EDITORIAL
El devenir: de la luz al claroscuro.
Por Gabriela Stoppelman
AGUANTE EL CLAROSCURO
“El Barroco no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria, a un rasgo. No cesa de hacer pliegues. (…) Los lleva hasta el infinito. (…) Lo múltiple no sólo es lo que tiene muchas partes, sino lo que está plegado de muchas maneras”.
“’El pliegue’, Leibniz y el Barroco”, Gilles Deleuze
Enero, mediodía en Buenos Aires. La luz cae pesada sobre el asfalto. Un ojo inmenso derrama su infinito de luz sobre los seres y las cosas. Los ojos no encuentran refugio ni salida. Anhelan un retacito de oscuridad, un vértice de sombra. Los ojos no saben fugar más que en la distancia, pero de ellos hasta el horizonte no hay más que brillo, incandescencia, plenitud.
La plenitud es un horror. Es el poder absoluto y su ostentación ante lo moderado, lo perecedero, lo mortal.
La totalidad es un horror. Es una pantomima que promete absolutos y definiciones, enmascarada detrás de un eclipse sin elegancia. En este evento tan completo, nada queda en penumbras. Nosotros devenimos puro contorno encendido, mirada calcinada, ceguera fosforescente y empequeñecida ante la soberbia del sol.
Nunca me gustaron los mediodías de enero en Buenos Aires. Aunque el clima y la luz parezcan fenómenos naturales, hay algo inhumano en el ostracismo de las sombras. Demasiada completud, demasiado imperio sin matices del sopor y del fuego. Una “muchidad”, como decía Alicia en el País de las maravillas, con gusto a escasez.
En el claroscuro del atardecer o en las opacidades del otoño, me siento -no solo más a gusto- sino más humana. La singularidad de la vida persevera en los colores que no excluyen lo que decae, la juventud crujida, la tela y el rostro arrugado, las primeras canas del clima que anticipan el regreso del invierno. Por eso me gusta el barroco. No solo porque -como bien lo vio Deleuze- esconde y muestra en el movimiento de sus pliegues, sino por su carnadura, su audaz exponerse mortal, por su pintura que da el pulso de los transitorio, lo inmanente. Porque sus trazos ofrecen una cartografía, un diagrama posible del devenir.
UN BUCLE
Algo resiste siempre al reduccionismo que pretende considerarnos una suma de partes. En palabras de Leibniz: «La división del continuo no debe ser considerada como la de la arena en granos, sino como la de una hoja de papel o la de una túnica en pliegues, de tal manera que puede haber en ella una infinidad de pliegues, unos más pequeños que otros, sin que el cuerpo se disocie nunca en puntos o mínimos».
Si bien el encaje, el acople y la composición despliegan el juego de nuestro organismo, las turbulencias, la paz intensa de lo vivo en un instante y la piel de todo lo existente erizado en una porción de la dermis nos devuelven a nuestro territorio. Aunque hoy no es nada fácil encontrar el camino de regreso a casa: “la época que nos toca vivir se podría resumir como la historia de un mal encuentro. Encuentro entre, por un lado, una sociedad en crisis, presa de todo tipo de tendencias dogmáticas y, por otro, la máquina digital, cuyo motor ideológico busca evitar todo roce con el mundo. Es la razón por la que se expresa hoy un conjunto de elementos metafísicos muy fuertes, susceptibles de estructurar esta crisis y de transformarla en un nuevo estado. El eje central de esta ideología, que no parece ideológica, afirma que ‘todo es información y (…) todo lo que se refiere al roce no puede residir sino en dos cosas: sea el ruido, sea en algo que resiste aún’”. (1)
Pensar -mirar-, entonces, implica también buscar un rumbo hacia un buen y nuevo -o renovado- territorio. Pero cualquiera sabe que ningún regreso es posible. La casa de la infancia apenas es un claroscuro en nuestra memoria, el pulso de lo pasado vive entretejido y transformado en el discurrir de nuestras frases. Nadie regresa exactamente al sitio que abandonó.
Por tanto, no propongo un retorno, sino una vuelta, un giro, un bucle alrededor del barroco. Un modo de sacudirlo y observarlo más allá del corsé que lo define como una mera respuesta a una crisis de la razón. Sí, sí, entramos en el siglo XVII. Dios ha muerto un poco, pero no han muerto los grandes principios de la moral que se inmiscuyen en todos los rincones del quehacer humano.
LOS DESVÍOS LÚCIDOS
“En Occidente, el largo periodo que se extiende desde el final de la Edad Media, al Renacimiento, corresponde a una lenta reestructuración de paisajes, saberes, técnicas, relaciones sociales y familiares” (2)
En la pintura del Renacimiento, la luz, la armonía de las formas y la completud de lo visible eran los principales horizontes. En esta imagen de Pollaiuolo, el dibujo de los perfectos contornos, la impecabilidad de los rasgos y lo intachable del peinado nada cuentan acerca de los quehaceres de esta bella dama. No es una mujer en acción. Es el reflejo del acertado punto de vista del pintor soberano, que hace de este cuadro un universo donde plasma su propia mirada. Así, lo visto es dominado por la mirada que mira.
Así, “lo natural” resulta aquello que no sufre distorsiones, lo que no se “tienta” con los desvíos. Como señala magistralmente Marilena Chaui, en “La nervadura de lo real”, hasta la llegada de Kepler y otras novedades con respecto al funcionamiento de la luz y del ojo, la teoría visual -el ojo va con su rayo hacia las cosas, las palpa, las trae de regreso al cuerpo y luego al alma, que nos devuelve una imagen- y la teoría del rayo, favorita después del siglo X -es la cosa la que emite el rayo, y va derechito al centro de la visión en el ojo-, explicaban el modo en que era posible hacernos imágenes de las cosas.
Las dos teorías consideraban que la luz incidía perpendicularmente en la retina sin sufrir ningún desvío. El cristalino solo tenía la función de transformar el rayo en algo psíquico. Así, como dice Marilena, “el ojo era una ventana al alma, y el alma, un espejo del mundo”. (3)
Pero el final del Renacimiento hecha luz sobre algo bastante sombrío para el saber de la época: en cada ojo tenemos una lente, el cristalino. Esa lente desvía -refracta- la luz, previamente filtrada por la pupila. Y, así, desviada, es como llega la luz a las células de la retina. La imagen, entonces, se forma cuando, en la retina, bastones y conos absorben la luz, liberan energía y originan un impulso eléctrico que va hacia el nervio óptico.
Vaya sorpresa: el cristalino provoca un desvío esencial para que la imagen se forme correctamente. El desvío no solo no es una aberración, sino que es imprescindible para ver.
LAS PUERTAS DEL INFINITO
Qué tole tole de la luz en el siglo XVII, este mundo donde la Contrarreforma intenta barrer las huellas de protestantismo, donde la razón completamente iluminada ya no permite pensar el mundo, donde no se puede reinstaurar ningún territorio sobre el suelo del orden y la medida.
¿Qué hacer? Sin dios firme y lleno de combates, el Barroco multiplica los principios: hay muchos posibles, como diría Leibniz, aunque solo pasan a la existencia los más componibles: «Eso es el Barroco, antes de que el mundo pierda sus principios: el espléndido momento en el que se mantiene Algo más bien que nada, y en el que se responde a la miseria del mundo por un exceso de principios, una hibrys de los principios, un hibrys propia de los principios». (4)
Leibniz dirá que, entre todos, este mundo es el mejor de los posibles: «[El filósofo] es un Abogado, el abogado de Dios. (…) Se produce un derrumbamiento del mundo, de tal forma que el abogado debe reconstruirlo (…) A la enormidad de la crisis debe corresponder una exasperación de la justificación: el mundo debe ser el mejor…». (5)
Pero, de verdad, el Barroco estalla en interrelaciones, pliegues y matices. Qué excitante: hay, entonces, mundos aún no actualizados, hay muchas más opciones más aparte de la plenitud de la luz.
Hay, también, un tal Baruj Spinoza que dirá: “Dios -la naturaleza- es una sustancia única con infinitos atributos que se expresan de infinitos modos”. Ahá. Otra novedad. Cada existente es un modo de la sustancia. ¡Y los modos son infinitos! La infinitud es la puerta a la diversidad.
Si a esto le sumamos que el ojo ha devenido en una realidad físico geométrica en medio del mundo, que las imágenes se forman “dentro” del ojo luego de refractar la luz, tendremos entonces un ojo pintor. No capta la pintura, pinta.
El cristalino y sus desvíos, la imaginación excitada con otros mundos posibles y el infinito: el claroscuro tiene su escenario montado y hace su entrada.
DIFUMINAR EL IMPERIO DE LA LUZ
Mientras luteranismo y calvinismo espadean con la Contrarreforma, mientras aumenta la tensión entre absolutistas y parlamentarios, mientras la aristocracia partidaria de los reyes todopoderosos cincha con la burguesía local, que acumula nuevos poderes y empieza a sentar las bases del capitalismo, Europa pinta.
El dibujo deja el centro de la escena, porque los contornos se difuminan. La luz y el color se convierten en las grandes locomotoras de la imagen, ya no tanto línea y el trazo.
En el infinito, las formas se vuelven abundantes y las pinturas se llenan de volumen y de detalle.
Si no, mirá este Velázquez.
El enano bufón del príncipe, Francisco Lescano, está vestido de verde, color propio de las cacerías, como sabe bien cualquier lector de Cervantes. Sentadito pacíficamente en su cueva de meditación, no se preocupa por la perfección de los cuerpos y muestra la deformidad de su pierna sin tapujos. Ahora que el Barroco sabe que la luz es una realidad energética que va desde su fuente hasta el infinito, quiere mostrarlo todo. Viejos, enfermos, lisiados, hombres y mujeres en acción. Ya no importa el punto de vista del pintor. Ahora el ojo está inmerso en el mundo y es el movimiento lo que prevalece. A propósito: ¿qué tiene el Francisco entre sus manos?, ¿tal vez un pincel que el pintor le dejó para entretenerse?
Las sombras comienzan a convivir con la luz. Pero esto no es nada, ahí viene Caravaggio.
SE PONE OSCURA LA COSA
No hace falta ningún saber previo sobre qué es el “tenebrismo” de Caravaggio. Con solo enfrentar este “David con la cabeza de Goliat”, vemos que la paleta ya está muy lejos de aquellos colores del Renacimiento. Tonos plata opaca, ocre y negro le hacen sostener, en la entreluz del muchacho, la entresombra de una cabeza. Esa cabeza no es ni más ni menos que un autorretrato del propio Caravaggio. Parece que las cosas habían pasado de castaño oscuro en la vida del pintor. Acusado de homicidio, huyó de Roma y fue de ciudad en ciudad, pero siempre con el deseo de regresar. Como un intento de autohumillación frente al Papa, Caravaggio pintó esta, su última obra, en busca del perdón.
La cabeza no está ni viva ni muerta. La penumbra es un híbrido entre lo que falta y lo que late, entre presencia y ausencia. Puro pulso barroco.
Ah. Te pido, por favor: no te pierdas esta película sobre Caravaggio. La fotografía de este film es la manifestación más intensa de un claroscuro contemporáneo que he visto.
LA ALQUIMIA DE LA LUZ
Y, por fin, llegamos al Siglo de oro de la pintura holandesa.
Johannes Vermeer desveló a muchos. Sus cuadros parecen verdaderos fotogramas del siglo XVII. Pero, tal vez, no hubo nadie más obsesionado con Vermeer que Tim Jenison, quien se construyó una réplica del taller del pintor, trabajó con herramientas y pigmentos del Barroco y entregó mucho tiempo y pasión con el objetivo de intentar mostrar que, de verdad, Vermeer utilizaba un sistema de lentes para poder captar la luz plasmada en sus cuadros.
Lindo debate estalló entre críticos y pintores. ¿Le resta belleza o genialidad a una obra el estar mediada por un recurso técnico?, ¿le quita, acaso, esa singularidad de lo humano, de la que hablaba Benasayag, en la cita al comienzo de esta nota?, ¿dejaremos de admirar a Vermeer porque, tal vez, usó un sistema óptico para plasmar sus claroscuros? Hoy, cuando la interdisciplina es un hecho, resultan hasta casi obsoletos o absurdos estos planteos. Sin embargo, la agitación en tierras de la pintura aún sigue.
Pero hagamos una pausa en la pintura. Cómo no recordar que estamos en el siglo donde Spinoza, como oficio declarado a la luz del día, pulía sus lentes, aconsejaba a astrónomos para la construcción de telescopios y renovaba el territorio de lo que era posible ver. Mientras, como perseverancia protegida en las sombras, escribía su “Ética demostrada según el orden geométrico”, un modo de poner en evidencia las tinieblas y los brillos de las pasiones y de la razón humana.
Ahora sí, dicho lo anterior, regresamos a Vermeer y a su “Lechera”. Queda tan claro en este cuadro la novedad del Barroco: el movimiento de verter la leche, algo de estatua inmortalizada por la luz en medio de un quehacer, la naturaleza muerta sobre la mesa, el retrato social -la lechera, con su vestimenta modesta, con su virtud doméstica que, entre ocres y azules, está a punto de rescatar el pan viejo, quizás, en un delicioso budín-.
O enfoquemos “El astrónomo”:
Acá regresa la paleta de azules y ocres. Y otra vez la ventana, la misma ventana que vimos en el cuadro de “La lechera”, la ventana que era frontera entre el taller de Vermeer y el mundo, el ojo por donde pasaba un recorte de la infinitud del mundo iluminar el movimiento, los pliegues, las sombras de sus recortes de inmensidad.
FALTA EL MORFI
Y, por supuesto, en mi ventana al mundo -la de esta nota- es imposible barroquear a fondo. Ya sé que ni nombré a Rembrandt, que no mostré ni uno de los increíbles cuadros de Van Dijk. Pero todo no se puede ni se quiere.
Sin embargo, para postre, no quisiera irme sin decir una palabra sobre un cuadro de un alumno de Rembrandt, Nicolas Maes. A decir verdad, el siglo de la pintura holandesa está lleno de ejemplos de la importancia que tenía la comida vinculada a la moral.
Nicolás Maes, Holanda 1660, alumno de Rembrandt, lo que es evidente en el claroscuro.
Sobre la mesa aparecen dispuestos los alimentos habituales de clase media-baja: pan, manteca, salmón, cerveza, sopa. En una repisa en la pared, objetos que marcan el tiempo terrestre y el divino: una Biblia, un candelabro, las llaves el reloj de arena, todo casi en sombras, mientras una diagonal de luz corta la escena desde la mujer hacia un gato. La quietud de la comensal contrasta con el felino, que clava sus uñas en busca de algo de comida. Como les dije, el movimiento es lo central en la pintura barroca. Y la inmanencia: este instante no asegura qué vendrá, ¿el cuchillo en el borde de la mesa caerá y delatará al gato?, ¿el gato desatará un desastre y pondrá fin a la piadosa comida?
Es evidente que esta mujer no la está pasando bomba. O, si lo está, no lo manifiesta: la soledad, el claroscuro, los objetos piadosos no permiten ninguna sombra de relación comida disfrute. Pero sí comida deber.
HÍBRIDOS
Ahí, donde la mezcla nos señala la inconstancia de la materia, donde el devenir contorsiona sus piruetas al infinito. Donde llueve para siempre, mientras para de llover. Donde la boca de la noche muestra un sol entre los dientes. Donde el pleno mediodía retrocede ante la mínima sombra de una canción. Ahí donde no duramos, pero perseveramos. Donde la infancia es el regreso de la apuesta, entre achaques y canas. Donde la vejez se precipita en un rostro niño, con un sopapo impiadoso en medio de su candor.
Ahí mismo, es decir, en ningún sitio preciso, tan solo en esa calle que cambia de mano y dirección cuando estás por llegar y dobla justo en la curva de tu partida. Ahí fulgura la luz sucia, la sombra partida. Eso podemos ser.
(1), (2) «La singularidad de lo vivo», Miguel Benasayag
(3) «La nervadura de lo real», Marilena Chaui
(4), (5) «El pliegue, Leibniz y el Barroco», Gilles Deleuze