Ausencias: sobre «The Doors», en la Argentina.
Por Néstor Grossi

 

«Mi amor salvaje se fue a cabalgar,
cabalgó todo el día, cabalgó hasta el diablo,
y le pidió que le pagara.»
Jim Morrison

 

EPÍLOGO

En todas mis notas rockeras en las virtuales páginas de esta revista, decreto la muerte del rock en diciembre del año 2004, cuando “La Renga” estalló en Huracán, veintiséis días antes de la tragedia de Cromañón y a dos meses de la muerte de Pappo. De a poco, Buenos Aires se convirtió en una puta sin maquillaje, de duelo y rehabilitada, sin alcohol en los kioscos ni ceniceros en los bares. Una puta que no hacía más que gritarnos en la cara la muerte de toda una generación, que nos obligaba a cavar nuestras tumbas, mientras nos apuntaba en la cara y nos regalaba un último deseo, antes de encarcelarnos, para siempre, en una ciudad vacía, en una mierda de copia pirata.

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JINETES EN LA TORMENTA

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Después de aquel último show del 12 de diciembre de 1970, en un localcito de Nueva Orleans, Los Doors pactaron dejar de tocar hasta terminar las grabaciones de «L.A. Woman». El estado mental de Morrison era incontrolable. Podía orinar al público o caer desmayado en medio del show, mientras la banda seguía improvisando, hasta que Jim volvía de entre los muertos. Ya no era un sex simbol, ni un chamán. Era un poeta y estaba harto de todos y del rocanroll. En enero del 71, finalizada la grabación del que sería su disco más blusero, Morrison desapareció y se ocultó en París para dedicarse por completo a su escritura.

Mientras tanto, los Doors decidieron seguir como trío y comenzaron con la grabación de un disco. «L.A. Woman» no tendría gira, Morrison murió tres meses después de que el disco saliera al mercado. En octubre de ese año, Ray Manzarek, Robby Krieger y John Desmore sacaron a la luz «Other Voices», que seguía en la sintonía blusero rockera del disco anterior. En 1972, grabaron el último disco como banda, «Full Circle» y salieron de gira con Manzarek y Krieger en las voces. Al año siguiente, dejarían de existir. En 1978, los Doors vuelven a juntarse en un estudio para ponerle música a unos poemas que Jim había grabado a finales de 1970. El disco sale a la venta en 1979 bajo en nombre de «American Prayer» y es recibido con éxito, a diferencia de los otros dos discos post-mortem del Rey Lagarto. Ese mismo año, Francis Ford Coppola estrena «Apocalyse Now», con «The End», en el soundtrack de la película.

 

Si hay una banda que peleó por sobrevivir sin su voz, esa fue “The Doors”.20190620_203547 Morrison resultó irremplazable. Se dice que tenían los ojos puestos en Iggy Pop (y mal no hubiese estado), pero no pudo ser.

Con la aparición de MTV, en 1981, empezaron a pasarse videos de los Doors. Llegaron los 90 y de nuevo el cine mantendría viva a la banda: Oliver Stone, estrenó «The Doors» y generó una nueva ola de fanáticos y la re-edición de varios discos con piezas perdidas de la banda.

En el año 2002, Ray Manzarek​ y Robby Krieger se reunieron y crearon una nueva versión de “The Doors”, llamada «The Doors of the 21st Century». La nueva formación contaba con Ian Astbury, como vocalista, y Angelo Barbera, de la banda de Krieger, en el bajo. En su primer concierto dieron a conocer que el baterista John Densmore no iba a tocar porque sufría de una enfermedad auditiva. Entonces, fue reemplazado por Stewart Copeland, antes miembro de “The Police”. Pero Stewart se rompió el brazo en una caída de su bicicleta. Entonces, llegó el turno de Ty Dennis, el baterista de la banda de Krieger.the_doors

John Densmore reclamó que él nunca fue invitado a tomar parte de la nueva reunión del grupo. En febrero de 2003, emitió una orden legal para evitar que sus ex-compañeros se autodenominaran «The Doors of the 21st Century». Tanto el baterista original, como la familia de Morrison hicieron lo imposible para que no usaran el nombre “The Doors”. En julio de 2005, la banda se re-bautizó «D21C» y, más tarde, «Riders on the Storm».

 

LA CELEBRACIÓN DEL LAGARTO

Había escuchado la noticia en la radio. Pero, hasta no ver el afiche sobre avenida Rivadavia, no reaccioné. Ya no me importaban los recitales en estadios, prefería lugares chicos y bandas desconocidas, aunque los Doors en Vélez eran un lujo. Y, encima, con Ian Ausbury en voz. Tenía que ir. doors_21De las dos bandas que me había perdido en los 90, una era The Cult. Y ver a Ausbury junto a las teclas de Manzarek y la SG de Robby Krieger era algo que no podía perderme, no me lo perdonaría jamás. A menos de treinta cuadras de mi casa, Los Doors tocarían por primera vez en la Argentina, en el estadio José Amalfitani.

 

Desde que la Rock and Pop había perdido el monopolio del mercado, la organización de los conciertos era un caos. La productora que trajo a la banda dividió el campo dos. El escenario se armó frente a una de las plateas hacia la avenida Juan B. Justo. Los precios de las entradas iban de los 30 pesos a 200. Con el costo del VIP, podías llevarte una sillita de mierda que en el respaldo decía «The Doors» y alguna gilada más. Odiaba la idea de un campo vallado, pero así de chotos se habían vuelto los conciertos internacionales. Compré dos plateas bajas y fui con mi compañera.

El plan era llegar tarde, hacer el mínimo de cola, o entrar de una, pero nos encontramos con otra situación. Lo primero que me llamó la atención fueron dos colas que llegaban, de diferentes direcciones, hacia las plateas: a algún genio de esa productora se le ocurrió que los de uno de los campos podrían entrar por la misma puerta.MV5BZjU1OGJiY2QtYTNjMy00OTI3LTkwNDMtODFhMjQ2NGNkOTY1XkEyXkFqcGdeQXVyNDQzNTQwMTY@._V1_

El show estaba anunciado a las 22 hs, eran y media, y afuera todavía quedaban dos colas de más de cien metros. Todos impacientes y cagándose en la maldita organización, mientras sacaban cuentas de la hora en que saldría la banda.

 

Plan B, le dije a mi novia. La tomé de la mano y encaramos hacia la puerta, donde la escena comenzaba a calentarse. Nos metimos entre la gente: era un nudo de cuerpos que puteaba y empezaba a presionar, sólo tuvimos que dejarnos llevar hasta aparecer frente a los boleteros, quienes no daban abasto con los tickets. No habremos hecho ni diez pasos, cuando la música en off del estadio dejó de sonar. Hubo un segundo de silencio, las luces se apagaron y la gente estalló. Comenzó a sonar el tema de una película de terror de los setentas. A nuestras espaldas, la avalancha se llevó por adelante la entrada, apreté la mano de Claudia y nos pusimos a correr o la estampida nos llevaba. Metros antes de llegar al último control, alguien tropezó y los dos caímos al suelo. Rodamos, mientras esquivábamos la turba y no sé cómo logré ponerme de pie al segundo y levantar a la pendeja de un tirón.

La avalancha había llegado al último control. Al igual que en la entrada al estadio, los accesos al campo y a las plateas estaban casi pegados. Entonces comenzaron los golpes mientras, de fondo, todavía sonaba la música de terror. Las vallas cayeron. Los de platea baja empezaron a colar al campo, los del campo común, al campo VIP. Y todo el mundo empezó a cagarse trompadas por un lugar abajo hasta que, de golpe, las luces se apagaron:

— ¡From Los Angeles California —Liniers tembló— The Doors of twenty century first!— Y comenzó el riff en mi mayor del «Blues de la casa rodante». Entonces, todo se convirtió en un verdadero descontrol. La gente ya no pasaba por el acceso al campo y había empezado a romper los alambrados. Seguridad no daba abasto, había combates en cada rincón del lugar, era una batalla hermosa con el sello de los noventas.

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En medio de ese pequeño apocalipsis, divisé un agujero por donde todos los de la platea baja comenzaban a meterse al campo. Apreté la mano de mi novia y de nuevo a correr. En el momento en que cruzamos el alambrado, se me vino uno de seguridad encima, solté a la pendeja y me le planté: tiré dos piñas y una patada que nunca le dieron a nadie ni a nada. El de seguridad se había puesto en guardia y avanzaba. En ese segundo, apareció de costado un vago que le encajó una patada en los riñones al botón mandándolo al suelo.

Claudia me tomó del brazo y, de un tirón, me arrastró hasta el agujero en el alambrado, mientras yo seguía puteando a todos los botones y a ella porque casi estábamos. Entonces vi cómo empezaban a aparecer más tipos de seguridad por todos lados.

Terminó el Blues, Ian Asbury agradeció en castellano y Manzarek largó las primeras notas de «Break on through», al tiempo que Claudia y yo subíamos las escaleras de la platea y todo el estadio coreaba. Nos detuvimos en la quinta fila y encendí el primer pucho desde que habíamos llegado. Por primera vez, en cuarenta años, los Doors estaban en la Argentina. Y sonaban genial, Robby Krieger y Ray Manzarek tocaban mejor que a los veinte años. Y el tono, la voz de Ian Ausbury fue mucho más de lo que yo esperaba. Aunque, recién cuando terminó el tema y las luces del escenario se encendieron por completo, entendí lo enorme de lo que sucedía. Asbury estaba loco: se había ondulado y cortado el pelo, usaba una campera negra de cuero, lentes, botas y jean. Nos regalaba una fantasía que algunos estúpidos fundamentalistas no llegaron a comprender.

 

Ray Manzarek saludó a Buenos Aires, mientras soltaba los primeros acordes de «L.A. Woman» y el José Amalfitani se encendía por completo. «Una canción de mi casa, su casa», dijo Manzarek en un castellano cuadrado. «Jim Morrison, Jim Morrison», gritaba Ian Asbury en la cara de unos cuántos tarados.gettyimages-112427595-612x612

Armé el porro más grande que pude. Eran los Doors, pensé, mientras pasaba la lengua por la seda y la viola de Robbie Krieger largaba el riff de «Loves to time».

Y, a medida que la banda soltaba un hit atrás de otro y los del campo común empezaban a saltar las vallas al VIP, la pendeja y yo nos pasábamos el faso:

— Así pasaba con los Redondos —, le dije a mi compañera. Éramos la puta ley.

No recuerdo en qué tema fue, sólo que estábamos en la parte psicodélica del show, cuando alcé la vista y, sobre el cielo de Liniers, la luna comenzaba, de a poco, a teñir de rojo una noche tan violenta como mágica, donde todos invocábamos a un mismo nahual (1).

No creo en la casualidades, pero el eclipse llego a su etapa final justo cuando sonaba «Moonlight drive», el poema que Jim Morrison le había mostrado a Manzarek en una playa de California, cuarenta años atrás, el primero de todos los temas de la banda: el legendario tecladista señaló el cielo.

Abajo, ya no había campo VIP, solo una montaña de sillas que ardían. Y la gente no paraba de saltar y bailar bajo una enorme luna roja. Eran los noventas. La fiesta de un montón de salvajes que se despedía y daba paso a una nueva generación de rockeros bien educaditos y de dientes blancos, que morirían potros, sin galopar.

Después de un gran deseo, queda solo el final.

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PARA LOS AMIGOS AUSENTES

Aquel 27 de Octubre del año 2004, fue el último round de toda una raza. El polvo de despedida entre el rock y la anarquía, la muerte de una generación que comenzaba a marchitarse a la sombra de cuatro paredes. Fue la orgía que Morrison habría organizado.

Cuatro años más tarde, los Doors volverían con otro cantante y bajo el nombre de «Riders of the Storm». Sin Ian Asbury, mi deuda estaba saldada.thedoorsenvelez2-1 Ni siquiera intenté ir, leí que habían llenado el Luna Park en un setenta por ciento por rockeritos de la nueva generación, que les festejaron todos y cada uno de los temas.

Al año siguiente, se anunció otro concierto. Esa vez, en el estadio “Malvinas Argentinas”. No recuerdo por qué se suspendió, pero sí el porqué de la suspensión del concierto que darían en el 2013, de nuevo en el Luna Park: a comienzos de ese año, Ray Manzarek, el fundador de la banda junto con Jim, moría de cáncer de hígado, a los 74 años. El Viejo tocó, casi, hasta su final.

Esta no es la historia de Jim Morrison y de los Doors, fue la historia de Ray Manzarek y Robby Krieger, dos tipos que intentaron sobrevivir a la sombra de la más grande de todas las ausencias en la historia del rock y que, a pesar del Rey Lagarto, lo lograron. Y lo hicieron la con dignidad de quienes saben adaptarse a los tiempos, pero no a los cambios.

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The Doors fue una de las muy pocas bandas que logró un sonido propio y original, el blues hecho psicodelia, con toda la violencia del rock y la poesía beatnik. Y Manzarek fue el gran responsable: al no tener un bajista, él tocaba las partes del bajo con su teclado, hacía las melodías principales; y además, fue a quién Jim indicó que sus poemas deberían ser canciones. Ray Manzarek fue el director de la orquesta que pusó música a dos generaciones que se ahogarían en sus sueños.

A comienzos de este año, Robby Krieger volvió a aparecer junto a una banda, para homenajear a los Doors, en un concierto que duró casi dos horas. Tiene 73 años y sus manos, 20. Junto a Keith Richards, son los últimos guitarristas de una época donde solo existían los presentes, en un mundo inconstante.

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(1) Nahual o Nagual, dentro de las creencias mesoamericanas, es una especie de brujo o ser sobrenatural que tiene la capacidad de tomar forma animal. De acuerdo con algunas tradiciones, se dice que a cada persona, al momento de nacer, tiene ya el espíritu de un animal que se encarga de cuidarlo y guiarlo.

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