La potencia: sobre la Resiliencia

Por Liliana Franchi

 

DICHOSO OLVIDO

Me protejo, porque mi vulnerabilidad me lastima, una y muchas veces, las que sea necesario. Me obligo a resolverlo, a saltar las piedras de a una, más grandes o pequeñas, sobre todo, aquellas que golpean fuerte. Apenas ancho, el dolor empieza y sentimos cómo se hincha el pecho y caen de a uno los pensamientos, ruedan por el brazo herido, caen al piso y crujen bajo la sapiencia torpe de alguna caricia. Sin embargo, persisten, duelen hasta casi vencernos. Aún doblados, a punto de sucumbir, retrocedemos en un tiempo quizás cuestionable, para empezar a resistir y rehacernos.

Sé que acabaré por levantarme / eso no es algo de lo que dude”, “sigue lloviendo adentro y el tiempo reciclando los segundos”, así dice Rafa Espino. Entonces, en ese preciso momento, una potencia honda, enérgica, inminente al olvido, se desplaza de abajo hacia arriba y solidifica sentimientos, los arrebata, los cubre con un velo de fortaleza casi inviolable, se ubica discretamente a fin de mitigarlos.

Nos cuidamos en una desmemoria temporaria, donde omitir, para luego construir, saltar el “pesar” como consuelo. Sin saberlo, este mecanismo bondadoso y locuaz genera un afán de inadvertencia. Sin espinas ni púas. ¡Bienvenida, resiliencia!

Una nube suave nos saca de toda lesión y provoca un alivio, por días, por meses, tal vez más, qué importa. Si estaremos negados para decidir seguir sin heridas sobre las espaldas. Siempre hay tiempo para masticar el dolor, el suficiente hasta volvernos fuertes después de que el aliento se ha hecho pedazos.

 

LA VALIJA LLENA

La tarde se presentaba como cualquier otra, implacable, a veces molesta. Sin embargo, aquel niño de tan solo seis años cambió el standard de mi rutina. Con el timbre del recreo se disparó un ruido inesperado y, en paralelo, provocó que Juan se refugiara debajo del escritorio, mientras los otros salían agolpados al descanso de veinte minutos, entre juegos y gritos de euforia. De pronto, me encontraba junto a él, sentada sobre el piso, en cuclillas, y lo escuchaba decir “acá estamos a salvo”. Cuando logré calmarlo, ya habían regresado todos a la tarea. Me urgía conocer a su familia, para plantearle algunas situaciones que mostraban sorpresa y temor. En la cita pautada me encontré con una abuela, conocida actriz, como asimismo lo era su hermana. Esa mujer se desnudó ante mí relatándome la historia de Juan con detalles precisos. Sostenía un llanto que arrastraba las palabras como una melodía incordiosa. Las frases rodaban y a su vez rebotaban a pesar de ella. Con un pequeño pañuelo en su mano derecha, de tanto en tanto, secaba sus ojos y su nariz. Con voz calma empezó entonces su historia: “En 1977, mi hija y mi yerno fueron secuestrados por los militares. En ese momento, Juancito tenía 2 años y medio. Irrumpieron con violencia en la casa de mi hija Andrea, que se encontraba en el baño y, apenas sintió los estruendos, metió al nene en un pequeño placar. Él permaneció ahí hasta ser descubierto por la policía. Sospechamos que Juan estuvo unas horas con su madre en la comisaria de la zona hasta que ella fue trasladada a un campo de concentración. Cuando el juez se hizo cargo de Juan, su secretaria tomó la decisión de llevárselo a su casa. Supongo que le dio pena. Por supuesto, nosotros empezamos a buscarlos, días y noches interminables sin respuestas ni paraderos. Toda mi familia, las madres, las abuelas sumidas en un solo objetivo. Eran días difíciles. La pena y la persecución nos acompañaban a diario. Pasado un mes, aproximadamente, mi hermana recibió un llamado para que se presentara ante el juzgado. Ese día la acompañamos y esperamos afuera. El juez le dijo que el niño se acercaba al televisor cuando veía una imagen, y decía “tía, tía”, una y otra vez, con su carita apoyada sobre la pantalla. Querían saber si era cierto el vínculo. Y, si así resultaba, se requería que ella se presentara el lunes sin falta para constatarlo. Ahí estuvimos nuevamente los tres, “somos tres hermanos”, vivimos juntos. Apenas eran las ocho de la mañana cuando ingresamos a Tribunales. Esta vez el juez estaba con Juan. Cuando él la vio a mi hermana corrió hasta ella a abrazarla. Nos dieron dos valijas, una llena de ropa de Juan y otra, con una manta. Suponemos que Andrea lo cobijaba con ella mientras lo tuvo. Juan la tomaba, se tapaba y decía “tengo frío, abuela”.

La mujer seguía hablando mientras yo reflexionaba y le respondía de vez en vez. La observaba apoyarse en su cartera negra, apenas fuerte y vulnerable. Contaba con sencillez y espanto, sin hacer un movimiento indebido, casi convertida en una estatua de sal.

 

EL PERMISO

La historia de Juan Moreno me ha permitido que caminemos juntos el tiempo suficiente para reconocerlo en su potencia máxima de recuperación. Ese blindaje poderoso que supo conseguir para derribar paredes, volverlas a fabricar casi nuevas, y derribar vacíos. Descomponer y componer para salvarse, cimentar recuerdos procesados a destiempo. Potencia en su máxima exposición, digna resistencia. El arte lo recibió sin prisa, creció el niño hombre y hasta fue padre. Combatiente de la vida, amistoso con la sabiduría de la fortaleza.

Cada tanto, orillea mi recuerdo esa abuela que supo hacer de él un militante y un artista. La vida nos llevó a juntarnos de varias maneras con ambos en el refugio de la lucha. Adela -la abuela- nos dejó un legado preciado, un trabajo maravilloso que albergó la mejor música. En ella, reconocí mi propia fortaleza para reconstruir, resignificar y seguir. Esa fortaleza que se nos olvida a veces, porque preferimos arrinconar cómo hemos llegado hasta acá. Esa distracción sutil a la cual conviene volver sin omitir ni ignorar. La idea de que algo se convierta en olvido nos aterra, pero a la vez nos permite crecer en el acto maravilloso de la resiliencia. Depende de nosotros, claro, sabernos felices para continuar.

Ojalá pase algo que te borre de pronto
una luz cegadora, un disparo de nieve
ojalá por lo menos que me lleve la muerte
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones…”
Silvio Rodríguez

Quiero levantarme en cada calle, frente a todo desatino, barbarie o humanidad deshumanizada. Si ayer fui barricada y resistencia, hoy soy la savia poderosa con la cual me nutro. Quiero sentir todos los vientos y me sequen la piel todos los soles, aquí y allá. Quiero brillar, armarme y desarmarme, acariciar y rescatar otras sonrisas. También redimir lo perdido, tal vez por imposible, entonces hacerlo carne para ser con otro. No hace falta el grito, solo recobrar y encontrarse en cada huella que dejamos.

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