EDITORIAL
El encuentro: sobre vivir juntos y Charles Fourier.
Por Gabriela Stoppelman

 

               «Yo sólo he conseguido confundir a veinte siglos de imbecilidad política y las generaciones actuales y futuras me deberán su inmensa felicidad. Antes de mí, la humanidad ha despreciado varios miles de años luchando locamente contra la Naturaleza. Yo, el primero, me he inclinado ante ella estudiando la atracción, órgano de sus designios; y ella se ha dignado sonreír al único mortal que le rindió culto; me ha entregado todos sus tesoros. Como poseedor del libro del destino vengo a disipar las tinieblas políticas y morales, y elaboro la teoría de la Armonía Universal sobre la ruina de las ciencias inciertas».
                                             Charles Fourier

 

PERDIDA, COMO SOCIALISTA UTÓPICO EN UN SHOPPING

Tendrá veintipico de años. Apuradísima, despliega la compra sobre el mostrador de la caja y rebusca en su cartera la tarjeta de débito.

– Llevas todo “diet”-, le comenta un empleado del súper que, muy cerca de la entrada, chequea un pedido.
– Es que, si no, ustedes no nos miran- remata ella, con un gesto que puede adivinarse ácido o amargo, debajo del barbijo.
– No es así…

Pero la piba no le permite terminar la frase:

– Claro, lo que importa es la mente, ¿no?
– Tampoco, la cosa es…

La respuesta del empleado baja el tono, y su voz mastica el final de la idea en absoluta soledad. Ella se aleja, se apura hacia la puerta de salida, convencida de la inteligencia de su sarcasmo. El muchacho permanece sin sacarle los ojos de encima, lleno de deseo, con ganas de explicarle que esa mirada sobre sí misma atrasa por lo menos cien años. Que, si de verdad le hace bien sentirse mirada, él se encuentra disponible para el encuentro. Que le resulta inconcebible estar frente a una mujer que pretende caminar varios pasos delante de su cuerpo presente, y solo admite que la reconozcan en un idealizado cuerpo futuro.

Pero pensemos: estar flaca, ¿como quien dice acorde al deseo?, ¿como quien dice futuramente apetecible?, ¿bien rankeada?, ¿disponible en el mercado de las miradas?

Y qué increíble el modo en que el tiempo malabarea con los adjetivos. Los vacía y los llena de valor y significado, cambia el relleno de la empanada, al punto que lo único común entre las versiones y al cabo de los años es la masa, el continente.

Para mi abuela, por ejemplo, flaca era sinónimo de enferma. ¡Y contale a Rubens, que ser flaca es señal de vida y belleza!, me agrega un amigo. Hubo un tiempo en que caderas anchas hablaban de buenas paridoras, que la moda ampliaba el espacio agitado por una mujer en su andar, con barrocos miriñaques. Que verse al espejo pálida y adelgazada despertaba las alertas de las jóvenes casaderas, acosadas por la advertencia del desamparo y la pobreza, si no enganchaban un buen partido.

Cuántos secretos silencios y frustraciones habrán rumiado una curva en la rectitud de las formas. Cuántas audaces se habrán atrevido a habitarse singulares, únicas, desfasadas de las siluetas de modistas y los folletines, arrumbadas en el placer clandestino de admitirse en el común abrazo de las diferencias.

Parecer más flacas, vernos más jóvenes, sonreír a ultranza, amar las fiestas disfrazadas de bar mitzvá, bien adobadas para casamientos, resistir el murmullo de los otros que se amontonan sin nunca ser un colectivo. Y, aun así, no sucumbir. Deshilachadas, vueltas a coser, llenas de cicatrices de miradas que hemos ganado y perdido por habernos agotado, subidas a un deseo ajeno, rehacemos nuestros cuerpos y vamos al encuentro.

Explicación del sistema social, 1870

Algo labura en automático, no en el ámbito de la fuerza deseante, sino en el de los objetos del deseo. Algo que hace agua, o síntoma o verso. Algo que, de tanto en tanto, nos rescata de barullos y atolondramientos y nos permite escuchar una voz amiga. Allá por el turbulento siglo XVIII, un tal Charles Fourier empezaba a darnos una mano.

 

CON ELLAS ADENTRO

El falansterio fue un modo de soñar alto en la arquitectura, para que los fundamentos pudieran continuar dirigidos por el deseo, sin que se cayera el edificio. La propuesta no era simple. Se trataba de organizar una red de cooperativas de producción y consumo, industrial y agrícola, unidas por un sistema de federación a escala universal. Volver a la tierra y tocar el cielo a la vez. Más que regresar a la agricultura, la propuesta era recuperar el tacto, la caricia y el cuidado sobre un árbol, sobre un cultivo o sobre un animal. En cada una de sus líneas, el falansterio insistía en repreguntar de un modo no presumido, ¿qué nos potencia como humanos? Por aquellos tiempos, resultaba imperioso hacer retumbar la pregunta junto al río, entre colinas y en las inmediaciones de un bosque. Por aquellos tiempos, ser un “socialista utópico” no implicaba ser un delirante, sino una afrenta a la deteriorada salud de la razón, y a sus ejércitos mecanizados.

Básicamente, una falange era una comunidad pequeña, constituida por unas 1620 personas, que compartía espacios -como los comedores- y servicios -como la calefacción- mientras se reservaba territorios de privacidad para dormir, pensar y recuperarse en soledad. Rodeado de otros edificios -el teatro, los talleres, los graneros, los establos-, el falansterio era un sistema planetario, cuyo sol se declaraba en eclipse si el trabajo no resultaba atractivo. Ni “con el sudor de frente”, ni “con la espada de Damocles” a ras del cuello, ni con la supervivencia amenazada. Para Fourier no somos deudores eternos, ni ejecutantes de una natural propensión al error, ni esclavos del deber y la culpa. ¿Cómo es posible que hayamos naturalizado el hecho de ocupar ocho o nueve horas de nuestras vidas para cumplir con las demandas de una economía cada vez más caprichosa, mientras dejamos para el placer el desvancito casi abandonado del tiempo libre?

Falansterios, proyecto

Pues bien: en el falansterio, el modo de reconducir el hacer en dirección al deseo, es la multiplicación de las pasiones, tanto gastronómicas -“gastrosóficas”-, como sexuales -“costumbres fanerógamas”-.

Así, igual que en la filosofía de Spinoza, las palabras clave aquí son “deseo” y “cuerpo”. Al trabajar, el cuerpo no se gasta, no es tratado como una piedra pulida por las demandas de un insaciable viento, sino que hombres y mujeres deberían entregarse a sus tareas con el mismo entusiasmo con el que juegan o ejercen a sus pasiones favoritas. Para que el romance con las labores no se volviera insípido matrimonio, Fourier proponía la variedad: el cambio en la actividad laboral era uno de los principios rectores de su sistema de trabajo. La verdadera condena no estaba en el trabajo mismo, sino en el hastío. Por eso, en el falansterio se alternaban los quehaceres. Así, el cuerpo se probaba el erotismo en las manos, en las máquinas y en los cuerpos de los otros trabajadores. Componer, hacer que en “Armonía” -la última fase del desarrollo, en el camino a soltar amarras de la supuesta inevitabilidad del trabajo asalariado- ninguna singularidad sea considerada mera disonancia.

Y, acá, entramos nosotras. Porque para Charly, este hombre nacido en Besanzón en 1772, “Las naciones más corrompidas han sido aquellas que con mayor rigor han subyugado a la mujer”. Para aquellas y aquellos que se encuentran por primera vez con semejante personaje, recomiendo no perderse la lectura del capítulo quinto de su “Tratado de la asociación doméstico agrícola”, llamado, “De la condición de las mujeres”. Según Fourier, el retroceso de los pueblos resulta de la disminución de las libertades femeninas y la extensión de los privilegios de las mujeres es la causa fundamental de todo progreso social: «El grado de emancipación de las naciones se puede medir por el grado de emancipación de la mujer.»

Cada vez que se habla de extender derechos se confiesa, implícitamente, un saqueo. Algo que nunca nos debió haber sido escamoteado reclama su urgencia en el todo.

 

LA REPARTIJA

Trabajo, talento –entendido como capacidad de dirigir- y capital constituyen la trinidad sin santos en el reparto de la utópica torta. Si estimamos en 12 partes lo producido por el falansterio, al trabajo manual corresponde una remuneración de 5/12 partes, al talento 3/12 y al capital 4/12. Un régimen de distribución semejante al de una compañía por acciones. Con solo mirar los números, burócratas abstenerse. Es evidente que la prioridad está, una vez más, de lado de los cuerpos. El oficio, el oficiante, el carpintero, el sembrador marcan el patrón de esta comunidad sin patrones. En cuanto al capital, un dato curioso es que Fourier, cuyos libros nunca tuvieron la repercusión que a él le hubiera gustado, jamás pudo conseguir los aportes necesarios para construir su falansterio. Sin embargo, continuó durante toda su vida a la espera del mecenas con recursos económicos o poder político que, seducido por sus ideas, diera el puntapié y financiara la primera obra. El indudable éxito del primer intento desataría una reacción en cadena por contagio, hasta que la revolución societaria estuviera cumplida. Colectivos y más colectivos de deseantes, agrupados en la diseminación de un sueño prendido en los cuerpos.

Y no era Charles un tipo de caerse al primer tropiezo. Fourier escribió montañas de cartas. Entre los destinatarios estuvieron Luis Felipe, rey de Francia, Lady Byron y el empresario y reformador utópico escocés, Robert Owen, a quien Fourier ofreció trabajar a sus órdenes en la colonia de New Lanark, si aquel aceptaba sus teorías. También pensó –aunque nunca llegó a escribirles- en Simón Bolívar, en Chateaubriand, en George Sand y en el presidente Boyer de Santo Domingo. Cuenta el testimonio de un tal Béranger, conocido y admirador de Charles, que alrededor de 1826 o 1827, Fourier publicó en la prensa de París un aviso, donde anunciaba su firme decisión de permanecer todos los mediodías en su casa de Saint-Pierre, en Montmartre, para recibir al audaz hombre ilustrado, dispuesto a poner un palito de francos en la creación del primer falansterio. Durante once años, hasta su muerte, no faltó ni un día a la cita. Pero nadie acudió.

 

UN PUNTO SUELTO EN EL TEJIDO FAMILIAR

Cuando su padre, comerciante de tejidos, murió en 1781, Charles tenía apenas nueve años. En el extorsivo testamento, papá corazón especificaba que el niño recibiría su parte de la herencia, si y solo si, dedicaba su vida a continuar con el trabajo familiar. Tal vez por eso, aunque Charles nunca pudo librarse del todo del comercio, ya que deambuló entre distintos empleos para sobrevivir, la sentencia paterna tuvo un efecto paradojal: desde muy niño, Charles juró odio eterno al comercio, al que consideraba un quehacer “parasitario”, despreciable: no creaba riqueza ni contribuía a aumentar la producción, sino a encarecerla. Se trataba de una actividad que diseminaba no más que especulación entre productores y consumidores.

La muerte de su padre le impidió seguir estudios universitarios de arquitectura. Salvo un paso fugaz por la Universidad de París, en 1800 -un curso de matemáticas-, Charles fue un completo autodidacta. Un hombre que rechazó toda noción de sacrificio, pero no la de esfuerzo, no la de intensidad.

Toda su biografía merecería una atención al detalle, que excede el espacio y la voluntad de esta nota. Pero hay un dato imposible de soslayar. En 1789, cuando estalló la Revolución francesa, Charles tenía diecisiete años y andaba sumergido en sus ocupaciones para sobrevivir y en incansables lecturas sobre materias de lo más diversas. Como él mismo propondría después, no se permitía que su deseo siguiera un rumbo fijo, y así su placer se curvaba y serpenteaba de la geografía a la filosofía, de la economía al arte. No parece haber sido un tipo muy gregario, pero no perdía ocasión de frecuentar Le Vieux Coin, una taberna donde hacía tertulia con un grupo de amigos, futuros promotores de sus ideas.

Ejemplar de un libro de Fourier, autografiado por él mismo

Sin embargo, en 1793, la ciudad de Lyon, declarada rebelde por el Comité de Salud Pública, quedó sitiada por las tropas de la Convención. Con 21 años, Fourier fue enrolado en las tropas rebeldes. Cuando los ejércitos convencionales entraron en Lyon, el 9 de octubre de 1793, la represalia resultó feroz. Fourier se salvó por un pelito de ser guillotinado, pero perdió todos sus bienes. Desde ese momento, sostuvo hasta su muerte un rechazo tenaz contra toda intervención violenta en pos de lograr cualquier cambio social. Ni Robespierre, ni jacobinismo, ni exclusión, ni privilegios, ni rechazos a ninguna minoría. Pero, entonces, ¿qué? Pero, entonces, ¿cómo?

 

SI LO HACEMOS, LO HACEMOS CON TUTTI

Un aperitivo de ideas, para que te tientes y salgas ya mismo a curiosear algún libro de Fourier:

  • Fourier entendió a su tiempo como una transición, que puso en evidencia las contradicciones en el sistema societario. El cambio rige el movimiento social, les guste o no les guste a los acumuladores de privilegios. Y no le tachen las contradicciones, porque son ellas las que deberán marcar el rumbo hacia la “Armonía” fourierana.
  • Ni consumismo ni desarrollismo. La prosperidad no vendrá del aumento de la producción en serie de objetos industriales. Por el contrario, Fourier recomendaba producir pocos objetos y de alta calidad: máxima duración y mínimo consumo. Sí, al revés de lo que nosotros conocemos. Fourier: el terror de los productos chinos.
  • Si Newton había descubierto la gravedad, ley de la materia, Fourier había descubierto la ley de las almas: la atracción pasional, «el hecho más decisivo de todos los descubrimientos científicos, desde la aparición del género humano». Está bien, se salteó leer a Spinoza, a los estoicos y a unos cuántos más. Y, es evidente, la humildad no era su fuerte. No importa: lo prefiero afirmativo e insolente, en vez de culposo, apocado y amarrete.
  • Para Fourier, las leyes que rigen a las sociedades humanas son las mismas que rigen a la naturaleza creada por Dios, que no era para nada un barbudo antropomórfico. Para llegar a la armonía, había que ir tras las figuras de esas leyes. En el transcurso, la humanidad pasó y aún pasará por varias fases:
  1. Edad de Oro
  2. El salvajismo
  3. El patriarcado que coincide con la Antigüedad (parece que ya cayó)
  4. La barbarie, nombre que Fourier da al Medievo
  5. La fase actual, el tiempo del comercio y la industria. Nuestro tiempo sería la continuidad exacerbada del tiempo que le tocó a él. ¿Y qué veía, por entonces, Carlitos?: «Las características de la época son: falta de espíritu de humanidad, de patria, justicia y solidaridad; especulación, maniobras bursátiles, astucias, fraudes, hipocresías, enriquecimiento de los ricos, empobrecimiento de los pobres, desprecio a los no poseedores, anarquía, lucha del hijo contra el padre y del obrero contra el patrono, explotación del trabajo por el capital, dominación del gobierno por los ricos, rebeliones y revoluciones de los pobres». El mal de la sociedad también radicaba en el desequilibrio entre los trabajadores y los que vivían del laburo ajeno, “los parásitos”, divididos convenientemente en parásitos domésticos, parásitos sociales y parásitos accesorios. Cada categoría la subdivide a su vez con todo lujo de detalles.
  6. La aún no arribada fase del garantismo terminaría, sobre todo, con la pandemia de los parásitos, y lo haría a través de la formación de pequeñas comunidades socialistas, basadas en el encuentro y en la libre cooperación: los falansterios.
  7. La Armonía, el encuentro de encuentros, entre humanos deseantes es la última fase de este proceso. Para entonces, a la cabeza de cada falansterio habría un “arca”, elegido por sufragio universal. Un “Unarca” organizaría a los “arcas”. Y, cuando toda la Tierra fuese una federación de falansterios, se nombraría un jefe de las falanges de todo el mundo, el “Omnarca”, cuya sede estaría en Constantinopla.

 

VOLAR ALTO

Imaginemos que hoy es un día, allá por 1799. No un día cualquiera, sino el día en que, según el propio Fourier, se produce su gran descubrimiento, el punto de partida para su teoría de “la unidad universal”: la nutricia red de encuentros que conecta a los seres y a las cosas para forjar un mundo donde la felicidad sea posible, al menos de tanto en tanto, para todos.

Todavía estamos lejos de esos años en que, mientras Charles vivía entre Talissien y Belley, vio a dos de sus sobrinas entregadas a las exploraciones de sus cuerpos y a sus sexualidades, de un modo en que Don Fourier nunca había visto. Por ejemplo, ambas solían compartir al mismo candidato amante. Este es uno entre otros detalles que fueron omitidos hasta por los mismos discípulos de Fourier, no muy dados a las osadías amorosas. Mientras las sobrinitas se burlaban del tío que no quería participar en sus fiestas sexuales, desconocían que daban origen a lo que luego sería un rasgo fundamental en la teoría de Fourier, expuesto sobre todo en su libro “El nuevo mundo amoroso”: la libertad sexual. Cada persona puede pasar por varias sexualidades en su vida, qué tanto. Y el falansterio debía hacerse cargo de contar con un servicio para quienes sufrían por amor. No era un dolor cualquiera el de los amantes heridos. Así que un conjunto de “sirenas” se encargaría de no perderle las huellas al sufriente, ni a sol ni a sombra. Por otra parte, había que ocuparse de aquellos a quienes no les resultaba fácil encontrar un compañero sexual. Así que Fourier se armó el primer Tinder, un sistema de fichas, donde cada quien anotaba sus características, para que otro pudiera conocerlo y elegirlo o consultarlo, en vistas a un encuentro sexual, conjuntamente acordado. Un capo, Carlitos.

Pero todavía, insisto, no estamos en esos tiempos. Ni tampoco en aquellos otros, donde Fourier se atrevió a proponer cambiar el clima de los polos, para poder sembrar plantas tropicales en el ártico. Ni andamos por los años en que ideó un plan de fertilizar el Sahara con las aguas del Mediterráneo, previó la apertura del canal de Suez y la invención del teléfono. Por si hubiera sido poco y como no perdía el tiempo, aguardaba con ilusión la aparición de nuevas especies, como los “antileones” y las “antiballenas”, y según Nathaniel Hawthorne, en su novela “Historia del valle feliz”, el socialista utópico creía que llegaría un día en que el progreso de la humanidad lograría que el mar tuviera sabor a limonada.

Pero nada de eso sucedió aún. No. Hoy es un día de 1799 y, en un increíble bucle de tiempo, Charles lee un poema-encuentro, que le escribirá André Bretón, en 1945, durante un viaje al Oeste americano, deslumbrado ante la sabiduría de una civilización primitiva.

“Y he aquí que una madrugada de 1937 / Ah hombre hacía alrededor de cien años que habías muerto / Al pasar vi un muy fresco ramo de violetas a tus pies / Es raro que alguien florezca las estatuas de París / No hablo de las perrerías destinadas a mover al rebaño / Y la mano que se perdió hacia ti con una larga estela / extravía también mi memoria / Debió ser una fina mano enguantada de mujer / Era bueno abrigarse con ella para mirar a lo lejos. Sin fijarme mucho en los días que siguieron observé que el ramo era renovado / El rocío y él eran una misma cosa.”

Miembros del falansterio en Colonia Hughes, Entre Ríos

A su vez, rondan la escena un par de fourieristas o “societarios”, aquellos que fundaron una escuela en 1830, e hicieron posible la fundación del primer falansterio, en Cende-sur-Vesgres. También merodean el día algunos de los integrantes de una experiencia muy similar a la propuesta por Fourier: los habitantes del Colonia Hughes, el falansterio que existió en esa localidad de Entre Ríos, durante unas décadas y hasta aproximadamente 1916.

Todos espían a ese que está a punto de hacerse con su deseo de pensar, a un tipo que no le teme a la frontera del desvarío, ni a la fantasía cuando desborda las condiciones de lo posible. Todos pispean el andar de uno para quien cambiarlo todo implica socavar fundamentos y, después, dejar que el devenir entreteja encuentros y desencuentros. Todos husmean la futura letra.

Él, por su parte, camina hacia una orilla, no pierde de vista del horizonte. Y aprovecha para pasar el dedo por la superficie del agua y llevársela a la boca. Mmm, sabe a limonada. En eso, pasa por ese recorte del tiempo una muchacha. Veintipico, tendrá. Lleva una bolsa de productos diet que acaba de comprar en un supermercado, para así poder ser flaca y, por fin, participar del mercado de lo deseable. Fourier ni sabe qué es un supermercado. Pero la ve tan triste, que hace un cuenco con las manos y lo llena de mar. Corre tras la muchacha y la detiene. Ella gira hacia él, reticente, muy reticente. Pero solo hasta que Charles le moja los labios con el gusto de un encuentro, con el sabor del deseo puesto a sanar.

Mar amarillo, Larryth Thomas
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