Editorial: la desobediencia.
Por Gabriela Stoppelman

 “Una manzana cae porque se reintegra al suelo”.
 “América profunda”, Rodolfo Kusch

 

UN MAR ACOMPAÑADO

Desobedecer. Dejar que las formas desborden las siluetas, abrir las compuertas del pujo y habilitarle su destreza elástica. Ver el maíz despuntar desde la pulpa de los dedos, el árbol desperezado, amanecido a través de una cutícula animal. Y lo humano, no más que otra pericia del paisaje. No más que un “fruncimiento del humus”, como diría el filósofo argentino Rodolfo Kusch.  En este cuadro infinito, se trasmutan y se mestizan las formas de “Hombres de maíz”, de Miguel Ángel Asturias.

Pero no solo las formas entran en este crisol vertiginoso, sino también los lenguajes. La imbricada trenza entre el español, los giros de la lengua rural guatemalteca y las torsiones de la poesía recuerdan mucho a la apuesta de Kusch, quien asediaba a la narrativa académica con curvas del lenguaje popular, tal como Asturias hibrida voces de variadas filiaciones en la trama. El resultado es una lectura que, a cada avance, pierde una punta, se enreda en un giro, aunque siempre “ve”. El paisaje circula ante nuestros ojos como una película urgente, o como el dinamismo animado en el pulso de algún pintor.

Y, por supuesto, todo este despliegue no es solo una veleidad estética. La novela se publica en 1949, en pleno proceso de modernización de Guatemala, donde se vuelve imperioso para Asturias intentar rescatar el mundo mágico de los pueblos originarios. Una auténtica refundación del país necesitaba contar con todos los elementos que la integraban. No fuera que, de tanto no escuchar, “(…) construyamos una nación sin pueblo. Si seguimos así, el pueblo fundará su propia nación“. (1) Mejor, “entrar al mar, acompañado por un gran pueblo de aves que cantarían desde la altura”, (2)

 

BUCLES EN LAS GENEALOGÍAS

Magia. Magia sin truco. Magia como la que atraviesa a ese personaje cartero, cuando sale en busca de su esposa perdida y, en el andar, olvida su función y se convierte en coyote.  Magia, como quien da vuelta la media del olvido, y de la falta pasa a la apuesta.

Magia, fuerza de metamorfosis, capacidad de trans- porte, potencia manifiesta al levantarse los portones de las identidades fijas.

Magia, poder del mito. Una fuerza ondulante y atenta a cada señal de aquello que puede la materia, a cada torsión en las serpientes del Popol Vuh.

Popol Vuh, serpiente emplumada, dragón de los mayas en Guatemala

Magia, como en los innumerables reveses del agua, dale rizar bucles en las genealogías, dale que dale con filiar en un mismo ciclo muerte y vida, semilla y descomposición. Por eso no hay pérdida en empezar por los finales. Así, en su ocaso, el primer capítulo de “Hombres de maíz” sumerge de ida y de vuelta a Gaspar Ilóm: el hombre que limpia su cuerpo de la traición por envenenamiento lo hace en las mismas aguas que, finalmente, le devorarán los días.

Magia como quien sabe que, por cada chapuzón ganado para la muerte, habrá una gota para perseverar del lado de la simiente, de la canción.

 

COSTURAS A LA VISTA

“El Gaspar Ilóm deja que a la tierra de Ilóm le roben el sueño de los ojos. El Gaspar Ilóm deja que a la tierra de Ilóm le boten los párpados con hacha. El Gaspar Ilóm deja que a la tierra de Ilóm le chamusquen la ramazón de las pestañas con las quemas que ponen la luna color de hormiga vieja (…)”.

Con un solo golpe de lenguaje, el texto arranca su pasión por las costuras a la vista: hombre, luna, animal, vegetal y tierra extienden la gran tela de la sustancia en ojos, párpados y pestañas. Para la civilización maya, en la soledad de un solo ojo radicaba el elemento demónico y transformante de la existencia. A tal punto cultivaban la imparidad y el desvío, que consideraban el estrabismo un signo de belleza. Y, para forzarlo, las familias nobles colgaban del pelo de los niños una pequeña bolsa de resina que caía sobre su frente. Con el tiempo, la mirada se desviaba. Quedar vizquito, además, era un símbolo de pertenencia a la clase alta.

arque-bizcos

Por otra parte, no hace falta más que echarles un vistazo a los glifos mayas, para ver la primacía de los ojos. Cierto es que, en general, los pueblos originarios le dan mucha importancia a la mirada. Pero, en este caso particular, se suma un detalle: muy preocupados en desafiar el mandato cegador de los dioses, los mayas abundaron en su interés por el comportamiento de los astros, cuestión evidente en su enorme legado astronómico y científico, y en su “peculiar” mirada al cielo.

manik

Sin embargo, para entender este desafío a la divinidad, mejor otear un poco en los primeros días de la creación, según el Popol Vuh. La primera parte de este libro cuenta cómo, a partir del silencio y la quietud, dos dioses decidieron comenzar a crear el mundo. Primero, montañas y vegetación. Finalmente, animales para que los alaben. Pero los animales no hablaban, por eso los condenaron a comerse unos a otros.

Después, prueban otra criatura: el hombre de barro. Sin embargo, el muy frágil se deshace con el agua. Y, aparte, como el golem de la tradición judía, no habla. Un poco desorientados con los materiales, los dioses probaron con la madera. Este intento dio como resultado un sujeto que sí se reproducía y hablaba, pero no tenía inteligencia. Así, se debía seguir en la búsqueda y dejar a los descendientes de los fallidos hombres de madera convertirse en monos.

Por fin, los creadores probaron moldear con maíz, un producto central para la subsistencia maya. Y ahí sí les salió un tipo charlador e inteligente. Sin embargo, no había cómo conformar a los mandamases de arriba y de abajo. El hombre de maíz les resultó demasiado inteligente. Por eso lo cegaron y condenaron a ver solo lo que tenía a su alrededor, sin poder ir más allá. ¿Se habrá visto una desobediencia tan audaz que, ante la sentencia de un límite, se empecinó en sobrepasar toda frontera, con múltiples calendarios, filiaciones al cielo y sabidurías del suelo?

De este modo las cosas, no resulta nada ingenuo que el primer golpe recibido por la tierra en “Hombres de maíz” caiga sobre los ojos de territorio y de criaturas. La vizcochera universal ha sido herida. Están en peligro todos los devenires.

 

GOTEAR NOCHE PROFUNDA

Gaspar Ilóm, tan maya, tan impar y deviniente en su mirada, duerme junto a su petate, su mujer, sus muertos y su ombligo, “sin poder deshacerse de una culebra de seiscientas mil vueltas de lodo, luna, bosques, aguaceros, montañas, pájaros y retumbos que sentía alrededor del cuerpo”. Y, en el sueño, “escucha una acusación del suelo que no lo deja en paz”. Por supuesto, la culebra remite a la serpiente emplumada, aquella que, con su curva, todo lo genera desde el agua y con el agua. Remite a la fuerza infinita que enlaza ombligos y muertes, cielo y tierra, lo alto y lo bajo, porque “La tierra cae soñando de las estrellas, pero despierta en las que fueron montañas”. Este es el modo en que el sueño atraviesa lo existente. No se trata de un residuo de la vigilia, sino de una dimensión en sí misma. No resulta una simple copia, un velo residual de la luz, sino un territorio donde se escucha el nítido reclamo: han profanado a los ojos de la tierra. Es hora no solo de saber, sino de pasar a la ofensiva, “trozar los párpados y quemar las pestañas de los que chamuscan el monte”.

Como en el cuadro de la creación de Diego Rivera, Ilóm está atado de sueño y muerte a la culebra. La culebra serpentea, verdea, se tiñe de color maíz y da vida, a la vez que torna en calavera y pierde color. Composición y descomposición, la muerte opera por relevos. La muerte es lo que el árbol enfrenta como parte de su devenir, y lo que el hombre intenta fijar como gran detenedor de lo demoníaco. (3)

Creation 1931, Diego Rivera, escena del Popol Vuh. Fuente, Library of Congress Jay I. Kislak Collection

Gaspar está estrangulado por un reptil que gotea noche de las profundidades. Día y noche, muerte y vida, en alianza irrompible. No hay ubicaciones estáticas para nadie, para nada. Por eso, no sorprenden “conejos amarillos en el cielo, conejos amarillos en el monte, conejos amarillos en el agua guerrearán con el Gaspar”. Y comienza aquí un demonismo, una alquimia total. Gaspar se vuelve tierra. Y, así, regresado a su condición embrionaria, ve al corazón de la materia en plena labor, en la hora pico del laboratorio de la sustancia: los conejos amarillos maman del papayal, como si el vegetal fuese una coneja. Así, se convierten en papayas del monte. Pero el monte está tan cerca del cielo, que los conejos papayas mutan a estrellas. Y, claro, las estrellas regresan a su elemento originario, el agua, donde se miran como reflejos con orejas. Todo no es más que líquido espejado, bordes lanzados siempre fuera de sí.

 

UNTADOS POR EL LENGUAJE

Pero una novela donde el demonismo lleva la batuta no vive de sus armonías, sino de sus tensiones. Contra este mundo raigal de los hombres maíz, está el de ‘los maiceros’. Si el hombre de maíz afirma su condición mágica, al ser cada vez otro, cada vez más, el maicero es el hombre triste, atrincherado en la prepotencia de ser y dejar ser cada vez a menos. De entrada, “(…) se llevaron los maiceros por delante con sus quemas y sus hachas en selvas abuelas de la sombra, doscientas mil jóvenes ceibas de mil años”. Este sembradío de destrucción es la cara opaca de otras manifestaciones de la muerte en la novela. Tal vez, las escenas más hermosas y tremendas de este capítulo son las de narraciones de las agonías, los cuadros de los acabamientos.

Hombres de maíz

Veámoslos: “En el pasto había un mulo, sobre el mulo había un hombre y en el hombre había un muerto”. La muerte mirada por el hombre de maíz no implica devastar, sino soltar, dejar una forma y pasar a otra. En el pasaje entre la vida y la muerte, la escena prolonga las apariencias: “sus ojos eran sus ojos, sus manos eran sus manos, su voz era su voz, sus piernas eran sus piernas y sus pies eran sus pies para la guerra ,en cuanto escapara a la culebra de seiscientas mil vueltas de lodo:” No estamos ante un hombre que murió, sino ante uno que adentro tiene un muerto.

Y hay más, atención a esta otra imagen: “El chucho seguía desatado. Sus ladridos astillaban el silencio cabeceador de los caballos mechudos y el como sueño despierto de los hombres en cuclillas. De repente se quedó sin pasos. Rascó la tierra como si hubiera enterrado andares y los buscara ahora que tenía que andar (…). Baba, espuma y una masa blanquuzca escupida del galillo al suelo, sin tocarle los dientes ni la lengua. Se limpió el hocico con ladridos y echó acorrer husmeando la huella de algún zacate medicinal que, en el trastorno culebreante de su paso, se le volvía sombra, piedra, árbol, hipo, basca, bocado de cal viva en el suelo. Y otra vez en carrera, como chorro de agua que el golpe del aire pandea, hasta caer de canto”. La muerte es ahora una gran erupción, la barriga hinchada de un volcán en combate contra su propio metabolismo descontrolado. Una agonía epiléptica, que también es “un dolor sin dolor”. Una agonía que afecta al paisaje al astillar el silencio de los caballos y la duermevela de los hombres. La muerte es ruidosa y pone en alerta al territorio. Le recuerda, por si la amnesia, que la quietud es imposible.

Sin embargo si, en el cuadro del caballo y el hombre muertos, la muerte se adosaba, ahora “el trastorno culebreante” opera por desprendimiento. Los pasos anteceden al animal, se descomponen las partes, su relación se va a efectuar otras relaciones, a otro ser. Y no hay andares de repuesto en la tierra. Ni ladridos. Los ladridos no vienen de adentro del perro, tan solo recubren su hocico. Como si la muerte fuera -nomás- un modo en que el lenguaje, de ser emitido por el cuerpo, pasa a untarlo, a acariciarlo por fuera.

“El chucho sacudía los dientes con tastaseo de matraca, pegado a la jaula de sus costillas, a su jiote, a sus tripas, a su sexo, a su sieso. Parece mentira, pero es a lo más ruin del cuerpo a lo que se agarra la existencia con más fuerza en la desesperada de la muerte, cuando todo se va apagando en ese dolor sin dolor que, como la oscuridad, es la muerte (…). De lejos se oía que venían parejeando los aguaceros. El animal cerró los ojos y se pegó a la tierra”. La agonía comienza en paralelo a los aguaceros, el perro se va en desparejidades, los aguaceros vienen parejitos. Y el animal se resiste al demonismo hacia la muerte. Corre, como si su corrida pudiera exorcizar el último golpe vital, el chorro de agua, después del cual morir es solo un doble acto que consiste en despegar y en “pegarse a la tierra”.

 

AGUAS REVERSIBLES

El Gaspar Ilóm apareció con el alba después de beberse el río para apagarse la sed del veneno en las entrañas. Se lavó las tripas, se lavó la sangre, se deshizo de su muerte, se la sacó por la cabeza, por los brazos, igual que ropa sucia, y la dejó ir en el río. Vomitaba, lloraba, escupía al nadar entre las piedras cabeza adentro, bajo del agua, cabeza afuera temerario, sollozante. Qué asco la muerte, su muerte. El frío repugnante, la paralización del vientre, el cosquilleo en los tobillos, en las muñecas, tras las orejas, al lado de las narices, que forman terribles desfiladeros por donde corren hacia los barrancos el sudor y el llanto”.

destrucción del hombre de madera, Diego Rivera, Popo Vuh

Este es el cuadro de la muerte consciente y narrada desde adentro del casi muerto. Se agrega un elemento que no participaba en la agonía animal, el asco. Menos mal que a Gaspar el agua le deshace la muerte, le permite sacársela como a una camisa, aunque lo deje impregnado de su sombra: ese cosquilleo que atraviesa el cuerpo y lo torna territorio, suelo para hormiguear de insectos. Sin embargo, en este ensayo de enterramiento, en esta entrevisión del destino, por los desfiladeros, no hay más que sudor y llanto. Agua. La muerte es un deshacerse en aguas. Y ya sabemos: el agua es reversible: “El Gaspar, al verse perdido, se arrojó al río. El agua le dio la vida contra el veneno, le daría la muerte a la montada que disparó sin hacer blanco”.

Cuando el curso del texto lo disponga, cuando los ojos de Gaspar agoten su humedad, después de no haber visto la traición envenenante, cuando sí haya visto cómo los maiceros destrozaban a su pueblo, morir será regresar al jugo que todo lo impregna. Morir será persistir en la descendencia, en ese niño engendrado con su mujer, La piojosa Grande. En ese futuro apostado no entre dos, sino en colectivo, “Habían pasado de sus pulsos más allá de él, más allá de ella, donde él empezaba a dejar de ser solo él y ella sola ella y se volvían especie, tribu”. Es ella quien deberá huir y preparar la enfermería, “arrejuntá unos rapos viejos para amarrar a los troceados”. Los hombres quedarán en partes. Y sanar consistirá en reconstituir las relaciones entre las partes. Porque, aunque los maiceros no lo sepan, son descendientes del maíz. Solo que su sustancia es pura ambición desvaída: “Desmerecerá la tierra y el maicero se marchará con el maicito a otra parte, hasta  acabar él mismo como un maicito descolorido en medio de tierras opulentas”. La Piojosa Grande, una referencia a la Gran Madre Azteca de la Tierra, patrona de los partos, asociada a la guerra, al gobierno y a la agricultura, la que advirtió a los mexicas de su futura perdición.

La Piojosa Grande merecería un libro entero para leerle el pulso. Solo aclarar que no hay nada peyorativo en su nombre.  En otras culturas, el piojo forma parte del banquete en los ritos amorosos, y hasta es señal de jerarquía. Para los occidentales resulta solo una plaga que se puede atacar con Nopucid.

Popol Vuh

 

APUNTES DEL FUEGO

El mundo originario es una gran mesa tendida, aún devastada y desorillada: “Cielos de natas y ríos mantequillosos, verdes, desplayados, se confundieron con el primer aguacero de un invierno que fue puro baldío, aguaje sobre las rapadas tierras prietas, hora un año milpeando, todas milpeando. Daba lástima ver caer el chayerío del cielo en la sed caliente de los terrenos abandonados. Ni una siembra, ni un surco, ni un maicero. Indios con ojos de agua llovida espiaban las casas de los ladinos desde la montaña”. Los indios miran con ojos de agua llovida, llueve tierra desde las estrellas.  Y, por eso, el Gaspar vive en el paisaje. Su muerte es territorio que lo abraza, pero también lo fue su lucha. Su cuartel lo custodian la cáscara de mamey, “la huella de sus dientes en la fruta, las huellas de sus pies en los caminos que solo conocen los conejos amarillos (…)y su escopeta cargada de semillita de oscurana”. En cambio, el cuartel de los maiceros es un antro de abyecciones, de chupamedias que ofrecen serenatas a Godoy, el jefe de los hombres tristes.

¿Qué se les escapa a los maiceros? El lenguaje del paisaje, la alianza con los elementos: “El guerrero indio huele al animal que lo protege y el olor que se aplica: pachulí, agua aromática, unto maravilloso, zumo de fruta, le sirve para borrarse esa presencia mágica y despistar el olfato de los que le buscan para hacerle daño el agua de heliotropo esconde el olor del venado y la usa el guerrero que despide por sus poros venaditos de sudor. La diamela al que transpira a micoleón. Los que sudan a jaguar deben sentir a lirio silvestre. A ruda los que saben a guacamayo. A tabaco los que sudando se visten de charla de loro. Al guerrero danta lo disimula la hoja”.

Por eso, aunque los maiceros ganarán esta partida en las armas, en los rastros del sol y del surco, el devenir solo asiste a los hombres de maíz:” Al sol le salió el pelo. El verano fue recibido en los dominios del cacique de Ilóm con miel de panal untada en las ramas de los árboles frutales, para que las frutas fueran dulces; tocoyales de siemprevivas en las cabezas de las mujeres, para que las mujeres fueran fecundas; y mapaches muertos colgados en las puertas de los ranchos, para que los hombres fueran viriles”.

Aunque las balas desmantelen los poblados e imaginen a su fuego como rayo definitivo, nunca formarán parte de la genealogía del fuego: “Los brujos de las luciérnagas, descendientes de los grandes entrechocadores de pedernales, hicieron siembra de luces con chispas en el aire negro de la noche para que no faltaran estrellas guiadoras en el invierno. Los brujos de las luciérnagas con chispas de piedra de rayo”.

Cómo no traer aquí a Tohil, el dios del fuego, siempre con su sandalia con forma de mano o pie para aventar las fogatas. Tohil, el dios que les dio a los mayas la lengua y, a la vez, les exigió sacrificio de sangre. Tohil: aunque su nombre aparece por primera vez en la cuarta parte del Popol Vuh, Diego Rivera lo incluye en la creación del universo, episodio de la primera parte del libro. Lo cierto es que, fuera de la versión libre del mexicano, en los comienzos, el dios del fuego no participó. Sí salvó a los hombres de morir de frío. Aunque, cuando una tribu rival, los cakchiqueles, les robó el fuego a los quiché, Tohil exigió que se sacrificara a los ladrones, para avergonzar a su dios patrón. Además, reclamó a los primeros cuatro hombres del universo que practicaran el auto sacrificio, sangrándose las orejas y los codos. Pero a no creer que el asunto era pura cuestión de castigo. En los sacrificios, los participantes se comunicaban con los antepasados a través de la boca de la serpiente de la visión, que unía el mundo material con el espiritual.

Creación, Diego Rivera, Popol Vuh

Y ya que estamos con el dios del fuego, por qué no señalar que Diego Rivera también coló a Tohil en la creación del hombre de barro. Al ver que este golem quiché no se sostenía, el dios del muralista anda cabeza abajo, en busca de otra alternativa. Sí, el fuego labura dentro del agua y no se apaga. No hay en esta cultura opuestos complementarios, sino convivencia de los matices en la multiplicidad.

El hombre de barro, Diego Rivera, Popol Vuh

Pero volvamos a “Hombres de maíz”. Así como Tohil salvó del frío y ató cuerdas entre presentes y antepasados, los brujos de las luciérnagas, “los que moraban en tiendas de piel de venada virgen(…) encendieron fogarones con quien conversar del calor que agostaría las tierras si venía pegando con la fuerza amarilla, (…) Alrededor de los fogarones, la noche se veía como un vuelo tupido de pajarillos de pecho negro y alas azules, los mismos que los guerreros llevaron como tributo al Lugar de la Abundancia, y hombres cruzados por cananas, las posaderas sobre los talones”. Magia, un modo de filiar, de hacer el pasado presente, de no vivir sumergidos en el tiempo lineal y cronológico. Los viejos frotadores de piedras viven en la brujería de hacer, del fuego y de la tierra, un hilo que trepa hacia el cielo. Mientras tanto, alrededor de las fogatas, la noche es un recorte de pájaros negros. Entre las flamas, la oscuridad se curva en picos y alas.

 

AGUA GOLPEADA EN EL SUEÑO

La muerte del Gaspar es por traición. Lo envenena, en efecto, la Vaca Manuela Machojón, la india buchona al servicio de los maiceros. Sin embargo, en la imaginación de los indios, Gaspar se transforma inmediatamente en un ser casi divino: se lo tragó el río al Gaspar. Aunque, de verdad, solo lo venció la vista de su gente asesinada por las tropas del coronel Godoy. La Piojosa sabe bien cómo fueron los hechos. Sabe porque sueña: “dos raíces blancas, con movimiento de reflejos en el agua golpeada, penetraban de la tierra verde a la tierra negra, de la superficie del sol al fondo de un mundo oscuro. Bajo la tierra, en ese mundo oscuro, un hombre asistía, al parecer, a un convite. No les vio la cara a los invitados. Rociaban ruido de espuelas, de látigos, de salivazos. Las dos raíces blancas teñían el líquido ambarino del guacal que tenía en las manos el hombre del festín subterráneo. El hombre no vio el reflejo de las raíces blancas y al beber su contenido palideció, gesticuló, tiró al suelo, pataleó, sintiendo que las tripas se le hacían pedazos, espumante la boca, morada la lengua, fijos los ojos, las uñas casi negras en los dedos amarillos de luna”.

La Piojosa, la mujer que engendra el hilo de la desobediencia en nombre de los elementos. Por ese designio, los descendientes Machojón se hundirán en la esterilidad: el único hijo de Machojón desaparecerá transformado en luminaria del cielo, en el momento mismo en que iba a pedir la mano de su novia, Candelaria Reinosa. La familia del farmacéutico que proporcionó el veneno para matar a Gaspar, los Zacatón, será exterminada. Y el Coronel Godoy, que había ordenado la eliminación de Ilóm, acaba quemado vivo junto con parte de sus hombres, en un incendio provocado por los indios en la selva.

Fuego sobre los desaparecedores. Lluvia de estrellas desobedientes. Devenir.

 

  1. “De la mala vida porteña”, Rodolfo Kusch.
  2. “Los ríos profundos”, Arguedas.
  3. Texto parafraseado de “La metafísica vegetal”, Rodolfo Kusch.
Print Friendly, PDF & Email

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here