El Hastío: sobre la seguridad y sus inseguras calles
Por Víctor Dupont

LA GRIPE DE LOS CHANCHOS
(O LA CONSTRUCCIÓN PERFECTA)

Hace algunos años, el inefable rabino Bergman [1] exigía cambiar la letra del Himno Nacional. En lugar del grito de “libertad, libertad, libertad”, mejor incorporar la palabra “seguridad”.

¡Seguridad! ¡Seguridad!

Por la misma época, era idéntico el grito de “la gente” en las calles. Cacerolas en mano y un ritmo que no resultaba del todo eficaz. Los caceroleros no podían componer una multitud sonora como el Señor manda. Cada cual tocaba una partitura diferente. Digamos, cumbia por un lado, tanguito o marcha fúnebre por otro. No es así en América Latina. Las masas enojadas suenan realmente bien en Brasil -lamento ser obvio-, donde los instrumentos domésticos interpretan casi batucadas.

Cuando los cacerolos salieron a las calles, la melodía mediática sonaba un poco diferente a hoy. El lenguaje no pivoteaba acerca del sinceramiento de los tomates. No se hacía polemizar a los cortes de carne. No existían túneles con luces a la salida. El aceite no tenía temor a dormir en las góndolas. Proliferaban, en cambio, las canciones del miedo ¡y cómo!: el miedo de “la gente” a andar por “la calle”; el miedo a “que te maten”; “te roben”; el miedo a “llevar el celular a la vista”.

Por las noches, Buenos Aires era un desierto. Y, en las madrugadas, caminar por Corrientes parecía desolador.

La embestida mediática surtía efectos y consumaba una construcción de años y años y años, que incluyó algunos hits inolvidables como la paranoia de la gripe porcina [2], los barbijos en los colectivos, las propiedades enrejadas, la multiplicación de la vigilancia y el proyecto de acabar con las plazas libres al atardecer. En el 2004 – año fundacional a este respecto – Juan Carlos Blumberg empezaba una serie de marchas por la muerte de su hijo. En una de aquellas manifestaciones, el rabino arriba mencionado sugirió el cambio en la letra del Himno. Por su parte, las proclamas de Justicia y Seguridad iban aceitadas con pedidos, con proyectos de ley para endurecer las penas a los presos, castigar con más firmeza y bajar la edad de imputabilidad. Es decir, avanzar – con cuidado, pero con certidumbre – sobre los derechos y las garantías de los juzgados y multiplicar a la policía como las flores en los jardines. Aquel 1 de abril, Blumberg llegaba junto con 150 mil personas a presentar al Congreso sus proyectos. Nacía, así, el segurismo[3]: doctrina de “sentido común” según la cual el principal problema es- no puedo evitar redundancia- la seguridad de los argentinos. Más específicamente, y para ser fieles a las enumeraciones caóticas de los ideólogos de esta corriente, digamos que se trata de combatir a la delincuencia callejera, a los punguistas, a los chorros que “nos matan”, a los limpiavidrios, a los manteros, a los villeros. Etcétera.

Seguridad. Seguridad. Seguridad.

Pero esa palabrita…

 

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A SUS SERVICIOS, SEÑOR MONSTRUO
(O HIJOS DEL MIEDO)

 

“El miedo a la opresión dispone al hombre a anticipar o a buscar ayuda de la sociedad: pues no hay otra manera por la cual el hombre pueda asegurar su vida y su libertad”.

                                                                                                Hobbes, “Leviatán”

Hobbes reflexiona en distintos pasajes sobre la noción de seguridad en el estado de naturaleza. Música archisabida, apenas recordemos sus motivos principales: sin ninguna mediación, viviríamos en una guerra permanente (Bellum omnium contra omnes). Se hace así necesario un conjunto de artificios de una fuerza superior e instrumentada, para controlar la furia y la crueldad de los lobos humanoides (Homo hominis lupus).

El Estado sería ese artificio con mayúscula. El Estado, la intermediación mejor.

El Leviatán es ese pacto a partir del cual abandonaríamos nuestra libertad absoluta (de matar, violar, robar, etc.).

Uno de los efectos principales del contrato sería la obtención de la seguridad. Lo interesante es pensar acá un tema que preocupa a muchos teóricos: las pasiones y su geometría. En “El Leviatán”, tenemos dos pasiones básicas. Deseo y aversión. Cuando se encuentran juntas y liberadas, todos somos poseídos por ellas. Pasamos de un objeto a otro, tal cual la canción de Prodan y su verso “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. Conquista, siempre, quien tiene la fuerza.

Para Hobbes, la vida humana sin la administración de un poder – aparte de solitaria y abismal – sería peligrosa. Parece basar esta idea en tres presupuestos. “Primero, la condición natural del hombre tendiente al deseo constante de poder; segundo, el derecho que tiene por naturaleza a poseer todas las cosas; y tercero, su igualdad natural de poder”.[4]

Contra el deseo, contra la aversión, deben levantarse la razón y la justicia. Hobbes se ampara en una antropología que nos liga a una sed insaciable de poder tras poder, sólo detenida con la muerte. De ese lado, en esa zona, se despliega el Derecho Natural. Escribe: “El Derecho Natural, que los escritores comúnmente llaman jus naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como él lo quiera, para la preservación de su propia naturaleza; esto quiere decir, de su propia vida; y, consecuentemente, de hacer cualquier cosa que en su propio juicio conciba como medio más idóneo.”

Por ello, esta reserva de violencia múltiplemente dispersa debe concentrarse, monopolizarse, para salir de semejante peligro. El Estado político implica también, en parte, una renuncia a nuestra libertad. Aceptamos tácitamente que somos despiadados, crueles, bélicos. Y por eso sentimos temor, “inseguridad”. Para Hobbes, es obvio que el Estado no surge como el acuerdo de una buena voluntad mutua. Surge por miedo. La desconfianza que nos produce el otro nos permite anticiparnos (palabra importante) a su poder. Por lo tanto, “y por esta desconfianza de uno con otro, no hay manera tan razonable de que el hombre se asegure a sí mismo, como la anticipación; esto es, por fuerza o por estratagemas, dominar a todas las personas que pueda, hasta que él no vea ningún otro poder tan grande como para ponerlo en peligro: y esto no es más de lo que nuestra propia conservación requiere y es generalmente permitido”.

Sólo con este leviatán se garantiza lo que el rabino Bergman y Blumberg pedían: seguridad.

 

ERA NECESARIO HASTA QUE LLEGÓ EL PULIDOR DE LENTES
(O LA COMEDIA DE LOS TRISTES)

Spinoza ha leído mucho a Hobbes. Y se ha diferenciado, también, muchísimo. Entre otras cosas, no le da tanta importancia a la seguridad. En su Ética, Spinoza pone un particular énfasis en desarrollar una etología de las pasiones tristes. Veamos algunas cuestiones acerca de esta “geometría humana” y de sus representantes estrella.

Existen hombres, por oficio, dedicados a entristecernos. Damos la bienvenida a la trinidad moralista: El esclavo, el tirano, el sacerdote. El sacerdote, el esclavo, el tirano. Primos. Hermanos. Cómplices en la degradación. Cada uno de ellos se mueve en círculo. Spinoza: “El gran secreto del régimen monárquico, su interés profundo, consiste en engañar a los hombres disfrazando con el nombre de religión el temor con el que se les quiere meter en cintura; de modo que luchen por su servidumbre.”

Los planos de esta “geometría” son escarpados. Los puntos confluyen de manera compleja: se reúne lo infinito del deseo con el desconcierto del ánimo. Se nota una intersección rectora entre el tirano y el esclavo. Por más que vocifere alegría, el tirano necesita de la tristeza de espíritu[5]; los ánimos tristes, por su parte, necesitan de la tiranía para propagarse. La intersección, la unión es el común odio por la vida. Música muy conocida por Nietzsche, cuando desarrolla las tres figuras principales de la llamada “mala conciencia”: culpa, venganza, resentimiento. Resentimiento, venganza, culpa. Otra vez los círculos. El hombre resentido inocula culpa para juzgar. Juzga sólo para vengarse. Rebaja a los hombres, les recuerda sus pecados, sus miserias. Incluso cuando se ríe, ríe con malicia y puede patalear en sus comedias mientras grita la humanidad es culpable. Spinoza escribe: “Y los que saben desanimar en lugar de fortificar los espíritus se hacen tan insoportables para sí mismos como para los demás. Por esta razón muchos prefirieron vivir entre las bestias a hacerlo entre los hombres. De igual modo, los niños y adolescentes, que no pueden sobrellevar con firmeza de ánimo las represiones paternas, se refugian en el oficio militar, prefiriendo las dificultades de la guerra y la autoridad de un tirano a las comodidades domésticas y las amonestaciones paternas, y aceptan cualquier carga con tal de vengarse de sus padres…”.[6]

El moralista -esclavo, tirano, sacerdote- envenena la vida con las categorías de Bien y de Mal. Pone todo en términos de castigo, de recompensa, de mérito y responsabilidades. Las pasiones tristes, así, se encadenan. Comenzamos por la tristeza misma, después sigue el odio, la aversión, la burla, el temor, la desesperación, la piedad, la indignación, la envidia, la humildad, el arrepentimiento, la abyección, la vergüenza, el pesar, la cólera, la venganza, la crueldad… [7] Y acá tenemos que ubicar, también, a la seguridad. Como parte de esa coda de tristeza que le permite al esclavo soportar su odio y propagarlo; de la misma manera que el tirano envenena para soportar su esclavitud [8] y esclavizar; de la misma manera que el sacerdote -o rabino- culpa al alma para dominar; del mismo modo que el padre de familia castiga y recompensa para gobernar a sus hijos.

Spinoza refuta a Hobbes en algo central. La verdadera ciudad debe proponer a los ciudadanos el amor a la libertad y no esperanzas de recompensa ni seguridad de sus bienes.

Pese al rabino Bergman y a su mentalidad sacerdotal, los autores de nuestro Himno prefirieron la filiación libertaria.

Para la música patriótica nacional, Spinoza afina mejor que Hobbes.

 

UN HIPPIE ENTRE SPINOZA Y FOUCAULT
(Y SIGUE LA MÚSICA)

 (…) Los magos, los acróbatas, los clowns / mueven los hilos con habilidad. /¿Pero no es el terror a la soledad / lo que hacen los payasos / uno rojo, otro blanco / y a los viejos romper la voz para cantar?
«Oye hijo: las cosas están de este modo, / una radio en mi cuarto me lo dice todo». ¡No preguntes más! / Tenés sábados, hembras y televisores. / Tenés días para dar aún sin los pantalones.
¡No preguntes más! / Siempre el mismo terror a la soledad / me hizo esperar en vano / que me dieras tu mano, / cuando el sol me viene a buscar / a llevar mis sueños al justo lugar. 

Otro que afinó con Spinoza -aun sin leerlo- es el joven Charlie García (de quien ya hemos hablado en esta revista:https://elanartista.com.ar/2016/04/30/el-lecturista-5/).

Hay una canción, de 1974. Instituciones.

Y, justamente, quizá lo más sugestivo de esta letra sea una hipótesis acerca de cómo se instrumenta esa red de poderes. Charlie usa dos palabras claves: terror (ese capítulo final del miedo). Y soledad. El terror a la soledad pone en funcionamiento la maquinaria. Magos, acróbatas y clowns. Todos mueven los hilos con habilidad. Mientras, los “viejos” rompen la voz para cantar (¿su desesperación?, ¿su resentimiento?). Metáforas posibles: los represores -fuerzas de seguridad-, los jueces -justicia-, los dirigentes -Estado-, los curas -religión-. Toditos ellos, seres que se desplazan, en su circo demencial, llenos de terror. Y aterrorizan. Claro, también sus instituciones nos protegen. A precios altísimos. Nos protegen, sí: diagraman nuestro tiempo, nos hacen útiles.

Nos dan seguridad.

El personaje de esta canción espera nuestra mano. Espera en vano. El pánico a la soledad sostiene la comodidad de este hastío. Y no nos animamos a seguir su llamado. El llamado del tema podría formularse así: vayamos hacia donde el sol nos viene a buscar, a llevar los sueños al justo lugar. Lejos del circo, lejos de los payasos, de los asesinos, de los moralistas.

Lejos, y cerquita, está el sol.

Y la soledad está cerquita de la edad del sol (¿por qué tanto terror, entonces?).

Oíd mortales a este hippie y dadle vuestra mano.

 

 

EL DISPOSITIVO DE SEGURIDAD

A lo largo de los años ´70, Foucault desarrolló un cuerpo teórico extenso en torno a los dispositivos de poder. En “Vigilar y castigar” (1975), describe la formación y el funcionamiento de lo disciplinario: ejercicio del poder que tiene por objeto los cuerpos individuales. La disciplina intenta hacer a nuestros cuerpos – según el célebre axioma – políticamente dóciles y económicamente provechosos. En el capítulo final de “La voluntad de saber” (1976), después de haber analizado la sexualidad, Foucault describe otra forma de ejercicio del poder que también tiene por objeto al cuerpo. Aclara, sin embargo, que no se trata del cuerpo individual. Se tratará, ahora, de la especie. Del cuerpo colectivo. La población (¿la gente?).

Foucault entonces anunciaba la biopolítica.

La formación de una biopolítica marca el umbral de una política de la vida biológica. Si con Aristóteles éramos animalitos vivos y capaces justamente de política, para Foucault el hombre moderno es un animal cuya política tiene como finalidad su ser viviente. El cuerpo de la población. En este cruce singular se inserta lo mortal. El Estado dispone de una red que administra la existencia y la muerte (mediante estadísticas, controles de natalidad, fronteras, medicalización, textos de higiene y buenas costumbres, instrucción cívica, reformas demográficas, jurídicas, poder punitivo, etc.). El racismo moderno, biologicista o estatizante, cruza este umbral y despliega una tanapolítica, instrumentada con las herramientas de esta maquinaria.

En criollo: se apilan los cadáveres.

Y el siglo XX, así, cuenta con 40 millones de cadáveres entre las manos estatales, el goteo del hambre, la miseria, la danza del capital y las enfermedades. Números mayores que los fallecidos en guerras.

Cuando Foucault dicta su curso recopilado en el libro “Seguridad, territorio y población”, suma el análisis del dispositivo de seguridad. Ahí se completa el estudio de la biopolítica. Las tres primeras lecciones describen los conceptos nucleares de “medio” -urbano-, “población” y “normalización”.

Expresiones como “caso, riesgo, peligro y crisis”, a partir del siglo XVII, serán utilizadas para reducir “las normalidades más desfavorables”. Se tratará de establecer una política de seguridad en base a una distinción entre lo normal y lo anormal, por un lado. Por otra parte, se efectuará a partir de una relación de obediencia entre la voluntad del soberano y la de los sometidos. Importa que se haga necesaria e inevitable la intervención de quien gobierna. Así las cosas, la población (o la gente) irá a ser parte de un entramado conjunto entre “dinámica del poder de Estado y del soberano”.

Pero, ¿cómo?

De base, con la incorporación de los seres vivos al régimen general. Se añade el aceite de los mecanismos de control autoritario.

El papel que cumple la población en este nuevo contexto forja un novedoso fenómeno social: la aparición del “género humano” o la “especie humana” (expresiones tan caras al iluminismo). Caerán sobre este emergente colectivo las exigencias políticas de los “mecanismos de seguridad-población-gobierno”.

En relación a la historia de los dispositivos de poder, una cosita: como bien recuerda Edgardo Castro, Foucault nunca sostuvo una total sustitución de los dispositivos de soberanía por los disciplinarios y de éstos por los de seguridad. No hay una época antigua de la soberanía (Rey, Palacio, Monarquía), otra moderna de las disciplinas (Escuela, Fábrica, Cárceles, Manicomios) y la actual, inserta en la seguridad y en la biopolítica.

Lo que tendríamos, hoy, por ejemplo, es un triángulo de soberanía, disciplina y seguridad (añadiría Deleuze; y control).

Lo que cambiaría, según cada época, es el vértice dominante.

No está de más recordar que el ejercicio del dispositivo jamás se realiza sin resistencia. Nada, incluso este engendro, resulta inevitable o fatal.

 

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LLEGAMOS AL INFIERNO: SEGURIDAD Y ENEMIGO

Extraño. La palabra seguridad tiene una excelente prensa. Por ejemplo, ni bien la escribimos en Google, leemos: vial, social, “e higiene”, nacional, informática, jurídica.

La primera definición, en el diccionario al que me tira esta deriva, equipara la seguridad a la ausencia de riesgo o de peligro.

De pronto, al pasar, recuerdo a muchas personas queridas, espetándome: “no me das seguridad”. Y yo mismo algunas veces, también: “no me hacés sentir seguro”.

Lo cierto es que no sólo la filosofía podría invitarnos a mirar este asunto con desconfianza. La historia de los últimos cuarenta años parece evidenciar más sospechas.

Para reformularlas, podemos pasar un ratito por el infierno y nombrar a La doctrina de la seguridad nacional.

El cuento lo conocemos. Estados Unidos, alarmado por la amenaza comunista, se dispone a dar cátedra a los países de América Latina para garantizar el orden interno. Promueve la toma del poder en manos de las fuerzas armadas. Para ello, durante cuarenta años adoctrina a militares en las llamadas técnicas de contrainsurgencia. La sede, Panamá (ejem). El lugar de enseñanza: La escuela de las Américas.

Por ejemplo, se enseña a torturar, a secuestrar, a desaparecer, a combatir militarmente.

Toda amenaza a la Seguridad Nacional de EE. UU, en cualquier parte del mundo, implica una acción favorable a la Unión Soviética. Y hay que parar la expansión del comunismo, como sea. Los ciudadanos del mundo, sin distinción alguna, son potencialmente amenazas (otra vez la idea de peligrosidad). Para ello, no sólo se implementan estas aberraciones, sino que crecen los mecanismos de control.

Se logra garantizar la seguridad, con el precio de océanos de sangre. Estados Unidos auspicia, interviene y ordena su plan a través de las diversas dictaduras latinoamericanas: Augusto Pinochet en Chile (1973-1990); Alfredo Stroessner en Paraguay (1954-1989); Videla y compañía en Argentina (1976-1983); Juan María Bordaberry, en Uruguay (1973-1985); el general Hugo Banzer en Bolivia (1971-1978); la dinastía de los Somozas en Nicaragua; los gobiernos de El Salvador durante los años más atroces de su guerra civil; el gobierno colombiano de Julio César Turbay Ayala, con su «Estatuto de Seguridad» (1978-1982). La represión de todos estos gobiernos es conjugada, definitivamente, con el Plan Cóndor en Sudamérica y con Operación Charlie en Centroamérica.

Así operan los dispositivos. Así se mueve el imperio ante los “peligros” o las acciones contra su propia “seguridad”.

 

CAÍDA Y ASCENSO DEL ENEMIGO

Muerto el comunismo en la época de los ´90, el triunfo del neoliberalismo se proclama como asegurado. Felices tiempos donde Fukuyama describe la danza del último hombre. Felices días en los cuales Sabina pide que pongan marihuana en la pipa de la paz, y la guerra del golfo no sucede. Días con un peronismo de convertibilidad, donde la clase media argentina compra licuadoras y viaja a Miami.

La humanidad libre. La civilización. La especie sapiens por fin salta la dialéctica histórica y vive un tiempo natural.

Sin embargo, en el 2001 caen las Torres Gemelas. Un novedoso dispositivo se inaugura para garantizar la seguridad contra los nuevos terroristas (también se llamaba terroristas a los comunistas). La “humanidad” inaugura otra vez un enemigo. El fundamentalismo islámico.

Se intervienen con más fuerza los aeropuertos. Se profundiza en los sistemas informáticos. Se perfeccionan los limbos electrónicos. Se perfila y ahonda el proyecto de los Estados policiales. Y mucho más. El ex presidente Bush declara el estado de excepción permanente, gestosegún Agamben – que eleva al imperio americano y a Occidente a la cúspide del totalitarismo moderno. El beneplácito para detener indefinidamente a cualquier sospechoso de actividad terrorista se permite violar la persona jurídica de los individuos. Como broche de oro, consagra esta excepcionalidad en un medio normativo de la biopolítica.

Todo, con el épico relanzamiento de la industria bélica y con la celebración de las guerras del siglo incipiente.

Este movimiento, este resurgir de la bestia, va acompañado de una reforma comunicacional en el mundo.

Así florece la televisión que miraban nuestros cacerolos. Nuestros cacerolos, hoy, amigos del partido del rabino.

La televisión de aquellos años no era nada inocente.
Es más, no ha cambiado en su esencia hoy día.
Volvemos, así, al principio de esta nota.

 

DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS

Zaffaroni nos habla sobre la existencia de una criminología paralela a la académica: la mediática.

En principio, por “criminología” podemos entender al conjunto de discursos sobre la cuestión penal.[9]

La tele ha desplegado una serie de saberes bastardos sobre el asunto, y ello tiene una profunda raíz en lo que estamos desarrollando. Veamos algunos puntos para completar qué hay, hoy, detrás de los personajes de la seguridad. Entremos al universo de la criminología mediática.

Según Zaffaroni, dicha criminología crea la realidad de un mundo de personas decentes, frente a una masa de criminales. Así configura un ellos (“chorros”, “negros”), separado del resto de la sociedad – nosotros –por ser un conjunto aborrecible. Las imágenes de la tele tematizan, imparables, sobre este ellos amenazador.

Por ejemplo, el pibe de un barrio pobre que fuma porro en una esquina en cualquier momento puede hacer lo mismo que otro pibe pobre que, “dicen”, mató a una “abuela”. Por las dudas, por seguridad, convendría separar de nosotros (los decentes, la gente) a ese fumón. Aunque mejor sería eliminarlo.

A fuerza de repeticiones, de bombardeos visuales, de chantajes emocionales, de indignación ante asuntos aberrantes mil veces transmitidos; a fuerza de reiterar los impulsos vindicativos de las víctimas de robos, se estimula la construcción de la frontera donde ellos son los “delincuentes”, “asesinos”, “hijos de puta” y nosotros– todos- las víctimas dignas incapaces de caminar en paz.

Cuando se lo identifica, la acción que sugiere este discurso en su paroxismo sólo tiene una palabra para resumirse: matar. Matarlos. ¿O no son un gasto para el Estado? ¿Ir a la cárcel? ¿Mantenerlos con nuestros impuestos?

El que mata debe morir, dijo la bestia televisa celebérrima.

La muerte es un tema fundamental en los medios. Y, para datarla, este lenguaje extrae sus palabras de la otra cara del mismo proceso: lo bélico. Voces como “enfrentamiento” y “aniquilación” proliferan. Sin embargo, a veces se encubren con el tono cacofónico sugerido por la retórica del estereotipo; el “abatido” tenía un “frondoso prontuario”, “cuantiosos antecedentes”, “actitud sospechosa”. La criminología mediática naturaliza las muertes. Sobre todo, las que ocurren en el interior de las comisarías, los fusilamientos, el gatillo fácil y las masacres de los actuales operativos armados contra el narcotráfico en las villas.

La seguridad es la respuesta discursiva a los problemas que señala esta lógica. Y la traducción implica música archisabida: endurecimiento de los castigos; baja edad en la baja de imputabilidad; creencia en la eficacia absoluta de lo penal.

Mano dura.

La criminalidad mediática nos llama a consumir la industria de la seguridad. Hace muy poquito se debatió sobre linchamientos a ladrones. ¿Y la justicia por mano propia? Estimularlos impulsos vindicativos resulta una clave no menor en este proceso. En ese cambalache, se nos insta a reclamar un dispositivo que, en última instancia, oculta el amordazamiento y el control sobre un objeto insospechado. Nosotros mismos. El proyecto de implementar un Estado policial está más vivo que nunca. Y avanza, imparable, hora tras hora, segundo sobre segundo, en los medios. Avanza, también, en la actual dirigencia, que decidió hacer de este discurso una declaración de principios.

 

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EN LA UTOPÍA DEL RABINO Y DEL RUBIO

Desde aquel 2004, desde aquella dupla Bergman y Blumberg, pasó mucha agua debajo del puente. Ya enumeramos un tendal de dislates. Desde la idea de cambiar el Himno hasta los barbijos en tiempos de gripe porcina, desde declaraciones fascistas hasta la creación del Ministerio de Seguridad (en tiempos de Cristina).

Hoy hemos cosechado los primeros frutos de nuestro miedo.

A partir del triunfo del macrismo, la utopía de nuestra dupla ve sus primeros frutos.

El grito de seguridad ha sido oído.
Y la mano dura acaricia nuestras pelotas.
Tendremos que resistir. Aunque a muchos sectores no les guste la palabrita.
Resistir. Como se ha hecho siempre frente a los dispositivos.
Como corresponde ante cada paso del poder.

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POSDATA: ¿Y NOSOTROS?

El telón de fondo de la seguridad esconde, al descorrerlo, un asunto que se ha deslizado por acá, pero digámoslo con todas las letras.

Hablamos de El otro.
¿Qué hacemos con el otro?
Nuestros tiempos liberales lanzan la voz.
¡Tolerancia!

Como ha dicho el filósofo Zizek, la paradoja primera de la tolerancia es que, para funcionar, exige quitarle al otro su condición más traumática y alejarlo lo mejor posible de nosotros.
El mejor vecino es el que no te cruzás.
Hoy en día, nuestro modo de ser con la otredad es un juego de distancias. El otro «diferente» – mediante el embudo de la tolerancia – se convierte en café sin cafeína, en sal sin sodio, en cerveza sin alcohol, en sexo sin penetración. Si podemos llevar ese modelo a nuestras amistades o a nuestros amores o a nuestra familia -descafeinarlos-, se nos promete la paz y la armonía anheladas.
Las distancias se profundizan, ni bien el otro se convierte en más «otro» y atenta contra nuestra seguridad. Ahí lo vemos peligroso. Para él construimos muros, circulamos policías, reforzamos fronteras y fantaseamos con un mundo sin su oscura presencia.
Después, tenemos un otro más lejano, aunque todavía cerquita: el otro «inútil», «improductivo». Un pobre infeliz que enloqueció, por ejemplo. Un turro que cometió un delito menor. Un anciano que tuvo la indecencia de llegar a viejo. A «ese» lo encerramos, lisa y llanamente. Tendrá  condena por su crimen; o por vivir demasiado.
Pero quizá lleguemos muchísimo más lejos y encontremos un otro atroz. El opuesto a nosotros. Un otro – capaz de reventarnos, de destruirnos, de volarnos, violarnos y saquearnos. Para él, nuestro mundo tolerante suele usar una vieja palabra griega. El «bárbaro». El nuevo enemigo. El «fundamentalista». Ahí, entonces, nada de miramientos. En él, la tolerancia toca su límite y completa el círculo: al vecino o al amigo o al familiar se lo descafeína, al peligroso se lo cerca, al loco o al criminal se lo encierra; al fundamentalista se lo liquida. Así funciona la tolerancia en nuestro mundo tolerante. Así se funda, sostenida en su premisa opuesta y en su paradoja definitiva. La aniquilación del último otro de la cadena.
Sin embargo, queda un «otro» final. Uno cuyo rostro monstruoso no advertimos mientras más lejos miremos. Se trata del otro que nos envía el reflejo del espejo. Estaba en nosotros mismos desde el principio. Y, si lo miramos bien, advertimos con pavor, las huellas y los parecidos. Alegoría de pesadilla, las máscaras se multiplican y, en esa vislumbre, somos el loco, el criminal, el viejo, el peligroso. El fundamentalista.
Contra ese rayo cegador no hay distancia posible. Cuando llamamos a la policía de los espejos y queremos salvarnos del atolladero, los gritos de los otros que somos y matamos nos ensordecen y persiguen hasta el fin.

Ahí, no hay seguridad posible.

 

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NOTAS

 

[1]Hoy y sin chistar, el mismo rabino comparte un espacio político que alberga neonazis.

2 También podemos recordar al llamado guasón del Pro. El actual alcalde porteño, Rodríguez Larreta. Él padeció esta cómica y disparatada enfermedad.

3 La expresión pertenece al escritor Martín Caparrós.

4 “La Noción de Seguridad en Thomas Hobbes”. Ángela Arbeláez Herrera.  Disponible en: https://revistas.upb.edu.co/index.php/derecho/article/viewFile/281/236

5 Spinoza entendía por alegría el aumento de nuestro grado de potencia. Al contrario, la tristeza era su disminución. Nietzsche,  por su parte, escribió en el Anticristo: ¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. (…) ¿Qué es lo malo? Todo lo que proviene de la debilidad. (…) ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de lo que acrecente el poder; el sentimiento de haber superado una resistencia.

6Ética IV,  Apéndice, 13. Spinoza.

7Fragmento del capítulo 3 del texto “Spinoza: Filosofía práctica”., Gilles Deleuze. Disponible en https://danzandoconpolygethes.wordpress.com/2014/05/22/3-desvalorizacion-de-todas-las-pasiones-tristesen-beneficio-de-la-alegria-spinoza-ateo/

8 No es una paradoja. Tenemos dos caminos para entender por qué los tiranos son, en el fondo, siervos. Nietzsche dividía a los hombres, de todos los tiempos, en libres y esclavos. Quien disponía de las tres cuartas partes de su día era libre. El resto, fuera funcionario, empleado o erudito, al no ser dueño de la jornada, caía en el terreno del esclavo. El otro camino puedo resultar más experimental, si nos animamos. Miremos las caras de los tiranos y preguntémonos si no los agobia la tristeza infinita de la esclavitud (el mismo método lo podemos aplicar a nosotros: ¿Qué vemos en el espejo ¿Y en el espejo específico de nuestros días?).

9 “La palabra de los muertos”. Eugenio Zaffaroni. Ediar: Buenos Aires, 2011.

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