El Lado B: Entrevista a Ricardo Forster.

Entrevista: Nora Lomberg, Alicia Lapidus, Adriana Valletta, Santiago Resnik, Gabriela Stoppelman

Edición: Gabriela Stoppelman

Fotografía: Santiago Resnik

 “Existe, tal vez, en alguna parte, un idioma, /nadie niega, pero habría que desandar, /salir, si fuese posible, del centro de la noche, /y empezar de nuevo con otra clase de balbuceo”, Leche de la Underwood, Juan José Saer.

Insomne sin cura, la Historia se despereza. Desenrollada de sí, agita el aire que la rodea, deja huecos entre los brazos y el espacio perturbado. Después, se echa andar. Entonces, se inaugura todo un teatro de conmociones. Mientras las malas lenguas insisten en borrar las curvas, las lenguas temerosas se camuflan contra la melancolía. Por su parte, las efímeras enmudecen justo al nacer y las perezosas se arrellanan a la espera de ese improbable príncipe azul: el lánguido futuro.  En medio de todas, una encrucijada abre espacio para el fuego. Ardidas sin pausa, las llamas están siempre alertas dentro del atanor. Mezclan mercurio con azufre, colores con ausencias, la falla con la grieta. Y, en ese mestizaje sin pausa, trasmutan la fuerza de las huellas. Ya pasadas las furias del fuego, el caminante interviene. Justo ahí el residuo es un ovillo de lenguaje y titila como una promesa. Es el momento de auscultar el latido de los residuos, de seguir las escrituras del polvo, de meterse por un pasaje y bordear el modo en que aún relumbran los textos de la infancia. Con todo, puede pasar que uno se pierda o se aturda entre las advertencias de las meras cronologías. El tiempo de a bucles no es cosa sencilla. Pero, sin él, ¿qué haremos con el hastío pegoteado a la borra de los calendarios?, ¿qué, con las tristezas destiladas de los tiempos estrechos? Mejor probar la curva, mejor leer las marcas. Algo se anuncia como imán entre las brasas sosegadas, algo convoca complicidades y contornea filigranas de una nueva lengua. Silenciosa, precaria o hermética, la nueva nunca se ofrece en el horizonte despejado. Siempre es un doblez en la tela de la Historia, un sacudón en el puño gastado, en un bolsillo sin fondo o en un pespunte torcido. Un advenimiento reconfigura la forma de los porvenires. Alta costura que, entre residuos, diseña relatos al borde los primeros años, palabras cantadas entre dos edades. Política de huellas vueltas de cara al cielo. Altas y audaces, para caminar los paisajes de la raíz.

Y en eso la Historia vuelve a amanecer. Esta vez a medianoche. Más allá de la ventana, hay una esquina de Ginebra donde Borges y Benjamin se cruzan sin reconocerse demasiado. Hay una calle de París que salta de un texto de Baudelaire a un mapa y del mapa, a una ciudad. Hay un mural donde Caspar David Friedrich pinta un río que desemboca justo en Santa Fe, a la orilla de Saer.  Más acá de la ventana, Nicolás Casullo ordena la biblioteca. Y Ricardo Forster conversa, a la vuelta de todas las huellas.

Caspar david Friedrich, un maneceer en el mar.
Caspar David Friedrich, un amanecer en el mar.

 

EL  LATIDO ANONADADO

  “Sin embargo, la metáfora resulta algo inconcreta debido a que el corazón y el fruto se confunden el uno con el otro.”  Gershom Scholem, “Los orígenes de la Cábala”

 

 

 

Alejandro Xul Solar - Ábol de la vida.
Alejandro Xul Solar – Ábol de la vida.

 

Me quedé muy sorprendida con todo el estudio que tenés sobre la Cábala

 No tengo educación judía formal pero, en general, los autores que me interesaron provenían de ese mundo de la cultura centro europea (además, por supuesto, de la huella familiar que, a través de mi abuelo Simón, me condujo hacia mis lejanos orígenes). Entonces, una cosa me llevó a la otra. Por el lado de Benjamin, está su relación con Gershom Scholem, con la mística judía, con  la Cábala. Y, a su vez, pensando en esa generación, entrás a la cuestión del mesianismo y también aparecen los nombres de Kafka, de Freud… Freud es como una parada necesaria para  pensar la vida, el sujeto, la Modernidad, la crisis de la cultura.  Incluso, para discutir el mundo de la cultura centro europea, Freud es un nombre propio fuerte. Su “Moisés y el monoteísmo” es un texto fundamental… Y junto con eso, por supuesto, la marca de la revolución rusa y de nombres judíos como Rosa Luxemburgo, León Trotsky, Ernst Bloch, Emma Goldman, Martin Buber que abarcaban el amplio espectro de las izquierdas de principios de siglo veinte. Imposible imaginar mi camino intelectual sin esas huellas decisivas.

Hablando de entrar por Benjamin a la Cábala, vimos que hay algunas palabras que se repiten mucho en tus textos como “auscultar”… ¿herencia de Benjamin?

Es que no hay mucho sinónimo de eso, ¿no? En Benjamin es auscultar una época, la posibilidad de leer más allá de lo superficial. Auscultar es como meterte en otras zonas, en otras profundidades. Creo que es por ese lado.

Otra palabra que se reitera es anonadar…

Me gusta. Hay palabras que me gustan por su carácter polisémico. Anonadar es una palabra compleja que refiere al mismo tiempo a algo terrible y a algo formidable. Es al mismo tiempo descubrimiento y temor. Y tiene que ver también con la sorpresa y  la mudez, porque algo que te anonada te puede paralizar pero también incitar y movilizar.

En relación a la Cábala, decís que la llegada del Mesías anonada la ley.

Es una reflexión que está en Scholem y en Benjamin. Tiene que ver con lo que Scholem va a tematizar como el proceso tras del cual la ley queda suspendida. Bajo ese criterio se usa: anonadar, suspender, dejar atrás. Se acabó el tiempo del reinado de la ley y entra el tiempo de la redención, de la libertad, de lo que significa la llegada del Mesías.

Amanecer con monstruos marinos, Turner.
Amanecer con monstruos marinos, Turner.

Suena un poco anarco…

 Sí, mirá, también hay un libro precioso que se llama “Historia de una amistad”, Scholem escribe ahí sobre Benjamin, treinta años después de su muerte. En ese libro hace un recorrido sobre la relación de los dos con la tradición anarquista. Si bien Benjamin después va hacia el marxismo, vía Bertold Brecth, y se vincula con los rusos y demás, hay en el origen y en la formación de ellos dos, un vínculo con la tradición anarquista. Scholem es el más anarquista de los dos, él se define como un anarquista teocrático, casi un oxímoron, ¿no? Pero él piensa a un dios negativo, ausente y no al omnipresente y al de la ley. Piensa que, junto al anonadamiento de la ley, también hay una suerte de retiro de lo que los cabalistas llaman el Ein Sof, el infinito que está más allá del infinito. Donde no hay ley, ese dios opera como alguien que abre la posibilidad.

 SER Y NO SER, ESE ES EL DILEMA

 “El aura es la manifestación irrepetible de una lejanía por cercana que pueda estar”, Walter Benjamin, “El arte en la era de la reproductibilidad técnica”

El oxímoron también es una figura con la que insistís…

Porque  es una palabra que tiene un contenido muy vital y puede jugar con los límites del pensamiento lógico. El oxímoron pone en cuestión el principio de contradicción, de lo tercero excluido, incluso el de la identidad porque dice que “ser” y “no ser”, en verdad, pueden configurarse en la misma experiencia. Se trata de poder descifrar ese vínculo. La idea del oxímoron pone también en juego la complejidad del existir.

Heliografía, Ferrari.
Heliografía, Ferrari.

En una sola palabra tanto concepto… Recién hablabas de polisemia. ¿Cómo vinculás eso con lo poético?

Para mí lo poético es en la escritura algo que, en un punto, tiene que ver con lo corporal. Es una firma. Por eso, en algún lugar, me detengo en una crítica del paper, del texto académico sin huellas, sin historia y sin genealogía, el texto formateado en función de una pragmática. Me identifico con la tradición del ensayo, que incluye la experimentación y un tipo de escritura que no es la del sistema o la que busca construir una terminología de una disciplina sino que también es trans- fuga de lo disciplinario, que utiliza la dimensión estética, la cuestión literaria, la metáfora. Benjamin proponía que el lenguaje  fuera también algo que pusiera en juego la relación forma-contenido. Nietzsche ya había propuesto la no separación entre forma y contenido. Entonces, un estilo no es simplemente una cobertura o un velo o un maquillaje. Es una idea misma del mundo, con cuidado de no caer en el esteticismo, un peligro cierto que también aparece.

¿Hasta dónde te permitís el lenguaje poético y la metáfora en el ensayo?

En los últimos años transité una escritura más política, que no había sido propia de otras etapas de mi vida. De todas maneras, traté de que no estuviese ausente la tradición del ensayo filosófico, la crítica cultural, pero son textos que tienen públicos diversos. Obviamente, hay un lector para Benjamin y el misticismo judío y otro para textos sobre kirchnerismo y populismo. Yo traté de encontrar el tono, de no traicionar lo que para mí sigue siendo un leitmotiv, que es una frase de Adorno: “el autor atento con el lector es el que no le ahorra dificultades”. El que reconoce la inteligencia del lector. No hay, entonces, una línea que vaya en forma directa a una respuesta, porque la sociedad es compleja y la política un lugar extremadamente opaco. De la misma manera, la pregunta por la técnica o la cuestión de la revolución o la travesía del sujeto en la Modernidad no admiten una respuesta unilateral o transparente, más bien todo lo contrario. Y creo que la escritura tiene que hacer, al menos, el esfuerzo de acompañar esa complejidad sin que esta sea un obstáculo, una oscuridad que no te permita transmitir absolutamente nada.

Es un límite bastante difuso, ¿no?

 Sí. Por eso lo que yo puedo escribir nunca va a ser un best seller. Va a localizarse en un público con el que hay complicidades. Puede ser que haya algunos textos más accesibles. Pero no creo ser una persona que escribe con jerga u oscuro.

Niebla, Caspar David Friedrich.
Niebla, Caspar David Friedrich.

¿Qué potencia le agrega la imagen a un texto que está desarrollando ideas?

 En un libro que escribí en los ’90 y que tiene que ver con lo judío, “El exilio de la palabra”, hay un texto que está construido sobre una reflexión de Massimo Cacciari acerca de Edmond Jàbés, el poeta egipcio judío. Allí yo contrapongo las tradiciones  judía y la cristiana, que han disputado en Occidente la tradición de la palabra, del texto, de la letra y la tradición de la iconografía, de la imagen. Y digo que, en la tradición del nombre y de la letra (judía),hay siempre un más allá. Por su parte,en la tradición de la imagen, opera más un encerrar, un totalizar lo que se quiere decir. Será por eso que, cuando uno trabaja solamente con la escritura, esta tiene que mostrar que, de vez en cuando, es capaz de ir más allá de ciertos límites. Un ejemplo: en la tradición filosófica, Platón- el constructor del concepto como núcleo de la argumentación filosófica- utilizó recurrentemente el dispositivo mítico. Desde el mito de la caverna en “La República” hasta las diversas narraciones míticas en “El banquete”,  Platón está lleno de literatura. No sólo porque su escritura es literaria o es una dramaturgia, sino que también está la utilización recurrente del supuesto antagonista del discurso conceptual, el discurso mítico. Esto es muy interesante y pone también en discusión la supuesta coherencia cerrada sobre sí misma del pensamiento filosófico. Me parece que, en esa línea, siempre me sentí más platónico que aristotélico. Aristóteles es como un archivista del universo. El constructor de un discurso organizado de acuerdo a una taxonomía casi perfecta. En cambio, Platón, que también construye conceptos, lo hace apropiándose de otros recursos. Creo que el ensayo se siente más a gusto con Platón que con Aristóteles, más a gusto con Hegel que con Kant, siendo que Aristóteles y Kant son fundamentales también.

Y la imagen hecha con las palabras. Decís “Cuando esos vientos huracanados que venían del paraíso terminaron de hacer su trabajo de demolición” o “pensar en el interior del surco construido por Nietzsche”.

Me parece que ahí está el plus literario que, en mi caso, viene de Benjamin, de Nietzsche, de los filósofos que abordaron su mundo de ideas, utilizando permanentemente recursos literarios y, claro, recursos de la poesía y la narrativa leídas a lo largo de la vida. Estoy convencido: lo poético, lo artístico, la creación ligada -sobre todo- a la dimensión estética tiene una potencia explicativa o de ampliación del enigma o de anticipación. Y el lenguaje de las ciencias sociales o el lenguaje técnico de la filosofía no alcanzan a eso. Me parece que Benjamin es muy claro cuando, pensando en Baudelaire, en Dostoievski, en Kafka, dice que el poeta tiene una potencia anticipatoria. Yo creo en eso. Hay una reflexión de Baudelaire sobre la mercancía que tiene una profundidad increíble, allí donde, antes incluso que Marx, la define como una máquina de seducción del sujeto, como una luz titilante que llama al consumo y define la relación de los hombres con el mundo. Esa imagen que vos traías está tomada de la Tesis Novena, de “Las Tesis de Filosofía de la historia.” Es una imagen que Benjamin está pensando cuando ve el Angelus Novus, de Klee. La imagen y la metáfora literaria tienen eso, misterio…

Ángelus Novus,  Paul Klee.
Ángelus Novus, Paul Klee.

ESTRECHO Y ESCABROSO CAMINO

            “Y el camino va, a través de los pequeños, a los más intensos sueños soñados en vigilia, a través (…) de las quimeras cambiantes hacia aquellos que no han llegado a ser aún y que son necesarios”. Ernst Bloch, “El principio esperanza”

¿Potencia el lenguaje poético al político?

Totalmente. Hay una cuestión clave: Si la política es sólo un discurso reducido a lo conceptual y a lo racional, un discurso lineal y programático, se convierte en una acción burocrática. Si la política quiere aspirar a lo emancipatorio, tiene que ser capaz de utilizar los recursos de la poesía, de la visión utópica, de la metáfora, la alegoría… Tiene que tocar lo afectivo y lo mítico. Hay un peligro, porque quienes mejor utilizaron esos recursos fueron los fascistas. En algún lugar yo cito una reflexión muy interesante de Ernst Bloch. Dentro de la tradición de los filósofos de la izquierda de la primera mitad del siglo XX, probablemente  fue el que más incorporó la dimensión utópica, alegórica, la dimensión del lenguaje que asociaba la revolución con la redención y lo mesiánico. Él introdujo el expresionismo en su lengua marxista. Bloch cuenta una experiencia que tuvo en la Berlín del tiempo inmediatamente anterior a la llegada de Hitler al poder, cuando presenció un acto en el que se sucedían oradores de distintas tradiciones políticas frente a una multitud. Estaba el social demócrata, el liberal, el comunista y el nacional socialista. Dice que, mientras el liberal y el social demócrata le hablaban a la multitud con la lengua muerta de las cifras y los conceptos, le hablaban de una política sin carne y sin sangre, el comunista salió un poco de eso. Pero el único que apeló a la sensibilidad, al sueño y a lo mítico fue el nazi. Entonces, la conclusión que saca Bloch es que tenemos la obligación de expropiarle esos recursos a la derecha. A mí me parece que algo de eso hay. Las tradiciones del populismo latinoamericano se asocian a eso. Una figura como Chávez es arquetípica de esas mezclas donde, en un mismo discurso, puede meter una cita erudita y cantar un bolero y no suela mal. Hay un collage valioso ahí. Siempre se camina por un desfiladero angosto, ¿no?

¿Hay una decisión de argumentar con una total falta de vuelo en lo que se llama el “debate político” actual?

Es probable. Me parece que la única voz que hace de la política una cierta densidad, en el contexto argentino, es la de Cristina. El resto son voces cínicas o vacías que carecen de intensidad, de envergadura, de inteligencia incluso. Hay una pobreza enorme que se replica en la apropiación que hace la tele de la lengua política para transformarla en un vaudeville, en una cosa grotesca, sensacionalista, chicanera. Creo que lo mejor de la experiencia del kirchnerismo en estos años fue tratar de sacar a la política de ese mapa terrible. Por eso, en mi último libro, dedico toda la primera parte a tratar de desentrañar lo que para mí ha significado el nombre del kirchnerismo, nombre que uso ex profeso. Y hay allí un eco de la potencia del nombre. No solamente es algo que describe la realidad, sino que instituye sentido. Es una representación en el sentido genuino del concepto, que proyecta.

Hablás del kirchnerismo como un imán que atrae escrituras, relatos… ¿Y ahora qué? ¿Habría que usar otro imán o buscar escrituras que atraigan a un nombre?

Por suerte, hay algo que no depende de la subjetividad individual o colectiva, pero que sí modifica a la subjetividad y tiene que ver con la materialidad histórica. Cuando la realidad es sofocante, uno queda a veces sofocado dentro de la historia y no puede ver sino aquello que emana de esa misma realidad. Los noventa tuvieron algo de eso. Momentos no sólo de crisis, sino también de gran derrota de las tradiciones emancipatorias que venían de antes. Uno puede construir un ciclo, que en Argentina tiene una fecha fatídica -marzo del ’76-, y cierra una posibilidad de discusión que ya venía dándose en las tradiciones de izquierda y se profundiza a nivel global en las últimas décadas del siglo pasado. Pero la década del noventa, la del reinado más puro y potente del neoliberalismo, tiene como una de sus consecuencias cierta parálisis del pensamiento alternativo, la capacidad del sistema de absorber la crítica. Este era un tema muy recurrente en las conversaciones del grupo de la revista “Confines”. En las reflexiones de Nicolás Casullo, la tragedia de nuestra época era que el sistema había logrado capturar a sus propios críticos y había convertido a la crítica en una mercancía, en una renta funcional al capitalismo neoliberal. A su vez, había producido una escisión entre el lenguaje de la crítica cultural o filosófica y lo que podía ser la acción política. Algo imposible de modificar por esta sensación de inexorabilidad que estaba presente. Si bien no creíamos en el discurso de Fukuyama del fin de la historia y la muerte de las ideologías, el clima de época estaba muy saturado por esta sensación de no poder encontrar los pasajes entre la crítica del discurso filosófico y la política. Me parece que eso se liberó, en parte, a partir de 2001 y, claramente, a partir de 2008. Aunque, desde antes, con los procesos de Venezuela, Brasil, Ecuador y Bolivia junto con el de Argentina, había comenzado la sensación de estar viviendo una experiencia histórica a contrapelo de la hegemonía global que representaba la idea del fin de la política como acción transformadora. Esa reinstalación de la historia como movimiento, a muchos de nosotros nos perturbó en términos de pensar, motorizó esto y lo colocó en una nueva dimensión.

BYE, BYE, EUROPA

            “¡Yo! ¡Yo que me titulara ángel o mago, que me dispensé de toda moral, soy devuelto a la tierra, con un deber que perseguir y la rugosa realidad para estrechar!” “Adiós”, Arthur Rimbaud,

¿Qué posibilidades hay o cuánto se puede salir del estado de estupor, a partir de los lenguajes del arte?

Eso tiene que ver con muchas discusiones casi fantasmales con Nicolás Casullo en el final de la década del ochenta. Situémonos en la Argentina de la desilusión alfonsinista, del post Semana Santa, el momento en que la ilusión democrática queda puesta en cuestión, la Argentina que iba hacia la crisis, al estallido hiperinflacionario. La transición democrática había tenido algunas promesas importantes, el debate modernidad-posmodernidad, la discusión que en nuestras costas se derrama fuertemente, en torno a la cuestión democrática, el debate que venía de antes, relacionado con el post estructuralismo, Foucault, Derrida, la crisis del marxismo… Todo eso que implicó también una cuestión política, porque fue la época en que muchos de quienes habían participado activamente en los años de la revolución devinieron hacia miradas socialdemócratas o liberal-democráticas o hicieron de la reflexión sobre lo democrático el centro de su camino intelectual y político: la creación del Club de Cultura Socialista, la fusión del grupo «Punto de Vista”- Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano- con el grupo del exilio en México -Aricó, Juan Carlos Pontantiero, De Ipola-, o el grupo “Unidos”, encabezado por el Chacho Álvarez. Todos esos mundos que venían o del marxismo o de la izquierda peronista y que habían atravesado la dictadura y el exilio se instalaron en la década del ochenta y en la transición democrática, cambiados, producto obviamente de una profunda crisis del ideal transformador: esto que Nicolás va a llamar “la revolución como pasado”. Eso significó que la percepción de la época fue mutando. Yo creo que ahí se produce una separación. Hay un núcleo fuerte que es el que yo luego tematizo cuando pienso lo que llamo el progresismo reaccionario, el que queda pegado a una reducción liberal-republicana de la democracia y que, frente a la crisis de los dispositivos emancipatorios y revolucionarios, opta por el liberal capitalismo y cierra el expediente de la historia como tragedia. Así acepta que hemos llegado a un tiempo en el que no hay que mover más lo monstruoso que se esconde en la historia. Hay un pequeño grupo que termina creando la revista “Confines”, y otros amigos en Córdoba (el que edita la revista “Nombres” –Oscar del Barco, Diego Tatián, Gustavo Cosacov-) con los que compartíamos la sensación de desagrado y desacuerdo con esa canalización de una tradición crítica a ser mera compañía de la liberalización del mundo. No veíamos la globalización como una etapa a festejar, sino todo lo contrario. Pero, al mismo tiempo, reconocíamos que decir “todo lo contrario” no nos ofrecía las herramientas para una crítica en el sentido de la famosa 11° tesis sobre Feuerbach de Marx: “Hasta ahora los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Veíamos que ahí había una escisión medio imposible de modificar. Por eso ayudaba la reflexión de Adorno que planteaba que la tradición revolucionaria o marxista se había excedido en su metáfora transformadora y que, atrapada en ese pragmatismo, no había logrado comprender y construir una contemplación crítica del mundo. Creo que ese final de los ochenta y los noventa constituye nuestra etapa contemplativa. Ahí el romanticismo tiene una influencia muy grande. Nuestro descubrimiento de la primera generación de románticos y la relación con lo que se llamó el neo romanticismo de principios del siglo XX: los pensadores tanto en la tradición de una izquierda neo romántica- Bloch, Benjamin, la primera escuela de Frankfurt- como los pensadores de la derecha: Schmitt, Heidegger, etcétera. Pero, previamente la lectura de Hölderlin, de Novalis, la crítica romántica a la Revolución Francesa, también los pintores: Friedrich en la tradición alemana y Turner en la británica. También la tradición inglesa -Keats, Coleridge- Leopardi, en Italia. Y, en mis años de adolescencia, dos libros claves de un mismo autor: “La Montaña mágica” y “Doctor Faustus”, de Tomas Mann. Ahí está para mí la clave de toda la crisis de la cultura moderna. En esos tiempos, con Nicolás, con Alejandro Kaufman y con Matías Bruera hacíamos “Confines” y nuestro viaje fue a hurgar en la tradición de la crítica negativa europea para, a finales de los ’90, despedirnos de Europa. Incluso, un número hecho a fines de 1999 y que salió en el 2000, lo dedicamos a despedirnos de Europa. De alguna manera, la visión neo romántica en el sentido más pleno del término, la de la filosofía crítico negativa, la lectura de Kafka, creo que nos salvó de la ilusión democrático liberal y nos puso en un lugar como de outsiders. Porque todas las lecturas a las que les prestábamos atención nos llevaban hacia ciertos registros anacrónicos para la época (en más de una ocasión, defiendo el anacronismo como una crítica del presente también) y a la preocupación por la religión que, en Nicolás, tenía que ver con su formación en una familia metodista, lectores muy atentos de la Biblia. Él tiene una novela extraordinaria, “El frutero de los ojos radiantes”, que pinta el universo de su abuelo que va del anarquismo a convertirse en pastor metodista. Con Nicolás discutíamos mucho. Yo, desde mi tradición,.. -¿cómo llamarla?- judía atea, que no es un oxímoron, pero es algo difícil de explicar: se puede ser judío y no creer en dios y al mismo tiempo discutir con dios. Me parece un altercado lógico. Eso se da en las novelas de  Bashevis Singer, por ejemplo. Todas estas cuestiones de la poética neo-romántica, la cuestión de lo mesiánico, lo religioso, el pensamiento redencional, la teología negativa y demás nos permitieron a nosotros guardar, como si fuera un cofre, tradiciones que, si bien estaban fuera de tiempo, tienen la capacidad de regresar sin que nadie las convoque. Son convocadas por la propia crisis de la época.

No nos fue difícil, entonces, reencontrarnos con América Latina. Y esto también bajo un principio: el nacionalismo, en su forma de revisionismo histórico, siempre me pareció de cuarta. Tuve siempre suspicacias frente a un discurso negador de la riqueza cosmopolita. Fui siempre muy borgeano en el sentido de que no se puede escribir sino desde el Río de la Plata, pero sobre el universo. Creo que lo que nos diferenció es que pudimos recuperar la tradición del populismo latinoamericano desde una mirada cosmopolita, vinculada con nuestra travesía por el pensamiento europeo y en el caso de Nicolás y el mío, por haber vivido en México además, que es toda una historia y tiene una impregnación particular.

¿En el exilio?

Pasé unos años allá y he ido a enseñar, recurrentemente, en los últimos veinte años. Eso me permitió también repensar la idea de lo nacional, lejos de un internacionalismo naïf, y comprender que lo nacional, en un contexto histórico, puede ser reaccionario y, en otro contexto, puede volverse crítico, revulsivo, revolucionario. De la misma manera, la figura del Estado-Nación, cuya extinción había sido decretada a fines del siglo pasado, hoy aparece como una provocación dentro de la globalización neoliberal. En este proceso, el arte tiene fuerza y una capacidad liberadora, porque pone en evidencia lo que falla, lo incompleto. No habría arte si nuestra relación con el mundo, la vida y los sentimientos fuese transparente. El arte es siempre el territorio de la opacidad, de la diversidad y las contradicciones. Por eso, en la época en que estaba más metido con la genealogía de la modernidad, me interesó mucho indagar la modernidad del siglo XVIII, a través de Goya, de Piranesi, o de obras como de las que charlábamos hace un rato.

Dos viejos comiendo, Goya.
Dos viejos comiendo, Goya.

 LA INFANCIA TRASMUTADA Y LAS CIUDADES DE PAPEL

                                   “No hay orden, ilación ni progresión regular -nada en realidad más que manchas o parches brillantemente iluminados, percibidos clara pero pasajeramente en medio de un vasto y oscuro paisaje mental.”, “Allá lejos y hace tiempo”, Guillermo Enrique Hudson

 ¿Escribís poesía?

No escribo poesía. Alguna vez lo intenté, pero me di cuenta que no es lo mío…Ahora estoy escribiendo -está casi terminado- un libro que me acompaña desde hace muchos años. Se llama  “Huellas que regresan”, ensayos sobre la naturaleza, la infancia, los libros, la memoria y los viajes. Tiene dos partes: la primera está formada por una serie de ensayos que tienen en común a la naturaleza y sus mil hilos con esas otras dimensiones. La segunda, más bien son reflexiones nacidas de experiencias biográficas o de ciertas lecturas.

Tu libro se llama “Huellas que regresan”… Las huellas y las filigranas son también figuras que aparecen mucho en tu escritura.

Filigrana es una técnica. Lo más parecido al barroco que el criollo puede haber inventado. Tiene que ver con lo que se envuelve, con lo torcido… En cambio, a la huella la pienso como a una dimensión donde se mezclan los recuerdos, lo lírico, la fabulación, la realidad, las marcas… Huella y marca tienen un cierto intercambio.

¿Y están vinculadas con lectura o con la escritura?

Yo no puedo discernir demasiado qué es del orden de la lectura y qué es del orden de la experiencia. En algún lugar digo que todavía me pasa que, cuando salgo hacia los alrededores de Buenos Aires en auto, entro en otro paisaje y mi mirada es la de los ojos de un niño que leyó “Allá lejos y hace tiempo”, de Hudson. En realidad, son los ojos de Hudson: los ojos de un anciano que escribía sobre los recuerdos de sus ojos de niño que penetran en los ojos de otro niño, cincuenta años después, para ver la pampa. Entonces, ¿cuál es la pampa verdadera?, ¿la pampa del recuerdo? Para mí, sí. También pasa con las ciudades. Generalmente, uno las visitó primero a través de la literatura. Para mí, Londres es la de Conan Doyle, la de Dickens… Después la vi y vi la misma u otra. Y así con muchos otros lugares: Praga, después de haber leído a Kafka. O Bahía, soñada a través de la escritura de Jorge Amado en libros como “Capitanes de la arena” o “Doña Flor y sus dos maridos”. Nunca tuve una decepción tan grande como cuando conocí Bahía.

El otro día entrevistamos a Eduardo Berti y él decía que no empieza a viajar si no es con la escritura.

Está bueno eso. Hay algo absolutamente decisivo para mí, las lecturas de la infancia. Soy nostálgico, pero de una nostalgia, en un punto, festiva. Me gusta ir a la infancia, ir a mis barrios de aquel entonces. Para mí, haber leído a los diez años “Huckleberry Finn” fue un regalo de los dioses. Quien no lo leyó no sabe lo que se pierde.  En la infancia sos parte de lo que estás leyendo y te marca, te define y te estructura como una persona con valores y fantasías. Y, junto con eso, todo lo otro de la infancia, la amistad, el juego, el gesto antiburgués como la define Benjamin. El cine me gusta, pero nunca pongo una película en el mismo orden que un texto poético o que una novela o un texto filosófico.

FISURA EN  ESPEJO NEGRO

“El allá es un espejo en negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá.”, “Las ciudades invisibles”, Ítalo Calvino

¿Y cómo pensás el sujeto que producirán estos tiempos líquidos?

Es complicado. Sigo siendo adorniano… Soy un pesimista civilizatorio y no creo en las promesas a cumplirse en términos de causalidad progresista. Quizás sí, en términos de enigma. Creo que hay que poder encontrar en la contingencia el punto de ruptura. El escenario contemporáneo es horrible. Hay una serie muy en boga, “Black Mirror”, en que los tipos lograron trasladar la acción diez o veinte años para adelante, una diferencia temporal de casi nada, con las tecnologías un poquito más refinadas pero las mismas que ahora, y la descripción es de una negrura y de un nihilismo tremendo. Ahí hay algo para discutir. Yo reivindico una tradición crítico pesimista. Me parece que hay que tener cuidado con un pesimismo que se devora a sí mismo, que solamente ofrece la oscuridad y termina siendo funcional al sistema. Hay un -digamos- crítico cultural muy ingenioso, Byung-Chul Han, coreano alemán y gran ladrón de Heidegger, Adorno, Foucault y otros, que tiene una serie de libritos donde analiza al sujeto contemporáneo como aquel que es prisionero de su propia libertad. La exigencia de su híper libertad lo convierte en una suerte de esclavo que va gozosamente hacia una servidumbre voluntaria. Eso está en muchos otros ya. Él vive en Alemania hace mucho tiempo y está pensando en sociedades donde el conflicto lo tiene el individuo opulento que gerencia su propia vida. Habría que incorporar ahí la dimensión de los mil millones de seres humanos que no pueden gerenciar su propia hambre o los otros miles que viven malamente en la perifería del mundo del consumo. Por eso, hay que tener cuidado con un rasgo de la crítica que termina nutriendo al propio sistema y al discurso dominante. Incluso, vean la capacidad del capitalismo de apropiarse de elementos de la contracultura de los ’60 para convertirlos en parte de su propio despliegue. Creo que es importante poner en discusión eso, pero con el cuidado de no reducir la representación de lo que está sucediendo a una metáfora de jaula de hierro, porque ya no salís más, ¡ya ni vale la pena escribir! Lo que sucedió en nuestros países en estos años permitió romper, en un punto, con ese pesimismo asfixiante. Sin garantías, claro. Yo parto de la premisa de que no hay garantías, de que lo único que se repite benjaminianamente en la historia es la barbarie, pero siempre hay como núcleos de ruptura, de descomposición. Es más, creo que se puede leer el Brexit o el triunfo de Trump como un peligro, sin ninguna duda, aunque también como parte de una crisis de un sistema. Un síntoma de una disrupción. Creo que una cosa es la hegemonía del neoliberalismo, sustentada en un deseo socialmente habilitado de entrar gozosamente al hiperconsumo, y otra cosa es la expresión de una parte de esa sociedad como malestar frente al neoliberalismo, aunque ese voto sea hoy capturado por la extrema derecha que ha sabido apropiarse de lo que antes era el discurso del progresismo: reconstruir los derechos, el trabajo, el mercado interno, etc.

Hablabas de este pesimismo cerrado, sin fisuras. Escribiste en un libro que, en sus inicios, la tradición ensayística nace de una fisura del discurso oficial. Y, en otro, que Kirchner aprovechó la pequeña fisura en el mundo de la dominación. En épocas como esta, donde hay que proveer nuevos recursos del lenguaje, ¿cuál es el vínculo entre el trabajo del ensayista anómalo y el del político anómalo?

Tengo la sensación de no haber elegido. Las cosas fueron aconteciendo. Yo no imaginaba la intensidad, la vorágine, la complejidad de estos tiempos ni mi relación con la política en esta forma corporal. Una cosa era la militancia política en los años de la adolescencia y la primera juventud, atravesada por toda una experiencia generacional y por el mito de la revolución. Otra, después del desierto post dictatorial y del repliegue hacia el mundo de la crítica cultural o el mundo universitario, que implicaba la visión de una imposibilidad, donde la política no era “el lugar para”. Y otra cosa más fue volver a sentir la pasión, el entusiasmo de la política. Eso tiene que ver con los descubrimientos que uno puede hacer sólo cuando algo se mueve, con las sorpresas que guarda el propio movimiento de la realidad, que a veces es infinitesimal y a veces mucho más impactante. Tiene que ver con las empatías, con las amistades. Son muchas cosas que se combinan. Yo vi que mi involucramiento fue creciendo en estos años. Salvo la experiencia de Carta Abierta, que es como rara porque no es una organización política ni hay allí una militancia orgánica, lo que hice fue intervenir a través de algo que implicaba un desafío: los medios. En el grupo que habíamos constituido con la revista “Confines” éramos extremadamente críticos del universo de los medios de comunicación y del aplanamiento del pensamiento que ellos generan. Siempre fui consciente de que hay un límite irrebasable: no hay un antagonista libertario de la televisión dentro del mismo formato. No existe. No es un problema simplemente de uso, se trata de la esencia del mundo audiovisual, de la sociedad del espectáculo, del universo comunicacional. Entonces, era un gran desafío entrar a un registro del que siempre habíamos tomado distancias, con todos los riesgos que eso significa y también con cierta cosa extraña: que todo un camino recorrido puede quedar aplanado por la fama de quince segundos en televisión. Es algo muy impresionante que incluso te hace sentir momentos de bronca. ¿Cómo?, ¿y todo lo que uno hizo hasta ahora sólo vale si digo dos o tres boludeces en la televisión? Eso es muy perverso también, pero ahí se mezcló con la necesidad de asumir un compromiso -una palabra medio anacrónica pero muy valiosa-. Sentir que algo que me entusiasmaba estaba pasando y no podía correrme de eso. Viví experiencias extraordinarias. En estos años recorrí la Argentina entera como diez veces para dar charlas, juntarme con compañeros. Una cosa era, en los años ochenta y noventa la experiencia universitaria o cultural. En Argentina, hemos cultivado durante mucho tiempo lo para-universitario justamente por la fragilidad del mundo universitario: los grupos de estudio y demás. Yo participé en las distintas esferas del mundo psi dando conferencias y seminarios y también en el mundo judío que ha tenido en una época una dimensión cultural interesante… Pero no es lo mismo eso que estar en Tilcara o en Humahuaca para dar una charla o juntarte con los compañeros de un pueblito misionero. Eso era otra práctica y siempre me di cuenta de que nunca fue muy diferente cómo di las clases a lo largo de toda mi vida a cómo hablé en términos políticos. No creo que haya incompatibilidad entre el discurso político que está ahí en el día a día y el de la reflexión más teórica o más filosófica. Tienen que estar mezclados, aunque sean narrativas que tienen distintas características.

 HASTA LO VELADO, ¡SIEMPRE!

Qué, pues, todo ello y lo demás, /  si tú no sabes y no podrías saber, por otra parte, de las milicias de la ceniza, /  ni de una sociedad de sílabas /  ni de una codicia de millas… /  ni menos de los intercesores de los últimos, / como tampoco de la caballería que se atreviera a rescatar/ el sol… de las neblinas”, “Al Paraná”, Juan L. Ortiz

En  lo que leímos y en lo que escuchamos ahora, hay algo que parece constante y es la presencia de lo que a veces llamás “lo no conceptual,” “lo indecible”. ¿Aparece en todas estas experiencias extra literarias también?

Sí, por supuesto. He tenido experiencias de una intensidad emotiva única. Y también porque siempre hay algo más, un plus. La política tiene un problema, su núcleo narrativo tiene una dimensión proposicional muy fuerte, mientras que la tradición ensayística, crítica, filosófica se mueve siempre poniendo en cuestión la proposicional, introduce lo negativo, lo ambiguo, lo incompleto. Entonces, no me interesa la política como el lugar de cierre o totalización. Me interesa la política porque me confronta con algo del orden de lo mezclado, lo ambiguo, lo embarrado, lo mestizo. Mirá, yo no tengo un gran oído musical, pero no me cabe la menor duda: la música te conecta con una dimensión a la que el lenguaje roza pero no llega. Lo mismo podríamos decir, en parte, con la obra plástica. En la literatura, salvo en los poetas extraordinarios, el novelista necesita extenuar el lenguaje con diversos mecanismos para poder narrar un sentimiento y, en un poema, quizás una palabra reemplaza cien páginas. Hay poetas que hicieron de esa experiencia un desgarramiento, Beckett, por ejemplo, o Celan, que transformó a su experiencia lingüística en un fin del lenguaje, porque el lenguaje era testimonio de la muerte. Después tenemos a Juan L. Ortiz, un poeta de la exuberancia, del paisaje, del río, de la belleza. En la tradición novelística, hay un autor del barroco latinoamericano que a mí me encanta, aunque a mucha gente le produce urticaria, y es Carpentier, una página de “Los pasos perdidos guarda toda la poesía de la selva amazónica pero también de las honduras del alma humana.

Todos los autores que estás nombrando son muy paisajísticos. Son como pintores…

A ver, Kafka ha sido un autor muy importante en mi vida, pero yo no soy kafkiano en el uso del lenguaje. Saer me encanta. De los escritores contemporáneos argentinos, es mi favorito. Claro que me importan los paisajes. En este libro que estoy por sacar le dedico un capítulo a qué me impactó cuando llegué por primera vez a México: la luz, ese sol mejicano, la luminosidad y los colores que suspende esa luminosidad.

 ¿Qué es para vos el lado B?

En general el lado B era el más importante en los discos de vinilo. El lado B puede ser también a veces como la verdad, aquello que no se dice en el discurso de presentación… Me gusta también la idea del “en vez” o el tema de lo velado y, en un punto,  el lado B como  la crítica de una forma dogmática de concebir la ideología. Porque la ideología, en términos de un cierto marxismo más escolástico, es aquello que está velado. Lo hacen pero no lo saben, decía Marx. Y después está la otra cuestión. No es solamente lo que está velado, el engaño, la ficción, sino que también en lo velado está la verdad.

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