Ultraviolento: Sobre consorcios y suicidas.
Por: Luisa Luchetta
EL 5TO. “C”
“Ella toma el ascensor a la mañana sin temor a que se caiga/ baja en el quinto piso y toca con dos golpes/ a la puerta “C”/ se abre y entra Mariel”
“Mariel y el capitán”, Sui Generis
TANGO, MATES Y VINO
El supermercado chino tiene buenos precios en vinos y whiskys. Así que el hombre compró las botellas que la bolsa del “Día” podía aguantar. Salió y encendió el segundo cigarrillo de la mañana. Su espalda gibada por los años junto a las rodillas algo flexionadas le provocaban un doloroso caminar sobre sus inflamados pies. De tal modo que los pantalones, surgidos como manantial desde la descolorida y sudada camisa, se arrugaban perezosos sobre el suelo de la avenida.
Su mujer seguía bajo la ducha cuando él llegó. Lentamente, llenó la pava, la puso sobre la hornalla y, mientras cebaba el mate, le vino a la memoria un tango. «… Vieja, fané y descangallada, la vi una madrugada…». Pensó, con media sonrisa, que jamás la vería así, siempre sería joven para él, su piel durazno en la memoria, nunca una imagen cuarteada.
Ella salió, dijo que a trabajar, pero no él le creyó. ¿Por qué se había perfumado y puesto los zapatos de taco que usaba para las reuniones familiares? Le pareció excesivo el maquillaje y la remera tan ajustada… Buscó en la cajita de madera pintada de azul algo de dinero. «Se llevó plata… ,¿en qué había gastado los trescientos pesos de ayer?”
Le gustaba fumar un cigarrillo asomado al balcón del aireluz. Miraba el techo sucio del supermercado chino, los balcones ajenos, los patios de la planta baja del edificio. «Las viejas chotas del consorcio otra vez aumentaron las expensas, la puta que las parió».
LA ÚLTIMA CENA
Su jubilación no era nada del otro mundo. Los remedios que le recetaba el psiquiatra ya no tenían descuento. Menos mal que la pendeja lo bancaba. «¿Por qué no se van todos a la reverendísima mierda de la concha de la puta madre?».
Preparó un guiso de lentejas, como le gustaba a él, bien picante. Acompañaron la comida con vino y cigarrillos. ¿Cómo empezó la discusión? Primero fue un insulto, luego otro y otro más.
La silla terminó en el piso.
Un cachetazo.
Un empujón.
La botella vacía dio contra la pared, de manera que las chorreaduras simulaban lágrimas de sangre.
La situación ya se tornaba inaguantable. Otra vez, otra.
Basta.
“La perra se va a acordar siempre de mí. Hija de puta.”
EL GRITO
«¡Mi marido se tiró! ¡Ayuda!» Una voz, ángel insomne, le responde: «¡Está bien, calmate!»
Muchos, despertados por la gritería, aún hoy recuerdan el ruido del golpe al dar sobre el patio del vecino de la planta baja. Ruido extraño, fantasmal. Les costará olvidar el sonido del cierre de la bolsa plástica interrumpido por las secas voces de los policías.
LA BÚSQUEDA
¿Existe la sinrazón?
Día 3 después del suceso. En el ascensor. El diálogo que se reproduce a continuación es casi copia fiel del que de verdad ocurrió. Todos los eventos aquí narrados sucedieron en el barrio de Caballito. Los recursos utilizados en la presente narración y los omniscientes son aquí el único aporte que realizó la ficción. Pero vamos entonces a disfrutar esta “bella” charla.
– ¿Se enteró lo del 5to.C ?
– Sí, claro, mi hijo escuchó todo.
– Le gustaba el vino al tipo.
– No creo haberlo visto nunca antes, no sé quién es.
– Era un viejo, la mujer es mucho más joven. Antes era gordita, últimamente adelgazó mucho.
– Ya llegamos. Buen día.
Fin. Notable biografía. Concisa y pertinente, adecuada a los tiempos de los ascensores.
RUBIAS DE NEW YORK ( Fe de errata: en vez de New York debe decir Caballito)
La tintura amarilla es acompañada de reflejos, planchita, manos y pedicuría. Estúpidos comentarios de la clienta referidos a sí misma, invención de éxitos, ensalzado de familia, viajes al exterior y demás. Oídos llenos de cansancio los de la peluquera, gestos- tantos-: no tienen más remedio que incorporar algo de esa «información» para mantener el negocio a flote.
Después de esta postal, podría ir la siguiente: Peggy y Betty se reúnen en el palier, como de casualidad, aunque estaban buscándose desde que el vecino de la planta baja reclamó la reparación del techo de policarbonato que el «tipo del 5to. le rompió al lanzarse desde la ventana de su departamento».
Ambas pertenecen al Consejo de Administración.
– ¡Qué descaro! Tener techo de policarbonato es ilegal. No puede reclamar ninguna cosa.
– A mí me parece que la mujer de él tiene que hacerse cargo. Si lo agarraba a tiempo, no rompía nada.
– Encima, vino la policía, qué vergüenza…
– No hay que pagarle ni un peso a nadie. Al contrario, nos deberían pagar este disgusto.
– Tengo una filtración en el pasillo al lado del baño. Es una mancha amarilla, como un globo.
– ¿Ya llamaste al administrador? Yo hice que me pintaran el departamento entero, sólo por una manchita parecida.
– Sí, claro. Ya elegí el color.
– ¿Te veo en la fiesta de la parroquia?
– Por supuesto, voy a la peluquería y llevo dos bolsas grandes de basura – se las pedí al encargado- llenas de ropa que ya no usamos.
– ¡Divino! Hay que dar para recibir. La virgencita nos guía y nos acompaña.
Todo vuelve, gracias a Dios.
Nos vemos.
Para terminar, quiero contarles una escena que, en principio, parecería descolgada de la historia del consorcio. Nuestros ojos han comenzado, peligrosamente, a acostumbrarse a las familias sin techo que habitan en nuestras calles, a los niños que buscan comida entre la basura.
Sin embargo, a las claras, algo se ha impregnado en nuestra subjetividad, que casi es solo intra y ya no intersubjetividad. Los otros son un estorbo. Un estorbo que, mientras se mantenga dentro de la disciplina esperada, podemos tolerar, con la nariz llena de frunces. Pero que no se les ocurra ensuciarnos con suicidios o reclamos de mayor bienestar. Que no se les ocurra protegerse del sol, la lluvia o simplemente sentarse en la estación del metrobús, sin hacer la cola correspondiente a la espera del colectivo justamente donde no hay techo. Que no se les ocurra ver a la embarazada que reclama un asiento en el tren o la intolerable presencia de un niño discapacitado. Así, podría continuar con la enumeración hasta el infinito (hay escenas por demás absurdas). No existe fin en nuestra capacidad para ver la aguja en la paja ajena.