El encuentro: sobre encuentros impactantes en caminos rurales.
Por Cecilia Miano
NO ME GUSTAN LOS TIMBRES
Eran las 19.30 y mi día estaba en sus últimos suspiros. Sonó mi teléfono celular, no es raro, ese aparato reclama todo el tiempo sin parar. Mensajitos y llamadas son parte de mi paisaje. En este caso, quien llamó es el papá de mis hijas: su voz casi sin ganas me dijo que Emilia, mi hija más grande, había tenido un accidente, chocó en su camioneta y estaba en el hospital.
No pude percibir mis emociones, sólo me preparé para salir: llaves, celular y terror escondido en la campera verde de abrigo. El auto llegó rápidamente, aunque dudo que haya sido yo quien condujo, perdí la noción del tiempo en esas pocas cuadras, cuadro por cuadro.
Me imaginé las posibilidades, sin siquiera saber cómo habían sucedido las cosas. Emilia podría haber estado bien, un poco o muy lastimada. Y por qué no, muerta. En mi mente las imágenes no eran dramáticas, sólo pretendía poder leer la escena al llegar a la puerta del hospital, necesitaba saber.
Y la escena fue así: en la calle, el padre de mi hija me dijo que no me preocupara, a Emilia la habían llevado a sala de rayos. Pero, ¿por qué si ella se encontraba bien, él me esperaba en la vereda, con el perro de Emilia, aterrado e inmóvil, dentro de su camioneta?
Con los protocolos por la pandemia hace más de un año que el hospital es casi impenetrable. A pesar de ello las puertas se abrieron rápidamente, sin que nadie me detuviera. Ya frente a la sala de rayos pregunté si podía ver a mi hija, pero un técnico me dijo que no. En ese instante llegó un médico, al que conozco bien, me miró con ligereza y entró. En eso, y a las corridas, se acercó otra doctora, que preguntaba por las víctimas del accidente. En ese momento, todos los miedos retumbaron en mi cuerpo y el eco llegó, evidentemente, hasta el camillero que se apuró a aclarar que no había víctimas fatales, pero que una de las accidentadas era mi hija. A esa altura, yo estaba arrollada en un banco al lado de la puerta de la sala de rayos, cuando la doctora me indicó que pasase con ella.
En la camilla vi a Emilia, larga y flaca. Con palabras que se enredan en el apuro y la angustia, intentaba explicarme qué le dolía y cómo fue el accidente. Al principio, los borbotones del relato no me dejaron comprender que Emilia había chocado con Paqui, un gran amigo de ella. Mientras mi hija se esmeraba en contarme, yo verificaba que su cuerpo no tuviera sangre a la vista, que no estuviera lastimada. Con mi mirada a toda velocidad, la vi entera. Por su parte, mis oídos no dejaban ningún detalle al alzar. Como en intermitencia escuché que Emilia no viajaba con el cinturón de seguridad puesto y que la camioneta no serviría más.
Era mucha información junta para procesar.
POSTALES PROFUNDAS
En Salliqueló, existe una tranquilidad casi constante. Pero no todos los pobladores van en ese compás. Para determinadas personas, cumplir con sus responsabilidades implica un ritmo feroz. Las distancias son muy cortas en este poblado de calles alrededor de la plaza principal, aunque los caminos vecinales – las venas por donde circula todo el tránsito rural- no suelen tener la misma cadencia. Las camionetas y los camiones se adueñan de las calles con arena pesada y, cuando llueve, cuentan con la complicidad de eternas lagunas. A su vez, las calles recorren en forma regular los campos y conectan una vida muy distinta a la de las casas en cada manzana, con sus árboles en las veredas.
En los caminos rurales no hay indicaciones convencionales. No es tan difícil tomar un camino antes o después de las vías del ferrocarril o meterse por una bifurcación inesperada. Como toda señal, contamos con alguna arboleda de eucaliptus, alguna colección de macizos que marcan un hito o, simplemente, nos guiamos por el nombre de los campos, que son la referencia más usada. Dentro del pueblo, la cosa no es muy diferente. Nos conducimos de acuerdo a la lejanía o cercanía de la casa de un vecino o negocio conocido, pero nunca identificamos una dirección con el nombre de la calle y su número. Ah, aparte: hay pocos semáforos por acá. Para quien viene de afuera del pueblo, el asunto no es muy sencillo. Pero la mayoría de los lugareños funcionamos bien con estos ritmos singulares.
Eso sí: por la noche, siempre los caminos se hacen un poco más peligrosos. Pero, en los rurales es peor. La guía del recorrido está establecida por el conocimiento de cada conductor y, a falta de luz, las referencias se pierden.
En la tardecita, la oscuridad sólo es removida por las luces artificiales altas y bajas, conjugadas en un lenguaje propio. Otro punto a destacar es la altura de los campos: en algunos casos ha quedado muy desfasada con respecto a los caminos. La imagen es como la de quien observara desde el cielo un canal hondo por donde circulan los camiones y camionetas. Así sería una postal que permitiera conocer un poco más la vida en un pueblo rural.
Cuando dos camionetas se acercan a una intersección y no pueden percibirse, el encuentro se torna dramático.
APURADÍSIMOS, LOS DOS
Emilia y Paqui se conocen de desde niños. Emilia fue la novia del hermano de Paqui, Luis. Y, desde ese entonces, la amistad se hizo fuerte. Entre idas y vueltas, terminaron por estudiar la misma carrera en distintas ciudades. Son ingenieros agrónomos. La vida de los que se encargan de la producción agraria es bastante movida, deben andan muchos kilómetros por día, porque los campos distan unos de otros y la rutina de moverse todo el tiempo se vuelve parte del paisaje.
El día del accidente, Emilia venía del “Campo del juez”. El nombre de este establecimiento rural se debe, simplemente, a que su dueño fue el Juez de Paz del pueblo. Mi hija llevaba apuro porque el fumigador al que iba a buscar a otro campo estaba pasando frío. Por eso decidió seguir el camino del cementerio, recorrido que nunca hace. La distancia no era extensa, pero las ganas de llegar para sentir que el día se completaba, hizo que el acelerador cumpliera su cometido. “Bebu”, su perro, siempre se encuentra parado entre los asientos de la camioneta doble cabina, en postura de cuidado, de vigilancia sigilosa. Como casi todos los días, la jornada se extendió un poco más por las charlas que acompañan las visitas a los cultivos.
Paqui, como nombramos cariñosamente a Facundo, venía desde un campo en dirección al centro de Salliqueló. Su camioneta, de cabina simple, se puebla con su cuerpo y el de una guitarra. El ensayo con una amiga lo esperaba en pocos minutos. Es un ingeniero/músico, portador de una sonrisa grande y completamente apacible. Sus ojos siempre van más allá de su andar tranquilo. Los acordes inundan su personalidad en distintas formas.
Emilia y Paqui deseaban llegar pronto.
EL RUIDO DESPUÉS
El cruce de las calles es uno de los más peligrosos de los caminos rurales. La velocidad en la calle de tierra la determina el estado de la arena, muy pesada en este sector. El polvillo de día se percibe desde lejos y, en la noche, ese mismo polvo levantado por el vehículo que manejes mezclado con un poco de humedad pueden darte una señal de alarma, las luces también.
El día del accidente nada de eso sucedió. Emilia circulaba con apuro en dirección sur-norte. Paqui hacía lo propio en dirección oeste-este. No puedo saber qué pensaba cada uno, pero seguro nunca imaginaron que un impacto atroz los iba a encontrar en la esquina. Cuando se vieron ya era tarde. Después viene el mundo de las hipótesis: si hubiesen acelerado, si hubiesen…, todo un universo de lo que no fue.
Emilia me contó que, en el momento anterior al impacto, sintió que todo iba a estar bien, puso el brazo entre los asientos para sostener a Bebu, su perro, y después escuchó el ruido. Paqui sintió que la camioneta se movía de manera descontrolada, con ganas de volcar, cosa que no ocurrió: miró su guitarra y pensó que la perdía.
Segundos después del impacto ambos se pudieron bajar de la camioneta. Emilia buscaba, no sabía bien qué. Y al ver a su amigo, no entendía qué hacía él ahí.
En pocos segundos dos camionetas los auxiliaron. Paqui sangraba en la cabeza. Ambos fueron conducidos al hospital.
CUARTETO A SALVO
Salliqueló no cuenta con complejidad en el hospital, por lo que rápidamente decidieron trasladar a Emilia a otra localidad, para complementar estudios y saber que todo estuviera bien. Su fuerte dolor de cabeza intensificaba la incertidumbre acerca de las lesiones. No bastaba con verla entera, lúcida y dolorida. Yo pensaba en los posibles golpes internos, en consecuencias trágicas y, durante el traslado, me sostenía de su dedo meñique para sentirla unida a mí.
Después de que los estudios hubieran confirmado que toda estaba en orden, las ideas empezaron a aclarar. En la ambulancia, ella y yo, el enfermero y la doctora, respiramos tranquilos, cada uno con sus implicancias emocionales guardadas.
En este viaje que pasó rápido, le pedí a una amiga los videos del accidente. Ante esas imágenes el terror se reinstaló. Todos los rezos que jamás elevo, afloraron en agradecimiento, después de observar los restos de las camionetas. Las dos habían sido blancas, pero en el video solo se veía un dolor mortal en sus estructuras. No importaba: Emilia, Paqui, Bebu y la guitarra estaban bien.
LOS SILENCIOS Y LAS ALMAS
Imagino, porque no puedo hacer otra cosa, cómo fue ese momento en que las camionetas se conectaron de un modo tan violento, donde los ocupantes no sabían si todo terminaría ahí o si el hecho dejaría cicatrices para siempre.
Creo en los encuentros destinados a enseñar, pero sin moraleja. Tal vez los aprendizajes sean tan diferentes y personales como modos diversos tenemos las personas de interpretar la vida. El encuentro del día posterior al choque fue en la casa de Paqui, donde también estuvimos su mamá, Azucena, Emilia y yo. Entonces, encerramos con abrazos todo el amor y el agradecimiento. Resultó una celebración en silencio, sin copas, con miradas.
Seguiremos entre alambrados y camionetas, para acompañar la vida de nuestros hijos con ilusiones y miedos. La apuesta es renovar el encuentro y que el azar se cuide, porque no renunciaremos.