¿CUÁNDO FUE QUE DEJAMOS DE REAPRENDER A DECIR?
A lomo de elefante, darse el lujo de los pies al viento, como quien obliga huellas en el aire. Y, después, bajar y hundirse bien en el barro, sentir cuánto cuesta el paso si no parte del llano. Probados lo alto y lo profundo, dar cuerpo. Al menos, cuerpo de letra. Hay un sonido que suena al origen: el bebé mundo aún da su berrido en un fondo a la espera de una silueta, de un oído que le preste acorde y timbre, de una herramienta que achique la distancia entre el comienzo y lo que somos. Un tiempo que habilite a componer de cara a otros horizontes. Así, en la pregunta por el origen, late una urgencia por futuros, por un presente que se deje de aturdir en cornisas y filos rasposos. Y es esa pregunta la que se vino a vivir a casa. Llegó hasta la puerta a lomo de elefante. Y propuso dar cuerpo.
Dar cuerpo. Dar, al menos cuerpo de letra. Estamos tan habitados, que nuestro cuerpo no puede ser más que infinito. Tiene que haber allí espacio para que Estela Oesterheld vuelva a respirar los últimos instantes de cotidianidad en el regreso a su casa: la ilusión del reencuentro con el hijo, la sombra enredada ente los pies, la mano urgente hacia un bolso que nunca encuentra el bolsillo ideal para poner la llave. Tiene que haber espacio- o tal vez tiempo: transcursos de suelo y de cielo- para que Marina y Diana Oesterheld puedan desperezar la risa en la foto que las retiene en una complicidad pendiente, a media frase. Tiene que haber un modo en que la queja se arrumbe en el altillo y podamos sentar a nuestros muertos a reorganizar un relato de familia, una gramática de vínculos libre del peso y del reclamo. Tiene, por qué no, que haber al menos una esquina, donde el Vasco y Raúl Araldi reorganicen el sueño de un mundo nuevo, uno donde las últimas páginas del libro de los Oesterheld puedan sacudirse de ausencias.
Y ya que damos cuerpo, por qué no respirar a Amanda, el personaje que encarna María Nydia Ursi Ducó, en “Un hombre sin suerte”. Por qué no darle un cumpleaños que pueda celebrarse y no sea solo un cumplimiento. Por qué no dejar de cumplir con los años que nos laten y empezar a desacompasarlos de las cuentas. ¿No hay sitio, acaso, en estas manos que escriben y piden y desean, para refundar las cronologías? ¿Qué estrategia, qué emplazamiento de la palabra nos falta, para pertrecharnos contra el baldazo de prepotencia cotidiano? ¿Cuándo fue que dejamos de reaprender a decir?
Ahí va, en la punta de la mano, la palabra de Leopoldo Moreau, tiznada de brillo, cuando habla de ese Raúl que no perdonaba un solo tomo de la biblioteca. Ahí va la voz de Moreau que pronuncia despacio, “Alfonsín”, y le acuna el nombre y lo renace en consistencia. ¿Cuánto futuro se carga en el cuerpo que bautiza y a alberga sus ausentes?, ¿cuánto se abolla la melancolía, si la voz se vuelve apuesta, desafío, desalojo de tomentos, pasillos para la luz?
De pronto, un eco insiste con aquello que “se sustrae al lenguaje”, toma la cadencia de Eduardo Stupía e inquieta la caligrafía del día. ¿Y quién empujó a Osmar Nuñez hasta bien adentro de nuestro espacio, para sentarlo con el cuerpo echado hacia la ventana?, ¿qué curso reclama en él “la sorpresa de la pregunta que me haga responder espontáneamente”, una voz para el instante, un voz libre de memoria y objetivo?
¿Qué ha pasado en estos dos meses, que la casa anartista se llenó de voces?, ¿quiénes son estos que ahora nos habitan y nos obligan a reformas en los cuartos, que imprimen la opción elástica en las paredes, que afirman la unidad de ejecutante e instrumento, como lo hace el músico Martín Camarero?
Una firmeza se acomoda los lentes desde el encuentro con Eduardo de la Serna y pide un lugarcito en la reunión de los otros. Parece que hay fiesta. Parece que la piel corría riesgo de secarse de tanto añorar la caricia justa y de tanto haberse perdido el gusto de la caricia a tiro.
Y si de caricias al oído se trata: desde la estrechez de nuestro nombre, ¿hacia dónde nos desplazan Alicia Beltrami y Fernada Nicolini, cuando dicen “Yo soy Estela Oesterheld”, “Yo soy Diana Oesterheld”?, ¿cuál es el desvío que fundan al obstinarse siempre en un dibujo más sobre el rastro de esas “otras”?
En un descuido maravilloso, la soledad se ha vuelto un imposible. Hay un silencio tan compañero, la palabra se ha puesto tan blandita y amante, que estar así, rodeada y alzada en la voz de los otros, parece el colmo del cuidado.
Entonces, aprovechar la buena compañía, aprovechar la auténtica fiesta y dar sala. Dar cuerpo de letra. Que la letra refunde las preguntas. Que interpele el día de los prepotentes y de los empujadores. Que desmonte la saña de los saqueos. Que no nos tiemble la cursiva cuando debamos llamar a las cosas por su nombre. Que no nos contagien el prurito de los buenos modales. Vienen tiempos muy tajeados. Ojalá reencontremos un sitio y nos demos escuela. Ojalá reaprendamos el canto y el saludo. Ojalá el deseo no nos dé tregua y nos exija, elevados o hundidos, zurcir y tejer, zurcir y tejer. Y que la trama sea anfitriona. Tenemos un cuerpo infinito para habitarnos, un cuerpo aliado al “barrito” indescifrable de los elefantes: ese llamado que conmueve las certezas, desacomoda el rumbo y promete- en las raíces de la voz- una casa grande. O la infinitud de una lengua. Algo así como una patria.