La queja: sobre la vejez.
Por Alicia Lapidus
OCCIDENTE DISIMULA
La vejez en nuestra sociedad es el período entre que dejamos de ser útiles hasta que morimos. Sin embargo, si miramos desde el punto de vista biológico, la expectativa de vida ha aumentado mucho en el último siglo. Pero, al observar con más detenimiento, esa extensión no afecta a la infancia, ni a la juventud ni a la adultez, sino que sólo se ha prolongado la duración de la “tercera” o “cuarta” edad. Un tiempo nublado por las enfermedades crónicas, impregnado de medicamentos (no siempre necesarios) y, en algún momento, necesitado de cuidados de otros.
La sociedad occidental del siglo XXI tiende a emplear expresiones peyorativas para referirse a las personas mayores. Vivimos en una época en la que prevalecen los valores asociados a la belleza externa, a la inmediatez y a la producción. Ser viejo es un sinónimo de inútil, feo, antiguo, estorbo o incapaz.
Decir “jubilado” es igual a decir pobre inútil.
Ejemplos hay muchos, casi nunca es un elogio decir “este vestido viejo”. Peor “el yogurt está viejo” o es un “auto viejo”. Así, en el capitalismo los viejos no valen si no producen. Por eso deben ser dejados de lado, ya no son más fuerza de trabajo.
De todas formas, en los últimos tiempos, se han buscado alternativas para mencionar a los ancianos, términos eufemísticos y políticamente correctos como “tercera edad”, “adultos mayores” o “edad avanzada”. En el fondo, esta etapa- como la muerte- es temida por la sociedad y por el lenguaje.
ANTIGÜEDAD VIEJA
No siempre esto fue así. En la prehistoria la adaptación al medio era difícil, no existía vejez tal como hoy la conocemos, puesto que la esperanza de vida era muy corta. A quienes habían llegado a los 30 años se los relacionaba con algún evento sobrenatural. Eran consideradas personas de gran sabiduría, transmisoras de conocimiento esencial para la supervivencia del grupo. Los ‘afortunados’ sobrevivientes tenían funciones concretas: solían ser chamanes y brujos, y ocupaban los lugares más altos de la jerarquía social. Se desprende que, en esta época, el ser viejo gozaba de una consideración de prestigio y gran poder e influencia.
En la antigua Grecia, -en la guerrera Esparta -, los hombres mayores de 60 años dejaban el ejército y se ocupaban de mantener el orden interno. El poder estaba en manos de los mayores que eran más ricos e inculcaban a los jóvenes el respeto por los ancianos.
A su vez, cuando Atenas se convierte en el centro de la cultura, los nuevos cánones de belleza hicieron que la vejez fuera considerada una enfermedad. Eso continuó hasta la llegada de Hipócrates, que cambia esa concepción.
Platón, que siempre tiene una idea para todo, opinaba que la virtud se adquiere con el conocimiento, con una educación, cuyos frutos se verían a partir de los 50 años. Por otra parte, Aristóteles pensaba que la juventud es apasionada y generosa, mientras que la ancianidad se impregnaba exactamente de las características opuestas.
Pasó el tiempo y, de acuerdo a los patrones de belleza o sabiduría, la vejez fue vista de mejor y peor manera. Por ejemplo, con el avance de las nuevas tecnologías y la publicidad, los viejos pasaron a ser considerados niños feos. No está con ellos la belleza que nos proponen y la brecha tecnológica los deja a un lado sin remedio.
Sin embargo, esto solo ocurre en el mundo occidental. En Japón y China los ancianos son respetados como pilar de la sociedad.
CACIQUE PUÑO E´ HIERRO
Mi padre nunca se resignó a ocupar el lugar que la sociedad le imponía. Aceptaba su vejez con el convencimiento de lo ineludible. Su lucidez le permitió tomar decisiones hasta el último día. Cuando se jubiló, se fue a trabajar en tareas administrativas con mi hermano. Dentro de la familia, su apodo, cariñoso y risueño “Cacique puño e´ hierro”, lo pintaba en cuanto a determinación se trataba. Con el paso de los años, su vista se fue nublando, algo que él disimulaba, obstinado en mirar partidos de tenis en la tele y en imaginar el correr de la pelota en el relato. Ávido lector, ya sólo le quedaban los títulos del diario.
Cuando hizo falta personal para cuidarlo, él dijo: “Mami lo necesita”. A partir de su vejez, su vida siempre estuvo dirigida a cuidar a mi mamá, que lo seguía mirando como un héroe, aunque discutieran con frecuencia.
Una vez, les dije que tenían demasiados muebles en la casa, que se podían tropezar, que había que mover la biblioteca. Me puse manos a la obra, cuando una voz indignada me dijo “Nadie me va a decir lo que tengo que hacer en mi casa”. No más argumentos ni mover muebles, era claro.
Papá también encontró la forma de seguir siendo útil: aconsejaba, pero ya no discutía. Todos los domingos me guardaba el suplemento de turismo del diario, porque sabía que viajar era uno de mis placeres. Cuando yo viajaba, él desplegaba un atlas y, sobre ese mapa, seguía mi itinerario, iba tras mis pasos.
Con 98 años y luego de algunas internaciones por caídas, fracturas, neumonías, él y mi mamá decidieron que, si algo les pasaba, no querían ser internados. Salvo que sufrieran dolores insoportables. Y ambos también firmaron un papel donde manifestaban su voluntad de ser cremados. Así como mi papá lo quiso y como lo decidió, se fue: en un sueño en su cama, con mi mamá a su lado.
CUERPOS AL DESNUDO
La ancianidad es una época difícil, de pérdidas, en todo sentido. Se van los amigos, a veces los hermanos, el cuerpo se debilita, duele. La vista se opaca, el oído enmudece. Como sociedad los marginamos, los obligamos a un encierro dentro de sí mismos. Y no queremos oírlos quejarse.
Nadie sueña con ser viejo. Sí, en cambio, con recobrar la juventud. Nuestro formato es que veamos a los ancianos como feos y sucios.
Así las cosas, el cuerpo anciano sufre una censura absoluta. Así como ya casi no hay censura para los cuerpos firmes de la juventud cuando se encuadran en la estética de la flacura, el cuerpo viejo no se quiere mostrar. De ese modo, fortalece la gerontofobia.
Aún persiste una forma sutil y muy naturalizada de suponer que ciertos cuerpos no entran en escena. Al hablar de cuerpos, es importante remarcar que el de los mayores, más allá de cualquier discurso, es rechazado por una barrera inmanente y, al mismo tiempo, no demasiado explícita, la estética.
Sin embargo, una deliciosa película alemana, “Nunca es tarde para amar”, dirigida por Andreas Dressen, salta ese cerco y nos muestra una realidad que nos transforma al salir del cine. La película no es apta para quienes piensan que el amor entre ancianos significa presentar «a abuelitos tomados de la mano paseando por un parque», advierte el director. Sus protagonistas superan ya los sesenta años, en el caso de la mujer, Inge. Y los setenta, para su amante Karl. Su avanzada edad y, en el caso de ella, el estar casada, no les impide lanzarse a una historia de sexo, pasión y amor con un frenesí que haría palidecer de envidia a muchos adolescentes.
¿Cuál es la diferencia con otras películas de amores de viejos? La clara, clarísima presentación de cuerpos que, hasta el momento, habían sido velados, o exhibidos en claroscuros, donde se busca ocultar contornos que aún nuestra sociedad no está dispuesta a admitir.
Al principio, el espectador se paraliza al ver en forma explícita esos cuerpos fláccidos, con panza, arrugados, desnudos, entrelazados en un baile de pasión. La sorpresa y hasta el desagrado inicial, poco a poco, se pierden en la pasión que la pareja desprende. Así nos olvidamos de su edad para sumergirnos en su vorágine. La escena se torna bella. Se vuelve “natural” el erotismo y se borran los márgenes culturales. Como bien dijo Spinoza: “Nadie sabe lo que un cuerpo puede”.
ANTES DEL FINAL
Mi madre, al envejecer, decidió repartir sus objetos preciados entre sus hijos. Joyas, vestidos, adornos. Todo aquello que transcurrió junto a su vida. Sin embargo, no regaló sus zapatos. Me preguntaba por qué, hasta que cuando ella ya no estaba pude comprender que no podía regalar su paso, su recorrido, sus andanzas. Eso le pertenecía, era su historia, a la que se aferró hasta el fin.
Los zapatos son algo especial, que marca la ausencia. Cuando los vemos allí plantados nos señalan un cuerpo que no está, un vacío sobre ellos. Nunca pude usar los zapatos de mi madre muerta, los regalé, para que alguien sin su historia les diera un nuevo caminar.