El azar: sobre los giros del destino familiar
Por Pablo Soprano
“No existe la casualidad, y lo que se nos presenta como azar surge de las fuentes más profundas.»
Friedrich Schiller
Hay momentos de la vida donde el azar y la incertidumbre se entremezclan. Y lo hacen con cierta dosis de violencia. Más bien, de prepotencia violenta. Así, el tiempo deviene hacia otra forma más llevadera, asimilada, no menos áspera. Rigurosa. Cambios repentinos que son un abismo hondo y peligroso de dudas y cavilaciones para quien, acostumbrado a un ritmo, es empujado a marchas y contramarchas. Avances y retrocesos inconsultos. Daños impensados, colaterales, explícitos. Así las cosas, solo los años tienen la capacidad de acercarnos a una explicación, hacia alguna certeza o hasta un mísero alivio del espíritu.
Discrepancia lanzada al infinito, discapacitada de escuchar. Sin interés. ¿Quién sabe si una planta desea ser quitada de su porcioncita de tierra para ocupar una maceta? ¿No es un acto de crueldad que se desborde a la orilla de un balcón y no reptar, bifurcarse en su hábitat natural, por ejemplo, en las márgenes de un sendero? Decisiones momentáneas grabadas a perpetuidad, que arrastran a terceros, sin comerla ni beberla, a desconfiar del futuro. Esas que confirman lo por venir y que, de cualquier manera afrontaremos, a pesar de lo azaroso de nuestro inevitable destino.
VERANO DEL 79
¿Cuál fue el instante preciso en el que a mi viejo se le ocurrió mudarse? ¿Había necesidad? ¿Por qué no me consultó? Todas estas preguntas rebotaban en mi cabeza en el tórrido verano de 1979, cuando seguíamos con nuestro auto al camión de mudanzas. En realidad, ni mi papá ni mi mamá tenían por qué contestar los cuestionamientos de un pibe de ocho años. Tampoco eran adivinos. Jamás dije nada, me tragué los reproches. Mi papá se limitó a observar mi ceño fruncido por el espejo retrovisor del FIAT 128 rojo, mientras procuraba que mi hermano menor no sacara los brazos por la ventanilla. Unos días antes del traslado, habíamos visitado el departamento a estrenar. Mi padre se deshizo en promesas de un progreso barrial venturoso: “Acá nomás tenés el Autódromo. Aunque te parezca mentira, en esa selva enmarañada de árboles, lianas y totoras que ves ahí, va a funcionar un parque de diversiones y un zoológico con animales sueltos. Hasta un tranvía va a pasar por la esquina… Esto no es La Quiaca, Negra. Es Villa Soldati.” Desde el esquelético balcón a la calle, mi vieja oteó el paisaje y lacónicamente comentó: “¿Sabés qué pasa? Todo muy lindo, pero no soy Fangio, no me interesan las montañas rusas ni contarle las rayas a una cebra. Y hace rato que en Buenos Aires se viaja en taxi o en colectivo. No lo tomes a mal, siento que estamos en el culo del mundo.’”
UN TECLADO MULTICOLOR HASTA LAS NUBES
En las palabras de mi mamá no había resentimiento clasista. Le costaba abandonar la alquilada amplitud espacial de una casa con patio y terraza en Versalles, por latas propias de sardinas de tres, nueve, doce o quince pisos, e infinidad de celdillas herméticas que miraban hacia una avenida desdibujada, con su adoquinado borrado por la maleza, la tierra y el paso del tiempo. Límite escarpado entre un pasado de ranchitos con pisos de cemento, derrumbados por antiguas topadoras y un incierto futuro de colores llamativos. Porvenir desparejo, fantasmagórico en escalera caracol. Era más tenebroso adentrarse en los laberínticos dos pasillos de los inacabados monoblocks, que penetrar en los pantanos rebalsados de verdín y mosquitos. De totoras y osamenta de animales. Nadie podía imaginar algo de “progreso” en ese rincón perdido y anacrónico de la ciudad.
VILLA DEL PARQUE
«El hombre tiene mil planes para sí mismo. El azar, sólo uno para cada uno.»
Mencio
Algunas de las promesas de prosperidad se cumplieron. A veces el destino es violento y el azar le hace espacio, le libera la zona. A poco de mudarnos, mi papá enfermó gravemente y, al cabo de dos años, murió. Viuda muy joven, a mi mamá, solo le quedaba ese departamento antes mirado con recelo. Los avances barriales le pasaron por al lado. Cuando quiso acordar, casi todos los vaticinios de mi viejo se hicieron realidad. Con dos bocas que alimentar y con urgencias económicas visibles, poco le importaban el Parque Indoamericano, el Premetro, Interama con su torre -ahora tan característica del barrio- o la autopista que partía al medio al Parque Julio A. Roca. Las vueltas impiadosas de un destino que parecía ajeno, o quizá para nada merecido, la llevaron a inscribirnos, a mi hermano y a mí, en un colegio de doble escolaridad. Y comenzó a trabajar en una clínica privada. Toda esa necesidad a la fuerza era violencia pura. Y no teníamos manera de reclamarle a nadie. Ni eso nos quedaba.
CRÓNICAS DEL ÁNGEL GRIS Y VIOLENTO
En una vieja entrevista que vi hace un tiempo, Alejandro Dolina contó que su infancia y primera juventud en la localidad bonaerense de Caseros estaba rodeada de violencia. No se refería a asesinatos o a robos, sino a la interacción con otros chicos. Eran violentos en el trato, en los juegos, en las maneras. Había que imponerse de alguna manera. Sin embargo, él no tenía el carácter para hacerlo. Puertas adentro de su casa, estaba criado de manera distinta que el resto de los pibes. Carecía de esa “viveza” callejera, tantas veces torcida e impetuosa. Ese choque entre dos realidades era violento. Lo mismo me pasó a mí. La calle y la escuela estaban impregnadas de una violencia invisible, latente. En la que cualquier mirada, gesto o movimiento resultaba decodificado por el otro como algo invasivo, como un insulto o una ofensa grave. En aquel entonces, los niños eran el reflejo exacto de la dureza vehemente de sus padres. Por lo menos, en mi barrio, la llegada de la democracia no atenuó esa violencia. Más bien la profundizó.
COROLARIO A UNA PROPOSICIÓN SIN NÚMERO
«El azar no existe; Dios no juega a los dados»
Albert Einstein
Instante inalterable y decisorio. Mudanza con no pocas consecuencias. Argamasa no buscada e impensada de incertidumbres, desconciertos, adelantos, retrocesos, faltas, necesidades, violencias, alegrías y tristezas. El azar fue tan solo el derrotero donde, a pesar de mí y de mi familia, la vida nos echó a rodar para siempre.