La caneza de meduzza de Peter Paul Rubens
La cabeza de medussa de Peter Paul Rubens

El Miedo: sobre re enmarcar las emociones.
Por Carlos Coll

 

BRIJAM Y LA MÁSCARA

Ser el primogénito de dos familias tribales que vivían en una casa frente a la otra, no es nada fácil. A mí me tocó. Aparecí en el barrio querido de Barracas, un mes de septiembre, no sé si soleado o lluvioso. Por un lado, me encontré entre tres tíos paternos (dos varones y una mujer) casi adolescentes y, por el otro con otros dos, basquetbolistas. De los abuelos y abuelas, qué decir. Una: rubia, casi albina, hermosa, de ojos celestes acompañada por un zapatero remendón cascarrabias y malhumorado. Y, del otro bando, una regordeta descendiente de calabreses, adorablemente buena, y un argentino-catalán chiquitito y divertido, que fileteaba carros y carteles.

Mi aparición, dicen, fue a los gritos y, como era de suponer, desde que nací siempre fui un malcriado. Imparable, era el Dios Sol.

Recuerdo la cocina paterna, donde convivíamos con aquel agujero de aspecto siniestro en lo alto. Aún hoy, tiemblo gracias a mi tío Héctor, grandulón que se creía divertido. Toda una pesadilla. Me aterrorizaba su actitud: pellizcos, pataditas en el culo, besuqueos y babeos en mis pobres y flacuchos cachetes. Aquella mañana, yo tomaba mi leche blanca, sentado a la mesa de mantel de hule, cuando en el agujero de la cocina apareció aquello: bigotes espesos y negros llenos de pelusas y gritos amenazantes: “Brijam, soy Brijam”.  Hui de un salto y, en medio del llanto aparecí en el patio frente al duraznero. Allí estaba mi tío Héctor. Se cagaba de risa con el cepillo de barrer el piso en la mano. Recuerdo, entre nebulosas, que primero me paralicé, pero después tomé fuerza y arremetí contra él, mordiéndole la pantorrilla con mis dientes recién nacidos. No me podían arrancar de su pierna. Él mismo me defendió de mi mamá que quería asesinarme.

Yo no era ningún inocente. Me explico: mi tío Horacio pintaba y esculpía. Tenía una colección de libros sobre pintores en un armario alto. Para mí eran manchas que odiaba porque él se la pasaba mirándolas y no me daba pelota. Un día me subí a una silla, abrí la puerta y creí morir. Una cara horrible y negra me miraba desde dos agujeros sin ojos. Caí sobre el piso de espaldas y casi me rompo la cabeza. Entonces los vi a los tres reírse de mí y entendí.  Ellos, mis tres tíos, habían puesto la máscara para que yo me aterrorizara y no tocara los libros. Me di vuelta, me subí a la silla y, antes de que pudieran reaccionar, agarré un Modigliani y lo rompí en pedazos. Y, junto a la horrible careta que me habían dejado de regalo, se los arrojé a la cara.

Máscara de Ifanzu Lakeve
Máscara de Ifanzu Lakeve

 

 CORRER CONTRA EL VIENTO

Mi adolescencia, lejos de ser la del Rey Sol, fue compleja. Mi viejo, un pan de Dios, no pegaba una con los negocios. Textil de profesión, constituía y desarmaba empresas que se fundían, en una época de la Argentina no tan propicia para la industria pequeña. Por su parte, mi mamá era una soportadora serial, que hacía milagros, aunque a veces solo encontrábamos pan con manteca y café con leche para la cena. Mi angustia crecía día a día. Hasta que me dije: basta.

Topacio de Silvina MarenoMi reacción fue, entonces, estudiar enfermizamente. Debía terminar la escuela técnica y después, la facultad. Recibirme de ingeniero lo antes posible. No podía contar con ellos económicamente y no quería vivir aterrorizado por las carencias. Así, puse todo mi esfuerzo en ello. Sin descanso, estudiaba, pedía libros prestado, no dormía. Conseguí un trabajo de medio tiempo que me consumía desde las seis de la mañana hasta el mediodía. Aparte, salía de la facultad a media noche.

En medio de todo esto, un día se me apareció. Habíamos ido al cine y yo no tenía un peso. Se iba a ir a su casa con el resto de nuestros amigos. La iba a perder. Entonces me recompuse y le dije: “¿Vamos a tomar un café? Eso sí, no tengo un mango, me vas a tener que invitar vos. Y, además, deberías darme plata para el colectivo y el subte porque no tengo dinero para volver a casa”.

Hace cincuenta y un años que estamos juntos.

 

LA CAJITA MÁGICA

Cuando recibimos la noticia nos paralizamos: era improbable que sobreviviera. El embarazo, seguramente, no llegaría a su fin. Angustia, dolor. Nos aferramos al médico que nos guió día a día y casi llegamos al final en medio de pinchazos en la barriga, testeos y recomendación de transfusiones de sangre a través de la placenta, no aceptadas.

Nació mucho antes con un kilaje miserable y con problemas pulmonares. A terapia intensiva, pediátrica. Era una ratita en una cajita de cristal con dos agujeros para poder introducir las manos y acariciar ese cuerpecito indefenso. Los médicos la daban por perdida.

Mi desesperación se disparó y casi me paraliza, pero, teníamos dos chicos pequeños que atender y mi mujer internada en el hospital con la beba.

Trabajo y hospital fueron un vértigo aquellos días. A las corridas llegaba al Italiano, me ponía la bata, el barbijo (qué ironía, cuánto antes de la pandemia ya lo tuve que usar), me lavaba las manos y me asomaba por el vidrio de la puerta para ver la cajita. Y yo, que no creo en nada, cuando pasaba por una iglesia (ya no me acuerdo cuál), de rodillas, suplicaba. Luego corría y no paraba hasta acariciar a la bebé.

Los chicos, el trabajo, y el dolor. No pudieron: pateé, lloré, recé, pedí y, finalmente, me convencí de que iba a poder. Y así fue. Un día me encontré sentado en el sillón de aquel estampado maravilloso, comprado en el reconocido negocio de Churba, en el living de mi departamento. Estaba con aquella ratita que sostenía del cuello y cuya cabeza no me llegaba al hombro. Sus hermanos sentados y hablándole, alrededor.

El miedo de Carlos Coll
El miedo de Carlos Coll

Pero no terminó ahí. Muchos años después, cuando ya habíamos tirado la toalla, un día mi compañera me esperó en la puerta de casa y, entre lágrimas, me dijo: “Estoy embarazada y tengo cuarenta y seis años”. En aquel momento creí morir pero, inmediatamente, sonreí y le respondí: “Es un regalo de Dios, todo va a ir bien.” Y así fue, apareció el bonus track sin problemas y hoy, junto a su hermano y hermanas, nos hacen vivir en agradecimientos permanentes.

 

EL AMIGO INVISIBLE

Apareció entre mascaritas en medio de la inconciencia del carnaval de Venecia. Nos enteramos allí que se había desatado una enfermedad desconocida. No le dimos bola a los llamados de mi hijo mayor y seguimos, con mi compañera y uno de mis nietos, la recorrida entre pajes y princesas. Recién en Buenos Aires, tomé conciencia y el terror me invadió. No sabía qué hacer. Entonces empezó el encierro, los tapabocas, el alcohol en gel, la desesperación del aislamiento. Justo a mí que me había costado tanto aprender a disfrutar del contacto físico.

Desde chico fui arisco y no toleraba que me besuquearan ni me tocaran demasiado. Viví siempre en mi mundo personal entre libros y sin demasiados amigos ni juegos en equipo.  Mi familia respetaba este comportamiento. Sí, claro, si yo era el Rey Sol.

El teatro me salvó. La pintura y la escritura colaboraron. Aprendí a recibir caricias y a darlas. Por fin besuqueé a mis hijos. Pero ahora, este maldito enemigo invisible nos obliga a evitar todo contacto. Primero enfurecí, pero, como suelo hacer, reaccioné y decidí cuidarme.

Me aislé en mi casa de Escobar y, ayudado por el corte del césped, el pintar puertas, mi novela, mi divertido curso de filo, caminar envuelto por la naturaleza, mi bolsa de box y mi amigo, el tío Netflix, vivo bastante bien. ¡Cuánto agradezco a las pelucas perfectas de Luis XIV, Felipe de Orleans y Chevallier de la serie Versalles, los viajes de Outlander en el tiempo!

Luis XIV - Netflix
Luis XIV, Serie Versalles-Netflix

Y además en lugar de acurrucarme a esperar un milagro, grito. Sí, grito a los cuatro vientos contra todos esos miserables que descalificaban las vacunas por ser “venenos” o quemaban barbijos. Y entonces me siento reconfortado, desahogado. Y, como agregado a todo esto, ya nos han vacunado, a mí y a mi compañera.

La muerte me rodea como lo hace desde que nací. Yo hablo con ella. Es una lechucita blanca y pequeña apoyada sobre mi hombro izquierdo, a la que miro parpadear desde chico. No me sonríe porque no tiene boca, solo un pico pequeño. Pero sé que, hoy, somos amigos y le soplo los plumas suaves que revolotean frente a mis ojos. Algún día nos iremos volando juntos, no sé hacia dónde, tampoco me importa. Solo disfruto cada instante cuando sus ojos parpadean.

 

EL MARCO ADECUADO 

Hombre Guerrero de Armando Pons
Hombre guerrero de Armando Pons

Al hacer un reconto de situaciones vividas, tomo conciencia de que el miedo estuvo y está presente en cada momento de mi vida. Me acompaña en cada acción, en cada situación, ya sea terrorífica o hermosa. No creo que sea una emoción que me destruya, todo lo contrario, le agradezco su presencia porque, gracias a ella, puedo re enmarcar cada instante experimentado y desarrollar los grados de potencia necesarios para vivir intensamente este regalo que he recibido: estar vivo.

 

 

 

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