El encuentro: entrevista al escritor Carlos Gamerro.
Entrevista: Viviana García Arribas, Estela Colángelo, Pablo Resnik, Nicolás Sada, Gabriela Stoppelman
Edición: Gabriela Stoppelman
Fotografía: Ana Blayer
“Para entrar en estado de árbol es necesario/partir de una indolencia animal de lagarto a las/tres de la tarde, en el mes de agosto. /En dos años la inercia y el mato van a crecer/En nuestra boca. /sufriremos alguna descomposición lírica hasta/que el mato salga en la voz. Hoy deseo el aroma de los árboles.”
Manoel de Barros
Hay un canto que falta y suena a nieve, un canto que llena la voz de estepa y montaña.
Hay un canto que descuenta el tiempo en líneas y lo multiplica en refracciones.
Hay un estupor de lengas y coihues, un laberinto de frutas reunidas en la infinitud del matiz.
Hay una historia que llueve y se descarga sobre los techos, como luz humedecida en la fragua. Y hay historias que hacen llover.
Mientras la música canta en el blanco de una página, una mujer selk´nam cuece el sonido, lo aletea en la consistencia tenue de una mariposa que viaja en tren. El traqueteo le indica la posición de las notas, la invitación del timbre, la altura del sabor.
Es entrenoche, la zona liminar donde los nombres se difuminan, donde las islas se desparraman en juegos de espejos, donde la risa no se priva de una mueca en el incierto territorio de la amistad.
En esa cartografía, el suelo se encrespa en torceduras.
Por cada grieta, suena una huella.
Por cada huella hendida, se abre un camino.
El blanco se busca en la singularidad de sus contornos.
Hay que aguzar la vista, atender al paso del viento y del mineral. Imaginar la fuerza que impulsa al árbol en la melodía. Y, cuando por fin el acorde haga cima, de puro abismo, ser el canto que falta.
Fuimos por los textos de Carlos Gamerro, placenteramente atentos al color de sus silencios. Y justo donde la ausencia encontraba su ritmo, lo invitamos a conversar.
LLUVIA EN LA NOCHE DE LA LITERATURA
“Afuera/el agua cae/de arriba para abajo/adentro/el agua sube de abajo para arriba”
“Lluvia en la villa”, Roberto Santoro
Varias de tus novelas tienen como una banda de sonido tejida con ecos, música y palabras. A su vez, nos llamó mucho la atención cómo te detenés en el modo en que suenan los cuerpos al moverse. Por ejemplo, en “La jaula de los onas”: “Escuchamos o más bien sentimos la vibración del metal, pasos que subían sigilosos, afelpados como los de un gato; no porque hubiera nada de furtivo en el andar de mi amigo Kalapatke (…) esa es simplemente su manera de andar, pertenece a una raza de cazadores y desde pequeños les enseñan a moverse sin ruido”.
Uno de los mayores desafíos, cuando uno trata de escribir sobre el mundo, es el de otorgar materialidad sensorial a las palabras, ya se trate de sensaciones visuales, auditivas, táctiles, olfativas o gustativas. Lo visual tiene un rango mucho más amplio, por el modo en que está codificado en el lenguaje, con un gran vocabulario, metáforas y otros recursos. Lo auditivo, al menos en el nivel verbal, puede plasmarse más o menos directamente. De todos modos, me parece que la pregunta de ustedes se refiere sobre todo a lo sonoro no verbal. En “La jaula de los onas”, por ejemplo, trabajo registros muy distintos: desde el bullicio de París a fin del siglo XIX, la babel de voces de Buenos Aires a principios del XX, a los silencios de Tierra del Fuego. Silencios de sus habitantes, porque el silencio fue la respuesta y la forma de resistencia de los selk’nam a la intrusión del blanco, a la colonización, a la aculturación forzada. También, en sí misma, la selk´nam es una cultura del silencio, el silencio de los cazadores, y habita una geografía del silencio. Los bosques de Tierra del Fuego son silenciosos. Como mucho, podés escuchar un pajarito cada tanto. Y en la estepa -porque los selk’nam habitaban dos territorios bien distintos, la estepa y la montaña- el susurro, o el rugido, del viento. Y por supuesto la nieve, que no solo es muy silenciosa sino que crea silencio. Hacer nevar, hacer llover en la página de un libro, es todo un desafío. Por ejemplo, en el film “Prospero’s Books”, de Greenaway, cuando llueve en uno de los libros, las páginas se arrugan. En algún momento escribí un ensayo sobre Saer y lo titulé “El hombre que hacía llover”, porque ¿quién ha hecho llover mejor que Saer en la literatura? Joyce hace nevar en la página final de “Los muertos”, allí logra crear en nosotros la sensación, no solo visual, sino auditiva y táctil de la nieve. Saer también hace nevar en “La pesquisa”. Desde ya, en las secciones parisinas, ni siquiera Saer podría hacer nevar en Santa Fe. Ahora, mi novela cuenta el encuentro de la cultura blanca con la cultura selk’nam. En este caso no se trató, como sucedió con los mapuches, de un largo proceso de más de cinco siglos de mezcla, transculturización, fronteras porosas, intercambios y guerras. En Tierra del Fuego la historia fue otra: el encuentro se produjo de golpe y hace muy poco, a partir del mil ochocientos ochenta y tantos. Y no hubo diálogo verbal entre ambas partes, no lo habría hasta mucho después, cuando los selk’nam empezaran a manejar el español, cuando muy pero muy pocos blancos aprendieran algo de selk’nam. Ni siquiera los misioneros salesianos aprendieron la lengua de aquellos a quienes querían evangelizar: ya bastante trabajo les daba el español, eran todos italianos. Escribí la novela en castellano, pero en cada capítulo tenía que preguntarme en qué idioma estaban hablando los personajes: en el segundo, el relato del marinero que vigila a los selk’nam cautivos en su viaje en barco de Punta Arenas a Francia se hace en inglés; el joven anarquista que acompaña a Kalapakte de vuelta a su tierra cuenta su historia en alemán. El capítulo “Hain” está hablado en selk’nam. Como el encuentro entre los selk’nam y los blancos no se dio a través de la lengua, la de los selk’nam en buena medida se perdió. No hay diccionarios ni gramáticas fiables, el blanco que mejor la conoció, Lucas Bridges, apenas nos dejó un vocabulario limitado, que recién se publicó en 2019, como parte de, “En un área de tránsito polar”, el gran estudio sobre aquella geografía y época de Joaquín Bascopé Julio. Hay, sí, algunos registros sonoros de los cantos selk´nam, los de Lola Kiepja, grabados por la antropóloga Anne Chapman. Mientras trabajaba en el capítulo “Hain” (1) escuchaba en loop los cantos de Lola, uno de los pocos registros que existen del selk’nam.
Recién, mientras hablaba, me vinieron a la mente las palabras del guionista de Buñuel, Jean Claude Carrière, “el pensamiento es la noche del cine”, y pensaba si la música no será la noche, o más bien el silencio, de la literatura. Uno de los grandes logros de la adaptación cinematográfica que John Huston hizo de “Los muertos” de Joyce fue plantearse qué hace mejor el cine que la literatura. Y, por eso, en buena medida, la fuerza de la película está en la música y en la danza, que la escritura apenas puede sugerir o dar a imaginar. Por su parte, la música interior, el pensamiento de los personajes, se da mucho mejor en la literatura.
Pensaba en el final de “La jaula de los onas”, donde el texto anuncia el canto que Rosa, ya fallecida, deja para una antropóloga. En el lugar donde debiera aparecer el canto, la página muestra un vacío. Allí se juntan varias figuras que recurren en tus textos: la banda de sonido, de la que recién hablábamos, y una presencia muy fuerte del fantasma. En el final de “La jaula…”, la escritura, mediante una ausencia, logra que escuchemos una canción.
Les agradezco especialmente este comentario: es la primera de las muchas lecturas que recibí de la novela que pone el acento en este final. Si leíste toda la novela y te compenetraste con ella, escuchás el canto. Y el silencio, también. Mientras trabajaba en esta historia, una y otra vez, recordaba una frase de Claude Lanzmann, al hablar sobre su documental Shoah: “el mayor desafío fue hacer sentir el silencio de los campos.”
Buchenwald es como un desierto helado, infinito. Se parece mucho a ciertas descripciones que haces del polo norte y de algunos sitios del sur argentino: lugares poblados por el silencio…
Quizás, influido por esta frase de Lanzmann y por su maravilloso documental, en los dos campos que visité, en Buchenwald y Auschwitz, puede escuchar -a pesar de que en el segundo había más turistas sacándose selfies que en Disneylandia- ese silencio. Quizás valga la pena agregar que en ambas visitas -en 2016 y en 2018, respectivamente- ya estaba trabajando en la novela, que gira alrededor de un genocidio más modesto, pero genocidio al fin.
SOBRE LA HUELLA DE UN DESEO
“(…) los onas pueden ver un guanaco donde uno de los nuestros apenas vería un manchón de pasto, un yagán distinguir un lobo marino entre las rocas indistintas. Pero eso es porque tienen la vista entrenada, no porque sus ojos vean mejor que los nuestros.”
Lucas Bridges, en “La jaula de los onas”, Carlos Gamerro
“A veces me parece que nos entienden mucho mejor de lo que nosotros jamás los vamos a entender a ellos.”
Karl Bauer, “La jaula de los onas”, Carlos Gamerro
“(…) sí, diría que en general se atormentan menos. Tal vez porque raramente hacen lo que no quieren.”
Lucas Bridges, “La jaula de los onas”, Carlos Gamerro
El tema de este número Anartista es el encuentro. Hay muchos textos tuyos centrados en el intento y en la dificultad de encontrarse. En el caso de La jaula de los onas, ¿qué es lo que dificulta el encuentro?, ¿es un tema de incomprensión, un tema afectivo, lingüístico?, ¿o es realmente un no querer comprender al otro?
“La jaula de los onas” no es ni podría ser una novela sobre la cultura selk’nam en sí misma. Mi texto narra el encuentro entre algunos blancos -o koliot, como los llamaban ellos- con algunos selk’nam. Y ya hablar de ‘encuentro’ es cuestionable; sería como hablar del ‘encuentro’ entre un tren y una mariposa. Los blancos se llevaron puestos a los selk’nam, fue un arrasamiento total y vertiginoso, en el curso de una década casi todos fueron despojados de sus tierras y encerrados en las misiones. Una buena parte de los estancieros decidió que las estancias ovejeras y la vida indígena no eran compatibles y tomó la decisión de aniquilarlos. En Tierra del Fuego, a diferencia de lo que sucedió en la Patagonia continental, la ‘conquista del desierto’ no estuvo en manos del ejército, fue privatizada. Las autoridades fueron permisivas, la policía dejó hacer y muchas veces colaboró, pero la fuerza de choque fueron los cazadores de indios, muchas veces simples peones que, en ocasiones, recibían a cambio un dinero; o individuos como Alexander Maclennan, el tristemente célebre “Chanco Colorado”, que luego fue nombrado administrador en la “Estancia La Primera Argentina”, de José Menéndez. Después de esta etapa, sí tiene lugar un intento de encuentro propiamente dicho donde hay, por lo menos, un reconocimiento del otro como ser humano. Por ejemplo, con los misioneros salesianos. Pero este acercamiento está todavía marcado por la idea de “nosotros venimos a cuidarlos, a protegerlos, a civilizarlos”. No hubo reciprocidad ni verdadero intercambio, la comunicación fue unidireccional y el resultado de este encuentro fue penoso. Más allá de que uno pueda atribuírselo al cambio del modo de vida, a la dieta o al sedentarismo impuesto por los misioneros, para los indígenas, solo hubo muerte, sobre todo, de niños. En la novela menciono al pasar un libro titulado “Florecillas silvestres”, escrito por el padre Borgatello. En este texto, antes de morir, los niños indígenas tienen visiones de la Virgen María que los espera con los brazos abiertos, o visiones de coros angélicos. No tenemos por qué suponer que son patrañas del sacerdote. Probablemente, en el español que habían logrado aprender, los niños les devolvían a estos y a las hermanas un eco de lo que a ellos les habían contado, lo que los niños suponían que querían escuchar. Creo que lo hacían un poco por pena, tal vez hasta por culpa, como si al morirse así, tan rápido y todos juntos, los estuvieran decepcionando.
Lucas Bridges aparece en esta etapa…
Sí, el primero y más notable de los koliot -blancos- que entablaron una relación que intentó ser simétrica con los selk’nam fue Lucas Bridges. Porque él no se acercó a ellos para aportarles los beneficios de la civilización, la educación, la cultura. Más bien se pone en el lugar del quien quiere aprender de ellos. Sobre todo, en lo que hace a la vida práctica: la caza, la lucha, la guerra, las ceremonias de paz. En relación a las prácticas más espirituales, el chamanismo, la ceremonia del hain, Bridges es menos permeable: hijo de un misionero al fin, las tilda de ‘supersticiones’. Ahí se dio una posibilidad que, después, lamentablemente no prosperó: la posibilidad de que el pueblo selk’nam adoptara algunas prácticas nuevas -el trabajo estacional en las estancias, el manejo del dinero, entre otras- sin abandonar su modo de vida tradicional, sus valores, sus creencias, como hicieron los mapuches tras la llegada de los españoles. Esta oportunidad desperdiciada me recuerda un concepto que desarrolla William Burroughs en “El fantasma accidental”, el de las utopías de las oportunidades perdidas: momentos en la historia en que pudo haberse seguido otro camino, sin duda preferible, que a veces todavía puede rescatarse, pero muchas veces ya no. El encuentro que se produce entre la familia Bridges con los yamana, primero, y con los selk’nam, después, abrió un camino que luego intentarán seguir otros: tras el fracaso de las misiones tradicionales, o reducciones, los salesianos establecieron un puesto en estancia Viamonte, fundada por Lucas Bridges para dar refugio a los selk’nam y permitirles mantener su modo de vida tradicional, y luego emprendieron el sistema de ‘misiones volantes’, que consistía en visitar a los selk’nam en los bosques y en las estepas, en lugar de encerrarlos. El padre Gusinde, autor del estudio más detallado sobre los selk’nam, yamana y kawéskar, los nueve tomos de “Los indios de Tierra del Fuego”, también se contactó con los selk’nam en esa estancia. Mientras trabajaba en la novela, me hacía la pregunta sobre las condiciones que hicieron que ahí sí se produjera un encuentro. Me parece que, además del interés, la tolerancia, la compasión, la aceptación y todas estas otras “virtudes” teñidas de autcomplacencia y condescendencia, las palabras clave aquí son admiración y deseo. En estos blancos, que finalmente tendieron una especie de puente entre ambas culturas, se desarrolló -a veces más, otras menos- un deseo de ser selk’nam, algo así como lo que plantea Kafka, en “El deseo de ser piel roja”. Esos blancos también sentían una admiración enorme por esa cultura, sin recurso a la coartada del relativismo cultural. Cuando Gusinde describe la ceremonia del hain, sentís la pasión de un fanático de la ópera de Wagner explicando la tetralogía de “El anillo del Nibelungo”.
LA ALTURA DE UN ABISMO
“Lo miré desde la altura de mi escalón de piedra. La luz le daba en el rostro y lo hacía parecer varios años más joven. Bajo ese rayo de sol casi sobrenatural,
me resultó conocido.”
“Antes del invierno”, Guadalupe Nettel
Para otro número anartista, entrevistamos a Víctor Vargas Filgueira, un representante yagán, quien nos contaba que una de las dificultades para el encuentro entre nuestra cultura y la suya es que ellos tienen una concepción del tiempo no espacializada. Para un yagán, el pasado no está atrás, está en el presente. ¿Cómo se da eso en los onas? Me viene a la memoria la ceremonia del hain, donde pasado, presente y futuro parecen convivir.
En toda la bibliografía consultada no encontré nada específico en relación a la concepción del tiempo entre los selk’nam. Al menos, nada que pudiera utilizar literariamente. Quizás, se trate de una limitación mía. En cuanto a la recreación de la ceremonia del hain, me atuve muy estrictamente a lo que Lucas Bridges, el padre Giovanni Zenone, Martin Gusinde y Anne Chapman registraron: no inventé nada. Pero eso no quiere decir que sus registros y mi recreación presenten el hain como lo entendían los selk’nam. Incluso los selk’nam actuales, si bien hacen hincapié en lo recibido por transmisión oral de sus antepasados, mucho de lo que saben del hain lo han reconstruido a partir de estos registros escritos. A la cadena de transmisión oral, tradicional, le faltan varios eslabones: otro efecto del genocidio, que fue además de físico, cultural. Por lo mismo, en “La jaula de los onas” las interpretaciones del hain corren por cuenta del protagonista y narrador de ese capítulo, el judío alemán, Karl Bauer. Para comprender qué entiende Karl del hain, hay que conocer, como inevitablemente lo hará el lector que haya leído la novela hasta ese punto, su historia previa, su militancia anarquista, sus simpatías feministas. Su descripción del hain dice tanto o más sobre él mismo que sobre le ceremonia en sí misma: por momentos se pelea con el hain, lo entiende superficialmente, como a un mero ardid de los varones para someter a las mujeres; o lo subestima desde su perspectiva todavía muy europea: no entiende, por ejemplo, que se le ha otorgado el privilegio de asistir a los orígenes rituales del teatro: algo sobre lo que yo mismo venía leyendo desde hacía más de cuatro décadas, pero que recién entendí plenamente al estudiar e intentar recrear esta ceremonia, alrededor de la cual giraba entero el mundo selk’nam.
Ya que hablamos del hain, nos llamó mucho la atención la referencia a un principio de irrealidad, presente en esa ceremonia: “El abismo que se colaba bajo sus pies y sobre sus cabezas eran las grietas o fisuras por las que se colaba el principio de irrealidad que hacía posible la libertad del hombre”. Lo vinculamos con tu concepto de ficción barroca, donde conviven distintas dimensiones simultáneamente.
Las ficciones barrocas, si es correcto lo que propongo en mi libro del mismo título, transcurren en el pliegue que divide y une realidades de distinto orden: el sueño y la vigilia, el cuerpo y la sombra, el cuadro y el modelo, el teatro y el mundo: la zona que llamamos lo real con la de sus representaciones. Pero en la experiencia mística -dicen- estas dos zonas se harían una: el ‘pliegue’ se alisaría. A mí me pasa un poco como a Borges: la de la revelación mística es una experiencia en la cual creo, y anhelo, pero no puedo entenderla cabalmente porque no la he vivido. Quienes la alcanzan, por otra parte, luego no pueden transmitirla al resto. Algo de esto hay en esa zona de supra realidad, donde dejan de operar las dicotomías habituales. En esta zona de encuentro podemos pensar que también se funden o superan las reacciones emocionales a distintas realidades: la admiración y el rechazo, la fascinación y la repulsión, que están íntimamente ligadas. En ese sentido, un texto central de nuestra literatura es “Las puertas del cielo”, de Cortázar, con esa actitud de rechazo y a la vez de envidia de su narrador por ´los monstruos´. Esa revelación, recordarán, se da en una zona mágica, envuelta en brumas -el humo del Santa Fe Palace-. donde los muertos bailan con los vivos frente a las puertas del paraíso, que es un piringundín donde van a bailar los negros.
En nuestro interés por los selk’nam no hay rechazo, pero está el peligro de la idealización. Esto es algo que hablamos con Víctor, nuestro amigo yagán. Incluso antes de saber nada sobre una cultura indígena, ya consideramos que, al ser nosotros una civilización soberbia y decadente, ellos serían la otra cara de la moneda: lo bueno, lo idealizado. ¿Qué fue lo que te atrajo a vos de los selk´nam?
Uno entra en este tipo de ficciones pisando huevos con pies de plomo, especialmente hoy en día. Si no te acusan de discriminarlos, te acusan de idealizarlos. Si no te acusan de invisibilizarlos, te acusan de apropiártelos, o de hablar por ellos. Pero yo no concuerdo con la idea de que solo pueden hablar de una realidad quienes pertenecen a ella: eso implica desterrar a la imaginación de la ficción, postular que esta sólo debe basarse en la experiencia. De ser así la literatura, infantil tendrían que escribirla exclusivamente los niños. Homero nunca participó en la Guerra de Troya, tampoco Virgilio, ni Dante, al menos que yo sepa, visitó ni el Infierno ni el Purgatorio ni el Paraíso. Quien más me ayudó a ver la Exposición Universal de París, que recreo en el primer capítulo de la novela, fue José Martí, en sus ‘crónicas’ de “La edad de oro”. Pero Martí nunca visitó la Exposición, la reconstruyó a través de diarios y folletos. Sin embargo, la imaginó mejor de lo que otros la vieron. Si la literatura no puede dar ese salto, olvidémonos de ella. El tema, claro, es cómo hacerlo y hasta dónde. Por ejemplo, yo tenía mis serias dudas sobre si contar o no algunos capítulos desde la perspectiva de un selk’nam. Igual lo intenté, pero no duré ni media página. Los motivos se los dejo a los críticos literarios, a los antropólogos y a los psicólogos. Lo que yo sé es que no podía encontrar la voz, la convicción ni la mirada desde adentro. Me pasó algo parecido con “El secreto y las voces”: en un principio traté de escribir desde la perspectiva del comisario Neri, el punto de vista era el del jefe de policía sobre el pueblo. Al cabo de seis meses de arduos trabajos, logré tener la mayoría de los personajes y una trama, pero no había una página que no me produjera dolor de panza, no me salía la voz, no había verdad en ninguna letra. Entonces me pregunté si realmente yo tenía ganas de estar en la piel de un policía de la época de la dictadura y pasarme toda la novela dentro de este personaje: y claro, al punto me di cuenta de que no, de ninguna manera. Entonces, la novela realizó un modesto giro copernicano y me dijo: “hacé al revés, que sea la perspectiva de todo el pueblo mirando al jefe de policía”. Y ahí no puede parar de escribir, la novela iba más rápido que yo. A su vez, en el primer intento, también la narración era contemporánea a los hechos; con el cambio de perspectiva, vinieron también la distancia temporal y la figura de Fefe, que recorre el pueblo unos veinte años después y escucha las distintas voces, los diferentes relatos. Y siguiendo con este tema de por dónde entrarle a la historia, algo parecido me pasó con “Cardenio”: una novela que tenga a Shakespeare de personaje, vaya y pase. Ahora, contar la historia desde Shakespeare, meterse en la cabeza de Shakespeare, ya es otro cantar. Puedo ponerlo como personaje, pero no como punto de vista o narrador. Pude escribir la novela porque está narrada, vista y armada desde la perspectiva de John Fletcher, un dramaturgo no muy genial que colaboró con Shakespeare.
Es interesante esto de encontrar la posición para escribir. Y la posición de algunos personajes en tus novelas parece ser también muy importante. Varios de ellos, para entender qué sucede, miran desde lo alto, como Kalapatke, desde la Torre Eiffel. En “El secreto y las voces”, leímos: “Podemos situar a nuestro observador ideal encaramado en lo alto de la torre de la iglesia, desde la cual será dado divisar, hacia los cuatro puntos cardinales, todo lo que suceda en las calles del pueblo”. También Marroné, en “La aventura de los bustos de Eva” y en “Un yuppie en la columna del Che Guevara”, va de una posición a la otra.
Siempre me interesó la figura de Dédalo, el hombre que diseña un laberinto y después, cuando lo encierran en él, no puede salir. El orden del laberinto sólo se ve desde arriba: mientras se lo diagrama, o volando. Algo así me sucedió cuando trabajaba en “Las Islas”. Al escuchar testimonios de la guerra, te enterás que, al comienzo, algunos de los soldados ni siquiera sabían que estaban en Malvinas. Y, después, lo que trajeron de vuelta era apenas lo que pudieron ver desde su posición, su pozo, que muchas veces ni sabían dónde estaba. Luego vinieron las historias de los comandantes, y los trabajos de los historiadores profesionales, que ofrecen una mirada panorámica del teatro de la acción, te dibujan el mapa, grafican el modo en que avanzaron las fuerzas y demás. Yo me pregunté cómo hacer para incluir, en un mismo espacio narrativo y con un narrador en primera persona, estas dos miradas tan contrapuestas. Es habitual contraponer la batalla de Waterloo contada por Víctor Hugo -que nos ofrece esta mirada ‘desde arriba’- con “La cartuja de Parma”, de Stendhal, que nos ofrece una mirada de la misma batalla a nivel de la tierra: Fabrizio ni siquiera sabe que está en la batalla de Waterloo y solo ve tropas, caballería que va y viene, humo, movimientos que no se sabe si son cargas o retiradas. En “Las Islas” esta polaridad aparece entre los recuerdos de Felipe- recuerdos que van emergiendo en el curso de la novela- y el videogame, que ofrece la mirada ‘desde arriba’ o ‘desde afuera’. Pero para alcanzar esa mirada de dron Felipe tiene que recurrir a libros y mapas
escritos posteriormente: no proviene de su experiencia directa, de sus recuerdos personales. Me pasó cuando hablaba con los ex combatientes, era evidente que mucho de lo que decían sobre el curso de la guerra lo habían aprendido después. De su experiencia en el terreno, muchos sólo podían contar que tenían hambre, que llovía, que caían bombas, no sabían si de un bombardeo naval, aéreo o terrestre. Una experiencia muy física, sonora, inmediata. La del videogame, en cambio, es una vivencia incorpórea, mental.
EL VERSO CUÁNTICO
“Cuatro años tardó en levantar esa montaña de luz en el cielo, gestada por sus nueve meses bajo tierra; pero evidentemente algún gusto secreto por las regiones más tentadoras de la noche se le había metido para siempre en la sangre, porque a los días pasados en la lucidez de las alturas le correspondía cada tanto una de esas noches en la cual el miedo y el dolor eran buscados oscuramente, como una fiebre apoderándose de todo su organismo.”
“Las Islas”, Carlos Gamerro
Esta es una pregunta que trasladamos de entrevistado en entrevistado: ¿qué es para vos lo poético? ¿lo podemos vincular con la hibridez de tus ficciones barrocas? Y, por último, ¿escribís poesía?
Victoria, mi mujer desde hace quince años, no se cansa de reclamarme un poema de amor. Pero creo que mi mayor contribución a la literatura argentina es no haber escrito nunca poesía. La traduzco, sí, y con mucho placer. Sobre todo, si se trata de algo muy exigente, como algunos sonetos de Shakespeare. En cuanto a la presencia de lo poético en mis ficciones, hay momentos en que el lenguaje adquiere una determinada incandescencia que puedo asociar a lo poético, aunque no sé si en mi caso es deliberado. Cuando escribía “Las Islas”, entrevisté a muchos ex combatientes. Yo soy de la misma clase que fue a Malvinas. En esas charlas, tarde o temprano, llegaba el relato de las torturas, de las vejaciones que sufrían los soldados a mano de los oficiales argentinos, más que de los ingleses. Una de esas veces, en una pausa, con un tono que espero no haya sido canchero, pero en el que había un esbozo de guiño cómplice, pregunté: “Después de todo lo que me contaron, ¿ustedes volverían a las islas?”. Mis interlocutores inmediatamente, afirmaron “¡Por supuesto!”. Ahí tuve una revelación, me di cuenta de que era exactamente sobre eso que debía escribir, porque era lo que yo, que no había estado en la guerra, no podía entender, aquello que todas mis lecturas y mi imaginación no pudieron anticipar. ¿Cómo vas a sentir nostalgia, cómo vas a querer volver a algo que acabás de definir como un infierno? Tenía que lograr que el texto asumiera esa contradicción y ayudase a entenderla o, simplemente, a sentirla. Hay un momento en que Felipe Félix está en el Borda, visita a un compañero, y tiene que explicarle esta paradoja a un médico. Entonces, le dice: “El infierno nos marcó de tal manera que creemos que volviendo lo haremos paraíso, y a la noche nos despertamos llamando papá a los demonios que nos clavaban arpones riendo.” Ahí, creo que aparece, tal vez por un efecto de acumulación, de enriquecimiento, lo poético. Con mucha prosa detrás, sin duda.
Una poesía que viene por evolución de lo anterior, sería como un efecto poético…
Como una nube de gas que colapsa bajo su propia atracción gravitatoria y se convierte en una estrella que, a su vez, colapsa y se convierte en un agujero negro. Hay un punto en que la acumulación de materia verbal, de emociones, de vida de los personajes produce, por su propio peso, un adensamiento del lenguaje. Si eso es o no poético, no lo sé…
A veces se da por despojo también. La ausencia del canto que se escucha al final de “La jaula de los onas” propone una situación así. Y el reconocimiento de la amistad, en “Cardenio”, esa complicidad muy despojada produce un momento muy poético, que no sé si es producto de un adensamiento del lenguaje.
Sí. Es verdad que en estos casos que mencionan el adensamiento no es verbal, aunque sí emotivo. “Cardenio” es una novela sobre el misterio de la amistad. Creo que, desde “Romeo y Julieta”, pasando por el romanticismo, hasta las telenovelas y la música popular de masas, el amor está un poco gastado, ¿no? Creo que la amistad tiene todavía un potencial utópico y hasta revulsivo y revolucionario que vale la pena explorar. Si bien hay relaciones que podrían caracterizarse más tradicionalmente como amorosas, tanto en “Cardenio” como en “La jaula de los onas” predomina la amistad, o formas de relacionarse que no tienen un nombre preciso en nuestra cultura. Lo cual las hace más interesantes.
LA RISA TRÁGICA
“Por un momento le persiguieron a la luz de las estrellas entre risas armoniosas, pero la barca de piedra corría cien veces más rápida que el navío rojo de un Viking. Y los petreles, sorprendidos en su vuelo, enredábanse las patas en la cabellera del santo varón.”
“La isla de los pingüinos”, Anatole France
También hay mucho de poético en los momentos de humor, sobre todo, en “La aventura de los bustos de Eva” y en “Un yuppie en la columna del Che Guevara”. Allí el humor genera un extrañamiento, porque lo que está sucediendo no es particularmente gracioso y, en general, las escenas con humor, terminan en situaciones terribles, ¿considerás al humor como un mecanismo poético?
Hace poco, para promocionar la presentación de “La jaula de los onas”, en Río Grande, Tierra del Fuego, las autoridades municipales habían hecho un flyer citando la contratapa del libro: “con humor y rigor, Gamerro narra…” Inmediatamente reaccionaron una antropóloga y un miembro de la comunidad selk’nam, sospechando que mi libro se pudiera reír de su tragedia o del genocidio. Como si una obra de tema trágico o doloroso debiera proscribir el humor de cada una de sus páginas. Casi no hay tragedia de Shakespeare sin momentos de humor; Macbeth tal vez, porque apuesta a ese clima de pesadilla y de posesión diabólica. En el Infierno de Dante hay momentos muy graciosos. En “Poder y desaparición”, Pilar Calveiro habla de la importancia que tenía el humor para los secuestrados de la ESMA, cómo los ayudaba a resistir. Yo no soy especialmente gracioso mientras hablo, ni soy muy bueno contando chistes, pero cuando escribo puedo serlo un poco más. Y, como lector, siempre agradezco a los autores que me hacen reír. Cuando salió “Las Islas”, María Teresa Gramuglio se preguntaba por qué la narrativa sobre los 70 y sobre la dictadura no había apelado al humor y la literatura sobre Malvinas, sí. Mi primera reacción fue pensar “Porque yo todavía no escribí sobre los años 70”. La seriedad o el
humor no necesariamente surgen del material. Están en la mirada del escritor, y también en la del lector. Yo leo el “Diario de Bolivia” del Che Guevara y, más aun, “Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo” y encuentro momentos francamente hilarantes donde otros lectores solo ven lo épico, lo trágico o lo patético. El Che tenía un gran sentido del humor, una percepción muy fina de los elementos farsescos que hacen de contrapeso a la seriedad de lo épico y aun lo trágico.
En “la jaula…” el humor viene más bien vinculado a las búsquedas anarquistas que, como todo intento profundo de modificar las cosas, solían terminar en situaciones dramáticas, sin mucho humor.
El humor no era el fuerte de los militantes anarquistas, el tono de base de sus panfletos era la indignación y la denuncia. Pero si vas a autores individuales que practicaban o profesaban ideas anarquistas, ahí hay mucho humor. Yo hubiera querido incluir en la novela a Rafael Barret, uno de los mejores autores anarquistas que ha escrito sobre y desde nuestra cultura. Escribió un ensayo de título profético: “El terror argentino” y también un libro titulado “El dolor paraguayo”. En mi novela, hay momentos cómicos cuando Karl Bauer idealiza la cultura selk’nam desde sus valores anarquistas, y después los indios lo decepcionan. Algo parecido le pasa a Marroné en “La aventura de los bustos de Eva” y en “Un yuppie en la columna del Che Guevara”, cuando aplica los consejos de “Cómo ganar amigos”, de Dale Carnegie, para tratar con los obreros radicalizados que han tomado la fábrica. Y, después, están los presupuestos de la literatura revolucionaria a su trato con los campesinos del Delta; supongo que será la lección de “Don Quijote”. Había, sí, mucho humor en la cultura selk’nam. Hay un fragmento de diálogo del último capítulo de “La jaula de los onas” inspirado en uno de los diálogos que transcribe Anne Chapman, donde una mujer ona –Ángela Loij, en aquel libro; Felisa, en mi novela-, condensa toda su nostalgia de esa vida perdida o cambiada con las palabras: “Éramos tan felices en aquel tiempo. Hacíamos tantas bromas…”
Casi todos los sobrevivientes de los campos argentinos que entrevistamos, como Susana Reyes, destacaban siempre que, aun tabicados y torturados, había un momento para cantar o burlarse del guardia. Recién, muchos años después de haber sido liberada, ella tomó conciencia del peligro que eso implicaba, pero era una necesidad.
Sí. También es verdad que hay un momento en que ya no hay risa, ahí la destrucción del sujeto es total. Los ‘musulmanes’ de Primo Levi no ríen. El opresor triunfa cuando ya no podés reírte ni de él ni de nada.
Bueno, tu novela cuenta que, cuando ellos llegaban al hastío, se transformaban en otra cosa, en montaña o en mar. Nosotros estamos más jodidos.
LA ALQUIMIA DEL NOMBRE
“Algunos hablaban de viajeros; de esos viajeros sin nombre que unieron todas las civilizaciones de la Tierra con marcas misteriosas”.
“Los días de la sombra”, Liliana Bodoc
Para “Un yuppie en la columna del Che” elegiste estos dos epígrafes: “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo”, del Che. Y “Se puede construir con caca de paloma. Claro…, hay que saber cómo”, frase atribuida a Juan Perón. Señalo este punto y contrapunto, porque es una figura que luego se repite en otros textos: en la imagen de las Malvinas espejadas, en un mocasín bicolor, en las lecturas políticas de derecha e izquierda. Siempre aparece un tono irónico en ambas direcciones, ¿es un doble o más que doble?, ¿es múltiple?
“Las Islas” es una novela regida por el número dos, aparecen dualidades por donde mires. Por ejemplo, el tema de lo real y lo virtual -en principio, no vinculado con la guerra de Malvinas- fue algo que entró por cuestiones puramente funcionales. De entrada, yo había pensado en escribir una novela policial, pero como la figura del detective no era creíble en nuestra realidad de terrorismo de estado y policía criminal, lo reemplacé por un hacker, aunque el universo de lo digital, a comienzo de los 90, estaba todavía muy verde, acá. De hecho, todavía sigo esperando el reconocimiento por haber sido quien le dio internet a la Argentina, ya que la incluí en una novela que transcurre en el ’92, cuando todavía acá no había servicio público. Además soy el fundador de Puerto Madero, locación de algunas escenas de “Las Islas”, ¡y tampoco me lo reconocen! La dualidad también aparece en “La jaula de los onas”, que comienza con un viaje entre dos polos opuestos: el mundo selk’nam, que en aquella época se veía como una de las más primitivas de las culturas humanas, y la sofisticada París de fines del s. XIX. Dentro de la cultura selk’nam, hay también una polarización muy marcada y aparentemente dicotómica entre lo femenino y lo masculino, manifestada en la vida cotidiana y sobre todo en la ceremonia del hain, cuya función parecería ser la de sostener el patriarcado y mantener a las mujeres sometidas a los hombres. Pero algo me decía que la cosa no podía ser tan simple. Mi única experiencia vivida, en este sentido, fue la de vivir un tiempo con un pueblo indígena del Amazonas peruano, los Shipibo, donde la cultura era matrilineal. Allí me recibieron las mujeres, ellas decidieron que me podía quedar en el pueblo. Y, cuando comíamos, yo era invitado a situarme en el círculo interno, el de las mujeres. Por fuera se formaba un círculo de hombres. Volviendo a los selk ´nam, algo me decía que la cuestión del patriarcado entre ellos no podía ser tan simple, sobre todo, por esa insistencia casi maniática de los varones selk’nam al destacar “esto lo tomamos de las mujeres”, “porque así lo hacían las mujeres, así lo hacemos nosotros”. Quizás esa sea la mejor respuesta que puedo ofrecer a su pregunta: en la ficción, finalmente, se trata de contestar, no con generalizaciones o teorías, sino con experiencias concretas. Al escribir el hain, al ponerme en la situación de un iniciado, en su gradual proceso de interés, rechazo, comprensión, iluminación, finalmente, descubrí que la dialéctica de poder varón-mujer en la sociedad selk’nam era mucho más compleja. Pero eso lo entendí indirectamente, a través de mi personaje, él sí lo vivió.
Explorás las dicotomías y las transformaciones. En algunas de tus novelas hay como una dinámica muy de parque de diversiones, en el sentido de que suceden muchas cosas y devienen muchas situaciones. En “El libro de Los efectos raros” hay muchas transmutaciones, mucha alquimia.
En “El libro de los afectos raros”, en el cuento “Ella era frágil” -acerca del patovica supermacho y su relación con una mujer aparentemente débil y sumisa, que termina doblegándolo- ya exploraba estas zonas. Cuando escribía “Cardenio”, descubrí que los isabelinos y los jacobinos no se preocupaban en absoluto por ponerle un nombre a determinadas opciones. La idea de que las conductas sexuales determinan identidades es del siglo XIX, una idea moderna que tiene tanto que ver con las opciones individuales, como con la medicalización y la captura por el aparato del poder. En “La jaula de los onas”, se produce el encuentro entre Kalapakte -un selk´ nam- Karl -un alemán anarquista- y Vera y no hay una palabra para definir la relación que entablan. En esa instancia, las cosas aún no tienen nombre. Me pregunto si tenemos que ponerle nombre a todo…
Supongo que a quien descubre que tiene vinculación al género o a la sexualidad no hegemónica le debe resultar un alivio poder darse un nombre. Y también nombrarse como colectivo. En relación a esto, en tu libro, “Ulises, claves de lectura”, vos proponés que este libro de Joyce se presta para una lectura colectiva. También en “La jaula…” aparece la incomprensión del blanco ante el colectivo selk´nam: “Andaban siempre en montón, como si su miedo más grande fuera desgajarse del tronco común”. La escritura es una actividad, en general, individual y a veces tan narcisista, ¿cómo te vinculás con ese delicado equilibrio de pertenecer a un colectivo y, a la vez, rescatar tu singular?
Mientras estoy escribiendo no soy muy narcisista, no pienso demasiado en mí. Tampoco soy autobiográfico. Escribí “Las Islas” en buena medida porque no fui a Malvinas, es una novela autobiográfica al revés, digamos. Una de las mejores cosas de estar ocupado en un proyecto de ficción es que, a la noche, cuando me voy a dormir, no pienso en mis problemas personales sino en los personajes y en sus situaciones, es un gran alivio descansar de uno. Pienso que hoy en día hay como demasiada escritura del yo. A mí me gusta escribir no tanto para rememorar experiencias, sino para crearlas, tan poderosas como cualquiera de las que uno ha vivido de cuerpo presente. Y cuanto más puedo desaparecer en los personajes, mejor me siento.
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Hain: ceremonia de iniciación de los jóvenes varones selk´nam; en el pasado mítico, el rito de iniciación correspondía a las mujeres.