El vacío, todo lo acumulado en la punta de la lengua. O trazas de lenguaje inocuo, que intentaste como puente y como abrazo. La mordedura en mitad de una frase, con la pretensión de cuidar un vínculo ya hecho añicos. La inconsistencia de ese párrafo demasiado extenso, donde buscaste la palabra- una sola, una solita- y así ilusionarte con desandar la ausencia. Porque la ausencia es, a veces, esa aureola amarronada alrededor del vacío.
Pero no la falta, o no sólo la falta. La ausencia late en el pigmento sepia, se resiste al pasado, se atora hacia el futuro (aunque le guste) y, en el presente, se expande como franja elástica, justo enmarcada en los contornos de tu cuerpo.
Puro espacio, toda ella torcedura del amor, desgano de las líneas replegadas sobre sí en lo que pudo haber sido y no fue.
Manchita indeleble y de bordes difusos, mirá cómo perfila las desformas del vacío, cómo le roba grumos, brotes, despuntes, tachaduras; cómo lo incita a desenrollar lo pendiente, probar el estrecho corsé de lo real (porque también en lo estrecho se atreve el infinito).
O te lo digo más concreto: la ausencia no falta y el vacío no es la nada. Aquello que palpita en la punta de la lengua ya es lenguaje, aunque no quepa en ningún trazo.
Ahora, si hablamos del puente hacia los otros, la cosa está más brava. La ruta anda asediada por narcisos, enfadados, envidiosos, cultores de la mera corrección y la estricta medida, desprovistos de juego, adultos rancios desde chiquitos, inoperantes de largos discursos, pasados de ademanes, desmigajados que componen su volumen con moda y anti gimnasias, rutinas que repiten, sin ilusión, cuerpos modelos: copias del modelo único que otros han forjado (junto a la compulsión a repetir).
Y me dirás, ¿qué es lo de la ausencia y la manchita? Es, por ejemplo, la aureola amarronada que avanza sobre viejas fotos.
La foto de mi viejo niño, velados los ojos, arrancados de la historia.
Es también el tiempo entre dos rizos, en la barba que aún lucha en los 70.
Es la edad que no llegó, en los muertos prematuros.
El futuro tijereteado en tantos calendarios.
La excusa infame de los años que nos separan, la excusa flaca que encontré para no estar del todo, ahí, donde apenas me invitabas.
Pero la manchita es también y ante todo, ameba inquieta que desea y busca su pigmento. La que moja el pincel en el agua equivocada e insiste. Es el compás que aún no encontramos, pero ya late en lo que nuestra voz busca. Es el verso breve- nunca simple- donde palabras pocas prueban siempre invitar lo múltiple en un botoncito de lenguaje.
Es, quizás, el tiempo en que ya no preguntaremos por lo poético, porque tal vez lo llevemos puesto.
A ver si me explico: hablo de la ausencia que nos saca de quicio el presente, nos obliga hacia el futuro. El futuro, ese instante que viene después de ahora. Sí, después de ahora mismo, mientras la mancha avanza y avanza hacia la forma y el color.