Daniel Barbeito

Deseantes: sobre el amor y las parejas

Por Viviana García Arribas

 

Edvard Munch - Separation
Edvard Munch – Separation

Cuando se conocieron, estaban casados. No entre sí. Los juntó la rutina de tardes chatas en el trabajo, la cercanía inevitable que nace cuando se convive ocho horas, cinco días a la semana, once meses al año.

Habla él: “Ella brilla, ¿qué querés que te diga? No es una belleza, pero tiene algo que va más allá. Una sensualidad. ¡Una potencia! ¡Sí, eso es! La siento capaz de ponerse el mundo sobre los hombros y seguir adelante. No puedo parar de mirarla. La veo ahí, varios escritorios más adelante, cuando se levanta para buscar algo. Va a servirse un té o se acerca al jefe con alguna pregunta, que ya tiene resuelta -a veces necesita ese empujoncito de aprobación para sentirse más segura-. ¡Tengo tantas ganas de largar todo y escaparme de la trampa en la que yo mismo me metí desde hace años! Pero no lo creo posible.  Lo mejor que me pasa cada mañana es verla al llegar a la oficina, ahí sentada, con su pelo oscuro, su perfil recortado contra la ventana, concentrada en el trabajo. Se me alborota el cuerpo, me da taquicardia, frío, calor. Todo el deseo del mundo en un instante.”

La convivencia forzada de ocho horas diarias en el trabajo lanza los indicadores de la infidelidad bien hacia arriba. Pero, ¿qué significa ser fiel cuando uno ya no desea? La convención, la publicidad, las telenovelas y el cine nos arman una familia de cuento de hadas, alejado del matrimonio real: tour de force en el que se juega un equilibrio de poderes -a veces nada logrado- entre los miembros de la pareja. Como si la relación entre dos personas no fuera suficiente zona de conflicto, debemos sumarle la crianza de los hijos y las pequeñas miserias que sazonan cada día: los llamados de la suegra, la guita que no alcanza, la prepaga, la comida, el paseo de los domingos, la cena de navidad, el día del padre, las notas del boletín.

Todas estas cosas -y algunas otras- les sucedían a los deseantes. ¡Se habían casado con sus anteriores parejas tan enamorados! Y, unos años después, apenas las soportaban. Asociamos la pasión con  la cima del amor pero, en realidad, desde el punto de vista etimológico, pasionar es sufrir. Los amantes penan, viven su frenesí como una fuente inagotable de sufrimiento y ese sufrimiento exacerba el deseo. Cada minuto pasado juntos rompe todas las barreras entre ellos y, a su vez, los aísla de la realidad, en tanto a rutina, costumbre, tedio. Y, al separarse, renace el dolor.

Nuestros amantes sentían, otra vez -otra maravillosa vez- el atropello, los latidos en las

Robert Doisneau - El beso
Robert Doisneau – El beso

muñecas -y en otras partes del cuerpo-, la seducción, el ansia de ver llegar el día lunes -¡el lunes!- para iniciar la semana y estar nuevamente cerca. Los corroía la angustia del viernes y la intensidad alcanzaba la tragedia cuando llegaba el tiempo, deseado por todos menos por ellos, de tomarse vacaciones. El goce de la doble vida y la excitación por la aventura sirven para acallar los escrúpulos que podrían tenerse ante una situación de adulterio. Quien elige a un tercero, ajeno al matrimonio -o a cualquier unión estable-, y se transforma en su amante sobrelleva una cantidad de mentiras para sostener la estructura del engaño. Este esfuerzo es, a veces, agotador. “Solo quiero que, a tu vuelta, me digas que soy el único hombre en tu vida”, le dijo él en la víspera de la partida de ella rumbo al mar -en aquellas épocas en las que Mar del Plata era el destino habitual y Pinamar o Villa Gesell  casi resultaban exóticos-. La relación había comenzado a sonar como una melodía y ya no se deseaban amantes. Querían vivir sus vidas sin mentiras.

Seguramente, una película hubiera terminado aquí.

Diane Arbus, A Young Brooklyn Family Going for a Sunday Outing
Diane Arbus, A Young Brooklyn Family Going for a Sunday Outing

El impulso era tan fuerte, el amor tan intenso y la posibilidad de ser felices se vislumbraba tan cerca, que hicieron lo imposible y consiguieron estar juntos.

Se mudaron a la misma casa: él con su prole y ella, con la suya. No fueron conscientes del significado de semejante movida. Ella creyó que bastaban su fuerza y sus ganas. Él la dejó hacer. En poco tiempo comenzaron a funcionar con armonía. Al menos, así se veía desde afuera.

¿Existe un instinto, un impulso previo, que hace a las personas tender a formar familia? Se entiende si lo pensamos en función de la idea tradicional reinante en Occidente hasta la primera mitad del siglo XX. Allí, el rol de la mujer estaba limitado al ámbito del hogar y la única sexualidad “aceptada” socialmente era la que se daba en el seno del matrimonio. La historia de los deseantes sucedió hace algunos años, es verdad, pero ya en un contexto más abierto. Sin embargo, después de un tiempo de haberse separado de sus anteriores parejas, se pusieron  otra vez  en situación de convivencia y, como si no hubiera bastado la cercanía de ellos dos, sumaron la de sus hijos.

Habla ella: “Estamos muy bien. Es cierto que no es fácil, pero con un poco de voluntad… Él me ayuda mucho, lava los platos, pone el lavarropas. Las compras las hacemos juntos. Yo llego de trabajar y cocino. Sí, me lleva tiempo, ahora somos más. No estaba acostumbrada a cocinar para tantos. ¿Comprar comida? A él no le gusta y yo prefiero que coman sano. ¡No te puedo decir el tiempo que me lleva planchar la ropa de todos! Estamos en época de ajustes de las reglas de la casa. Son chicos educados de distintas maneras. Hay que adaptarse.”

El deseo subyace en los acuerdos necesarios para la adaptación. Es el motor que empuja y la materia que aglutina. Deja de ser algo manifiesto. Las familias ensambladas no son cosa tan nueva como pareciera. Los viudos y viudas de todas las épocas las formaron -muchas veces por necesidad- para ayudarse con el cuidado de los hijos, o bien, para sostenerse económicamente. Pero, en líneas generales, hasta la primera mitad del siglo pasado -y algunos años después- la autoridad indiscutida era el padre -o quien ocupara ese lugar- y la madre se encargaba del cuidado de todos los miembros. En los tiempos modernos se combinan varios factores que modifican la distribución tradicional de roles: el lugar de la mujer en la sociedad-cada vez más volcado hacia el mundo exterior-; niños y jóvenes difíciles de manejar en una época donde la autoridad de los padres no significa prácticamente nada; y un tercer factor, que no suele mencionarse pero creo importante: la función del hombre dentro de la familia -antes proveedor indiscutido-, hoy desdibujada por el avance laboral de la mujer.

Los deseantes no escapaban de este esquema. Ella -tal vez por su educación, un poco más estructurada- se cargó la familia al hombro y trató de que todos funcionaran, más o menos, dentro de la misma melodía. Él, una vez más, la dejó hacer. La vida familiar tenía sus altibajos, aunque el ritmo comenzaba a fluir. Ellos, como pareja, estaban muy bien: se reían juntos de las mismas cosas, se amaban mucho, se deseaban más.

Este podría haber sido el fin de otra película.

Alice Neel - Pregnant Julie and Algis
Alice Neel – Pregnant Julie and Algis
Utamaro - Los amantes
Utamaro – Los amantes

 

 

Edward Hopper - Room in New York
Edward Hopper – Room in New York

El tiempo pasa…”, decía Pablo Milanés en su canción, esa que escuchábamos cuando todavía era posible soñar con un tiempo diferente. “A todo dices que sí, a nada digo que no, para poder construir la tremenda armonía, que pone viejos, los corazones.” Y llega el momento de la quietud. El deseo se vuelve una luz mortecina que -a veces- se enciende, pero la mayor parte del tiempo subyace como un recuerdo, sepultado por el devenir de los días, la rutina, el trabajo, las deudas, los pagos.

Y un día los hijos parten.

Algunos sufren el síndrome conocido como “nido vacío”, esa sensación de soledad y abandono que se presenta cuando una pareja se queda sola después de muchos años de convivir con sus hijos. Esto no les sucedió a nuestros deseantes. Tal vez se hayan sentido liberados del peso de los hijos del otro, pero vivieron esta etapa con alegría, seguros de que, al fin, tendrían espacio para ellos mismos…

Sin embargo, la palabra “espacio” no significaba lo mismo para cada uno de ellos.

Hablan los dos:

“Él: -¿Viajar? Es mucha plata…

Ella: -Y, ¿para qué otra cosa querés la plata? Tenemos el departamento y ahorros, trabajamos bien. ¿Cuándo vamos a disfrutar?

Él: -Yo disfruto la tranquilidad, la casa para nosotros, el silencio…

Ella: -Yo también, pero quiero hacer otras cosas. Conocer otros lugares, estudiar. No sé, siento que llegó mi momento…

Él: -Yo no te lo voy a impedir…”

Se pusieron en marcha otros deseos. Ella buscó todas las notas guardadas desde el día en que había leído el primer libro. Barajó la ilusión de escribir. Sin atreverse siquiera a pronunciar la palabra “escritora”, comenzó a probar, a estudiar, dejó que sus dedos corrieran sobre el teclado e hilvanó sus primeros cuentos. Se sintió torpe e inútil, pero no abandonó. Sin embargo, su melodía fluía. Pronto encontró una confianza que desconocía, un impulso tan potente que casi podríamos llamar tirano. Robó momentos, durmió menos, corrió tanto o más que antes. Él la miraba. Admiraba el impulso y la voluntad de su esposa, aunque no encontraba la chispa capaz de despertarlo a ese nuevo hacer.

Y ella creció. Inició ese viaje sin moverse de su casa.

 

Diane Arbus - Young couple on a bench in Washington Square Park
Diane Arbus – Young couple on a bench in Washington Square Park
Edward Hopper - Sea watchers
Edward Hopper – Sea watchers

 

 

 

Alice  Neel - Hartly
Alice Neel – Hartly

En el imaginario de la sociedad occidental, una pareja se mueve al mismo ritmo. Cuando uno avanza, el otro debe ponerse a la par y la detención de uno de los dos implica una pausa de ambos. Estos movimientos de avance y retroceso, de crecimiento y contracción ¿se dan en forma natural u obedecen a una suerte de automatización? A veces “moderato”, otras “prestíssimo”,  las parejas mutan a lo largo de los años. Tal vez por ese motivo, la unión de dos personas en forma permanente sea tan frágil. Sin dudas, hay matrimonios que duran toda la vida pese a la ausencia de cualquier paridad -el famoso “tiraba uno solo del carro”- pero es posible decir que una unión ideal podría sonar armónica si cumple con estas premisas. Si no andan juntos -sin que esto signifique que no se separen nunca, sino que se acompañen en el deseo individual de cada uno- no hay pareja posible.

Los deseantes, después de tantos años, comenzaron a sonar a destiempo. El deseo de ella se disparó y él no supo, no quiso o no pudo acompañarla. Tal vez envidió que, a los cincuenta y tantos, todavía tuviera energía para volver a empezar. Ya no se reían de las mismas cosas y los defectos de cada uno se volvieron un escollo, un motivo de rencores y malos entendidos. Él encontró otro refugio y, de pronto, no pudo soportar más la presencia de esa mujer que había amado como a ninguna otra. Sin embargo, ella ya no era la misma. Había cambiado su mirada sobre el mundo y sobre sí.

Escribir es una manera de estar en la existencia y, por ese motivo, pone en crisis cualquier relación. Lo obligó a partir, no estaba dispuesta a destrozar un pasado bueno pero incapaz de sostener una pareja quebrada. Le tocó estar sola por primera vez en su vida. Experimentar el silencio de una casa vacía, abrir la cama -compartida durante tantos años- y acostarse sola. El espacio del departamento se le ensanchó como nunca antes. Pronto supo llenarlo. Sintió una infinita libertad. Esa que brinda todas las posibilidades, sin otro límite que el propio.

Este podría ser el principio de una muy buena película.

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