La confianza: entrevista a Eduardo Rinesi.
Entrevista: Estela Colángelo, Alicia Lapidus, Isabel D´Amico, Lourdes Landeira, Gabriela Stoppelman
Edición: Gabriela Stoppelman
“(…) tu habilidad como una estrella/
en lo más negro de la noche/ destellará brillantemente”
“Hamlet”, Acto V, William Shakespeare
Ya el cielo se había derretido sobre su falda, mientras la abuela tejía y tejía su impaciencia. Había que llegar al umbral del invierno con los gorros y las bufandas a punto. Frágiles y precarias, sus manos desafiaban las irregularidades del pulso. Pero, por más que se obstinaba, los huecos encerrados entre las grafías de la lana se empecinaban en distintas formas y tamaños. Cada tanto, la abuela detenía las labores para observar el conjunto. Cuando eso ocurría, con toda la insistencia del día sobre sus hombros y a través de la trama, asomaba la noche cribada. Ahí es donde la doña se liberaba de los anteojos y se dejaba mecer, entre perplejidad y agobio. Lo infinito no era su territorio, pero sí las inmensidades. La luz había transcurrido una vez más sin reclamar a los ausentes. Por eso era ella quien debía llegar a las fronteras de las sombras con su conjuro de redes y junturas. Entre las nieblas de los años, murmuraba su infancia en rebeldía. Se servía una copa de vino que jamás tomaba, solo para ver la superficie de su trago tiznarse en perlas de luz. Y así permanecía, horas y horas, sobre su sillón de mimbre, mientras repasaba sus activos y sus pendientes. Una de sus hijas tenía un título universitario. Y las otras se habían casado con profesionales. De solo pensarlo, se le estrellaban los ojos con ilusiones. La abuela confiaba en esos destellos, como quien se aferra a una verdad instantánea. Algo se enmendaba en el camino de los sudores y los esfuerzos, porque la nieta de abuelos inmigrantes había conseguido recibirse de farmacéutica, con tan poquitas monedas en el bolsillo. En los pendientes se agolpaba una gramática de penumbras. A modo de conjuro, la abuela comenzaba a canturrear una canción partisana en una lengua de la diáspora que, al mezclarse con algunas voces autóctonas, no se rendía del todo al punto atrás. En cruz, los hilos enredaban los cauces de su historia inmigrante con un difuso futuro, más reservado para sus gorros y sus bufandas que para ella. Ya bien adentro de la madrugada, saber que sus tejidos la sobrevivirían le aliviaba el insomnio. Y, así, activa y deliberante, la abuela terminaba por dormirse, a pura charla con los rostros asomados a la escritura de la lana. Algo innombrable se escurría en los relatos ancestrales y llenos de horizontes. Algo inaprensible, pero con ese aroma que deja el trazo cuando coquetea con el misterio.
Al día siguiente, retomaba sus figuras.
Sin embargo, un día, ya no más.
Y entonces la hija se sentó a mirar la noche. Y la nieta. Y, después de un tiempo, detrás de una inmensa redecilla, se vio una multitud de genealogías, empecinada en no desatender lo escrito sobre fondo negro. Porque siempre acecha el invierno. Y hay que tener el abrigo a punto. Cosas así se entretejen, mientras conversamos con Eduardo Rinesi.
LA FISURA DESQUICIADA
“Entonces ella la descarada/ la palabra/ la que camina a cuatro patas por el guadal y sin pudor amanece dormida en los/ burdeles/ la inequívoca de los ojos vendados/ desplegó sus alas ante mí/ y dijo calladita jamás”
Tina Elorriaga
En “Hobbes y la tragedia del lenguaje” hablas de un hiato, de un espacio que se abrió entre las palabras y las cosas cuando dejaron de pertenecerse, después del Renacimiento. ¿Cómo evitar, aun hoy, que los racionalismos negadores de todo misterio no se apropien de ese espacio?
La referencia a “Las palabras y las cosas” es un claro guiño a la obra de Foucault, y permite pensar un momento específico de la historia de Occidente, cuando se evidenció el fin de esa posibilidad de decir plenamente el mundo, tan característico del pensamiento pre moderno, cristiano y medieval. En efecto, Foucault muestra muy bien cómo esa plenitud entra en crisis. Me resultó muy interesante cómo ese libro comienza con una referencia al Quijote, un texto que me interesó siempre, al igual que la obra de Shakespeare, textos absolutamente contemporáneos. Es similar el modo en que las palabras flotan a la deriva en “El Quijote” y en “Hamlet”: el significado de las palabras y de los relatos queda absolutamente fuera de quicio. Esa es la fisura que viene a cerrar el gran racionalismo filosófico de mediados de siglo XVII. En el caso de Hobbes, es muy evidente y explícito. Ya no hay una atadura necesaria entre las palabras y las cosas y es necesario constituir un gran definidor del sentido. A ver: el pensamiento de Hobbes es trágico, aunque él hubiera preferido que no lo fuera. Pero Hobbes era lo suficientemente vivo como para darse cuenta de que, en efecto, un gran definidor impuesto por el arte de los hombres, por las convenciones de los hombres y, con una figura parcialmente interesante, como la del contrato social, no podía cerrar para siempre la herida entre las cosas y las palabras. Porque está siempre el veneno de las murmuraciones, el veneno de la contingencia, que erosiona esa posibilidad.
Ese hiato se vuelve también una zona de disputa. Hoy gran parte del discurso político se separa bastante de lo poético, que es lo que reinstalaría, de algún modo, la polisemia o la posibilidad de múltiples sentidos.
Es que la política reclama que, en algún momento, el pensamiento polisémico de las palabras y los relatos se detenga. No hay orden político si no hay algún significado universal para las palabras, si no hay alguna historia oficial. El asunto es cómo esa clausura puede producirse de manera no autoritaria. Esto no es otra cosa que lo que pensó toda la Modernidad. Y hoy lo encontramos de manera muy interesante en las figuras -para mí tan útiles y tan revisitadas últimamente en materia política- de la hegemonía, de la contra hegemonía y de la historia, del viejo Antonio Gramsci. Él piensa cómo se producen cierres siempre provisorios y contingentes. Cierres que no están nunca sostenidos sobre otro argumento que su capacidad para garantizar, en un momento determinado, el funcionamiento de un orden. Esas figuras explican cómo esos cierres se producen y, al mismo tiempo, dejan siempre abierta la puerta para que otra combinación pueda venir a disputar el sentido político de una sociedad. Me parece que de eso se trata la lucha política, hay política porque es imposible el cierre definitivo del hiato entre las palabras y las cosas.
LAS SOMBRAS DEL REY DE PRUSIA
“El hombre que busca/ algún día tiembla frente al claro del umbral/ y al fin sabe que su cuerpo es negociado en todos los idiomas/ ¿sabrá advertir qué nudo de tiempo y sombra lo salvará de la pura pérdida?”
Jorge Alemán
En uno de tus textos sobre la Universidad, leímos: “Al convertirse la facultad de filosofía en una facultad más, en una disciplina más, pierde ese sentido crítico que le otorgaba Kant. Quizás podamos reivindicar para la filosofía esa función de ser el saber crítico reflexivo del saber universitario, solo a condición de no llamar filosofía a una cierta provincia de saberes que se enseñan en la Universidad… sino a una cierta flexión o inflexión del conocimiento del que todo conocimiento debería ser capaz”.
Sí. La idea de la filosofía como un lugar reflexivo… Ahí se hace referencia a un texto muy lindo, escrito a fines del siglo XVIII, por el bueno de Kant. Es un libro que recoge tres ensayos y se llama “El conflicto de las Facultades”. Ese trabajo es muy interesante desde muchos puntos de vista, sobre todo, desde las propias condiciones de producción: igual que en nuestra Universidad contemporánea, en la Universidad de la época de Kant, existían distintos mecanismos de censura. Entonces, Kant hizo algunas gambetas a los modos de la censura universitaria y terminó por publicar ese material como libro. Allí dice dos cosas interesantísimas: las facultades que se dedican a la producción y enseñanza de conocimiento que conciernen al bien común de la sociedad -esas que tienen, como diría la legislación argentina actual sobre este punto, un interés público: la de Leyes, la de Medicina y la de Teología, llamadas superiores en la época de Kant- no pueden argumentar su autonomía para enseñar o investigar lo que se les ocurra. En la medida en que conciernen al interés público y al bien común de la sociedad, el Estado debe regular los saberes que allí se producen y se transmiten. En nuestra tradición universitaria reformista, decir esto con tanta crudeza, suena bastante poco autonomista. Sin embargo, es lo que dice la legislación argentina y es lo que, con más y con menos matices, a todos nos parece bastante razonable: es necesario que el Estado regule los planes de estudio con los que deben formarse nuestros ingenieros en puentes o quienes van a enseñarle a nuestros hijos en las escuelas. Ahora bien, dice Kant, no existe ninguna zona de la vida universitaria que pueda desarrollar su pensamiento con la más irrestricta libertad, con la más irrestricta autonomía. Hay que pensar muy radicalmente las condiciones mismas en las que se piensa. Y a eso Kant lo llamaba con una palabra que, en castellano, es compuesta: «re-flexión», flexión del pensamiento sobre sí mismo para interrogar las propias condiciones en las que piensa. Eso debe hacer la facultad de filosofía, dice Kant, porque es la facultad cuya tarea le permite a la Universidad evitar el riesgo del dogmatismo. Su funcionamiento tiene que ser sostenido por un Estado ilustrado -y no, por un Estado despótico- para que, en efecto, la Universidad sea crítica e ilustrada. Estamos en el corazón del gran nihilismo europeo, en la gran sistematización de la herencia del siglo de las luces, es el final del XVIII. Esta bárbara la idea de Kant, pero a mí me parece que no deberíamos limitar a un único ámbito institucional o arquitectónico llamado facultad de filosofía la posibilidad de producir ese pensamiento crítico y reflexivo, de revisar todo el tiempo lo que se piensa. Primero, porque la experiencia que tenemos nos dice que las facultades de filosofía no son necesariamente mucho más reflexivas que otras: no son necesariamente mucho más competentes para pensar las condiciones mismas en las que piensan ni las determinaciones institucionales y burocráticas con las que piensan. Y segundo, porque es necesario que todos los pensamientos que produce la Universidad en todas las facultades, independientemente de su compromiso con el interés público y con el desarrollo colectivo, tengan un momento que podríamos llamar filosófico o reflexivo, de inspección de sus propias condiciones de producción de pensamiento.
En algún texto, también decís que si la injerencia del Estado antes se veía como invasora, durante los años del kirschnerismo, se invirtió ese juicio de valor y ahora hay otros enemigos -más graves- de la autonomía.
En efecto, hay una cierta tradición autonomista en la Universidad argentina, vinculada a cierta apropiación del legado de la Reforma Universitaria de 1918. Una apropiación no necesariamente fiel al espíritu que surge -con bastante evidencia- tanto de los documentos que nos dejó la Reforma, como de los acontecimientos históricos que podemos reconstruir de aquellos años. Esa tradición hace del Estado el principal enemigo de la autonomía universitaria. Insisto: esa idea no formaba parte del ideario reformista de 1918. Por otra parte, en esos documentos tampoco aparece con demasiada frecuencia la palabra autonomía. Aquellos hombres tenían un combate muy fuerte contra el modo tan autoritario, conservador y tradicionalista. en que una elite profesoral -por añadidura, muy mediocre- dirigía los destinos de la Universidad de Córdoba. Esa elite era la continuación de la elite social y política de esa ciudad fuertemente conservadora. La muchachada reformista de 1918 había acudido, exitosamente y en reiteradas ocasiones, a la intervención activa del Estado nacional que, en la figura de Hipólito Irigoyen, representaba a las fuerzas progresistas y modernizadoras de la sociedad argentina. No había en esa muchachada reformista un repudio del Estado en favor de la autonomía de la Universidad. Después, durante el proceso que podemos definir como de tránsito de la Reforma al reformismo -reformismo, como tradición política universitaria que supone una cierta lectura del acontecimiento de la Reforma liberal antiestatalista-, finalmente, su oposición será contra gobierno democratizador. Es contra el democratismo peronista de los años 40 y 50 que el reformismo termina de construirse como identidad. Y, así, recupera -en clave antiestatalista- el legado de la Reforma del 18. La historia argentina posterior, que incluye la dictadura de Onganía -muy brava para algunas Universidades- y la de Videla -tremenda para todas-, dio un fuerte aval a la idea de que el Estado y su intromisión son un problema para la Universidad. Nadie negaría esto cuando el Estado está gobernado antidemocráticamente. Pero me parece que, de allí a sostener que la intervención del Estado es siempre un problema para la libertad de pensamiento en la Universidad, hay un salto que no deberíamos dar, porque autoriza a olvidar a todas las otras fuerzas más hegemonizantes que el Estado para la vida de las Universidades. Frente a esas fuerzas -por ejemplo, el mercado- con mucha frecuencia, estamos mucho más inermes desde el punto de vista de nuestro pensamiento, porque no suponemos que hay allí un problema para pensar. Y la verdad de la milanesa es que el mercado es un factor fuertemente distorsivo del destino de nuestras investigaciones, y fuertemente amenazante de la autonomía.
Entre esos enemigos del mercado, nombrás a la industria farmacéutica.
Es una de las más importantes y poderosas del mundo y su injerencia en los modos en los que se investiga, se enseña y se transmiten los conocimientos en la Universidad es muy visible. Siempre, al pasar por la puerta de la Facultad de Medicina en cualquier Universidad pública del país, me impresiona mucho el espectáculo de los banners y afiches multicolores que anuncian, entre otras cosas, congresos científicos.
¿Estás hablando de las corporaciones que se meten en las Universidades para promocionar sus productos y que intervienen sutilmente en el perfil que se va buscando?
Sí. A veces promocionan sus productos. Otras, hacen mucho más que eso. Recuerdo, décadas atrás, alguna investigación sobre el perfil requerido para los egresados de determinada carrera, en una Universidad pública de la Argentina. En ese trabajo se destaca cómo se consultaba a los directivos de la Sociedad Rural Argentina sobre qué tipo de egresados necesitaban. Se hacía en nombre de un bien que -a priori- uno no diría que es detestable, que es que los muchachos, cuando terminan de estudiar, tengan trabajo, entre otras cosas. Sin duda, hasta podría ser acompañable la decisión de formar el tipo de profesionales que los productores locales necesitan. En todo caso, lo que no podemos hacer es no ver allí una tensión, un problema. Por otra parte, en general son muy desilusionantes estas encuestas, porque los productores locales suelen reclamar operarios disciplinados y no grandes saberes científicos. Pero, retomo: ojalá el único problema fuera que las corporaciones hacen propaganda encubierta de alguna pastillita de colores. El problema es mucho más serio: con frecuencia, son convocadas a opinar sobre planes de estudio, sobre contenidos mínimos de una materia, sobre los perfiles profesionales. Hay muchos modos en que el mercado incide sobre lo que producimos, pensamos e investigamos en la Universidad. Y este juego lo hacen no solamente las corporaciones exteriores, sino también las interiores a la vida Universitaria: la propia corporación que integramos los docentes e investigadores de la Universidad, nuestros propios modos de construcción de prestigios simbólicos, de construcción de nuestras carreras. Esas maneras que indican que, para ser investigador -de tipo no sé cuánto, de nivel no sé cuánto, 1-A, non plus ultra-, hay que publicar en revistas con tales y cuales características, con abstract, con keywords, con doble ciego, doble mudo, doble sordo, ¡qué sé yo!… cosas que llegamos a incorporar como criterios para juzgar cuándo un artículo es más valioso que otro. Llegamos a pensar realmente que un artículo publicado en una revista referateada tipo A es mejor que uno publicado en una revista sin referato alguno. Llegamos a creer que un investigador nivel 1, en el programa de no sé qué cosa, es algo ontológicamente superior a un investigador tipo 3 de la misma clasificación burocrática. Usamos el verbo ser: “Yo soy investigador tipo 1, vos sos investigador tipo 4”.
Como rector de la Universidad de General Sarmiento, ¿qué cosas pudiste modificar sobre todo esto tan enquistado?, ¿qué pudiste lograr con tu equipo para hacer otra utilización de eso que, desde las corporaciones, se pretende instituir?
En general, cuando hablo de estos asuntos de un modo humorístico o provocador, no estoy señalando una forma que me pareciera más adecuada o meritoria, o más justa o verdadera respecto a otras. Ni estoy impugnando ninguna cosa. Simplemente, estoy en la línea de lo que veníamos conversando, sobre la idea de la reflexión, sobre la invitación de Kant a un pensamiento que reflexione sobre las propias condiciones en las que se produce. Digo que ese momento reflexivo, crítico -esas dos palabras son sinónimos estrictos- no debe desaparecer nunca. Por supuesto, que siempre escribimos bajo todo tipo de condicionamientos. Eso no me parece ni bien ni mal. Lo que sí me parece muy mal es que no pensemos sobre ellos y que no hagamos una reflexión seria sobre las condiciones en las que pensamos y escribimos. La aceptación de la tiranía del Rey de Prusia, que le preocupaba a Kant, puede ser la de los múltiples reyezuelos de nuestras corporaciones y de nuestra vida institucional.
Esta reflexión permitiría tener conciencia de la fragilidad, que todo no es acabado.
Sí. No confundir los intereses de la propia corporación con los intereses del género humano es un buen punto de partida. No suponer que un artículo que cumple los requisitos que me permiten dar un pasito en mi currículum vitae tiene algo que ver con el acceso a la verdad sobre el ser.
POBESHITOS, TAN POBESHITOS
“El desprecio es la imaginación de una cosa que impresiona tan poco al alma que la presencia de la cosa la mueve más bien a imaginar lo que no hay en ella que
lo que en ella hay”
“Ética demostrada según el orden geométrico”, Tercera parte, Spinoza
¿Por qué restringir esta capacidad de reflexión a los ámbitos universitarios? Hoy en día proliferan talleres de poesía, donde se habla de poesía y no se reflexiona, o un taller de crítica literaria, donde se transmiten conocimientos y no se reflexiona. ¿Cómo extrapolar esto que vos propones a las cuevas?
Me parece que todo lo que estamos diciendo sobre los saberes universitarios vale para los saberes en general, también para los que pueden transitar por otros espacios. De todos modos, hay una diferencia. Entre otras cosas, la Universidad es una institución pública que se sostiene con los impuestos que pagan los ciudadanos y, en relación a la cual, tenemos una responsabilidad que no tenemos en relación con un grupo de estudios que pagan sus participantes. Por supuesto, que parte de la reflexión debe ser sobre los límites de las disciplinas, es un asunto que me importa mucho, es una gran macana emancipar a las ciencias sociales de su legado filosófico o literario, como lo es dividir lo que hacen las ciencias sociales, como si trabajaran en campos estancos sin comunicación entre ellas. Se ve cada vez que ciertos sociólogos, cuando están a punto de decir “representación política”, piden permiso, por si hay un politólogo cerca. O es notorio cuando un politólogo, cada vez que va a decir “clase social”, mira alrededor en busca de autorización. Eso produce saberes que no saben nada, que no pueden entender nada. Los pensamientos deben atreverse a romper los límites. “Alambre de púas” es un libro muy interesante para pensar estos problemas. Es del filósofo norteamericano Reviel Netz y lo publicó Eudeba, en castellano. Se trata de una interesantísima reflexión sobre el problema de los límites, en el sentido más general de la palabra. Es una historia del alambre de púas, desde su nacimiento en la pradera norteamericana, a mitad del siglo XIX, hasta la culminación más tremenda y monstruosa de su uso, en los campos de concentración del totalitarismo europeo, a mediados del siglo XX. Es una historia increíble, maravillosa, disparatada, loca, sobre una tecnología muy simple, que hace funcionar a los límites de una manera muy definitiva y terminante. No tanto porque impide que los límites sean sobrepasados sino, más bien, porque le quita, a aquel que pudiera querer sobrepasarlos, el deseo de intentarlo. El alambre de púas es el verdadero límite, funciona sobre la base de que nadie se atreve siquiera a acercarse a él. Esa metáfora me sirve mucho para pensar “el alambre de púas simbólico” que organiza la vida de nuestras instituciones universitarias. Hay alambres de púas entre disciplinas, entre facultades, entre departamentos, entre claustros. Me parece que, cuando pensamos esos límites en una institución pública que hace al interés público, al bien común, se trata de un problema más relevante que cuando lo pensamos como indicación sobre cómo organizar la intimidad o un grupo que hacemos con seis colegas.
En esos espacios marginales a la institución, pagos o gratuitos, también se genera subjetividad y, a veces, se repiten los mismos modos de no reflexión y de dominación. Supongo que debe haber algún vínculo entre lo que se produce en esos espacios y lo que ocurre en la Universidad, alguna retroalimentación…
Desde luego. Los pensamos como espacios no universitarios o al margen de la Universidad. Durante la época de la dictadura, en Argentina, se habló de la “Universidad de las catacumbas”. Pero esos espacios siempre tienen como referencia a la institución más visible en la que se producen y transmiten los saberes, que es la Universidad. Los prestigios sobre los que se organizan esos espacios son también más o menos mediatamente universitarios. Desde hace mil años la Universidad es en Occidente la institución por excelencia donde se producen y transmiten saberes y es, sin duda, la referencia sobre el problema del conocimiento, incluso el que se produce no universitariamente.
No creo coincidir con que el referente es siempre la Universidad. Pero, para seguir con el tema de la reflexión, en un trabajo tuyo, leímos una cita de Jacques Rancière, que dice: “el primer mal intelectual es el desprecio y no la ignorancia”. El desprecio como un alambre de púas que impide abrir políticamente hoy otro juego en la sociedad, otra mirada.
Es de lo más interesante lo que decís. Rancière es un filósofo francés contemporáneo, un teórico de la igualdad radical entre los seres humanos, un autor muy relevante en la discusión filosófica francesa contra la hegemonía conceptual del estructuralismo althusseriano, en los años ’60. Es el autor que da el portazo de salida de la capilla althusseriana después del Mayo francés. Lo que se desprende de allí es que no había más lecciones que tomar de los maestros, cuando la idea misma de maestro había saltado por el aire. La frase tan potente que ustedes citan está en un libro extraordinario que me encanta -también porque lo publicó mi Universidad- que se llama “El filósofo y sus pobres”. Allí discute la obra de tres grandes pensadores: Platón, Marx y Pierre Bourdieu, muy distintos entre sí, aunque Rancière se las arregla para mostrar que, en realidad, los tres rodean variaciones sobre un mismo tema. Pero, para volver a la frase, el tema de la ignorancia aparece en Rancière de muchos modos distintos, señalado como aquello que nos hace radicalmente iguales a todos los seres humanos. Somos radicalmente incapaces para dar cuenta del significado de alguna cosa, de algún texto. Él toma, por ejemplo, de “La eternidad a través de los astros”, de Blanqui. La idea de que el primer texto al que se enfrentaron los hombres, desde hace miles y miles de años, es el texto que forman las estrellas dispuestas sobre el fondo negro del cielo; que, desde siempre, los hombres han supuesto que había ahí un mensaje cifrado para ellos; que, desde siempre, han tratado de descubrir ese mensaje y ninguno -ni los más ricos ni los más pobres, ni los más gordos ni los más flacos, ni los más letrados ni los más iletrados- ha sido capaz de descubrirlo. La idea de que hay una ignorancia última que todos compartimos, respecto de lo que quiere decir el texto del cielo o el texto de Hamlet o el texto del libro más aburrido que a ustedes se les ocurra. Esta idea señala también otro asunto: a veces, los profesores creemos ser competentes para enseñar, porque nosotros ya pretendemos saber qué quieren decir los textos. Y nuestros estudiantes, pobrecitos, todavía no. Ese ‘pobrecitos’ es el nombre mismo del desprecio, que a veces no se ejerce bajo la forma de la mezquindad, sino bajo una forma todavía peor, la de la filantropía. Ese amabilismo, ese paternalismo profundamente condenable, esconde ese desprecio profundo, que también se sostiene en las posiciones más explícitamente mezquinas. Es contra ese paternalismo que Rancière nos invita a pensar en nombre de una idea muy radical de la igualdad de todas las inteligencias. Esa idea, dice, debe funcionar como un supuesto de cualquier labor pedagógica. No como aquello que debe buscarse, como el fin de una política educativa. No se trata de decir que, si nos esmeramos y hacemos una gran educación para todos los niños -los más pobres y los más ricos, los que tienen bibliotecas familiares y los que no las tienen-; no se trata de decir que si a todos les enseñamos en la escuela tales y cuales cosas, al final de la jornada, al final de muchas generaciones de educación bien hecha, vamos a lograr que todos sean iguales. Primero, no lo vamos a lograr. Y, segundo, eran iguales antes de empezar, no después. Eso no es para decir que no haya que hacer políticas educativas progresistas, de distribución adecuada de ese bien público fundamental que es el conocimiento. Desde luego, hay que hacerlo. Pero eso sólo lo haremos bien si partimos del supuesto de la igualdad entre los hombres y no de la idea de que esa igualdad es algo a conquistar al final. Mientras se los digo a ustedes en estas palabras me viene a la cabeza lo que decía el bueno de Habermas acerca de que la transparencia comunicativa no es un objetivo a conseguir. Lo que él señala es que no hay acto de comunicación que no tenga como presupuesto la idea de que esa comunicación es posible. En el mismo sentido, Rancière sostiene la idea de que no hay acto pedagógico verdadero que no parta de suponer la igualdad profunda entre las inteligencias. Esto es muy importante, sobre todo, en un contexto en el que, en los últimos años, hemos incorporado a nuestro pensamiento la idea de que la educación es un derecho humano universal, lo cual es una idea muy novedosa. Tanto que, en relación con los estudios superiores, no es más vieja que el siglo XXI. La primera vez que esta idea se formuló de manera muy sistemática en un documento muy importante fue en la Declaración final de la Conferencia Regional de Educación superior de Cartagena de Indias, en el año 2008. Y, ciertamente, esta novedad no fue recibida sin todo tipo de resistencias, prevenciones y sospechas. Incluso, entre los propios actores de la vida universitaria, que no están del todo convencidos de que eso sea o pueda ser así. Cuando se piensa en términos de derechos, necesariamente se lo hace en términos de igualdad. Todos tenemos los mismos derechos porque todos somos iguales y, en la medida que el Estado garantiza esos derechos, nos vuelve un poco más iguales todavía. En diálogo, pero también en tensión con esa idea de derecho, la idea que también se repitió mucho en la retórica política -sobre todo, en los primeros quince años del siglo XXI en toda América Latina y en Argentina muy especialmente- es la idea de inclusión. A diferencia de la idea de derechos, la inclusión no presupone la igualdad entre los sujetos, sino su desigualdad. Si todos tenemos los mismos derechos, porque todos somos iguales, algunos deben ser incluidos porque, de hecho, no lo son.
¿Podemos decir que, cuando hablamos de inclusión, hay también allí alguna idea de desprecio?
Pondría un matiz en lo que decís, en el siguiente sentido: un discurso sobre los derechos en una sociedad no igualitaria corre el serio riesgo de volverse un discurso perfectamente vacío -y, en el fondo, perfectamente cómplice de esas desigualdades- si no hay políticas inclusivas muy activas que vuelvan esos derechos un poco menos sarasa y un poco más realidad efectiva. Cuando las políticas de inclusión se llevan adelante para garantizar derechos y con el horizonte de la representación de la igualdad radical entre todas las personas, no veo nada condenable, no veo que esas políticas inclusivas sean necesariamente políticas del desprecio. Ahora, cuando ese horizonte está ausente, sí podríamos decir que esas políticas son una forma del desprecio paternalista.
LA EXTENSIÓN DEL TERITORIO
“A veces el ulular de una sirena/ desciende de las oscuras orillas del río hasta las ventanas del sesgado caserón/ y su grito penetra las cortinas/ aplasta los dorados baldaquinos/ para ir extendiéndose hasta formar coágulos
en el pliegue de los tapices”
“Una noche”, Michel Leiris
Más allá de lo teórico, quería destacar la práctica. Específicamente, tu gestión en la Universidad. Especialmente, en lo vinculado al presupuesto participativo y a las diplomaturas para personal administrativo.
Te agradezco el comentario, es muy gratificante. Por supuesto, esto tuvo que ver con un esfuerzo colectivo que llevamos adelante en nuestra Universidad y en muchas otras también, con compañeros y compañeras -uno mejor que el otro, uno más interesante y más militante que el otro-, en un contexto que, además, lo hacía posible. No diría que se trataba de un contexto fácil, porque nunca lo es. Pero uno sentía un fuerte acompañamiento en el intento de impulsar ciertas orientaciones para la vida universitaria, para los modos en que la Universidad podía vincularse con el territorio, que es una palabra que nos escara y que es muy importante para pensar lo que la Universidad hace, más allá de sus puertas y sus alambres de púas. No solamente porque la Universidad abre esas puertas hacia afuera, para dejarnos salir al mundo a nosotros, universitarios, a través de la vieja figura de la extensión: una palabra que, en su propia materialidad, tiene algo de dadivosa y filantrópica, sino también porque la Universidad abre sus puertas hacia adentro, para que sea el territorio el que entre. Esto segundo, a la Universidad le da bastante más trabajo que la extensión. Por supuesto, cada tanto, está bueno dar un curso de extensión, transmitir algún conocimiento o dar alguna ayuda técnica a algún municipio o a alguna organización social. El desafío es hacer las dos cosas. Po un lado, trabajar mucho con las organizaciones sociales del territorio, con los municipios, con el Estado, tanto provincial como nacional. Y, por el otro, hacer oír nuestra voz, dentro de la Universidad. Nosotros hicimos un intento, del que estoy muy orgulloso, por abrir en estos sentidos las puertas y vincular, de múltiples modos, a la Universidad con el territorio. Estamos muy contentos con el presupuesto participativo que mencionaste, que es una instancia fuertemente democratizadora de los modos de gestión presupuestaria de una institución. Porque quienes, en principio, tienen la facultad para disponer del uso de los recursos públicos se autolimitan en esa facultad para preguntarle a la comunidad en qué le parece más adecuado que esos recursos sean utilizados. Entonces, la comunidad universitaria organizada -de modos pautados y que han sido producto de muchas discusiones- presenta proyectos, los discute, los vota. También está ese sentido democratizador en el Consejo Social. Muchas Universidades del país tienen, como órgano de consulta e incluso de gobierno, un Consejo Social integrado por representantes de las organizaciones sociales del territorio donde trabajan. De esa manera, pueden hacer oír su voz. A veces, con un valor meramente consultivo; otras, incluso gubernativo. En la Universidad donde yo trabajo y hace unos años, hicimos una reforma del Estatuto. Gracias a esa reforma, el Consejo Social puede designar a un representante, con voz y voto en el Consejo Superior, junto a los de los claustros. En cuanto a las diplomaturas que mencionabas, las hacemos para los trabajadores no docentes y docentes, para miembros de organizaciones sociales y políticas territoriales. Hay diplomaturas en cuestiones de género, en derechos humanos. Esas cosas también son parte de una apuesta a un trabajo donde la oferta formativa asuma formatos no convencionales, más novedosos y desafiantes. La Universidad Nacional de General Sarmiento forma parte de una generación de Universidades que fueron creadas en la última década del siglo pasado, en un clima político asimilado con un espíritu que podemos llamar neoliberal o, más bien, asociado a la idea de la descentralización. Durante muchos años, nuestra Universidad tuvo como consigna el lema -que nunca me gustó ni un poquitito- que aparecía en los carteles de la vía pública: “Una Universidad innovadora”. En efecto, lo fue y mucho, en cuanto a sus titulaciones, en su tarea formativa, en cuanto a los campos que abarcaba su tarea investigativa, en cuanto al desarrollo de posgrados a veces muy sofisticados. Fue un tipo de Universidad muy diferente a las que fueron creadas después, durante los años del kirchnerismo, bajo el espíritu de que la educación, en todos sus niveles, debía ser tenida por un derecho universal y, por lo tanto, debía ejercer una vocación por incorporar gran cantidad de estudiantes. Durante mucho tiempo, nuestra Universidad tuvo años una cantidad reducida de estudiantes. Entonces, a nosotros nos tocó -o elegimos- la tarea de adecuar a una Universidad que había nacido en una década y bajo un espíritu neoliberal, a un espíritu diferente. Bien o mal pero, en todo caso, muy entusiasmados, eso continúa hasta hoy. Por supuesto, todo en el marco de un conjunto de transformaciones en la vida universitaria en todo el país, lo cual implica la discusión sobre cómo introducir sistemas de investigación o de estímulos para la misma, que no estén asociados a la lógica más jerárquica y meritocrática de los sistemas más convencionales de nuestros saberes y de organización de nuestros “ridículum vitae”. Una discusión que se da en el propio Consejo Interuniversitario Nacional, en su Comisión de Ciencia y Técnica. Y entiendo que también, en el Conicet y en distintas agencias de financiamiento de la actividad científica y tecnológica, donde empiezan a valorarse otras cosas por sobre –o, por lo menos, junto a- los papers académicos, los abstract en inglés, las Keywords en chino mandarín y demás. Esta circunstancia de la cuarentena, tan dramática en Argentina y en el mundo, es una ocasión interesantísima para notar lo necesarios que son los saberes que tenemos, producimos y ponemos a circular desde las Universidades para la sociedad en su conjunto, para las organizaciones sociales, para el Estado. Y es el Estado quien, a través de su Ministerio de Ciencia y Tecnología, está convocando a proyectos de investigación universitarios alrededor del Coronavirus. Estaría mal si no las hiciera. Y, horriblemente mal, si las Universidades, en nombre de la autonomía universitaria, no se recontra engancharan en esas convocatorias.
UN CONJURO A ESCALA PLANETARIA
“Ahora estamos más solos por imperio de muerte,/ por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra baldía,/ recobrando al conjuro del más lejano soplo/ realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos días,/ imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan (…)”
“Cuando alguien se nos muere”, Olga Orozco
Hablaste recién del trabajo colectivo, de esa interacción entre la Universidad y las distintas instancias del Estado. El tema de este número Anartista es la confianza que, suponemos -como apuesta- está implicada en todo ese laburo. Pero vuelvo al principio de la nota, donde marcábamos cómo la noción de frágil y precario recurría en todos los temas que abordas. Si, efectivamente, todo es frágil y precario y si el conflicto siempre está, ¿cómo confiar y cuidarse -en el sentido del “caute”, spinoziano- a la vez?
Muy buena pregunta. Tomo una palabra que dijiste recién y algunas que decíamos antes. La confianza es un tipo de lazo que no puede suponerse nunca sostenido sobre la pura evidencia de los hechos. Siempre tiene algo de salto al vacío. Si no, es otra cosa. La confianza es una apuesta, la vida individual y colectiva están hechas de apuestas, la política es un conjunto de apuestas. Por supuesto, junto con eso, enunciás otra palabra que está hoy muy presente en los debates colectivos, que la ha puesto muy en el centro de la agenda ese gran movimiento social y político que ha conmocionado las cosas que pensamos desde hace unos años a esta parte, que es el movimiento de mujeres en la Argentina y en el mundo. Ese movimiento ha hecho de la cuestión del cuidado un asunto fundamental. Por otro lado, con la pandemia, la palabra cuidado adquiere hoy una connotación muy precisa y, además, muy dramática. Y la retórica presidencial también la ha puesto en el centro de la escena. Acabo de ver un artículo de Rita Segato, con un elogio sorprendentemente extremo al tipo de retórica del presidente Fernández, a la que denomina “una retórica maternal”, con centralidad en la idea del cuidado. Ahora, me parece que el cuidado que debemos pensar cuando estamos hablando de la vida universitaria no es el cuidado que alguien puede ejercer, maternal o fraternalmente, sobre otro. Y, encima, la fraternidad es un problema, ¿no? Cualquiera que haya leído la historia de Rómulo y Remo o la de Caín y Abel lo sabe. Yo no le pondría muchas fichas a la fraternidad. Pero, al fin y al cabo, es también una de las tres grandes consignas republicanas de la Revolución Francesa. Es interesante cómo, de esas tres consignas, a la libertad y a la igualdad la agarraron los liberales y, sobre ellas, escribieron bibliotecas enteras. A la fraternidad no la agarró ni el loro. Es un problema muy grande, por ser un lazo -por lo menos- ambivalente. Pero para volver a la idea de cuidado, ella remite más, como bien decías, a la idea de Spinoza, de cuidado a los amigos en un contexto monárquico en Europa. Cuando hablamos de los temas universitarios, el cuidado sería institucional, colectivo, hecho de una serie de resguardos e instituciones. La Universidad es una institución que forma parte de la cosa pública. Ahí tenemos que ser muy cautelosos con las apuestas. El cuidado debe estar hecho de una malla densa de relaciones de instituciones. Me gustaría recuperar una palabra que hoy plantea un problema importante en la política argentina y mundial, pero sin la cual no me imagino formas efectivas de cuidado, que es la solidaridad: otra palabra de la retórica albertista. Formas efectivas de cuidado y formas efectivas de solidaridad solo pueden producirse si garantizamos formas muy activas de participación, que es una palabra fundamental de la gran tradición democrática occidental. No hay democracia sin la generación de las condiciones para una participación popular deliberativa y activa en los asuntos públicos. De ahí, la importancia de algunas instituciones o instrumentos, como los Consejos Sociales en las Universidades o el presupuesto participativo. Hay una filósofa canadiense, Carole Pateman que, cada vez que usa la palabra participación, agrega dos adjetivos: deliberativa y activa. Participación en las discusiones y en la posibilidad de convertir sus resultados en políticas públicas de un gobierno. Si no, no hay efectiva participación. La participación en la discusión sobre cuáles son los problemas y los mejores modos de resolverlos es la mejor garantía para una solidaridad no meramente retórica o moral y para un cuidado, que no sea ni puro miedo ni puro vínculo maternal entre los sujetos, un autocuidado colectivo, digamos.
Mencionabas hace un rato el artículo de Rita Segato, que tuvo muchas críticas dentro del movimiento de mujeres, por los riesgos que implica delegar, confiar todo a la figura maternal del presidente. ¿La participación podría romper el alambre de púas de la plena confianza?
Otra muy buena pregunta. Empiezo por el final, para no olvidarme. Te diría que, más que romper el alambre de púas de la confianza, la participación rompe el alambre de púas de la representación, entendida como delegación de soberanía. Nuestras democracias liberales son liberalismos democráticos: sistemas que contienen principios, instituciones y valores tomados de la gran tradición liberal -como el principio vertical de la representación- y, de la gran tradición democrática, asociada al principio horizontal de la participación popular. Siempre las combinan de distintos modos. En la historia argentina de los últimos cuarenta años, hemos tenido momentos de mayor entusiasmo colectivo por la participación popular en los asuntos públicos y momentos de mayor retraimiento y de mayor rigorización del lazo vertical entre ciudadanos y representantes. Una democracia participativa es siempre un conjuro ante el riesgo de que esa representación derive en una separación absoluta de la delegación de soberanía y, por tanto, en una pérdida de libertad de los ciudadanos. Voy a la primera parte de la pregunta. Lo de Rita Segato me pareció extraño al venir de ella porque, en sus escritos, Rita muestra -generalmente- un fuerte rechazo a conceder aval a los políticos sostenidos sobre el principio liberal de la representación. Incluso, ella hace una especie de recuperación -para mi gusto, un poco romántica- de una experiencia política interesantísima y muy dramática en Argentina, la del 2001. Por supuesto, todo acontecimiento de la historia es un denso nudo de significaciones y uno tiene derecho a tirar de la piola que más le convenga o más le interese. No hay duda que, en 2001, hubo una fuerte cosa asambleística, una fuerte movilización de una gran cantidad de actores, que discutían en la plaza de la esquina, en la fábrica recuperada, en el centro de estudiantes, en la parroquia del barrio. Todo eso existió. Pero también existieron los cacerolazos frente a las puertas de los Bancos y el intento por recuperar un principio de orden en medio del despelote. El 2001 tuvo un montón de cosas. Del 2001, salió Kirchner; del 2001, salió Macri. Del 2001 podría haber salido el “amigo” López Murphy, de no haber sido porque perdió por muy poquitos votos frente a Menem. Por un pelito ganó Kirchner y hoy vemos en Kirchner una herencia de ese 2001, que la propia Rita Segato no parece ver lo suficiente. Ella recupera del 2001 algo de lo que el kirchnerismo no sería heredero en ningún sentido. Eso me parece una mala lectura del kirchnerismo que, en muchos aspectos, es una vuelta al orden, una vuelta al principio de representación. Rita Segato tiene derecho a que esto no le guste ni un poquito. Ella ve el 2001 como estallido participativo, autonomista y pleno de una ciudadanía finalmente emancipada de politiquería y de representación. Por todo esto, me llamó la atención la calificación -que, sin duda, es un elogio, un aval-, del poder maternal o de Estado maternal, que hace para el gobierno de Alberto. En cualquier caso, sí hay en Alberto una fuerte preocupación por el cuidado en un contexto que lo reclama más que ninguna otra cosa. Lo que veo como un problema es cómo garantizamos en este contexto las posibilidades de una participación popular, deliberativa y activa en los asuntos públicos. Veníamos diciendo que, en una institución compleja como la Universidad o en un colectivo más complejo todavía, como una república, no hay cuidado, confianza ni solidaridad sin participación que exponga a los no solidarios. La solidaridad, si es un valor político, no puede ser solamente un valor moral. No se trata de reclamar la solidaridad de las buenas personas, se trata de lograr que los ricos paguen sus impuestos, eso también es solidaridad. Y esa gente no es moralmente solidaria. Por lo tanto, allí la solidaridad, es política. En este sentido, hoy tenemos un gran desafío, por dos razones: primero, porque todos los ciudadanos estamos encerrados en nuestras casas y se hace muy difícil imaginar cómo podríamos participar en un espacio público que, en los modos acostumbrados, reclama formas más colectivas, formas de reunión de nuestros cuerpos en espacios de deliberación, de debate y discusión. Otro elemento muy peculiar de la situación actual es que estamos frente a una emergencia planetaria, una crisis sanitaria planetaria en la que, siendo importantísima, no alcanza la participación popular deliberativa y activa de los ciudadanos a la escala de los Estados nacionales, que organizan la vida de esos ciudadanos. Tenemos un problema global, un virus que no sabe de fronteras ni de alambres de púas, que va de un lado a otro en avión, adentro de la gente, arriba de la gente, arriba de las cosas y que ya no ha dejado prácticamente nación alguna de la Tierra sin penetrar. En ese sentido, como sujeto colectivo, la humanidad necesita hoy la generación de un espacio de deliberación a escala planetaria. Y me doy cuenta, mientras lo digo, de la enorme complejidad que tiene y del enorme desafío que plantea.
FELIZMENTE PARTIDO AL MEDIO
“HORACIO: Esta ave fría huye con el cascarón sobre la cabeza.
HAMLET: Le hacía cumplidos a la teta antes de chuparla: así este y muchos más de la misma manada que conozco, que hacen chochear a esta frívola época, no hicieron más que seguir la tonada de los tiempos, y el hábito exterior del buen trato, una especie de inflada inferencia que los lleva más y más lejos en las opiniones más triviales y pasadas por el cedazo; pero sopla tan solo sobre ellas para probarlas, y se van en burbujas.”
“Hamlet”, Acto V, William Shakespeare
Vimos, a través de la entrevista, que solés recuperar palabras que sintetizan las problemáticas de determinado tramo de la charla. Recordé que, cuando hablás de Hamlet, destacás una metamorfosis del proceso de hacer y de la obra. Convocás varias lecturas y las tejés en tus textos. ¿Cómo se transforman esos elementos cuando escribís? ¿Cómo se da esa metamorfosis en tu escritura?
Pregunta difícil. No estoy seguro de haber pensado con frecuencia en lo que ustedes llaman mi escritura que, evidentemente, se nutre de un conjunto de inspiraciones o fuentes muy heterogéneas. En las cosas que me interesan y sobre las que escribo, reconozco diálogos diferentes con muy distintos tipos de escritura. Hay algo que nunca abandoné, y es la discusión en el campo de las ciencias sociales y de la teoría política. Descubro que sigo pensando las cosas que estudié en los años ’80, en la transición a la democracia, que sigo pensando los problemas de la democracia, de la representación, la participación, del sistema político, de la libertad y los derechos, que son categorías de la discusión teórico política. No me siento nada incómodo discutiendo en términos de política de ciencia, digamos, aunque me gusta introducir una incomodidad respecto a ese estilo, citar allí otras cosas. Por otro lado, hay un asunto que me interesó desde hace mucho tiempo -en el que me empecé a meter, motivado por mi disconformidad con los límites que presentaba la lógica de la ciencia política más convencional- y es la cuestión de la tragedia como instrumento conceptual útil para pensar los problemas de la política. Porque, en la tragedia, está el conflicto. Y el conflicto es la sangre, la savia vital de la política. La tragedia nos conduce a la reflexión sobre lo frágil y precario que tiene siempre la existencia individual y colectiva, nos conduce siempre a la pregunta por los efectos no deseados de la acción. Es decir, la tragedia nos lleva a los grandes problemas de la política que la ciencia política -en general y debido a su reduccionismo racionalista, más o menos candoroso- no está en condiciones de resolver. Y, sí, me quedé a vivir en la época renacentista, específicamente, en la de Shakespeare, en “Hamlet”, en “El mercader de Venecia”. Últimamente, también en “Julio César”, donde encuentro algunas posibilidades interesantísimas, como la discusión sobre la tiranía y la república. Entonces, parece que algo de mi escritura -y no estoy tan seguro que tal cosa exista- o, al menos, parte de lo que escribo está en diálogo con el lenguaje de la tragedia. Hace pocos días, me pidieron un artículo sobre la pandemia y se me ocurrió empezar por la escena de los sepultureros del Acto V de Hamlet, donde hay una referencia de un humor muy macabro a la epidemia que se cargó no sé cuánta gente, en la Inglaterra de 1600. Pero, volviendo a la pregunta, hay una tercera fuente de preocupaciones, que también es una tercera zona de lecturas y escrituras, y es la vinculada con la actividad universitaria. Un poco por mi fuerte compromiso con la vida universitaria desde hace décadas, es el lugar donde siempre he trabajado, donde siempre he pensado y me he comprometido, incluso antes de ocupar algunas funciones de responsabilidad en la conducción. Pero lo cierto es que después fui, durante muchos años, autoridad superior de una Universidad: primero, decano; después, rector; consejero superior, más tarde. La propia gestión me llevó a otro tipo de lecturas y eso, a otro tipo de escrituras. Entonces, para unir las tres fuentes, hay una tragedia y una política de la vida universitaria y una tragedia y una política del conocimiento. Si mi escritura -como dicen ustedes- tuviera sentido, es el de una escritura hecha de las escrituras universitológicas, de discusión teórica sobre la Universidad, de sociología de la Universidad, de teoría organizacional sobre la Universidad, de las discusiones de la ciencia y teoría política. Y, por supuesto, del género maravilloso y conmocionante de cualquier escritura, el género que te parte al medio y te obliga a pensar con otras metáforas y otras figuras y recursos, que es el género de la tragedia.