SIXTO AURELIO SALAS

Exilios: sobre András Tamás y el jugador de fútbol Ferenc Purczeld Bíró.

Por Nicolás Estanislao.

ODA A LA SOLEDAD

 

“hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras”

Verónica Gerber Bicecci

 

Terminó el mundial. Busco la nota. Me decido un poco por intuición y otro poco por la necesidad de no caer en la abstinencia pos fútbol mundial, pos descenso a la “B Metro”. Francia campeón en Rusia 2018. Tengo a mano, como en una relación silenciosa, “Conviene tener un sitio a donde ir”, de Emmanuel Carrère. En este libro el autor reúne más de treinta años de textos periodísticos, ensayos literarios, reportajes y diversas opiniones, piezas que forman parte esencial de su corpus literario. Comienzo a ojearlo algo disperso. Remolón. Leo algo al pasar, sobre un soldado Húngaro que cae detenido en Rusia. Listo, me sumerjo, tengo salvado el combo de abstinencia mundialista.

1945: András, capturado a los 19 años en Polonia, prisionero del Ejército Ruso, fue trasladado a distintos campos de detención para terminar desterrado en un hospital psiquiátrico en Kotelnich, a 900 KM de Moscú. Allí vivió su muerte. Kotelnich debió ser una de esas ciudades donde hasta los personajes de Chejov hubiesen sentido el miedo en los huesos. Allí estuvo por 53 años, durante los cuales ninguno de los miembros del personal pudo entender el húngaro nativo.

Vivió bajo su nombre de nacimiento, András Tamás (Андраш Тамаш). Un lingüista eslovaco lo identificó como húngaro. Así, el 11 de agosto de 2000, Tamás regresó a Hungría, donde las pruebas de ADN confirmaron que tenía una hermana, Ana Tamás y un hermano, János Tamás. Tras dos meses en observación psiquiátrica en Budapest, András volvió con los suyos al rincón campestre que había abandonado hacía 56 años.

András fue ascendido a sargento mayor por el Ministro de Defensa y, dado que su servicio era continuo, le pagaron su salario. Tamás, de 74 años, se mudó con su media hermana, quien se preocupó por él hasta su muerte.

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RESISTIR  DESMEMORIAS

No era un prisionero político, sino uno de guerra. En consecuencia terminada la guerra, no había ningún motivo para retenerlo en la Unión Soviética. Cuenta Carrère, que Tamás nunca pudo aprender el ruso y los rusos no intentaron comprender el húngaro. De esa manera, Tamás se transformó en un exiliado lingüístico.

Impensado hoy. ¿Impensado?

Al tiempo de leer la crónica fue inevitable entablar una relación indirecta con otro húngaro,  uno muy famoso, quizás el más famoso: Ferenc Purczeld Bíró. Conocido para nosotros como “el comandante galopante,” goleador de todos los tiempos, Puskas.

Al tiempo que András comenzaba su odisea en aquel infierno psiquiátrico, a trasluz de la propia historia, Hungría -de la mano de los Magiares Mágicos-, vivía su inolvidable e histórica gesta futbolera, con un fútbol audaz y con marcado estilo propio: el subcampeonato en el mundial de Suiza en 1954, entre varios de sus logros de aquellos tiempos.

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Dos años más tarde, en noviembre de 1956, estalló en Budapest un movimiento  contra el sometimiento político por parte de la Unión Soviética. “La Revolución Húngara” duró desde el 23 de octubre hasta el 10 de noviembre de ese año. Una manifestación de alcance nacional exigía la liberación de los legados stalinistas. En estos hilos se entrecruzan de manera íntima literatura, fútbol y guerra.

Todo esto sucedía mientras Tamás, claro, continuaba encerrado en aquel inhóspito psiquiátrico ruso. Y la  historia de este hombre –la de un tipo que va a parar a un país cuya lengua no comprende- me parece esencial escribir.

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TIEMPOS DE SUFRIR

 

“…cada uno conoce su dolor y sabe de qué manera hablarle a la desgracia”

Roberto Santoro

 

Le robaron la vida. Lo desecharon a condiciones infrahumanas en aquel hospital de Rusia profunda. Perturbado y abandonado, se encerró  en su lenguaje materno, sin dudas, la única salvación posible. Esa lengua madre lo sostuvo a pesar de todo. Tal vez fue su propio exilio dentro del exilio. Vivió medio siglo durante el cual nadie le habló ni lo tocó ni lo miró como a un ser humano. Persistió en la más completa privación de deseos, de calor y de abrazos.

Su lenguaje, su idioma más remoto, se adhirió a su cuerpo de manera inquebrantable, quizás al precio de sentirse el más extranjero de los extranjeros del mundo. Ante eso, el lenguaje original y el escrito se presentaron como murallas, como virtud de una doble extranjería. E, incluso, de una extranjería, elevada a una potencia aun mayor. Al respecto, cuenta Carrère, casi en forma dramática, sobre la ausencia de testigos que cuenten, recuerden o validen la historia del soldado húngaro. No hay nadie, salvo uno solo: el expediente médico. Diagnóstico: esquizofrenia. La historia completa pretende estar allí, donde diferentes médicos y psiquiatras, a través de medio siglo, realizaron rigurosas observaciones.

“Es un documento impresionante: una vida entera y un proceso de destrucción implacable despachados en pequeñas frases neutras, insulsas y repetitivas”

Hay una instancia desgarradora en este historial. Los diez primeros años, András fue un paciente arisco, violento, rebelde. Un joven robusto, belicoso, que escribía las paredes como quien lanza botellas al mar, que escupía juramentos a la jeta de sus carceleros. Un caso difícil. Este documento termina con una sentencia irrefutable: “El paciente habla húngaro” Como si ese hubiese sido su síntoma. Su diagnóstico. Su encierro para adentro fue una inexpugnable y heroica resistencia contra el abandono, el olvido contra el exilio más profundo.

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LA LENGUA MATERNA

« ¡Esto es Hungría, ven! » le repite el joven psiquiatra que regresó a Tamás al mundo. Pero el viejo soldado no se decide a bajar del minibús. No está seguro, ¿estará en Hungría? Desde su regreso, quienes se ocupan de él tienen que repetirle continuamente dónde está aunque, allá, en aquella Rusia, le hayan dicho que Hungría ya no existe, fue borrada del mapa.

András, como puede y ante semejante transformación de su mundo, intenta hablar de Siberia, de batallones de húngaros en un almacén de patatas, de su pierna perdida, del suelo congelado donde no se podía cavar para enterrar a los muertos, del frío y del sol, de los cigarrillos, de los gusanos, de trenes… : “la nieve me ha robado la fuerza, ya no me queda más. Te roban la fuerza y luego no puedes ir a ninguna parte”

Los recuerdos del atroz exilio ruso se mezclan con los de su juventud en Hungría. András pierde continuamente el hilo, pero el hilo existe. Este repentino deseo de comunicarse, de tender un puente, se relaciona con el recuerdo de una vieja canción popular húngara, que habla de un hermoso muchacho que emprende en primavera un largo viaje y promete a su chica volver cuando caigan las flores blancas de las acacias. “Volví cuando ya han caído las flores de la acacia…”  de pronto, adviene ese verso que cantaba una mujer a quien amó y recordó en aquel instante para toda la vida.

Lo esencial de la experiencia de Tamás se desarrolló sin testigos, en una soledad inimaginable. Salido de un abismo de silencio, donde la lucha implicó nunca perder su lengua incluso a riesgo de perderse él mismo, temporaria y largamente. Por eso, a sus 74 años, quiso decirle a todos que, en aquel cinematográfico regreso, recordó su tesoro: la eterna canción de la acacia.

Hungarian P.O.W. Returns After 57 Years in Russia

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