Cualquiera puede participar y tomar la palabra, no tenés que presentarte para hablar ni interrogar al otro para ver si está en condiciones de hablar contigo. Y también tiene que ver con una vieja idea, prejurídica, de la hospitalidad. Una idea presente en ´La Ilíada´ y en ´La Odisea´, donde al otro no se le pregunta quién es ni de dónde viene, se le invita. Todo lo contrario sucede en nuestras instituciones democráticas, organizadas a partir de la identificación y la exigencia de una identidad pulida y expresada convenientemente en términos jurídicos. Cada vez que alguien dice “Sí, pero yo también” o “Yo quiero ser una excepción”, estamos perdidos, pierde la identificación y, por lo tanto, no hay conversación sino sospecha y juzgamiento. Es una pena. Aquella hospitalidad prejurídica de los libros de Homero fue tomada por Derrida, al discutir la idea de hospitalidad condicionada e incondicional: ¿podemos preguntarle al otro quién es, en primer lugar, o el otro es la pregunta que nos viene y que nos hace dudar acerca de quiénes somos nosotros? La presencia de otro interroga cualquier idea de lo normal, de lo habitual, del yo. No molesta porque es el otro sino porque pone en tela de juicio lo que hemos definido que somos nosotros. Y ese nosotros se vuelve un arma de guerra, más que una invitación a formar parte de esa comunidad de la que hablábamos. Es pura hostilidad. Pero ya decía Pessoa aquello de que somos excepciones a una regla que no existe.
LEÍDO EN LA PALMA DE LAS CENIZAS
“Un día emprenderemos una excursión a donde apunte el viento / o editaremos un libro de dibujo o poesía / donde se aprieten las ruedas, el humo, las hojas / los papás que usan tirantes y los fantasmas. / Ahora sólo sabemos caminar las calles / y ni siquiera somos carteros”
“Los amigos”, José Watanabe
Volvamos un poco a la niñez. Las políticas hacia la niñez están pensadas generalmente en la idea de que los niños son la garantía del futuro, como si no hubiera valor en la infancia por sí misma. ¿Cómo ves esas políticas públicas? Sobre todo, en un contexto en el que se espera una pobreza de más del 60%. Y por otro lado, ¿cómo modificar los aspectos “controladores” de la escuela?
Fascinante la cuestión, tanto por el dolor como por cierta necesidad de repensar estos temas urgentemente. La pérdida de la infancia en la niñez es una de las tragedias de la humanidad. Se da por sentado que niñez e infancia son sinónimos, pero infancia es una experiencia de tiempo no necesariamente ligada a la niñez. Te puede durar toda la vida o no existir nunca. No tiene que ver con la posición melancólica de regresar a la infancia, cuando somos adultos. Ya Virginia Woolf decía que ella hubiera dado su vida entera por volver al regazo de su abuela y escucharla canturrear nuevamente, pero no se regresa a esa atmósfera de infancia. Aunque se puede ir hacia ella. Yo juego muy seriamente con esta idea de que el propósito de la educación, no solo para los niños sino para la humanidad, es madurar hacia la infancia. Parece descabellado o contradictorio, pero sería madurar hacia aquellas formas del mundo y de la vida que, de algún modo, nos hagan crecer en términos de conocimiento no lucrativo, de desprendimiento del saber con el lucro. Madurar hacia el tiempo liberado de la responsabilidad por asumir un papel en el mundo y llevar la carga del mundo, que eso les cabe a los adultos, no a las niñas y niños. Madurar hacia un lenguaje que se conserve en su matriz corporal perceptiva, es decir, no someter al lenguaje a las lógicas del poder ni a las disciplinas del saber. Pero, ¿qué ocurre? Niñez e infancia están completamente separadas hoy. Siempre digo que el propósito de la educación inicial es darle infancia a la niñez, no adultizarla. En nuestra región la niñez es desigual y, por lo tanto, la idea de infancia no iguala. La miseria y el hambre producen un desvío y una urgencia tal que las niñeces no alcanzan ni siquiera a llegar a la escuela en un cierto pie de igualdad que permita comenzar de nuevo a partir de allí. La escuela, entonces, no ha podido ser el recomienzo que esperábamos. Desde tiempos inmemoriales, se le ha exigido a la escuela que produzca un mundo mejor, mientras el mundo se autodestruye. Es una idea injusta porque se sostiene con salarios precarios, instituciones precarias, un trabajo muy provisorio que, simbólicamente, está sobredimensionado y, materialmente, infravalorado. De todo esto, complejísimo y con muchas aristas, siempre volvemos al problema de que la educación consiste en levantar las cenizas del suelo para poder pensar, no digo en un mundo más justo, sino al menos en un punto de partida igualitario, es lo mínimo que se puede plantear. El equívoco sería esperar que la igualdad sea el punto de llegada. Si la igualdad no es el punto inicial, todo lo demás se cimentará sobre desigualdades. La escuela necesita, entonces, partir de un grado cero, de una igualdad -ficticia, por supuesto- o de una desigualdad no tan abismal. Porque si no, otra vez se convertirá en comederos, en sitios de cuidado o de prevención. Aparte de acompañar, querer y proteger, la escuela tiene otro papel desde el punto de vista formativo, y es enseñar a cuidar el mundo y a cuidarnos del mundo. Y hasta que eso no vuelva a producir un sesgo de igualdad inicial, no vamos a poder arrancar con un horizonte de una humanidad que madure hacia la infancia.
¿Qué es lo que considerás un espacio escolar?
Todo lo que es formativo, que se dedica a eso explícitamente. Todo lo que se reúne con el propósito de crear una condición formativa.
NIETIZADOS Y ERRANTES
“Un día de calor un joven cazador vio una nube flotar sobre su casa. El joven cuidaba de su anciano abuelo. La inesperada sombra era tan maravillosa que el abuelo rejuveneció. Por miedo a que el viento se llevase aquella felicidad, el joven decidió lanzar una cuerda y atar la nube por el cuello. Tal como lo pensó lo hizo. Como un animal doméstico, la nube quedó amarrada a una estaca. A la mañana siguiente, al salir de casa, el joven tropezó en el cielo y cayó en el firmamento. La misma cuerda con la que había sujetado la nube lo prendía ahora al infinito. Y el abuelo descansaba ahora en una sombra sin fin.”
“Relatos de Nkokolani”, “Trilogía de Mozambique”, Mia Couto
El esfuerzo del grupo de investigadoras con la teoría de la lecto-escritura inicial, de Emilia Ferreiro y su equipo, ¿creés que fue un modo de igualar?
Sí, sí. Fue un gesto que buscaba eso. Sucedió que terminó por adaptarse en términos estructurales, metodológicos. Mi impresión es que hay que intentar crear ambientes narrativos, ambientes de lectura en voz alta, relacionar a los niños con el lugar y tiempo de la lectura y hacer una invitación muy juiciosa a leer, que desprenda el enseñar del aprender. Todavía persiste la creencia de que se aprende lo que se ha enseñado y yo creo que se aprende después, a su tiempo y a su modo, lo cual pone en juicio todo el sistema evaluatorio de las comunidades educativas. Pero, en principio, la creación de ambientes narrativos y de lectura es lo que garantiza ese acceso en cierto modo igualitario. Ahora, la invitación es doble. Y los planes nacionales de lectura han ido a veces por un lado, pero no por el otro. Demos a leer, que no se fuerce a la gente a leer, que se la invite. La pedagogía es invitación. Si se anuncia la lectura como un gesto que ayudará a ser libres, si de algún modo la lectura tiene que ver con una experiencia emancipatoria, con habitar otros mundos y otras vidas, ¿cómo emparentar esa práctica “libertaria” con una exigencia de rendimiento? Eso es enseñar hipocresía, no a leer. Ser pedagogo no es ser un comendatore, es ser un convidador que elabora permanentemente las formas elegantes, desinteresadas, gratuitas. Se invita a leer y también a conversar sobre la lectura. La doble invitación implica silencio, soledad, refugio, irse a leer, nutrirse. Y también, reunirse, agruparse para conversar sobre lo leído. Esto justifica la existencia de la escuela, si es que todavía la lectura y la escritura son propósitos de esta neo educación que ya alfabetiza de otra manera y que plantea un vínculo directo con la tecnología. En ese sentido, uno se podría preguntar quién hace la invitación sino el educador que debería prepararse para ello.
Esa invitación tendría que tener un componente lúdico, ¿o no?
Las experiencias que han invitado mejor han sido las de las abuelas y abuelos cuentacuentos en las escuelas. Ahí también hay un gesto no habitualmente escolarizado, sin embargo, yo participo. Y está el grupo de Mempo Giardinelli, que trabaja hace años. Cuando vos abuelizás un relato y no lo moralizás, en el sentido de “lo que hay que aprender”, es probable que las niñas y niños se nieticen un poco más. Me gusta esa idea de que en la educación haya que abuelizar un poco más a los educadores y nietizar un poco más a los niños.
Una infancia sin abuelos es imposible. La experiencia de la pérdida de los abuelos es, en principio, una de las marcas más fuertes del fin de la infancia o de que algo en ella se ha terminado. En otros lugares del mundo, en otras tribus, en la ancestralidad de los educadores o en lo que antes era el consejo de ancianos en la antigua Grecia, narraba aquel que hubiera tenido una experiencia con el mundo y que, además, la hubiese reelaborado para contársela a los demás. Su carácter no es moral, no es “yo ya lo viví, ya estuve y sé lo que te digo” sino “sí que estuve, sí que lo viví pero lo he reelaborado”, en términos de transmisión.
¿Cuánto tienen que ver los sistemas de evaluación en esta pérdida de la infancia?, ¿de qué infancia podemos hablar si el error se castiga?
Hay sistemas montados directamente en aprender para aprobar. Esos sistemas crean un vínculo utilitario, de necesariedad y no son formativos. Hay una diferencia entre la institución educativa y la institución formativa. Lo formativo puede venir de muchos otros lugares y alcanzar o abrazar un mundo más amplio. Es verdad que se aprende muy rápido qué tipos de exigencia se plantean y cómo eludirlas. Es una pena, porque -en el mientras tanto- podríamos hacer cosas interesantes, como escucharnos, probar una práctica de no hacer nada juntos, enseñar la virtud de la pereza, entendida en el buen sentido. Pero enseñar quiere decir otra cosa: los latinos usaban la expresión ´in signare´, en el sentido de poner en signos, ofrecerlos, darlos. Por extensión, digo que se trata de dar signos. La frase era muy bonita porque ellos proponían que otros descifraran a su tiempo y a su modo. Así, no solo creaban la distancia entre lo que se muestra y lo que se aprecia y desvinculaban el enseñar del aprender, sino que además dejaban sin sentido cualquier proceso evaluatorio de un rendimiento. Ansío permanentemente crear en otro una cierta responsabilidad por su aprender, pero no me sobrepongo a ella para controlarla. Podría hacerlo, en todo caso, veinte años después, cuando me cruce con algún estudiante mío. Una pregunta filosóficamente interesante es cuándo podemos decir que hemos aprendido algo. Porque, pedagógicamente, se da por sentado que se aprende por la exposición a una enseñanza. Yo creo que no, que el aprendizaje es cuando nos hemos dado cuenta de algo y eso puede llevar toda la vida. En la primaria y en la secundaria me enseñaron a leer. Pero, hasta que yo no dije “quiero leer, deseo leer”, eso no ocurrió. Y ahí puedo reelaborar toda la enseñanza que hicieron conmigo. A esto se deben dedicar los institutos de formación docente. En fin, creo que vale la pena volver a entender la invitación como el único procedimiento válido. Porque, si no, jugaremos solo a la obligatoriedad, que ata las manos y todo el tiempo hace desear estar en otro lugar. La contradicción salta a la vista, ¿no? Si creemos que la escuela es el mundo del trabajo, hemos cometido el peor de los pecados. Porque, si defendemos la idea del tiempo liberado y el tiempo de la escuela es un tiempo ocupado y lleno de tareas incluso durante una pandemia, efectivamente, cometemos el pecado narcisista de creer que la escuela es solo enseñar para aprender. Ancestralmente, uno decía que educar tiene que ver con salir al mundo y aprender a vivir, ahí está la simpleza y el misterio de lo que hacemos: invitar a otros a que salgan al mundo y aprendan a vivir. Es un misterio, claro, qué quiere decir salir al mundo y qué significa aprender a vivir. Cuando hoy yo formulo esto, enseguida me viene en contra un “No, educar es salir al mercado y aprender a ganarse la vida.” Hay una distorsión profundísima del concepto formativo, no es lo mismo mundo que mercado y no es lo mismo vivir que tener que ganarse la vida. Lo digo con mucha tristeza, porque también se vuelve caduca mi propia versión de los hechos educativos.
CONTRAROMPECABEZAS, JUNTAROMPECABEZAS
“¿Somos como la piedra recién arrojada? / Sí. Y como el río que va y va, y se reconoce. / Tú, que eres como el golpe que obliga a los árboles a dar el fruto. / Agradezcamos que cuando estamos juntos aún no nos sentimos completos: / ello nos obliga a ver por la ventana, hacia afuera.”
“Los extranjeros”, Roque Dalton
Hay una frase en “No tienen prisa las palabras”: “rebelarse no es contra quién sino con quién”. Al leer a Spinoza, nosotros decíamos “no importa qué sino con quién” en el sentido de que, en la situación donde se produce el encuentro, se puede crear el qué. La educación tendría que ser una posibilidad de crear ese encuentro fuera o dentro de la escuela, de que alguien sienta que hay un con quién. La sensación es que no es un efecto colateral, no deseado, que esto no sea así….
Y no sería solo eso. También es un tiempo y lugar para hacer cosas juntos. Cosas que, ya inmersos en el mundo laboral, fuera de la escuela, no hay muchas oportunidades de hacer. Sucede que ese “qué” del que hablás, ha sido estafado, sometido a las lógicas de las industrias culturales y mediáticas o tecnológicas. Otra vez, la parte más esencial de la escuela es que es un lugar de lo múltiple y lo público. Decir que no es un ámbito privado, es decir que no forma parte de un secreto o un sigilo. La escuela es un lugar de encuentro, que permite entender que hay otros relatos contemporáneos a mí. Ahí le veo lo esencial. Ahora, en relación a la frase que mencionás, te cuento algo. Con unos amigos de Barcelona, los editores de Candaya, que publicaron ese libro, se desató una discusión sobre ese “no” que molestaba o llamaba la atención. Me decían: “Es contra qué y junto a quién”. Y yo lo fui pensando. A veces el motivo político tiene que ver con el junto a quién, sin duda. Yo reacciono en ese junto a quién. No contra algo, sino mirando a los lados para ver ´con quién estoy contra qué´. A veces nos equivocamos de contra qué, porque estamos junto a quien no deberíamos. Es un bonito rompecabezas.
Buen momento para esa discusión.
El gesto de rebeldía, en términos de Camus, tenía que ver con un gesto permanente, no un gesto con una finalidad de ocupación del Estado o de un gobierno. El contra qué es contra todo. Este mundo, la verdad, da para estar contra cualquiera de sus detalles y cualquiera de sus generalidades. Por lo tanto, el junto a quién siempre será definitivo y el fundamento de ese gesto.
En “Mientras respiramos…” leímos: “No se trata de contenidos sino de continentes, no es una cuestión de formato sino de urgente presencia; no es un problema de estar-ocupados sino de estar-juntos y no se trata de tareas, sino de lecturas.” Mencionás el término ´ocupación´, que tiene una cierta referencia militar también. Los primeros que están ocupados son los cuerpos, de los que hablabas, en otro texto, como de “una sucesión de apariencias esquivas y apetencias caprichosas”. ¿Cómo se hace para que estos cuerpos, sobre todo los cuerpos de niños y niñas, puedan resistir la impregnación que impide el regreso de las infancias?
Cuando hacemos filosofía con niñas y niños, tratamos de indagar si a ellos les importa o no esa idea de tener infancia o si preferían pasar de largo. Un texto de Coetzee, el escritor sudafricano, dice algo así como que no está escrito en ningún lado que la infancia tenga que ver con la dicha. Al contrario, él dice “me la pase mordiéndome los labios y la boca para soportar hasta el momento en que pudiera liberarme de ser niño y ya ser lo que yo quisiera.” Mi preocupación hoy está en que la niñez está claramente dividida entre la carencia y la abundancia, y en que está formulado en términos de derecho lo que debe ser reformulado como niñez. Es cierto que las niñas y los niños ya están en el lenguaje de la carencia y la abundancia, y habrá que ver cuál es el origen, nadie nace así dividido. Esto es producto de algo más global y mayúsculo que se filtra por todos los poros. Pero también me preocupa el lenguaje del derecho, porque no es el que hablan los niños. Y por más que se formule en defensa de ellos, creo que a veces es otra forma de errar la infancia, de ir por otro lado que no es el de la infancia más perceptiva, poética, desatenta y atolondrada. La posibilidad de ser algo antes de la división entre carencia y abundancia se reduce cada vez más. Y cuanto más se universaliza el proceso escolar para darle abundancia a los carentes y dejar a los abundantes en paz, o sea, para reproducir la desigualdad, peor es. Creo que en la relación con los niños se ve muy claro que no hay que jugar tanto a quiénes somos, sino a cómo estamos y a qué hacemos. Eso abriría esa grieta entre la carencia y la abundancia. Porque, a la carencia se la estimula con una supuesta abundancia que nunca llegará, es decir, se la educa en el empleo. Mientras que, a la abundancia, se la deja en secreto. Es curioso, nosotros no sabemos cómo se educa a los abundantes, a pesar de las investigaciones que hay sobre las elites. Por más que lo describamos, lo hacen en secreto. Yo no sé cómo se educaron en el Champagnat, con qué propósitos ni cuál es el diseño, pero sé que, luego, algunos de lo que allí se educaron ocuparon el Estado y produjeron, sobre lo público, un efecto completamente perverso.
NO JUGAR A LA MANCHA
“Yo, inexplicablemente, me mantenía lúcida y atenta; tenía deseos de algo bueno, algo aún sensiblemente humano, sentía ganas de enamorarme, pero, ¿de quién?”
“Diario de una diversa”, Alda Merini
En este número, nuestra revista tiene como tema el azar ¿qué es para vos el azar? Y también, ¿cómo juega el azar en la posibilidad de no tener que decir “yo”, de no pegarse a una identidad fija?
He tratado de pensar un poco en el azar de los encuentros, en una palabra dicha al paso, en lo que produjo en mi vida el encuentro con desconocidos. Hay un relato sobre eso, que no es lineal ni yoico, donde uno sería un personaje secundario que vive en un mundo de azares. Hubo un encuentro azaroso que torció el rumbo de mis lecturas, de mis metas y de mis deseos. Hay una relación interesante entre voluntad y azar, donde este rige las biografías. Claro, a veces, veo que el azar en la literatura es muy manipulado, colocado ahí como un artificio, un golpe de dados con un vaso preparado. Pero, cuando el azar no reviste la imagen del artificio y mantiene esa propiedad indistinta de la voluntad, tiene que ver con la fuerza que lo desconocido produce en nuestras vidas. Uno le puede dar hospitalidad a eso desconocido y, así, narrar su vida a partir del principio del azar. En realidad, más que principio, es un precipicio. Tengo un librito “Hablar con desconocidos”, muy relacionado con estas cosas vistas y oídas que, de repente, llaman tu atención y te llevan a un lugar completamente inesperado. El loco de mi barrio pasaba con un carretel de hilo, y creía que el carretel era un perro. Totalmente inofensivos, él y el perro pasaban todos los días por la calle. Yo sentía un tironeo de mi madre para quitarme de ahí, como quien te cuida de algo peligroso. Pasé toda mi vida pensando en una peligrosidad sin palabra, no sabía cuál era la palabra que daba cuenta de esa peligrosidad. Hasta que apareció en mi vida la palabra locura, por azar: el marido de una amiga mía, fue el capo de la antipsiquiatría española, en los ’60. Con él, gracias a él, reelaboré toda aquella historia. Después, en el fin de sus días, pude hablarlo con mi madre de una manera distinta. Ella me dijo “Yo te quitaba la mano, porque vos te ibas a la calle asustado por algo y no quería que te pisaran.” Creo que hay ahí una historia de cómo uno cuenta su vida equivocadamente, falseada por ese yo que cree saber por qué ha hecho las cosas. Ahora estoy escribiendo mi primera novela, tiene que ver con una ficción de la locura, a partir de mi traducción de la poeta, Alda Merini. De hecho, yo traduje a Alda Merini por azar. Los editores de Mármara de Madrid vieron que en una publicación mía había una mención a la poeta italiana y me preguntaron si me animaba a la traducción de «La otra verdad». Pero si yo no hubiera escrito ese párrafo, esa conversación nunca hubiera existido. Claro, depende de cómo uno subraye estos hechos: si cree que es pura tontería o si le da al azar la centralidad que se merece, para lo cual uno puede ayudarse un poco mirando a los costados.
Mencionaste a Alda Merini. Ella encontró la manera de perseverar en la existencia haciendo servicio para los otros, a pesar de los hijos robados, de la violencia tremenda de su marido, del electroshock y de las medicaciones. Ella decía que se salvaba al ir a recoger material humano a la cantina del manicomio. Ella perseveraba, pero los otros locos, aparentemente, no. Los otros necesitaban asistencia. ¿Qué es lo que hace que algunas personas, en esas situaciones tremendas, puedan no instalarse en la queja y perseverar en el cuidado del otro?
Buscar amor. Ella, sin abandonar un tono de denuncia, insiste en que quiere enamorarse, aunque está en el infierno. ¿Qué hace que veamos gestos bondadosos, que nuestra mirada preste atención a la ternura en el infierno, en pleno electroshock? Escribió el “Diario de una diversa”, algo así como diez años después de salir de su última internación, cuando cerraron el manicomio. A pesar de que ella tiene dos autobiografías, esta es la que está más en carne viva. Hay algo de la bondad -y perdón por usar una palabra tan fuera de época-, algo de saber mirar con buenos ojos, con mirada limpia. Recuerdo a Ángel González, el poeta madrileño, que decía aquello de “Yo sé que existo porque tú me imaginas. Soy alto porque tú me crees alto, y limpio porque tú me miras con buenos ojos, con mirada limpia.” Yo relacionaba esto con la gente que mancha cuando mira, que te ensucia o te mata con la mirada, y esto no es metafórico: hay gente cuyas biografías están marcadas por manchas y asesinatos de la mirada de los demás. Alda Merini, desde su condición de poeta, tiene un gesto poético pre-extravío, que pudo haberla ayudado a una cierta mirada bondadosa, de ternura, aun siendo objeto de las peores experimentaciones. Otro caso notable es el de Christine Lavant, una poeta austríaca de 1920. Para no suicidarse, Christine se encerró en un manicomio, como forma de preservación. Muchos años después escribió sobre eso, también, con una literatura ciertamente bondadosa, escribió con un margen de potencia de lo humano, en el peor de los infiernos. Se ocupaba de otros. Y ojalá nosotros seamos otros de alguien que en algún momento lo necesite, aunque sea por un instante.
maravillosa entrevista. Da gusto leerla!!! GRACIAS!!!!!
Lindisima entrevista! Muy interesante.