Deseantes: sobre el Yoni

Por Néstor Grossi

DÍAS DE GARAGE

Llegaron de a poco, entre las sombras de una noche que los llevaba hacia un mismo lugar, donde el deseo de quienes nunca tuvieron nada y las sobras de quienes lo tuvieron se mezclaban. Entonces el Hotel y los deseantes, el reino de un loco que se alzaba al final de un pasillo, en Colegiales.

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Ya había escrito dos o tres canciones y quería más, quería un disco entero. Ya había aprendido a puntear, tenía una SG Hagstrom y un pedal de distorsión que enchufaba en un equipo Alarsonik hiper nacional. Yo no hacía otra cosa que escuchar música y tocar sobre discos, sobre la radio o con la TV de fondo.

Hasta ese momento, en mi legajo rocanrollero había participado en dos bandas punks, otras dos de hard rock y Sr Tickson grunge. O, al menos, eso intentábamos en pleno 1993 el Gordo Ale, Negro Nievas y yo. Y tengo que incluirlo: Yoni, quien en ese momento de su vida seguía siendo un niño rico, que se había nombrado nuestro representante y empezó a pagar los ensayos y el vicio de todos. Justo, cuando más locos estábamos.

Sr Tickson sonaba genial. Pudimos habernos convertido en la banda del barrio, del Centenario; era nuestro tiempo, nuestro momento, pero había un problema: yo, que estaba en contra de todo, hasta de nosotros mismos y me moría por tocar blues.

Y me sacaba el gusto los viernes, con un rejunte de amigos todos músicos de estudio, zapábamos en el sótano de el Innombrable hasta después de la media noche y salíamos de tragos.

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Si algún día Sr Tickson se separaba, yo la próxima haría rocanroll. Me daría igual si fuera blues o punk, la cuestión pasaría en cuánta distorsión pondría a mi guitarra. Mi primer disco sería una mezcla de los géneros.

Escuchar mis canciones grabadas, solo eso deseaba. Y pensaba hacerlo realidad. Hasta que, una tarde de 1994, todo se fue a la putísima mierda en un abrir y cerrar de ojos. A pesar de que nunca abandonaría mis sueños, mi deseo terminó disparado en otra dirección, hacia otro objetivo: mi maldita mente y su libertad.

Hasta la tarde del 24 de octubre de 1994, me decía: no había perdido jamás con faso encima, había dejado el vicio de vender y tenía el mejor laburo que podía tener un repetidor hijo de dos empleados municipales. Comenzaba a ponerme flaco, a ganar buena plata y a vestirme mejor. Ese fue mi único y último laburo de oficina. Esa puta tarde de octubre se me dio por llamar a la casa de Yoni para ver cómo iban las cosas y el embarazo de su mujer. Me atendió la madre, me pidió que fuera. Le pregunté si había pasado algo y me contestó que a María se la había llevado la policía y que Yoni había desaparecido. Me insistió en que necesitaba preguntarme algo… y no sé por qué o a cuál código respondí -a Yoni apenas hacía 2 años que lo conocía-. Pero fui.

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ME MATA EL LIMÓN

Debí haberlo tirado por el incinerador, pero no pude. Eran 700 gramos de marihuana en bloque que Yoni había traído de Paraguay. Metí el ladrillo en mi mochila toda escrita con liquid paper. Tuve que hacer fuerza para poder pasar el cierre y bajé los cinco pisos por la escalera. Ni siquiera se me había cruzado la idea de qué estaba a punto de pasar. Abrí la puerta del edificio y salí, tenía unos metros hasta Aranguren, después derecho cinco cuadras y mi casa. Cuando doblé, vi un Renault 12 a contra mano por Ambrosetti. No me apuré, me metí un Phillip en la boca y abrí bien los oídos: pasos que se apuraban. Un Duna gris y un Peugeot 504 que venían por Aranguren bajaron la marcha. Escuché la voz de alto, el resto fue un griterío.

Dos horas más tarde, mi vieja se enteraba por Nueve Diario. Me reconoció por la campera de jean que tenía sobre la cabeza cuando me ingresaban al Duna gris con una licuadora azul sobre el techo.

Pasé los peores nueve días de mi vida, casi sin dormir, en guardia todo el tiempo, aterrorizado, asfixiado. Salí de toda esa mierda con una causa judicial por encubrimiento y tenencia de drogas.

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María se llevó lo peor. Por aquel entonces, ella era la única de los tres que tenía antecedentes. Lo de Yoni fue corto, dos días a lo sumo. Y la poli no lo había capturado, él solo se entregó al comisario de la 11 y se hizo cargo de todo el faso con el que me habían agarrado. Hasta el día del juicio estábamos bajo el ojo del juez.

Después del allanamiento en el piso de Caballito, los padres no encontraron otra forma de sacarse a Yoni de encima más que regalándole la casa que había pertenecido a su tía y llevaba unos años deshabitada.

Lo primero que hicimos fue encender uno. Una casa enorme para Yoni, María y a quien ella estaba a punto de parir. Tenía tres habitaciones y un baño conectados por un vestíbulo hacia una cocina comedor bien grande, un patio trasero con otra habitación y el clásico lugar donde uno metería las herramientas o las cosas del patio.

-Joya, Negro, esa es nuestra sala de ensayo- me dijo mientras subíamos la escalera hacia la terraza.

Además fue mi habitación. Ese mismo verano me fui a vivir con ellos.

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LA SUERTE DE EL REY

En 1995 toda la gente con la que me relacionaba tenía una banda o eran músicos de estudio. Y también estaba El Yoni, que no era ninguna de las dos cosas, pero sí el único que me entendía sin mirarnos. De alguna manera, el siempre adivinaba a dónde iban a caer mis dedos sobre el diapasón. Y, como vivíamos juntos, no hacíamos otra cosa que zapar hasta que se nos acababa el whisky y el porro o los pájaros comenzaban a cantar y ya no servíamos para nada. Si se consideraba a Vitico un bajista cuadrado por tocar con dos dedos, no sé cómo calificar a Yoni, que tocaba con un dedo, pero era un reloj. Yo le pasaba las bases de mis canciones y él las rasgueaba en la criolla mientras esperábamos literalmente el día del juicio. A pesar de todo, se recontra puso las pilas y compró un bajo Faim, empezó a estudiar música y a juntar billetes para un equipo, aunque fuera nacional. Una tarde de marzo, apareció con un 25 y la plata para ir de compras. Fumamos una vela mientras yo me cambiaba y después salimos directo para el centro: lo que no recuerdo es por qué María estaba con nosotros, tenía una panza que estaba a punto de estallar.

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Por Talcahuano vimos una oferta en vidriera y entramos; como yo era el que sabía, me hice cargo de la operación. Todos los vendedores estaban ocupados, así que nos atendió el dueño. Le pidió a un empleado buscar en el depósito y, mientras el chabón nos terminaba de cobrar y entregar la boleta, Yoni miraba guitarras drogado y con su bajo en la espalda. El Dueño nos dijo que podíamos retirar el equipo en embalajes, al final del mostrador. Lo que pasó a continuación, hasta el día de hoy no lo entiendo: el empleado del depósito apareció y le mostró la caja de un equipo Fender de 40 watts a su jefe. Éste asintió, entonces el pibe fue por equipo nacional y nosotros tres al final del mostrador, donde el pibe del depósito había dejado la caja. No sé dónde estuvo la confusión o si fue sólo un milagro. Vi con propios al empleado tomar de la manija al equipito nacional y venir hacia donde estábamos; como el mostrador tapaba la vista, pareció apoyarlo en suelo y se puso a buscar cinta y cúter. Cuando tuvo todo, volvió a agacharse, levantó un equipo y lo metió de una en la caja.

– Perdón – dijo -, ¿querés verlo?

Y, sin soltarlo de la manija, apenas lo asomó de la caja, lo suficiente como para ver las letras plateadas que comenzaban con una F, y lo volvió a meter en la caja.

El mundo y mi corazón se detuvieron un segundo: vi al vendedor meter un equipo Fender en la bendita caja y cerrarla con cinta, mientras yo aguantaba el infarto y lo miraba esmerarse en pasar el hilo para hacernos una manija y que lo podamos cargar. Ni sé qué hacía el dueño, cuando el pobre vendedor empujó la caja sobre el mostrador. La tomé de la atadura y volví a respirar. Le agradecí de corazón y me di media vuelta.

Vamos -dije a Yoni y Maria-. Y vámonos ya -solté por lo bajo, dos pasos después.

Quizás fue por como lo dije, pero Yoni y María salieron como si hubiésemos asaltado el lugar.

Vi todo —dijo ella, ni bien cruzamos la puerta-, salgamos para Corrientes.

Caminamos media cuadra apurados y nos echamos a correr por Talcahuano. Yoni, que no entendía nada, con el bajo en sus espaldas, María con la panza y yo, con el equipo Fender que diosito nos había regalado. Pero eso no era todo, porque el Fender vendría con un pan bajo el brazo.

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Llegamos y el 25 todavía estaba ahí. Compramos cerveza para mí, whisky para Yoni, enchufamos todo y nos pusimos a tocar durante horas, hasta que María empezó a romper las pelotas con la puerta, como siempre. Nosotros estábamos tan locos que no le dábamos bola, sabíamos que no nos dejaría estrenar el equipo en paz; pero golpeó tanto, que dejamos de tocar y mientras nos meábamos de risa, le abrimos: estaba ahí, sosteniéndose la panza con las dos manos bajo el marco de la puerta y furiosa. Y nosotros que no podíamos parar de reír, por el faso o por el pedo, mientras ella nos decía que estaba por parir y no le creíamos nada. Yoni le recomendó acostarse, ella lo puteó y seguimos tocando un rato… Volvió diez minutos más tarde y esa vez le creímos.

—Fue la corrida — dijo en el taxi, mientras íbamos a toda velocidad desde Colegiales hacia el Hospital Durand.

EN VIVO Y RUIDOSO

Quizá fue la llegada de Fidel, pero durante un buen tiempo reinó la paz; Yoni y yo tocábamos todas las noches, siempre venía algún amigo y pintaba un asado improvisado, que terminaba en un amanecer de Redondos y merca.

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En enero del ´96, por primera vez en mi vida, tocaría en vivo con una banda, la peor que tuve: la 69 Rokanrolla band. El lugar sería un local de la Izquierda. Era un festival en contra la represión policial y por la libertad de un tal Panario. Fue en San Martín, todas bandas punks, metaleras y nosotros, con «la balada»  cantada por mí. La banda era un asco y teníamos un repertorio horrible, variado en estilos a causa de las diferencias musicales. El repertorio constaba de cuatro covers, tres canciones del bajista y una mía, la balada. A pesar de toda esa mierda, fue una de las mejores noches de mi vida, sólo faltaron todos mis amigos, los pibes del barrio que me habían soportado cuando no sabía ni armar un acorde. Del Centenario ya no quedaba nadie. Mientras tocaba pensaba en Loli, en el Cuervo y en Chelo, en el Bicho, en cómo ese año se habían separado nuestras rutas. Yoni tampoco fue a la tocada, la Rubia estaba en Gessell todo el verano. Mi novia fue la única testigo de aquella noche. Y, aunque dábamos asco, no pifiamos; hasta la mitad del show, el público agitaba y pogueaba. Después, cuando empezamos con una zapada muy viajada, la gente se calmaba, iba por cerveza o empezaba a discutir. Mientras tocaba se veía que algo pasaba. Terminado el instrumental, llegaba mi momento, quedaba solo al frente de la banda y tenía que cantar: Revolución Interior, de los Violadores, y mi balada adolescente que no recuerdo ni de qué hablaba, sólo que era en La menor. Después del solo vi cómo el público, de golpe, salió como absorbido por la entrada. Canté la puta balada ante cinco o seis personas y mi novia. Los últimos dos temas los hicimos mientras, en la calle, el mundo se cagaba a trompadas y yo terminaba mi bautismo de fuego tocando como nunca.

Fue como tenía que ser, puro punk rock, pero los pibes no estaban.

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Ni bien dejamos el escenario, salí a la calle al tiempo que los de afuera comenzaban a entrar. Tocaba la banda que habían venido a ver todos, la del barrio.

Me fui hacia la esquina más oscura y encendí el fino. Después de la noche que había deseado toda mi vida, supe que tenía que armar una banda de verdad. Fumaba rápido, miraba el tráfico. Cien metros después, al llegar a la otra esquina, me escupí los dedos y lo apagué. Una sola lancha y no necesitaba tener el porro en la mano para perder. En ese instante, entendí que, desde aquel octubre del ´94, no encendía un porro en la calle, que estaba en mitad de la «probation» y de un tratamiento de rehabilitación ambulatorio. Y todavía restaban seis meses de trabajo comunitario antes del juicio. Un juicio que podía cambiar mi perra vida para siempre.

No, esa no era la noche que había deseado desde que mis quince años. No era libre de nada, aunque estaba en la calle, no podía ir a fiestas ni beber alcohol. Y ni hablar de drogas. Si quería salir de Bs As, tenía que pedirle permiso a un juez. Simplemente, con caerle mal a un poli, estaría jodidísimo.

Había mi cumplido mi sueño más grande. Pero hablar de deseo, en ese momento, era hablar de otra cosa, porque lo único que yo más quería era mi libertad. Que llegase el día del juicio y al carajo.

SÓLO POR ELLA

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En Colegiales la paz llegaba a su fin. A las batallas entre Yoni y María se le sumaba la familia de El Enano, recién mudada. Ya eran tres pibes y dos parejas que peleaban la mayor parte del tiempo. Siempre había alguien a mano para rompernos las pelotas cuando nos poníamos a tocar. Entonces, decidimos redoblar la apuesta y en lo que era el comedor metimos una batería, dos equipos de guitarra y el de bajo que diosito nos había regalado. Listo, nos ahorrábamos un dineral en sala de ensayo y no teníamos que mover el culo para nada. Ya no éramos un dúo, teníamos una banda.

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Aunque María intentaba disimularlo, estaba furiosa. Ensayábamos cuando ella no estaba, dos veces en la semana y el domingo, en su único día de descanso. Tarde o temprano, iba a estallar y yo esperaba no estar ahí cuando eso sucediera. Ya había sofocado suficientes peleas entre ellos. María era gruesa, fuerte y tenía más combates que cualquiera de los hombres que vivíamos en esa casa.

Por suerte, la mañana que explotó no estuve. Llegué varias horas después. Entré a la casa. En el comedor, Yoni se clavaba una chocolatada. En el cenicero, había medio porro encendido. Tenía el pulgar izquierdo vendado, cubierto de cinta blanca de hospital. ¿Qué mierda le había pasado? El vendaje estaba manchado, la cara de orto de Yoni era total:

-Van a tener que buscar otro bajista – dijo, se limpió el Nesquick de la boca y fumó.

Discutieron, se fueron a las manos. Y, en un intento por zafarse de él, María, con un mordiscón, terminó con todos los deseos del Yoni. Fue un ataque directo y final. Hasta podría decirse que pensado. Para cualquier persona que deba sujetar el mango de un instrumento de cuerdas, el pulgar izquierdo es la vida misma. Yoni estaba Out. Buscamos otro bajista, uno que usaba todos los dedos. Y la banda siguió. Con ellos cumplí el sueño de armar mi banda de rockanroll y blues, salir a tocar casi todos los fines de semana y tener un grupo de seguidores.

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Mientras tanto, Yoni se dejó caer en la cama. Nunca lo había visto tan deprimido en mi vida. Sólo se levantaba a las cinco de la tarde para ir a comprar cocaína a Boedo y volvía a tomársela en su casa, con el Enano. Entonces se quedaban con las ganas y salían a buscar puntero por el barrio. Conocieron gente nueva que empezó a visitarnos todo el tiempo, a consumir o a vendernos. Sin embargo, mi ciclo en Colegiales había terminado. Tarde o temprano, caeríamos presos otra vez. Además, faltaba un mes para el maldito juicio y no era mala idea estar en mi domicilio legal por si las cosas salían mal.

En lo que iba de ese siglo, Yoni no volvería a hablarme de zapar. Para cuando tuvo el dedo totalmente sano, ya se había tomado el bajo y el equipo Fender que diosito nos había regalado.

LA CANCIÓN SIGUE SIENDO LA MISMA

Voy a ahorrarme los detalles, pero del juicio salí -dentro de todo- bien parado. Al menos algo de mi pequeña libertad mental estaba recuperada. Y no pensaba arruinarlo, el ´97 fue mi año. Tenía mi banda a full, Mandrágora -una banda donde era asistente, comenzaba un nuevo ciclo-, laburaba y estudiaba por las noches.

Con el tiempo empezamos a vernos menos. Ya no tenía tanto tiempo como antes para ir durante horas a Colegiales a drogarme con mi amigo. En 1998 ya casi no nos veíamos, lo visitaba una vez por mes y cada vez menos.

Cuando el siglo terminaba, me llamó una tarde para contarme que se iba a vivir con sus padres, que lo bancara en Colegiales. Esa fue la última vez que vi a María. Después de la muerte del padre de Yoni, la madre vendió el piso en Caballito y compró una casa enorme en Boedo y él volvió a su barrio natal, con sus amigos de la primera adolescencia.

Durante unos años nos perdimos el rastro.

Un par de años más tarde, pasé por su casa a ver si seguía vivo. Obvio.

Después del primer porro juntos -en años- lo primero que hizo fue proponerme que volviéramos a armar una banda, a revivir aquel dúo que, en joda, llamábamos «Sordos y Mancos». Y también me preguntó lo que me pregunta hasta el día de hoy: ¿todavía tenés los cassettes? Esa tarde me contó que militaba con el Partido Humanista, que, en un mes, habría un evento muy grande en el local, que iban a cortar Chiclana, que iría la murga, asado, tango, dos bandas de rock.

¿Por qué no tocamos?

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Yoni estaba loco, pero le seguí la corriente. Yo terminaba de grabar en CD mis canciones de forma casera, ya había decido no saber nada de tocar en bandas. Me la pasaba más frente a la máquina de escribir que con una guitarra en la mano. Pero tenía el oficio y nadie conocía mis canciones como Yoni. Y lo que no conocía lo adivinaba. ¿Existía otra persona que musicalmente me conociera tanto? Sí, el Gordo Ale, el batero de todas mis bandas.

Durante treinta días, ensayamos cuatro covers y cuatro canciones mías. Yoni había dicho la verdad, el lugar era una peña, con mesas en las veredas y la calle cortada, con dos parrillas enormes afuera y los vecinos que empezaban a sentarse. Saldríamos bajo el nombre de Sordos y Mancos. Primero iban los tangueros, después las dos bandas de rock; entre ellas, nosotros. Mientras esperaba, no hacía otra cosa que ir y venir a fumar porro con los amigos de Yoni al pasaje, comerme un chori picante y seguir bebiendo. A la once de la noche, cuando nos llamaron al escenario, ya estaba demasiado ebrio para todo. Yoni, duro como una piedra.

Hicimos los temas que teníamos armados, uno atrás del otro, como los Ramones. Yo bebía un vino del pico. Antes del final, se me ocurrió improvisar en la menor. La gente comenzaba a hablar, a pararse y acercarse a la parrilla. Yoni me gritaba al oído que no podía más con la mano. Yo estaba tan borracho que nadie iba a bajarme de ahí. Y el Gordo, siguiéndome, como siempre. Terminado el show, le insistí a Yoni uno más, Blues en mi, le dije. Y arranqué. A mitad del tema, se descolgó el bajo y se lo pasó a un pibe que estaba sentado cerca, en una mesa. Ale y el desconocido me siguieron hasta que terminé, después quedé solo en el escenario, muy en pedo para entender lo que pasaba. La gente se iba. A lo lejos, se escuchaba la murga que se acercaba a puro bombo sobre la avenida. Yo, seguía en medio del escenario, con la guitarra que acoplaba, y los tres tiros que sonaban en el cielo de una noche calurosa.

Última tocada, Negro; recogí la botella que estaba a mis pies, bebí un sorbo largo y metí mi Strato en el estuche para no volver a verla jamás. En ese instante, comprendí que todo esto era gracias a Yoni, que su deseo no había muerto jamás, que era el mismo de siempre; y que esa noche el deseo se había hecho realidad. Era La primera vez que Yoni tocaba con una banda ante un público; y, para mí, el final de toda una época.

El círculo había cerrado y, entonces sí, ninguno de los dos volvió a tocar. Núnca más.

Hasta el día de hoy cada una y todas las veces en que lo veo, me sigue preguntando por los cassettes, insiste en que deberíamos digitalizarlos. Y yo lo escucho mientras retengo el humo y pienso que está loco, que el muy hijo de puta, de algún modo, se sale siempre con la suya.

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