Me prendo de esa telaraña aferrada al botón que ya sobra de cualquier ojal, de ese ojal que es tan solo un agujero más grande que cualquier ojo, más pequeño que cualquier mirada. Me prendo de esa telaraña porque ella escribe un texto donde puedo reencontrar a mi madre, la Tejedora.
Ella dejó marcas para seguirla en su ausencia. Ella organizó las huellas del futuro donde no estará. La vieja telaraña Tejedora ahora espera que el dios de los arácnidos decida cuándo dar el envión a las dos ruedas que la circulan, porque ninguna de sus tantas patitas ya puede siquiera dar un paso.
Me aferro al día en que vi cómo hacía el punto, el atroz nudo indesatable donde yo hubiera podido quedarme, de no haber sido por esa suerte de encontrar mi propia hebra en la escritura.
Me aferro a la noche en que, detrás de un ejemplar de su tejidoteca, encontré un hueco enorme, adherido a un gran rótulo: la trama que falta. Y, por allí, partí a encontrar otras voces, otros chasquidos de aguja contra aguja, algún reverbero que permitiera comprender el modo en que la orfandad destejía los bordes, aunque jamás las raíces. Cómo se aferraba el punto al sitio donde la savia ascendía por el cuerpo vegetal hasta el espacio de la luz; cómo buscaba el calor para cocer el alimento.
Subí con el jugo delicioso, aunque apenas me atreví a probarlo. Y, en lo más alto, encontré la forma difuminada del poema, las nieblas de una imagen que apenas titilaba a infancia. Había también una ventana encandilada de luz y una agenda llena de trazos de un ausente. Más arriba- porque siempre hay un peldaño más en lo real- alguien cantaba a la curva de un río, uno que desorillaba apenas se le atrevía un silencio. Así que la cantora debía empecinarse sobre su cansancio y arremeter con la melodía para que el agua no se devorara los bordes.
Si bien la altura no era de las que mareaban, decidí bajar. En cada piso había un estante con un nombre. Sobre el estante se acumulaban letras y letras, montones de atrevimientos de la lengua, imprescriptibles arrebatos de la voz y de la luz, empacados en orientar el día hacia el ejemplar que siempre falta.
Era claro: la vieja Tejedora merodeaba su propia ausencia. Era claro: ella no se dejaba apabullar por la enfermedad del olvido que le acechaba los puntos. Con el pulso reumático y tembloroso, dibujaba en el aire caminos para la lana, se aferraba a la telaraña de viejos recuerdos y agitaba los recientes, ya en franca huida. Lloraba sin poder encontrar el motivo de su llanto cuando, justo entre dos formas de la red, sobrevenía el hueco. Porque una cosa es una tachadura, donde poder entrever el trazo, y otra muy distinta, ese pozo sin nombre, esa zanja a destiempo, donde se traba la luz.
¿Había algo más triste que una tristeza sin origen, que ese desvaimiento del día entre manotazos de otras historias?
Yo caminaba sobre las huellas de sus desvíos. Sobre sus líneas rectas, no. Esas sí que eran planas, como filos al borde de una voz ajena, donde el punto en singular se deshacía de miedo y previsiones. Yo debía olvidar su ritmo, escribir mi trenza y empecinarme en la memoria de su fuerza para no caer en la pura ostentación de bella pasamanería. En esas me entreveré sin mucho recaudo. Y hubo días de quedarme atrapada entre agujas. Y hubo otros de aguja suelta, días con grafitos de lana que contorneaban los huecos sin recordar ni astillitas de los terrores. Entre punto atrás y adelante, llegó el tiempo de ponerle pausa a mi tejido. De limpiar el espejo y comenzar a leer las tramas de los otros. En eso, me dio por juntarme con otros huérfanos y salir de entrevista en entrevista. Salvo al dios de los arácnidos, que no atendía, tendimos hebras en todas las posibles direcciones. A veces preguntábamos, a veces mirábamos, a veces el oído nos daba una clave para los puntos del silencio. Y, desde entonces, no paramos.
Ahora estamos acá, prendidos a esta telaraña de la que somos parte. La trama es la forma en que nuestra memoria puede. La trama es el modo en que rememora el espejo vaciado de siempre nuestra misma imagen. El olvido se arrincona en el cierre de cada acorde. De tanto en tanto, nos limpia el terreno, nos desempolva de rencores y malas remembranzas. En otras ocasiones, nos desafía con puntitas de tejidos, orlas de un nuevo origen al que no renunciamos.
Y si el botón aferrado a la telaraña se descose, iremos a saco abierto: juntos, a reescribir los olvidos del invierno.
Vieja Tejedora de puño cerrado. Madre- poema de todos nuestros textos: empecinados como vos en la amistad de la fuerza, no olvidamos.