Claroscuros: Editorial
Por Gabriela Stoppelman
Hay que mirar sin lentes para que se abra ante la mirada el vacío de la luz. Allí, lo más campante, se entrevé un ojo hueco, una ausencia infinita, eterna y concentrada en un punto. Enorme en su pequeña geometría, alberga -sin ninguna respuesta- todas las figuras de la incompletud:
el sesgo entre dos cuerpos en el máximo entusiasmo del abrazo,
la noche entera en que intentaste palabrear en el silencio la filigrana de alguna letra,
la muerte misma, dale coquetear con sus fantasmas,
la acritud del miedo, aferrado sin piedad a la mano del accidente, al cruzar la vereda,
la mano que vino mala, entre inmigración y postergaciones,
el día en que el nombre de Santiago inauguró el puente de orfandad entre los hermanos,
la inversión sublime de la ausencia en la multiplicación de las huellas,
la lluvia que gotea persistencia sobre todas las ventanas de infancias clandestinas,
el nombre “Sara” que, como madre primera de pueblo originario, empaña los cristales, para que los dedos niños la descubran en el dibujo,
la cobardía de las justificaciones, las avalanchas sin justificación,
la tarde en que el silencio se alió a la canción, durante siete increíbles minutos de un nuevo génesis,
el mismo mundo de siempre, unos días después de la canción,
la intención tropezada con los días,
los días revolcados en la cuneta, en busca de aliento.
Y también:
el horizonte que, en un verso, acercaste hasta enhebrarlo entre tus manos
la hilacha que desmadejó lo ausente, en una breve negligencia del olvido
la ronda quebrada en el punto justo donde estaba el capullo del hastío
la falta trunca y necesaria para que hubiera un futuro
la diferencia entre el contorno de su espalda y la amplitud de tu abrazo
la niña al abrirse paso entre tus piernas: un desperece de mundo, ¡uno, en medio de muchas oclusiones!
la llave de la casa al abrir el enorme pasillo que llevaba hasta una pava, donde el agua burbujeaba y buburjeaba, sin disponerse jamás a hervir
la forma distorsionada de un cuerpo en el colchón después del largo combate por el salario
la última luz en una línea de texto, antes de dormir
Y por supuesto: la calle llagada de bultos asomados entre el hedor de cobijas viejas y bolsas, el odio embadurnado en el precio de sus perfumes, el horror ante los años a puro maquillar el rostro de tu muerte, el secador del peluquero que atorbellina agujeros entre la pretendida unidad de esa cabellera, todos los deslices de las miradas sin sedimento, la liviandad del hambre que adelgaza la palabra y la memoria, esta sed borroneada dentro de la abundancia de un vaso, el fuego al despedazar los cuerpos, la historia repartida en porciones de biografías y mamarrachos de ablaciones, la palabra al abrirse paso entre dos volúmenes pesados de suspiros densos, dos columnas grises de aire atorado entre la insoportable pura luz y la ameba pegajosa del todo oscuridad
Claroscuros, pues.