Editorial
El tiempo: sobre “El costurero”, de Walter Benjamin.
Por Gabriela Stoppelman

 

Agradezco las imágenes de esta nota a Rosa Aradas, Graciela Lanchuske, Estela  Coláneglo y Nicolás Bednarz, quienes las han buscado amorosamente, para acompañar una clase de filosofía acerca del mismo tema que desarrolla esta nota.

 

DEL LADO JEROGLÍFICO DE LAS COSAS

Un paseo. Un modo de dejar y mirar huellas. Un paseo que sea tal se vive siempre como el primero, decía Walter Benjamin. Un paseo que sea tal debe serlo sin objetivo. No vamos de compras ni a mirar vidrieras, ni a cumplir con ninguna meta. Merodeamos, andamos. Un poco para vivir la ciudad. Otro poco para denunciarla. Y, sobre todo, para que los seres, las cosas y los vínculos nos interpelen. El aura es aquel momento donde, al mirar, las cosas levantan la vista para vernos. Despojadas de su condición de mercancía, muestran su lado fósil, su lado jeroglífico. En esa condición, desocultadas, “caducan eternamente”. Son ruina que late, donde la destrucción evidencia a la vez lo derribado y lo que resiste. En esa condición, bajo esa nueva forma de mirar- entre la imagen y la palabra, entre lo íntimo y lo político, entre lo íntimo, lo político y el sueño- todo lo lastimado, lo vencido, las generaciones pasadas exterminadas, los muebles rayados, las ropas raídas nos reclaman, como reclamaría un “sol en el cielo de la historia”, a una multitud de girasoles. Giremos hacia la luz, entonces.

 

HACER UMBRAL

Walter Benjamin, como nuestro Rodolfo Kusch, era un pensador de umbrales. “Pensar entre” es hacerle pito catalán al binarismo, porque en las transiciones todo es mestizaje en movimiento. De un lado, una multitud; del otro, un infinito. Así, en la abundancia, queda abolido el dos. El umbral no es más que zona de pasaje y convergencia de tensiones, un diamante multifacético, un cristal líquido que, cada tanto, aglutina formas y después sigue viaje.

De hecho, todo el pensamiento de Walter Benjamin opera como un crisol donde se cuece cada vez otro alimento. De la cábala judía, tomó la dialéctica finito- infinito, en el juego del conocimiento. Mediante este juego, se eleva el hombre en la escala del árbol de la vida hasta llegar a su máxima potencia de creación, ser amo: lo múltiple en lo uno. De la dialéctica marxista, se quedó con el diálogo entre elementos que jamás llegan a una resolución definitiva. Su dialéctica, entonces, fue negativa: los elementos actúan juntos y en independencia, sin llegar a formar una síntesis. De hecho, amigo del estudioso de la cábala, Gerschom Scholem, no se interesó por el sionismo político, pero sí por la idea de que la cultura judía, revivificada, podía ayudar a reinventar la anquilosada cultura europea. Amigo de la Escuela de Frankfurt, no fue miembro activo, aunque realizó trabajos solventados por Horkheimer y Adorno. Lector lúcido de Marx, no militó en el partido. En fin, que no era suficientemente materialista ni judío ni cabalista como para ser partidario de nada, sino un hombre de profundo compromiso con su libertad e independencia.

Desde sus primeros textos, los umbrales toman distintos nombres. Primero, la alegoría: una zona de pasaje entre lo oral y lo escrito, entre la imagen y la palabra. Luego, “la imagen- pensamiento”: un palier entre lo íntimo y lo público. Y, finalmente, “la imagen dialéctica”, una calleja entre lo íntimo, lo público y el sueño.

Podríamos decir que alegórico en sus tres versiones es el modo de leer, investigar y mirar una situación o un objeto, de tal modo que, por acción de la mirada, esta situación o este objeto devengan en otra cosa. Como nada está resuelto, porque no existe la síntesis, siempre se puede cambiar la dirección y el horizonte. Es la relación entre quien mira y el objeto lo que produce el desvío. La composición entre ambos resulta así perpetuamente cambiante. Porque, fiel aliado de las metamorfosis, el movimiento de todo lo que existe hace curvas, se demoniza. Y nada más urgente de metamorfosear, en aquel principio del siglo XX -y aún hoy-, que la impregnación con que el concepto de mercancía encastraba toda torsión de la mirada. De esta manera, el concepto de alegoría deriva en Benjamin de la noción de fetichismo de la mercancía: esa fantasmagoría psicosocial que, por bombardeo de imágenes, conquista al deseo.

¿Y cómo delatar al fantasma? Pues con un vínculo distinto con el lenguaje, con un modo que denuncie la falacia de presentar al progreso y a la competencia en las relaciones humanas como un hecho natural. Igual que todo fantasma, la mercancía es poco consistente, pero dotada de una enorme eficiencia para filtrarse, molestar, irrumpir, confundir e instalarse en los modos de la certeza. Eco del fantasma del padre en Hamlet, esta voz del pasado se presenta casi sin cuerpo, aunque con valor material sobre el presente, como si bastara la ligera solidez de una nube para inquietar el tiempo de un hijo.

Por eso a Benjamín le interesan las escrituras de Baudelaire y de Proust, que desnudan a los fantasmas, los vuelven carnales, delatan su carácter construido, arbitrario. Por ejemplo, el Diablo en cultura occidental es como el negativo de Dios. De ese modo se pasea entre los mortales y los tienta al mal. Baudelaire deforma la naturaleza de Satán y, en esa torsión, deforma los valores devenidos satánicos. Si el divino progreso y la competencia se quieren presentar como naturales, el poeta dice que hay más vida en lo artificial, en lo satánico y en la propia muerte que en esa supuesta naturalidad. Si estos son nuestros dioses, invoquemos urgente al diablo. De este modo, las escrituras alegóricas, al escribir sobre los fantasmas, no los representan, no los absuelven, no los tratan de modo objetivo- no son ni buenos ni malos, son lo que hay-, los designifican y asfixian los valores que ellos arrastran de modo arbitrario.

Pero el mismo Benjamin usa la alegoría para leer retazos de su vida. Lo hace en “Infancia en Berlín 1900” y, en su inconclusa “Obra de los pasajes”, donde analiza el siglo XIX hasta 1850. También alegórica es la lectura de todo el siglo XIX europeo, en “París, capital del siglo XIX”. Aquí es interesante destacar la idea de pasaje, parienta cercana del umbral. Los pasajes, lejanos antepasados de las galerías comerciales, trastocan la vida tal como se conocía hasta aquel momento. La puta ya no puede pasearse abiertamente por la avenida y así deviene en una mercancía que se busca en el pasaje, para consumir. El flaneur no puede pasear sin mirar mercancías más que en el pasaje. Por eso Benjamin, con “La obra de los pasajes”, se proponía un anti cuento de hadas, un modo de escribir para desencantar a los durmientes de su sueño, para pincharles el globo.

Entonces: la alegoría no pretende ninguna descripción realista. No es simbólica, no expresa la naturaleza de la cosa, no remite a referentes claros. A diferencia del símbolo, que refuerza su alianza con el referente, la alegoría rompe esa relación, muestra lo sufriente y lo malogrado de la sociedad, sin ser una foto, sin intentar reproducir.

¿Y cómo se ejerce una mirada alegórica?: Veo, invento, recuerdo, deseo, pienso. Proceso todo con el mixer del lenguaje, pulo mi red de nuevas asociaciones y nuevas lógicas, coso, emprolijo los pespuntes y sirvo a los comensales. Al banquete se le ven las puntadas, las huellas del paso del hilo. Y está bien que así sea.

Así, la alegoría muestra una manera de estar en el mundo, de entender sus mecanismos estructurantes. Veamos cómo lo hizo Benjamin, en un texto de “Infancia en Berlín 1900”.

 

BIEN MATERNADO

La madre de Benjamin le enseñó a leer. Como quien dice, a hilvanar las palabras, a entrar en confianza con la cadencia del lenguaje articulado, a pasar de las unidades sueltas de sentido, a la danza de la narración o al pulso del poema.

A la derecha, familia Benjamin.

“El costurero” comienza con una referencia a un cuento infantil. “Nosotros ya no conocemos el huso de la bella durmiente”, dice Benjamin. Extraña declaración porque, en el tiempo de Walter, cualquiera podía acceder a la lectura del famoso relato infantil. Sin embargo, lo que queda en condición de “ruina”, de un eterno caducar que muestra algo destruido que aún persevera entre nosotros, es el del huso, no el cuento. Detengámonos un momento. El relato que conocemos es heredero de la tradición oral, “Sol, Luna y Talía, recogida por el italiano Giambattista Basile, en 1634. En 1697, aparece “La bella del bosque durmiente”, de Charles Perrault. Finalmente, “Rosita de Espino o La Bella durmiente del bosque” es la propuesta de los hermanos Grimm, en 1812. Podríamos decir que la sola mención de este cuento introduce el movimiento alegórico de la transformación. Hasta tal punto la oralidad aplica su demonismo a las historias que, en la versión de Basile, la famosa Bella del cuento no se llama Aurora, sino Talía, (del griego Thaleia, “florecimiento”), en la de Perrault no se le da nombre propio y, en la versión alemana de los Hermanos Grimm, se la llama “Rosita espinosa”. En el texto de Charles Perrault, Aurora es el nombre de la hija de la protagonista. Recién el ballet de Chaikovski transfiere el nombre a la madre y luego hará lo propio la película de Disney.

Por otra parte, tras el conocido maleficio de la resentida bruja malvada, a quien no habían podido invitar a la celebración del nacimiento de la niña porque no había platos suficientes, los reyes deben buscar una estrategia de salvación. Así, para evitar que efectivamente la princesa se pinchara el dedo con el huso de una rueca a los quince o dieciséis años, y durmiera por un siglo, el rey y la reina prohíben todos los husos y todas las ruecas de hilar en su reino, y los mandan a quemar en una gran hoguera. Pero, como bien señala el concepto de mesianismo de Benjamin, aquello que es ocultado en la historia permanece en un silencioso reclamo por ser redimido. Una vez en plena vigilia, la ruina se envalentona y confronta las versiones oficiales de los aconteceres. Del mismo modo, al menos una rueca quedaba en el reino, y estaba en manos de una anciana -¿será la vieja luz de la historia refugiada en una cueva?– y, así, el vaticinio ocultado salió a luz. Nosotros sabemos cómo sigue el cuento: un príncipe la despierta, la hace atravesar esa zona iluminadora entre el sueño y la vigilia de la imagen dialéctica, y fueron felices y comieron perdices.

¡Pero por algo más reclama Benjamin el rescate de un olvido al comienzo de “El costurero”! En el viejo relato de “El sol, la luna y Talía”, los problemas no se terminan con el beso del príncipe. Esta princesa despertada no fue una mujer de mucha suerte porque, sobre llovido mojado, le toca una suegra, de quien se dice que es en parte ogresa y, con el tiempo, ordenará a su cocinero matar a los hijos de Talía -Aurora y Día- cocinarlos y comérselos. Sin embargo, el cocinero hace que su esposa oculte a la niña y, en vez de niños, cocina un cordero, que la reina madre come convencida de haberse sacado de encima a sus molestos parientes. Al final, la ogresa descubre el engaño y, a pesar de un segundo intento homicida, termina ella por ser lanzada a la olla.

El punto a rescatar aquí es que el salvador en el cuento no es un príncipe ni ningún miembro de la casa real, sino un simple cocinero. Este no es un detalle que se le vaya a escapar a un marxista a su estilo, como era Benjamin, a quien el sol de la historia le reclama poner en evidencia quiénes fueron los verdaderos protagonistas del hacer de los tiempos.

 

FLEXIBILIZACIÓN LABORAL DE ENANOS

Inmediatamente a la Bella Durmiente, el texto presenta una pantalla partida. Nuestro umbral ahora se hace ventana. De un lado, Blancanieves; del otro, la madre que cose. Pero, a no zambullirse de lleno en asociaciones y comparaciones, que acá aparece otro guiño jeroglífico, otra ruina a desempolvar. La historia de Blancanieves está basada en una princesa alemana del siglo XVIII, María Sofía Margarita Catalina Von Erthal, a quien su madrastra aparentemente no despreciaba, pero sí postergaba frente a sus otros hijos. María Sofía estaba parcialmente ciega debido a una viruela. La familia vivía en el poblado de Lohr, cerca de Frankfurt, famoso por la manufactura de espejos y cristales. De aquí vendría el famoso espejito parlante. Por otra parte, en la región, había muchas minas estrechas, donde solo podían trabajar personas pequeñas e incluso niños, que solían usar gorras y largos abrigos. Quedan así desocultados los enanos del cuento como trabajadores explotados, que debían ser redimidos por una lectura de la historia que se hiciera cargo de la voz reclamante de todos los vencidos y humillados del pasado.

 

LA H QUI PARLA

Y, ahora sí, volvemos a “El costurero”. Recuerda el texto que la reina del cuento se pincha el dedo con la aguja y, como consecuencia, le caen tres gotas de sangre roja sobre la nieve blanca, justo arriba del alféizar negro. Es ahí cuando la monarca, con un extraño deseo de maternar de acuerdo a determinados colores, dice que le gustaría tener una hija de piel tan blanca como la nieve, labios tan rojos como la sangre y el cabello tan negro como el ébano. Por su parte, la madre del texto benjaminiano, sentada del otro lado de la pantalla partida del texto, corre mejor suerte: no le caen las gotas de sangre porque tiene en su dedo un dedal, con la “cabeza de un pálido color rojo” y lleno de “huellas de antiguas puntadas”. Pero en breve pase de poesía, el dedal pasa de la madre al hijo, quien se adentra en el pequeño objeto, casi embarcado en un viaje en el tiempo: “Si se le ponía contra la luz, se encendía al final de la cueva oscura en que nuestro índice se orientaba tan bien”. Mmm, se huele algo antiguo, originario, donde el presente, por la irrupción de un azaroso rayo, se ilumina. Sí: una experiencia aurática. El aura era definida por Benjamin como “la presencia de una lejanía por cercana que se encuentre”: el ahora pone en evidencia algo del pasado y nos permite, entonces, abrir un camino -sin mentiras postergadas- hacia el futuro. El aura es una experiencia, no una cosa. No la podemos asir, ni poseer. Hace cuerpo en nosotros y sigue su camino montada a la luz. Pero revela arbitrariedades y valores anquilosados. El niño de “El costurero” señala que le gustaba apoderarse de ese dedal “como una corona que podíamos ceñir”. Adherirse a ese objeto impregnado de madre implicaba sentirse rey. Vestir un dedo con un elemento tan simpe le permitió comprender, al niño proto marxista, que la injusticia de clase produce diferenciaciones tajantes entre seres que, bajo la lupa del lenguaje, apenas se distinguen por pequeños detalles: “Cuando yo colocaba el dedal en el dedo comprendía el tratamiento que las criadas daban a mi madre. Querían decir “Nä Frau” (señora) y decían “Nähfrau”, costurera. Vean cómo despliega Benjamin su materialismo dialéctico: para una lectura, la corona distancia a una trabajadora de una señora. Para la mirada alegórica, la diferencia entre ambas es solo una letra, casi muda y aspirada, una hache.

 

HIJO DE TIGRE, Y NO TANTO.

¿A qué se refiere la mirada niña que habla del “poder plenipotenciario de la madre”? Bueno, la mamá es quien advierte los lugares dañados de su ropa, las ruinas de su saco, donde él queda ciego. Ella es también quien tiene la capacidad de armar constelaciones: zurcir, enmendar, relacionar con cosas y seres, al punto que, dispuesta a resolver la irregularidad en el traje de su hijo, mete la mano por debajo de la manga del saco, y así, con el nene vestidito, arremete entre aguja e hilo. El niño y su vestimenta son uno, una unidad tan compacta y cerrada como un producto expuesto en una vidriera. Una unidad, a la vez tan contrastante con el surtido multicolor de sedas, tijeras y agujas del costurero. Es que para poder torcer los caminos instalados en nuestras miradas es necesario ver la criticabilidad de un objeto o situación. A más puntos de vista, a mayor diversidad, mayor posibilidad de producir sentidos y lecturas. Por otra parte, ese costurero tan lleno de pequeños objetos, esa heterogeneidad que abre a lo constelado, se opone diametralmente a la repetición homogeneizante de la producción en serie.

Y en ese contraste, entre lo múltiple que vive en la caja de costura, y su hermético formar una sola pieza con su ropa, se abre una grieta. La relación entre el sujeto que mira y el objeto dejan de ser las habituales, el costurero queda cuestionado en su uso: “se me vino la duda de si esta caja serviría realmente para la costura”. Un costurero que denuncia de tal manera el contraste entre las visiones únicas y las múltiples, ¿puede ser restringido solo a su función práctica? Hay una niebla iluminadora en los ojos del niño, como esa que indecide a los ojos cuando buscan una identidad a la distancia: ¿eso que veo a lo lejos es una confitería o una peluquería?

Y así, de golpe, el texto se abre a lo público, a ese oscilar entre lo íntimo y la calle, tan propio de “Calle de mano única”, otro vital texto, donde Benjamin se imagina andar por una calle inventada en una ciudad inexistente.

¡Atención!: cada vez que un relato abre puertas o ventanas, y los personajes de Benajmin salen u otean el exterior, lo político se instala como una ruptura de lo privado. Los ojos se velan un poco, porque la fantasmagoría de la historia tiene suspicaces mecanismos para torcer la cabeza de los girasoles en dirección al sol de la historia.

 

MIS FUTUROS AMIGOS

Pero volvamos a interiores. Bien adentro del costurero: “Y no me hubiese extrañado nada, si entre los carretes hubiera habido uno que hablase Odradeck, al que conocería treinta años más tarde”.

Franz Kafka, el padre intelectual, poético y filosófico de Benjamin, escribía en “Las preocupaciones de un padre de familia”: “A primera vista, Odradeck parece un carrete de hilo, chato, con forma de estrella; y es que en realidad parece estar cubierto de hilos (…) no solo de hijos entremezclados, viejos, anudados unos con otros, sino que también hay entremezclados y anudados hilos de otros colores”. El Odradeck es una extraña existencia, que no come ni toma, de edad indefinida, de la que incluso se duda que muera. En él, los hilos viejos y los nuevos se tejen como en la experiencia aurática, que ilumina el pasado en el presente. Los hilos también están indistinguidos, y así conforman una zona donde los vencidos de la historia y los protagonistas del presente se enredan. Esta extraña existencia se aloja en las escaleras y en los rincones, es decir, en las ruinas de la casa, en los espacios a los que no se atiende más que por su capacidad de transportarnos hacia algún sitio, o por ser la geometría imprescindible para sostener la construcción. Las preocupaciones del padre aparecen justamente en esos territorios, súbitamente desocultadas por la arquitectura, azuzadas por el Odradeck, cuyo esqueleto mantiene un equilibrio inestable de ejes y palitos sobre un contorno estrellada. El Odradeck es la forma que las cosas asumen en el olvido. Y la alegoría, en el escalón entre realidad- el costurero- y ficción – el relato kafkiano- combate lo olvidado.

Odradeck

Ahora, no en cualquier casa las preocupaciones paternas se escurren por las escaleras. Solo en aquellas “familias dudosas, donde los papeles de los sexos están invertidos”. Es decir, en aquellas casas vinculadas a “tentaciones infames”.

Recordemos: Benjamin era el hijo un poco bohemio de una familia judía, burguesa. No es extraño que deje deslizar esta sutil ironía sobre las familias bien constituidas, no sorprende este delicado abrir el juego a cuestionar los binarismos sexuales, allá por los años 30 del siglo XX. La dialéctica negativa es, entonces, imparable: los elementos se tensan sin llegar a una solución definitiva. El eterno caducar de la ruina y la multiplicidad presente en el ejercicio de la criticabilidad de un objeto permiten hasta la inversión de los roles familiares habituales. Y tienen un magnífico efecto más. Hacen a algunos conceptos reversibles. Si el aura era la presencia de una lejanía por cercana que se encontrase, ¿por qué reducir esa lejanía al pasado, y no remitirla al futuro? El niño Benjamin no leería el cuento de Kafka hasta 20 años después, pero los carretes de hilo del costurero materno ya hacían lugar en el presente para lecturas futuras. Y no hay nada místico en esta propuesta. Las condiciones de libertad que nuestra historia habilita a nuestros ojos, de seguro, dejarán huellas en nuestras venideras lecturas. Entre azar y modos de asociar libremente, se deciden los vaivenes del gusto y las afinidades electivas.

 

UN CARRETEL DE TENTACIONES

Para el mesianismo de Benjamin, las fuerzas de transformación están dentro de lo real. Por ejemplo, pueden estallar dentro del hueco de un carretel de hilo. En ese interior oscuro se disputan multiplicidad de opciones de la historia, todo aquello que reclama ser redimido. Pero el agujero desaparece cada tanto y abre un confuso pasaje hacia el exterior: hacia la etiqueta negra con letras doradas, donde “nombre, firma y número de hilo” despliegan el esfuerzo que hace la condición de mercancía de un objeto por tapar al fósil. En ese combate, el niño rompe la etiqueta, desbarata por un instante la fuerza del fetiche y “palpa el agujero”. El agujero no es el alma y la marca no es el cuerpo. No, ese territorio difuso y multiforme donde grita lo humillado y lo vencido se puede tocar con los dedos. Puro materialismo, a lo Benjamin, claro. Es decir, materialismo multiplicado: así como, en un simple carretel de hilo hay otro lado donde la mirada dialéctica puede entrometerse, el costurero tiene su piso superior, ordenadísimo, y su fondo oscuro: su caos de ovillos abiertos, pedacitos de elástico y seda, restos de otros remiendos, testigos de las caídas en las prendas de otros tiempos.

Entre esas “sobras”, hay un botón, un botón que el niño Benjamin solo vería en el futuro. Por supuesto, puede tener un adelanto, gracias a esa capacidad del aura de elegir sus jugadores: como mecedora, ella oscila entre pasado y presente o entre pasado y futuro. Pero, en este caso, el aura se volverá un doble faro. Si hacia el porvenir el botón señala una prenda jamás vista, hacia el pasado los botones se asocian con las formas de “las ruedas de Thor”. Thor, ese dios del trueno y la fuerza, en la mitología nórdica; el que andaba en un carro tirado por dos machos cabríos casi “mágicos”: si tenía hambre, los mataba y se los comía. Sobre sus huesos, blandía su famoso martillo, y los machos cabríos volvían a la vida. Sin embargo, ¡cómo se enredan el pasado y el futuro, a veces, casi como los hilos del Odradeck! ¿De verdad señalan hacia atrás estas rueditas que “un profesor insignificante puso en un libro de escuela”?

 

PROFANACIONES

“Infancia en Berlín 1900” fue escrito hacia 1932, pero sufrió constantes añadidos y reescrituras. Para ese entonces, el movimiento Volkisch, que había comenzado como un pequeño lanzador de panfletos nacionalsocialistas, ya usaba la svástica como un símbolo del martillo de Thor. ¡Pobre esvástica!: una figura asociada en la tradición védica a la rueda del sol; un símbolo, cuya etimología sánscrita se asociaba a la salud y a la buena suerte; una imagen con un ancestro muy antiguo, inscrito sobre una piedra 10.000 años antes de Cristo en Irán, termina por caer en las manos de los nazis, y se convierte -empobrecida y para siempre manchada- en el símbolo de la supuesta supremacía aria.

De este modo, en un súbito salto de la casa de la infancia al advenimiento del nazismo-, este texto aparentemente costumbrista y lleno de bellos recuerdos deviene en una imagen-pensamiento: un umbral claro entre lo íntimo y lo político, y en una reflexión general sobre los modos en que los transcursos habilitan o velan nuestras posibles relaciones con los objetos. De manera clara, este costurero ha dejado de ser una mera herramienta de costura, es evidente que “estaba destinado a otros menesteres”. Pero al narrador de esta crónica le llevó mucho tiempo poder habitar esta zona mestiza, este pasaje donde las tensiones disputan, esta antesala de otro modo de ver, capaz de ser despabilada por “un pálido dibujo” en un manual para el alumno; este preludio a una iluminación profana, a la visión de un derrumbe histórico, con escombros estridentes, que aún retumban hoy en día.

 

LA ÚLTIMA TENTACIÓN DE WALTER

Como buena ruina, el texto comienza a terminar, pero no acaba de agonizar. A punto de extinguirse, se circulariza. Y, sin previo aviso, regresa la pantalla partida: mitad para Blancanieves, mitad para la madre costurera. Ambas perseveran en sus labores, en un silencio indispensable si se busca detener el ruido adherido a la cara fetiche de los objetos, y entrever las rajaduras, las heridas, la biografía oculta de las cosas. En ese proceso de coser y develar, de pronto, ya no es la madre quien cose, son los niños. Los vemos bordar cartón, fundas de almohadas, o un tapiz. Y, cuando la aguja perfora el papel, el heredero de esta mirada amplia sobre las labores cotidianas, “tiene la tentación de enamorarse del revés”. Es decir: en un último giro de la dialéctica negativa, en esta última inversión de roles que oficia un legado, quien recibe el don materno de multiplicar los sentidos prefiere el territorio enredado del envés, a la zona cumplidora del derecho, donde todo se aproxima a la meta, casi a paso militar, como quien un cumple un destino inevitable. Prefiere, el heredero, su Odradeck: un lugar donde al olvido se le grita “Piedra libre”.

 

PIÑATAS

Mi madre no era muy de coser. Pero las medias se obstinaban en agujerearse, los pantalones reclamaban pitucones y, ya se sabe, los botones y su pulsión de libertad terminan por desatarse las cadenas de cualquier costura. Los sábados por la tarde, después de una breve siesta, la veía sentarse al lado de la puerta que daba al jardín, porque por algún motivo solo cosía con luz natural. Se calzaba los anteojos y levantaba la aguja hasta la altura de su mirada, como quien iza una bandera antes de la batalla. Atenta al ojal, severa, parecía desafiarlo, casi exigir el paso del hilo, y de una sola vez.

Claro, nunca era de una sola vez. Parecía que iba a pasar, pero el efímero hilo chocaba, muerto de risa, contra el delgado metal. Mi madre se obstinaba y murmuraba por lo bajo, “pero qué macana ser tan chicata”. Al final, lo lograba. Entonces, el hilo quedaba pendiente, a un lado y otro de la cabeza de la aguja, como un condenado exhausto después del suplicio. Pero ella unificaba los extremos del hilo en un nudito hecho con una rapidez tal, que resultaba imposible dilucidar la secuencia de movimientos.

Después, arremetía con la costura.

Y, cuando estaba por terminar, venía el tiempo de gloria: había que asegurar, en una última maniobra, todas las puntadas dadas. Así que, de un momento a otro, el hilo se hacía un globo que circundaba una porción de aire y, mansamente, se dejaba penetrar por la aguja y el hilo. Iban ellos decididos a sellar las labores con un cierre a lo grande, con un estallido de toda la infancia que, como una piñata, aún deja a mis pies los retazos de pasado, cada vez que un elemento de costura atraviesa mi mirada. Y cada pedacito queda sobre el suelo como un regalo, igual que ocurría en los cumpleaños. Cada ruina late con el tacto de mi madre. Seré, a cada puntada, su girasol.

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