La intensidad: sobre la ciudad de México
Por Viviana García Arribas
MENÚ DE CUATRO PASOS – ENTRADA
Amo conocer lugares, historias, gente. Más que la playa paradisíaca o la montaña inalcanzable, añoro las ciudades con memoria y los pueblos que las habitan. Generalmente, al viajar, me impongo un ritmo febril: en forma previa busco la mayor cantidad de información sobre las cosas que debo ver y planifico día a día mis paseos, con la ambición de recorrer todo, conocer todo y aprender todo. Por supuesto, jamás lo cumplo. Siempre me quedan sitios por visitar y experiencias que vivir. El último viaje antes de la pandemia no fue diferente, pero esa vez la sensación de haber dejado mucha tinta sin usar fue más profunda que otras. O, dicho vulgarmente, volví con la seguridad de haber visto una parte mínima de un universo inabarcable. México es como esas bolas facetadas de discoteca que giran y muestran fragmentos de colores inasibles, cambiantes. Es, sin ningún lugar a dudas, una urbe intensa.
Era sábado y la ciudad bullía desde temprano. A la mañana, habíamos visitado el Palacio de Bellas Artes, donde quedamos paralizadas un buen rato frente a los murales de Rivera, Orozco y Siqueiros. De ahí al Zócalo, solo unas cuadras. Esta plaza, enorme, de 46.800 m² de superficie, reúne la Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional, el Antiguo Palacio del Ayuntamiento y el Edificio de Gobierno. En las calles adyacentes prolifera todo tipo de puestos callejeros: ropa, baratijas, comidas. Nos costaba caminar por las veredas angostas, heredadas de la época de la colonia. El bullicio aturdía en pregones, gritos, risas y música fuerte. Los olores se pegaban a la ropa e invadían las narices: el chile, los tamalitos y los chapulines se cruzaban también en nuestro campo visual y nos seducían -en realidad, casi nos obligaban- a probarlos. Me tentaron las garnachas, unas tortillas crocantes con salsa de tomate, papas y carne: ricas, crujientes, con sabor a carne estofada. “No pican ni un poquito”, me había dicho el puestero. Mentía, al menos para mi pobre paladar.
Después de comer, resultó difícil seguir esas dos o tres cuadras entre la multitud, pero nada nos anunciaba el vendaval de gente que llegaría más tarde, cerca de la noche. Sin pensar en el después, partimos hacia el barrio de Coyoacán.
Garnachas – Receta
[button-red url=»#» target=»_self»]Ingredientes: ½ kilogramo de Jítomate asado / ½ unidad de cebolla asada / 5 dientes de Ajo / 6 Chile chipotle (secos, asados y desvenados y remojados) / Manteca de cerdo la necesaria / 30 tortillas de maíz / ½ kilogramo de Papa cocida / 300 gramos de carne de res cocida y deshebrada / 1 cebolla / 1 pizca de Sal[/button-red]
[button-red url=»#» target=»_self»]Preparación: El primer paso será hacer una salsa base. Para conseguirlo se muelen los jitomates y la cebolla asada junto con el ajo y el chile. A continuación, fríe esta salsa en una cacerola con una cucharada de manteca caliente. Deja a fuego medio durante 20 minutos. Entonces, sazona con sal y deja que dé unos hervores. Aparte, en una sartén amplia, calienta suficiente manteca y fríe las tortillas de maíz hasta que queden ligeramente crujientes. No las dejes más de 30 segundos en el aceite. Para armar las garnachas, esparce una cucharada de salsa caliente sobre cada tortilla. Encima algo de papa, carne desmechada y cebolla picada finamente al gusto. Se sirven calientes y puedes añadir un poco de queso por encima.[/button-red]
PRIMER PLATO
El mercado de Coyoacán quedaba a un paso del lugar donde nos había dejado el transporte y hacia ahí nos dirigimos. Esta feria ocupa una manzana en la calle Ignacio Allende, entre Malintzin y Xicoténcatl. Su diseño recuerda un conjunto de tianguis (1). En su interior, los puestos se distribuyen por categorías: frutas y verduras frescas, carnes, pollos y condimentos, por un lado. A continuación, ropa, artesanías y cerámicas. Más allá, comidas tradicionales. Otra vez los aromas nos invadieron, prepotentes: las carnitas y su aroma de chiles picantes, los tamales con la carne que espera en su interior, dulce y fuerte a la vez. El elegido por algunas para probar fue el pozole, un caldo de maíz con pollo o cerdo que, dicen, estaba muy bueno.
Mientras nos desplazábamos por los pasillos recordábamos esos sueños donde queremos avanzar y algo indeterminado nos lo impide. Lo diverso y abundante de los productos llega a agobiar: hacia donde se mire, rebosan el color y la variedad. Alimentos exóticos para nuestros paladares de churrasco y empanadas nos abren los sentidos a nuevos sabores, fuertes y potentes como las voces de quienes nos rodean. Cuando vi los puestos de condimentos y picantes no pude hacer otra cosa que correr a comprar una selección para traerle de regalo a mi hijo. Ahí aprendí que el chile poblano es de los menos fuertes y que, una vez seco, se llama chile ancho. En la escala de Scoville (mide la intensidad de los pimientos) es uno de los más bajos. Para nuestro gusto, ya sabe bastante fuerte, aunque los mexicanos digan que no es nada. De ahí hacia arriba y en este orden: jalapeño, serrano y habanero. Estos son los más conocidos, pero se calcula que hay más de cincuenta variedades. En ese puesto había de todo. Compré una selección de salsas y hasta me regalaron caramelos con chipotle. ¿Que si los caramelos pican? Sí, pican.
Un poco más allá, prendas de colores brillantes colgaban en lo alto, como cortinas multicolores, mientras las Catrinas de papel maché nos miraban sonrientes desde los estantes.
PLATO FUERTE
Un par de cuadras más lejos, en la esquina de Londres e Ignacio Allende, se levanta la Casa Azul, residencia de Frida Kahlo durante buena parte de su vida. Luego de dejar mochilas y abrigos, ingresamos a un patio cargado de plantas, reliquias de la época precolombina. Había gente. Mucha gente. Nos quedamos un par de horas, con merienda incluida en el jardín. Antes de eso, pudimos recorrer las diferentes salas. En cada una, es posible ver sus obras y también numerosas muestras de arte popular, sobre todo, retablos. A paso lento por lo abundante de la concurrencia, paseamos por el comedor, la cocina -tan típica mexicana-, el taller y el cuarto donde estuvo confinada largo tiempo a causa de sus operaciones y dolencias físicas. Conmueve ver la cama con baldaquino en su habitación. Allí permanece el espejo que había fijado en la parte alta para poder pintar sin incorporarse. Su famosa frase “Pies, para qué los quiero, si tengo alas pa’ volar” acompaña, inevitablemente, nuestro recorrido.
Si de intensidades hablamos, es imposible no mencionar sus amores con Diego Rivera. “El elefante y la Paloma”, les decían. Ella, 21 años. Él, 43. Bajita y menuda, la una. Alto y gordo, el otro. Y feo, muy feo, pero increíblemente seductor, según se cuenta. “Usaba sombreros aguados, camisas elefantiásicas y no parecía haberse bañado” (2). Aun así, las mujeres lo amaban. Él era un vendaval de vitalidad, hablaba mucho y le gustaba contar historias. Frida y Diego estuvieron juntos durante veinticinco años. A lo largo de ese tiempo, no conocieron la fidelidad. Tanto uno como otro tenían relaciones con otros hombres o mujeres (en el caso de Frida, hombres y mujeres), aunque se cuenta que ella no era para nada feliz con esa situación. Se casaron dos veces, si bien la segunda fue más un pacto entre compañeros que una pareja: ella le pidió no tener sexo. “Serán cómplices y amigos” (3).
La enfermedad y el dolor físico acompañaron a la artista durante toda su vida. Algunos investigadores señalan que nació con espina bífida. A los seis años, se enfermó de poliomielitis y, a los dieciocho, sufrió un accidente de auto que la dejó postrada durante meses. Hasta su muerte, debió sobrellevar las secuelas. Le practicaron nada menos que treinta y dos cirugías. Su arte tiene la rara virtud de transmitir los innumerables sufrimientos y vejaciones de su cuerpo a raíz de sus problemas físicos y, a su vez, una ansiedad indomable por vivir y disfrutar de todo lo que siente vivo: no es raro encontrar en sus pinturas animales y plantas, frutas tropicales y verduras rebosantes de vivacidad.
Y DE POSTRE…
Cuando llegó la noche no tuvimos mejor idea que volver al centro. Fue como entrar al mar en esos días de cielo gris y nuboso, días en que el agua lleva torrentes impredecibles. Una verdadera marea nos levantó en la esquina de la calle de Tacuba y Lázaro Cárdenas para depositarnos, sin muchos miramientos, del otro lado de la calzada, frente al Palacio de Bellas Artes. Como en un cuento, nos encontrábamos otra vez frente al punto de partida. Había crecido gente de las baldosas. No tengo duda. Nos rodeaban familias completas emperifolladas como para ir de fiesta, jóvenes de ambos sexos dispuestos a sacarle provecho al sábado, caballeros con sombrero texano y bigotazo. Señoras muy arregladitas. Niños, viejos, vendedores ambulantes, mendigos. Casi casi, como en cualquier calle de cualquier ciudad céntrica un sábado a la noche… pero multiplicado por cien mil.
La ciudad de México tiene una población cercana a los nueve millones. Pero, si se considera también la Zona Metropolitana del Valle de México, el número asciende a veinte millones. Se calcula que esta cantidad de personas circula diariamente por la capital mexicana. Esa noche, lo juro, estaban todos juntos en esa esquina donde nos encontramos tomadas de las manos para no perdernos en la multitud. Apenas logramos convocar un Uber y nos fuimos, rápido, hacia el refugio del hotel. Había sido un día extenuante. Como cena, bastó un sándwich comprado de paso.
UN CAFÉ PARA EL FINAL
El viaje a México fue el último que pude hacer antes de esta quietud obligada. Tal vez por eso insistí en repetirlo en cada nota escrita este año para El Anartista. En poco tiempo, pasé del barullo y la gente del DF al silencio sobrecogedor de las primeras noches de la cuarentena en Buenos Aires. Poco a poco me asenté en esta realidad. Cobraron importancia otras vivencias: el saludo de una amiga desde la vereda de enfrente, la primera visita de mi hijo después de semanas de no verlo o las redes de apoyo con los vecinos de mi edificio. Nos pusimos en contacto con nuevas formas de relación, mediadas y antipáticas, pero imprescindibles: ¿quién no es hoy experto en Zoom, Google Meets o video llamadas? Como tanto otros, me lancé en busca de cursos, clases de gimnasia, series y películas para llenar el vacío de las horas pasadas “en casa”. Y, en algunas ocasiones, fracasé. Por la fuerza de lo evidente, recordé mis tiempos escolares de torpeza para cualquier actividad física, por ejemplo. Pocas imágenes más cómicas que mi fallida experiencia con el “zumba”. Volví, entonces, a mi refugio de libros y textos. Indefectiblemente llegaron el desasosiego y la rebeldía: ¿por qué debía perder mis días encerrada? Cada mañana era igual a la siguiente y el mayor desafío lo representaba encararlas con cierta creatividad. Por suerte, aprendí nuevas formas y me amigué conmigo. Lentamente, comenzó a abrirse el panorama. Hoy, estamos instalados -algunos más que otros- en la “nueva normalidad”.
De todos modos, los viajes aún son algo muy lejano. Me dejo mecer en el ensueño del recuerdo y me dedico a escribir. Solo debo hacer presente con mis textos las experiencias vividas, con la misma fuerza que encaraba los paseos o probaba los diferentes platos. Con total intensidad.
(1) Carpas típicas de los mercados
(2) Elena Poniatowska: (2004) Charla en el Planetario Tabasco
(3) Heridas. Amores de Diego Rivera, Martha Zamora