Los exilios: sobre Stoner, una novela de John Williams y El Alma de fiesta de Héctor Giovine.
Por Lourdes Landeira
TIERRA ADENTRO
“Sentía la lógica de la gramática y creía percibir cómo se ramificaba a partir de sí misma, impregnando el idioma y estructurando el pensamiento humano”
De Stoner, una novela de John Williams
Si la vida, como dice la letra del tango, es una herida absurda necesariamente, debe correr por el mundo el líquido de sus supuras. También, necesariamente, el antídoto que las sana o, al menos, el parche posible para esa piel desgarrada, expuesta a un entorno muchas veces hostil y otras tantas, amigable. Lo absurdo, quizás, tenga que ver con la dosis de sangre, llaga, abrazo y violencia que compongan –a la herida y a la vida- en cada una de sus reediciones, en cada uno de sus territorios, en cada uno de sus tiempos y destierros.
Hay múltiples combinaciones y sus formas de manifestarse suelen desafiar las leyes de la física espacio-temporal. Así, las historias recorren disímiles paisajes y, mientras unas se afianzan a su geografía, otras se asientan más allá de sus fronteras.
Y viene aquí a cuento -antes de entrar en los decires específicos- un párrafo: de las 72 personas que componen el Senado argentino, hubo 38 que votaron en contra de la legalización del aborto. Ganaron, festejaron que nada cambie, discursearon falacias y celebraron que las mujeres que deciden ejercer su derecho de no continuar con un embarazo no deseado, sigan condenadas a la clandestinidad. ¿Ganaron? La gramática se cobra vidas. 31 de esas senadoras y senadores votaron a favor de la ley. Perdieron, la calle estuvo inundada de consignas, historias y fundamentos hacia la ampliación de derechos y la dignidad de las personas con capacidad de gestar en plena libertad de elegir. ¿Perdieron? La gramática salva vidas. Como dice el final del cuento de Elsa Bornermann, prohibido por la dictadura, redimido por la democracia y rescatado hoy por la marea feminista:
«Pero ellos ya saben que ninguna lluvia será tan poderosa como para despintar el verde de sus corazones, definitivamente verdes. Bien verdes, como los años que –todos juntos—han de construir día por día».
Ahora así, a lo nuestro, que es esto mismo.
LA Y LOS MÚSICOS
“A pesar de todo, estoy aquí puesta / los pájaros sueltos y el alma de fiesta. / A pesar de todo / me besa tu risa / y el duende y el ángel del vino y la risa / A pesar de todo, el pan en la plaza. / A pesar de todo la vida ¡Qué hermosa! / siempre y sobre todo de todas las cosas. A pesar de todo”
De El alma de fiesta, de Eladia Blázquez
El “Alma de fiesta” es un espectáculo de tango. Una mujer y dos hombres, después de muertos, conversan sus composiciones, en los cuerpos y gargantas prestados por tres artistas que toman sus letras. Eladia Blázquez, Cátulo Castillo y Homero Manzi se yerguen sobre los pies de Andrea Cantoni, Héctor Giovine y Gabriel Rovito y suenan en la compañía del piano de Carlos Serra. Antes, años atrás, Virginia Lago había sido la Eladia que hoy es la Cantoni. Entre tanto nombre propio, las letras se desprenden, itineran la sala que las cobija, son elegidas y eligen -alguna piel que se estremece en una butaca, para adentrarse-. La nostalgia, por supuesto, es protagonista, no sería tango de otra manera.
No todos los protagonistas llegaron al género como primera alternativa. Homero Manzi, nacido en Santiago del Estero es, sin duda, un hombre de la canción de Buenos Aires. Sin embargo, antes de “Malena” y “Sur”, había sido un profesor de literatura. “Exonerado” por la dictadura de Uriburu en la Argentina de 1930, se exilió rápidamente en el arte y lo hizo su casa para siempre. Cátulo Castillo, el hombre de “Tinta Roja” y “La última curda”, porteño de nacimiento, pasó su infancia en Chile, exiliado con su familia anarquista. Para Eladia Blázquez, el camino fue entre los géneros. Desde la zona sur del conurbano bonaerense, se movió por la canción española, la melódica, la sudamericana y el folclore, antes de llegar al tango y hacer de la ciudad el eje de sus composiciones. Los puristas la criticaron por irregular. Quienes la admiraban le apodaron “la Discépolo con falda”, en una clara muestra de que, para lo bueno, solo les cabía medida de varón. A pesar de unos y de otros, la Blázquez se apropió de lo que le hicieron creer que no le pertenecía. Ahora bien, ¿saben cuál es la música que más le gustaba? El jazz, según declaró en una entrevista de fines de los noventa. En la misma nota dijo:
“En algún momento de mi vida, llegar a Barrio Norte fue una revancha para mí. Salir de Avellaneda y venir aquí me daba como una sensación de llegada. Es como que había triunfado. Y con el tiempo me di cuenta de que me había equivocado. La geografía es interior. Se es de determinada manera más allá del lugar donde una viva. Y también me di cuenta de que el Sur no es sólo una cuestión de latitud. Es el continente postergado, el olvido, el patio de atrás para los poderosos. Pero como autora, no me quedo ni en el norte ni en el sur. Mi corazón es una brújula, que tiene que mirar para todos lados”.
En “El Alma de fiesta”, Giovine dirige la orquesta de palabras escritas y cantadas tanto tiempo atrás y las hace recorrer en su propio modo. Se vale de anécdotas que inserta en forma de narración y de las propias canciones que se interpretan en escena. Completas, fragmentadas y, a veces, con los versos desordenados por una nueva lectura, la gramática hace lo suyo para volver a emocionar. Y allí quedan los protagonistas de la noche, abrazados entre sí y con el aplauso final, poseídos y en posesión de sus interpretaciones. Hasta la próxima función. Porque, según dicen en conjunto,
“A pesar de todo la vida ¡qué hermosa!
siempre y sobre todo de todas las cosas.
A pesar de todo.
Siempre y sobre todo de todas las cosas.”
EL PROFESOR
“Es para nosotros que existe la universidad, para los desposeídos del mundo; no para los estudiantes ni para la búsqueda desinteresada del conocimiento, ni por ninguno de los motivos que se proclaman. Explicamos esos motivos y dejamos entrar a algunos sujetos comunes, los que triunfarán en el mundo, pero es solo una fachada protectora. Como la iglesia de la Edad Media a la que le importaban un comino los seglares, incluso Dios, montamos esta farsa para sobrevivir. Y sobreviviremos… porque lo necesitamos”
De “Stoner”, una novela de John Williams
Stoner es el título de una novela. También, el apellido de su protagonista, cuyo nombre es William. Una sola letra separa al autor del personaje, un tal John Williams. Entre rupturas y continuidades, los destierros se suceden y las pequeñas muertes cotidianas enajenan, al punto tal que el único modo de mirar el propio rostro es del revés del espejo. A ese fondo negro negador de nuestra forma, siempre lo podemos dar vuelta, podemos reencontrar nuestra imagen invertida y caminar la huella de cada una de las tierras que nos han habitado.
William Stoner fue un profesor universitario durante la mayor parte de su vida. Sin embargo, no era lo que debía ser. Hijo único de granjeros pobres de Misuri, trabajó desde siempre y pasó su infancia en una casa que “con los años había adquirido los colores de esa tierra seca: gris y parda con estrías blancas”. La misma casa por cuyos pisos “se filtraba constantemente el polvo que la madre barría todos los días”. La universidad de Columbia, a sesenta km de la granja, fue ajena a su mundo hasta que su padre, ese hombre con “dedos gruesos y callosos en cuyas grietas la tierra había penetrado tan profundamente que no se podía lavar”, lo envío allá a estudiar agronomía, con el fin de que a su vuelta hiciera rendir más a la tierra.
John Williams fue un profesor universitario durante más de treinta años. Periodista y escritor nacido en Texas, tras dos años en el ejército -desde 1942-, estudió en Denver, se doctoró en Misuri y dirigió la carrera Escritura Creativa, otra vez en Denver. Publicó cuatro novelas y cosechó algún premio. Stoner, la tercera de ellas, vendió apenas dos mil ejemplares en su primera publicación, de 1965. Una buena reseña periodística y unos pocos seguidores silenciosos la salvaron más de una vez y lograron reediciones que nunca llegaban a vender lo suficiente. El libro sobrevivía a duras penas, en polvorientas estanterías. Hasta que un día, del otro lado del océano, las manos perfumadas de Ana Gavalda, escritora francesa, lo tradujeron a su idioma. Y, por esas cosas del transcurrir, la novela fue libro del año en Gran Bretaña en 2013. Desde allí, repatriado por los americanos y puesto a rodar, suma constantes reediciones con fama de clásico. Entre otros elogios, en la primera página de la edición de local, de editorial “Fiordo”, se lee: “Una gema injustamente olvidada”. En 1944, Williams ya había muerto, jubilado en Arkansas.
William sin ese caminó las dos guerras mundiales de su siglo por los pasillos de la misma universidad, donde un día y por azar, se enamoró de la literatura, mientras se desembarazaba del mandato familiar para adentrarse en la pasión por la poesía y la prosa medieval. De ese modo, las restituyó para sus alumnos y para sí.
“Las estudiaremos con tres propósitos: como obras literarias en sí mismas; como una muestra de los comienzos del estilo y del método literario en la tradición inglesa; y como soluciones retóricas y gramáticas a problemas del discurso que aún en la actualidad pueden tener aplicación y valor práctico”, dijo ante la perplejidad de casi todos en su aula, poco antes de que el cáncer se manifestara y llegara el final. A él, al exiliado del mundo, quien se había trasplantado al claustro de la universidad, por cuyos muchos alumnos había sido olvidado rápidamente, tal como sucedió, por años, al libro que le dio vida. Algo más tarde, falleció el hombre que había hablado de la muerte como “otro exilio, más extraño y duradero que los que había conocido antes”.
TIEMPO AFUERA
«¿Para qué estudiar una gramática extranjera?
El mensaje que te pide que regreses
estará escrito en un idioma familiar.»
Bertolt Brecht
Dos historias quedaron aquí implantadas en el punto que las convoca a un mismo tejido. Canciones, novela, por citar los casos de este entramado de exilios. Cada una, desde su particular repatriación. Cada una, con el modo específico de hacer del lenguaje y sus recursos, protagonistas de primerísimos planos. Ahora viene un nuevo tiempo suplementario, ese que les hará lugar a desafiar el encorsetamiento de estas páginas y reeditarse más allá de sus propios contornos, sin fines.
Para cerrar el cuento que no es cuento sino drama que avasalla la dignidad humana, mujeres con nombre y apellido continúan confinadas a la clandestinidad. Liliana, de 22 años, madre de dos hijas, murió en el Hospital Regional de Santiago del Estero; Elizabeth, de 34 años, madre de dos hijos, murió en el Hospital General de Pacheco; R, de 27 años, madre de 4 hijos, murió en el Hospital Juan Sanguinetti, del distrito de Pilar. No fueron víctimas de aborto, lo fueron del senado argentino. Las trascenderán sus historias, sí, sin vida.