La confianza: sobre la cuarentena
Por Nora Lomberg
Un verso salta de mi boca
se funde en vos,
hace dicha
Y se va.
Una sonrisa
retoma un camino añejo
en besos que te di
Y susurran los relojes.
SALTO AL VACÍO
Mi hija quiere volver sola de la escuela, no queda cerca, pero tampoco lejos. Cuánto pasó desde que se quedaba llorando, con sus manitos estiradas. Ese miedo a la distancia. O sospecha de abandono.
– No te vayas -me pedía entre lágrimas.
Recuerdo su sufrimiento, sus ojitos vidriosos y mis piernas que temblaban de tristeza. Tenía que fiarse de mí, creer que volvería, que cada día y a la hora de salida, estaría allí; para traerla a casa, o a tomar un helado. Había que inventar otro lazo. Aventurarnos y prestarle distancia (¿Por qué de niña me hacían tomar distancia en la escuela?). La apuesta encarna el salto al vacío. Arreglárselas sin el otre.
De a poco, ese dolor, cedió.
Pero, ¿volver sola?
LAS COSAS NO ESTÁN EN SU LUGAR
Leo a Paul Auster en el “País de las últimas cosas“: “la vida, tal como la conocíamos, ha dejado de existir. Pero, aun así, nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevenido en su lugar”. Permanecer aislades, frente a pantallas, a la espera de que pase la peste. Cada cual interpreta a su modo este momento. Se trata de pasar cada día sin enfermar: “ante los hechos más habituales, no sabemos cómo actuar y tampoco nos sentimos capaces de pensar”. Las cosas no están en su lugar, la mano amiga, el abrazo fraterno, compartir un mate mientras conversamos. La proximidad enferma. La cercanía contagia. Tenemos ganas de confiar, pero nos gana la sospecha, la incertidumbre. “Nada perdura, ni siquiera los pensamientos en tu interior”
¿Será el final de una era?
Un supermercadito del barrio en la apacible tarde de domingo, a pesar de la pandemia. Chiques jugando en la vereda, enlazados unes con otres. Mientras les adultes se abalanzan hacia el papel higiénico y yo no lo comprendo. ¿Pensarán ir mucho al baño?, me digo y sigo. Veo dos señoras discutir por el último paquete y una le pega en la cara a la otra que, de todos modos, se abraza a los rollos de papel.
-Acaparadora -le dice la del cachetazo, ya explotada.
Este caos nos mantiene en estado de excepción, dice Agamben.
Todo puede ocurrir ya, mientras tanto, el resto de les compradores sigue su rutina supermercadística sin percatarse. Se niegan a aceptar los hechos. Voy tras un sachet de leche, mientras una señora me quita el chango con lo que ya había conseguido. No me mira cuando le hablo, me hace un gesto con el dedo hacia arriba y se retira ofendida.
Ya no somos les mismes que anteayer: “la gente es capaz de cualquier cosa y, cuanto antes te des cuenta de ello, mejor te irá”. (Auster)
EL ESTADO DE LAS COSAS
No estoy completamente lúcida, más bien, pandemizada. En alerta.
El tiempo me desorganiza, desvía el camino trazado en agenda. Me lleva a otros rumbos, siempre inciertos.
Por ejemplo, me topé con el carnet de tennis de mi papá, con su foto, a los 45 años. Y ahí, en un túnel del tiempo, recordé su raqueta, la marca Wilson, el negocio al que lo acompañaba para encordarla.
La copa que ganó en un torneo me trajo una frase suya, de mucho después, cuando me decía que estaba cansado, que no quería trabajar, pero igual lo hacía. Ya me fui acomodando en la silla, mientras tomé con fuerza el cajoncito de los recuerdos. Pensé en buscar más fotos, pero no, me quedé así, tiesa, hasta que sonó el teléfono y me sumé impactada a una reunión de trabajo, que cayó como rayo inesperado.
Otras veces, al recordar, me alivio, miro por la ventana, como en las películas, nadie recuerda con vista al techo, es mejor con paisajes.
Ya no pasa la viejita del geriátrico fumando. Ni me peleo con los colectiveros que estacionan en mi puerta, obturándome lugar.
Son días de futuro corto, con pocas coordenadas, más bien de toquecitos, un poquito acá y otro más allá.
La cosa es mantenerse a flote.
DESDE LA VENTANA
Pasa una señora por mi puerta, con perra y barbijo.
-¿Pero está en el aire o no está en el aire? -me pregunta.
Algo hay, pienso. Un sinsabor. Una espera inquieta.
Dos vecinos en la puerta la saludan afectuosos. Se detienen con algunas palabras:
-Ya abrió la librería -grita la de enfrente, mientras se baja el barbijo hasta la mandíbula para fumar.
-¡Qué bien!, se la extrañaba a Mónica -le responde mientras le acomoda un envoltorio de plástico a las patitas de su caniche.
-Podrán ir a comprar una libretita, una birome. ¡Cualquier cosa!
La del edificio, desde el balcón, le pregunta si se enteró que hubo un caso en el geriátrico.
-Sí, ¡estuvo C5N! -lo vi anoche.
-¡Ahora el virus anda cerca! ¿Está en el aire o no está en el aire? Le responde.
Ayer vi pasar a un señor mayor de andar rápido y ofuscado, llevaba con gracia su paso, sus manos portaban un pomo de alcohol en gel y, desde la campera verde con bolsillos, asomaban papeles, una linterna, lapiceras y anteojos. Un barbijo, guantes negros y, por supuesto, una bolsa.
Siempre llevamos bolsas. Así vivimos en la ciudad. Hacemos cosas que no tienen sentido.
Algunos vecinos abandonaron por completo la idea de salir a la calle, pero otros lo hacen todo el tiempo, alocadamente y a pesar de los obstáculos.
Todo pasa, y esto también.
Pero, en el mientras tanto, en esta quietud, sólo puedo escribir así, entrecortado.
en espera
de un anhelo repican las moradas en
desvíos.
Restos de sábanas limpias
¿qué ajustan los bordes?
¿qué sueña el recuerdo?
¿Hará camino el tiempo?
¿detendrá los espacios?
Sufridas palabras.
Aquellas benditas
Avanzan