Los exilios: Sobre las palabras
Por Viviana García Arribas
PALABRA DE DIOS
“Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche.
Y fue la tarde y la mañana un día.”
(Génesis. 1.5)
Según se lee en la Biblia, en el principio, todo era caos. Entonces, Dios decidió poner un poco de orden y, como primera medida, separó la luz de las tinieblas y les dio nombre. Luego dividió cielo y tierra y también los nombró. Para unir las aguas en un solo lugar, le bastó con pronunciar la palabra “mar” y, a lo seco, llamarlo “tierra”. En días sucesivos creó, con el solo recurso de la palabra, piedras y árboles, peces y animales terrestres. Hasta que, el sexto día, creó al hombre. “Varón y hembra los creó” (1). Dios les dio nombre a ambos, en el mismo acto -si bien yo hubiera preferido que nombrara “varón” y “mujer”, de movida-. Sin embargo, unos versículos más adelante, el génesis -en una segunda versión del comienzo- otra vez arranca con la creación de mares y tierra, de animales y plantas hasta que desemboca en la famosa historia de Adán, su costilla y el mito de la creación de la mujer como un accesorio del hombre…
Algunas teorías sostienen que la primera parte es más nueva que la segunda. Habría sido escrita por sacerdotes en el siglo VI antes de Cristo, cuando el pueblo judío se hallaba prisionero de los Babilonios, con la idea de reforzar su fe. Esta creación muestra un Dios más majestuoso y distante que el de la segunda, donde aparece casi como un alfarero que modela a Adán con arcilla. Asimismo, Harold Bloom, en “El Libro de J”, presenta una teoría muy original: sostiene que quien escribió esta segunda parte sería una mujer de la corte del rey David, sumamente culta. Aunque, tal vez, este sea tema para otra nota.
Según la lectura que Walter Benjamin hace de los textos bíblicos, Dios concede el lenguaje como un don de su parte. Así, el hombre hereda la capacidad de dar nombre al mundo que lo rodea e, incluso, cabe decir que puede hacerlo porque, como habitante del Edén, se halla en comunidad con todas las cosas y las conoce íntimamente. La historia -o el mito- cambia luego de la expulsión de Adán y Eva del paraíso: en primer lugar, la creación divina se vuelve humana y pone su pie en el proceso histórico. Su punto de partida es una transgresión. En segundo lugar, la lengua casi celestial heredada por los hombres se escinde y multiplica, como represalia de Dios ante una nueva desobediencia: la construcción de la Torre de Babel (2). La existencia de múltiples idiomas transformó ese lenguaje inmutable, con firmes raíces en la esencia de las cosas, en un simple medio de comunicación dinámico y cambiante.
HERIDAS DEL TIEMPO
“y yo, que nací en el mundo para desfacer
semejantes agravios, no consentiré que un solo paso
adelante pase sin darle la deseada libertad que
merece.”
“Don Quijote de la Mancha “. Cervantes
El lenguaje cambia, decía. Las palabras encuentran nuevos significados y los significados, nuevas palabras. Estas mutaciones son recogidas, con cierta regularidad, por la Real Academia Española, en el caso de nuestro idioma. Tal vez, por esa misma razón, siempre atrasa un poco. Pero ahora, quiero pensar en algunos indicios, unos pocos indicadores que, a veces, el mismo lenguaje deja, de algo que ha estado y ya no está más.
En francés, por ejemplo, el acento circunflejo (^) indica, generalmente, la existencia de una “s” que ya no se escribe ni pronuncia. Es el caso de hôpital (hospital), goût (gusto), huître (ostra) o prêt (presto). El signo devela ese pasado en el que la letra reinaba en toda su plenitud. Del mismo modo que las cicatrices quedan en el cuerpo y, cada vez que se las advierte, sirven para hacer presente eso que una vez fue. En la actualidad -sobre todo entre la gente joven-, es cada vez menos frecuente el uso de este acento. Tarde o temprano, no será siquiera una huella.
En el castellano, la letra “h” opera a veces en forma similar. Letra muda -aunque no de nacimiento-, la “h” aparece por primera vez entre los fenicios que la pronunciaban como una suave aspiración. De esta forma pasó al latín y luego a nuestro idioma. En algunos lugares de España, se mantuvo esta pronunciación y, finalmente, devino en “j”. Así, en Andalucía, se conoce el “cante jondo”. Pero quiero prestar atención a la “h” como un signo evocativo. En palabras como hidalgo, hacer, herir, humo, en el castellano antiguo, había una “f” en el lugar de la “h”. Otra cicatriz de viejos usos…
CRECER CON PAPÁ
“Es un buen tipo mi viejo / que anda solo y esperando,
tiene la tristeza larga / de tanto venir andando.
Yo lo miro desde lejos, / pero somos tan distintos;
es que creció con el siglo / con tranvía y vino tinto.”
“Mi viejo”, Piero
Cuando llegaba de trabajar un día lluvioso, mi papá nos contaba que afuera llovía “a rolete”. Su protesta era un “¡me cacho en diez con tanto trabajo!”, mientras su amigo Rubén vivía en un “cuchitril”. No obstante, eso no le impedía ser un “picaflor” que se la pasaba de “curdela” permanente. Por mi parte, solo pensaba en comprarme los últimos “vaqueros”, porque, de lo contrario, el “asalto” del sábado sería “un quemo”. El último grano en mi cara me hacía verme como un “bofe” y mis compañeras de clase pensaban que era una “traga” porque estudiaba mucho.
Así, el lenguaje cumple una función decisiva en la identidad del grupo social de pertenencia. Cada generación inventa palabras nuevas o cambia el significado de las existentes y crea, de esta forma, un código cuya principal función es incluir… y también marcar a quienes no lo hablan.
Cuando era más joven -por los ’70, más o menos- todo se trataba, precisamente, de estar “in” (adentro) o “out” (afuera), y esta última opción era la peor de las pesadillas.
Los cambios tecnológicos también son un factor determinante: hoy, expresiones como rebobinar, tocadiscos o casete han cedido su lugar a otras. Forward, CD, software o escanear son formas de referirse a las nuevas tecnologías usadas a regañadientes -la mayoría de las veces- por los que somos mayores. En gran parte heredados del inglés, pocas veces castellanizados, estos términos abundan en cualquier conversación entre jóvenes.
¡Alto lenguaje! Es fija: no se ortiven que no se acaba el mundo. ¡A no flashear! Me quema la cabeza pensar en todo este bardo.
MIL INTENTOS Y UN INVENTO
“Bonanmatenon, ¿kiel vi fartas? Mi fartasbone”
(Buenos días, ¿cómo estás? Yo estoy bien)
Esperanto
Entre los años 1870 y 1880, se gestó un nuevo idioma cuyo objetivo era facilitar la comunicación entre todos los hombres del mundo, cualquiera fuera su origen. Se trataba del esperanto, una lengua planificada, creada por L. L. Zamenhof, cuyas bases se hicieron públicas, por primera vez, en Varsovia, en el año 1877.
En su mayoría, el vocabulario que lo compone proviene, de lenguas de Europa Occidental y la sintaxis tiene influencias eslavas. Durante las primeras décadas desde su publicación, aumentó rápidamente el número de hablantes. Su creador deseaba que se transformara en el idioma de las relaciones internacionales. Mi abuela -una española enérgica que nunca abandonó del todo su acento ni sus modos de decir- tenía un diccionario de esperanto y estaba convencida: en pocos años, se hablaría en todo el mundo. ¡Pobre! Había dejado Europa en 1912, antes de las guerras que la arrasaron. En España, el idioma fue adoptado por socialistas, comunistas y catalanistas y, en consecuencia, se prohibió durante el franquismo. No corrió mejor suerte en Alemania, ya que su creador era de origen judío y los esperantistas fueron perseguidos durante el Holocausto. Evidentemente, los recursos que favorecen la comunicación no son tolerados por los tiranos.
En la actualidad, es una lengua hablada por unas cien mil personas, aunque alrededor de un millón la entiende en un gran porcentaje. Si bien existen academias en todo el mundo y la Asociación Universal de Esperanto (UEA) mantiene relaciones oficiales con la UNESCO, me queda la impresión de que se trata de una de esas utopías que, cada tanto, elegimos soñar.
¿TE ACORDÁS, HERMANA?
“Te acordás hermana qué tiempos de seca
cuando un pobre peso daba un estirón
y al pagarnos toda una edad de rabonas
valía más vida que un millón de hoy.”
“El 45”, María Elena Walsh
El tiempo pasa para todos. Para las palabras, también. ¿Quién -que no sea un botarate– podría no reconocerlo? Nunca faltará un genuflexo, que pretenda mantener el habla como algo inmutable, pero eso es una paparruchada. Cualquier paparulo se daría cuenta. Me asalta una terrible zozobra cuando pienso que quizá mi forma de hablar sea un poco vetusta.
En el pasado, los caños se enchufaban, la siesta designaba el tiempo inmediatamente posterior al mediodía, sin importar si uno dormía o no. Alienígena era sinónimo de extranjero -lo que me hace pensar en un giro muy xenófobo en su concepción actual-. El viejo significado de semáforo era también luciérnaga. Y, formidable, se utilizaba para designar algo temible. La lechería o el zaguán ya no significan nada: los viejos negocios de venta de leche desaparecieron y hoy nadie aprieta en la entrada de su casa. Y qué decir de “pueblo”, hace tiempo reemplazada por la aséptica “gente”.
Sin embargo, la sonoridad de alguno de estos términos nos interpela. Como escritora, no puedo dejar de pensar en el lenguaje como un medio de expresión, como un instrumento de poética. Tal vez, el exilio de algunas palabras termine algún día y vuelvan a nosotros con sus sentidos renovados, listas para transmitir verdades. Sueño con usar, por ejemplo: embeleso, sempiterno, perenne o bonhomía.
También es mi deseo pronunciar: solidario, comunidad, compasión, ayuda y que no se encuentren vacías de sentido.
(1)Génesis (1.27)
(2)”Benjamin, una introducción”, Ricardo Forster. Cuarta sesión: Para una crítica de la modernidad.