Ultraviolento: sobre el punk- rock en Buenos Aires
Por Néstor Grossi, el Moncho
TONTOS POBRES TONTOS
Las redes pueden transformar a cualquier mediocre en músico o, peor aun, en escritor. Hoy en día cualquier payaso convierte a Mp3 aquel CD que grabó con sus amigos del barrio en los noventa y se cree parte de una historia que siempre les cobró entrada. Lo peor de todo es que hablamos de gente grande, muchachones de entre 40 y 50 años quienes, de vez en cuando, se juntan en salas de ensayo a preparar el regreso o a festejar los 25 años de una banda que nunca pasó de tocar en cumpleaños; o que, con suerte, alguna vez tocó como soporte de alguien en algún pub de segunda. Eso quedó de mi generación. Y, si algo le faltaba a esta gran estafa, era conectar a todos estos imbéciles a través de la red.
Cuando el gran ojo del dios Google apareció en el cielo, sólo lo hizo para bendecirnos con aquellos discos que nunca pudimos tener. Pero pagamos el precio, aceptamos una historia distorsionada. Porque, en aquellos tiempos en que todos estábamos divididos, en la calle no sonaba eso que dice youtube.
DE VIOLADORES Y VIOLADOS
Cuando era muy pendejo, en aquel ciclo de películas de terror que emitía canal 13 los sábados por la noche, me encontré con la escena más cruel que había visto en mi vida: un auto azul que, por algún desperfecto mecánico, se detiene en medio de una ruta desierta. Una pareja de adolescentes rubios se baja y se pone a revisar el motor. Es de noche, a lo lejos se ven los faros de otro vehículo que se acerca. La parejita agradece a Dios y, segundos después, cinco o seis vagos se bajan de un Camaro. Al Romeo rubio le meten unos cachetazos y lo obligan a mirar cómo someten a su chica sobre el capot del auto azul, cómo le arrancan el pantalón para violarla, todos y cada uno de ellos, mientras ríen y se pasan las botellas. Lo peor fue cuando la novia comenzó a gemir y a moverse… La escena terminaba en un primer plano de la cara del pobre chabón. Yo estaba horrorizado frente al ITT Drean de 20 pulgadas y era tan crío, que ni se me hubiera ocurrido lo que seguía después: porque luego le tocaba a ella mirar cómo le harían lo mismo a él. Con apenas doce añitos, era demasiado.
Por todo eso, aunque habían pasado ya algunos años, no me hizo gracia el nombre de la banda ni los colores rosa y amarillo que usaban para el afiche, no encajaba. Y me lo repetía todos los días mientras cargaba mi tablero y mi regla por Av. Jujuy. Tocaban en un lugar llamado Palladium, el disco que presentaban se llamaba «¿Y ahora qué pasa, eh?». La banda: Los Violadores.
En uno de los recreos de la mañana en el industrial, le pregunté al tipo que más sabía de rock y a quien yo conocía, Roque Mastrocolla. Me dijo que estaba loco, que tenía que escuchar el disco entero y que, si podía conseguir el primero, mucho mejor. Me habló de un tema sobre Malvinas y de “Represión» y prometió grabarme algo si le llevaba un cassette. Pero no hizo falta, yo tenía unas monedas ahorradas, así que esa misma tarde, cuando volví a mi casa, agarré mi plata y me fui a la Galería París, entré en “Musiquita” y compré. «¿Y ahora que pasa, eh?».
Pil y Stuka habían llegado para salvarme de la idiotez. Tenía 14 años y me gustaban Fito, Soda y Zas. Al menos hasta esa tarde en que metí mi cassette nuevo y le di play: «¿A dónde estás, qué quieres hacer de tu vida esta vez? ¿A dónde vas, cuál es tu revolución? Si no la tienes, a tu lado no estoy. ¿Dónde estás, qué quiero saber de las guerras que son tu deber? No hay opción, tenés que luchar por tu vida o por tu libertad. Dime dónde estás dime dónde vas.»
Eso fue lo primero que Pil y Stuka me gritaron en la cara. Y le seguían: «Como la primera vez», Somos Latinoamérica, Sin ataduras». Y entonces saltaba la tecla de Play y había que girar el cassette para encontrarse con el lado B, que abría con «Comunicado 166», el tema de Malvinas, seguido por una canción que cambiaría mi vida, toda, para siempre: «Quiero ser yo, quiero ser libre»: «Voy caminando por la calle / nada afecta a mi mente / veo gente que me observa / como si yo fuera un demente. / Ya no quiero ser más un marginado / tampoco quiero ser dulce y limpio / no quiero ser hermoso y gentil / no quiero que vivan mi vida por mí. / Ya no quiero más mirar televisión. / Ya no quiero más ir a trabajar. / Ya no quiero más seguridad / todo lo que quiero es posibilidad / todo lo que quiero es elegir / y solo nos ofrecen sobrevivir. / Quiero ser yo, quiero ser libre. / Todas las cosas en la vida / serán libres oh no / tendremos que vivir y dejar vivir / y entonces todos / viviremos nuestros sueños / no lo creemos, pero dicen que es así. / Yo soy yo, vos sos vos. / El aburrimiento me está carcomiendo / sólo nos queda mofarnos de este mundo / y a mí que me importa, sí, sí, que me importa / esta es nuestra única forma de ser. / Ya no quiero más viejos uniformes. / Ya no quiero más ir a trabajar. / Ya no quiero más seguridad / todo lo que quiero es posibilidad / todo lo que quiero es elegir / y solo nos ofrecen sobrevivir. / Quiero ser yo, quiero ser libre.»
A continuación venía el hit, el tema que había sacado a una banda punk del under: «Uno, dos, ultraviolento». Luego, «Espera y veras». Y el gran final, el tema que hasta el día de hoy sigue siendo mi himno de batalla: «Nada ni nadie, nos puede doblegar».
Así llegó el punk rock a mi puta vida.
NOCHES AL PEDO
Roque Mastrocolla había tenido razón. Por eso mismo, en invierno de 1987 decidimos que iríamos a Prix D’ami, un boliche nuevo en Belgrano. Tocaban los Viola y nunca habíamos salido de noche todos juntos. Éramos cinco: Roque, Garrafa, Rubén Bleizaga, uno más que no puedo recordar su nombre y yo.
Nos encontramos en la estación, en Barrancas de Belgrano. Era un sábado frío y nos tomamos un cartón de vino en la plaza, mientras planeábamos cómo entrar sin un peso. Cuando se nos acabó el vino, al pibe de quien no recuerdo cómo se llamaba se le ocurrió que podíamos comprar una petaca en el kiosko y, de paso,o lo robábamos. Y eso fue lo que hicimos. Después nos vimos corriendo por las calles de Belgrano hasta parar en un pasaje a contar el botín: una petaca de Mariposa, varios paquetes de puchos y chocolates. Éramos unos pendejos, teníamos apenas 15 años y estábamos borrachos y solos en medio de una ciudad que se preparaba para recibir a toda la magia del mundo, mientras el país comenzaba a desmembrarse y a nosotros nos importaba una mierda.
Nos tomamos la petaca con plata que pedimos pidiendo plata en Cabildo. Nos compramos otro vino y nos sentamos en la vereda de enfrente a Prix D’ami. Roque le puso una «pasta» al cartón y ahí nos quedamos todos en una escalinata de lo que parecía ser un estacionamiento o uno de esos colegios nuevos de ladrillitos.
Sólo Roque zafaba de la pinta de pendejito. No pasaríamos ni con entrada. La única posibilidad era durante los dos últimos temas cuando abrían las puertas del boliche y entonces colar. Pero nada, lo más cerca que estuvimos de los Viola fue ver a Stuka doblar la esquina y acercarnos hasta él junto al montón de gente. El resto de la noche la pasamos en esa vereda de enfrente, tomándonos el tetra y fumando Derbv suaves, mientras veíamos crecer la tensión entre la gente sobre Ciudad de Paz.
Es que, por aquellos tiempos, recién comenzaban a mezclarse las tribus. A los Viola iban a verlos muchos rockeros, heavys y los pocos punks con crestas que flotaban sobre Buenos Aires. Así que nunca faltaban las peleas.
En todo el tiempo que pasamos en esas escalinatas, un rockero gordo y un heavy se rompieron la cara en medio la calle, mientras el tráfico de Ciudad de la Paz los esquivaba. Más tarde otros dos del mismo barrio peleaban por un vino o por un tajo y así, hasta que una bandita de Lugano le zarpó la campera a un cheto que pasaba por la esquina menos indicada. Y, como el cheto era del barrio, volvió con todos sus amigos más tarde, cuando ya habían dado puerta y la gente comenzaba a entrar. Hubo una corrida, se escucharon vidrios rotos y bocinas y todo terminó en una batalla campal, a piedrazos entre el público de los Viola y los al menos 30 vagos que había traído el cheto de Belgrano. Cuando empezaron a escucharse las sirenas de la poli, nos fuimos al carajo. Nos detuvimos en la puerta de una pizzería chiquita y contamos cuáanto podía poner cada uno. Para una pizza y una birra, daba. Tomamos tres.
-¿Saben qué es un paga dios?-— Dijo Roque.
Y esa fue la primera noche de rock en mi vida. La terminamos como la empezamos, huyendo de los buenos. Corrimos todos en direcciones distintas hasta nuestras paradas. Amanecía sobre Belgrano, era la primera vez que estaba solo, borracho y medio drogado en la madrugada de Buenos Aires. Solo el frío me mantenía despierto, mientras esperaba el 65 y el cielo comenzaba a ponerse azul entre los árboles.
Me subí al bondi, después de tres puchos.
A pesar de no haber podido siquiera escucharlos desde afuera, había sido una noche perfecta, todo eso era lo que yo quería para mis fines de semana. Pero me faltaban al menos dos años más para poder entrar a los boliches. En ese entonces, para un mocoso de mi edad, solo existían “Cemento” y “Obras” para ver un banda. Así que debería enganchar a “Los Violadores” en “Cemento” o rezar porque algún día volvieran a tocar en “Obras”, pero solos, sin ser teloneros de nadie. Porque el primer Obras” de los “Viola” fue con” Los Ramones”, pero yo los odiaba en ese momento. No me quedaba otra. Y recé, hasta que el 2 de agosto de 1988 pude verlos por primera vez en el mejor lugar del mundo.
Cuando me bajé en el Parque Centenario, ya sonaban los malditos pájaros del amanecer. Encendí un tucón que me había encanutado y, mientras Eduardo Acevedo flotaba bajo mis pies, caí en que jamás volvería a calzarme una campera de jean. Aunque no era Punk, para agosto del 88, usaba borcegos hasta las rodillas y pantalones rotos, tenía una campera verde y militar con dos pins en la solapa. Uno era la SG doble mango; el otro, uno redondo y negro, con una A en rojo mal dibujada.
Sí, estaba perdido. Y me gustaba.
A LA MIERDA
Mi generación no sólo envejeció de una manera ridícula, también fuimos los responsables de desetiquetar al rock. Fuimos, fuimos criados durante el auge de la FM´s, en medio de una marea de bandas y los primeros festivales. “Los Violadores” fueron la primera banda punk en nuestro idioma y que llegaba al oído del rocanrolero. Muchos de los que llevábamos lenguas stones en nuestras espaldas comenzamos a escuchar a “Los Ramones». Entonces, logramos filtrar el mensaje, encontrar la misma ideología en otros sonidos. Podíamos ser punkis sin escuchar a “Los Pistols” ni a “GBH”. Sin pertenecer a ese mundo de fanzines y alfileres de gancho, sentía el mismo asco: mis amigos me parecían unos tarados, no soportaba a nadie y odiaba estudiar, me daba náuseas la vida en familia y no creía en nada, salvo en que no había un futuro, en que sólo estábamos vivos para morirnos y nos importaba un carajo.
Buena historia, esta bueno saber que paso con toda esa cultura que hervia en la sangre de las generaciones que todavia sentian algo.
Gracias por leerme Augusto. Si te gustan las historias rockeras de aquellos años, te invito a leer «La Hora del Cordero», en pocas palabras: te invito a la primera misa ricotera.
Tengo 40… acertaste todos los adjetivos con que el primer párrafo describe a los «muchachones de 40 a 50 años». Hermoso retrato de la época. Saludos Nestor.