Ultraviolento
Por Gabriela Stoppelman
MUTTI, MUTTI
Para Lothar
Para Lotti
Hay crujidos que pican en la piel, mordiditas de una memoria que busca pero no encuentra las palabras apropiadas. Esta es la historia de un crujido que ha intentado escribirse muchas veces, aunque la horma siempre le sobra a la huella o la huella se agranda y nunca encaja en el pie.
Podría comenzar así: cuenta el relato familiar que Lothar zarpó desde Hamburgo, a fines de 1938, en el último barco que se atrevió a permitir pasajeros judíos, en la Alemania nazi de aquellos años. No es fácil saber quién habla en el relato familiar. La Omi, la abuelita alemana, seguro que no, porque hasta su último día rehusaba expresarse en “argentino”- salvo lo indispensable para subsistir- como quien se desembaraza de un insecto verbal, que una y otra vez le revoloteaba “impurezas” sobre su idioma madre-. Lothar, tampoco: su infancia era un rincón urticante que nunca traducía a demasiadas palabras. Pudo haber sido Yita, su mujer, quien veía en el exilio de su marido un motivo más para admirarlo y amarlo. O pudo haber sido una mezcla de todas esas voces, que un día regresaron en la textura amable de un fajo de papeles de carta “vía aérea”.
Las cosas sucedieron en la casa materna, justo detrás de un mueble donde el tiempo supo esperar el momento en que dos lenguas se cruzaron. Y la espera fue larga: primero, la muerte de Lothar, que sucedió en alemán, porque el dolor de la agonía era tan grande que desesperaba entre palabras de la infancia: “Mutti, mutti, ich kann nicht mehr”, “mamá, mamá, no puedo más”, balbuceaba el hombre adulto, mientras un pinzamiento del ciático lo volvía a zarandear entre los mareos del barco que lo había traído a estas tierras. Después, vino un largo desorden de ausencias en los hijos y en la esposa. Más tarde, apareció una beca para viajar a Alemania. La hija estaba convencida de que su padre había vivido como un ser entre lenguas, incapaz de volver del todo al puerto de partida del alemán y, a su vez, reacio a afincarse por completo en el puerto de llegada argentino. Así que debió pasarse la vida traduciendo. Y, para entender cómo oscilaba la mecedora bilingüe del padre, la hija decidió estudiar en el instituto Goethe. Allí, un examen con una nota mediocre, el ser descendiente de un alemán judío expulsado de Alemania y cierta vinculación con el mundo de la cultura conmovieron las fibras de una decisión. Y, en poco tiempo, la hija estuvo en Dresden. Mientras tanto, los papeles vía área continuaban su guardia, firmes aunque asfixiados, en un hueco entre la madera y la pared. De tanto en tanto, a causa de la estrechez y el picoteo de algunos mínimos insectos, no podían siquiera desperezar un leve crujido: cumplían con la decisión de no dejar asomar ni una mínima señal antes de tiempo.
En Dresden esperaba un tren que llevaba a Hamburgo. Y, en Hamburgo, sobre un puente, aguardaba la prima Lotti. Bajo un paraguas y con una cajita de mazapanes en la mano libre y temblorosa, su silueta se recortaba dentro de la lluvia fría, como el contorno de una Miss Daissy local, o mejor, como una perfecta Frau Lotti. Sus 84 años abrieron pasajes de tiempo por las calles. “Y aquí tu abuelo me regalaba un leverbursch, cuando me veía pasar”, “y allá estaba la carnicería de tu familia paterna”, “y ahí era el Talmud Torá”, “entre estas esquinas fue la noche de los cristales, donde los alemanes rompieron vidrieras judías y quemaron libros en hogares inolvidables”. La lluvia entonces se adhería en trizas de memoria y centelleaba en los ojos de Lotti. Al final, la ganó un cansancio enhiesto, orgulloso hasta para no aceptar que la ayudaran a tomar su té: “traiga un sorbete, por favor”, le pidió a la moza. Lotti quedó atrás en el paisaje y la hija continuó sola por los pasadizos del pasado, inaugurados por la prima.
Muchos años después, cuando los papeles vía área ya estuvieron en sus manos, advirtió la hija la similitud fonética ente el nombre de su padre, Lothar, y el de quien le acercó las memorias de aquella lejana infancia, “Lotti”. Una raíz los unía desde el bautismo. Ella había logrado sobrevivir a los nazis, porque era hija de un judío y de una cristiana. Así que le permitieron permanecer en la ciudad, a condición de usar su brazalete con la estrella de David. Él había logrado huir y hacer su vida en el exilio. Ella había podido llegar a la vejez dentro de su lengua madre. Él había muerto a los 64 años dentro de un tou va bou, un caos de siempre origen del mundo, de lenguas mezcladas.
Así las cosas, dentro de Alemania sólo quedaba llegar hasta el sitio donde, en el 38, se levantaba la casa paterna. Era el año 2000. La casa había sido demolida y, en su lugar, había una estación de servicios. La inteligencia de la abuelita alemana- La Omi- había logrado que la casa no hubiera sido confiscada. La abuelita era soberbia, nacionalista, antipática, pero no comía vidrio. Rápidamente advirtió que la opción era huir o morir. Vendió la casa, se mudó al gueto- por entonces, un barrio de judíos, pero no cerrado ni militarizado- y compró un salvo conducto para salir del país.
Un día golpearon a la puerta del gueto. Era la Gestapo. El abuelo se escondió en el placar. La Omi les hizo frente. “Señora, hemos interceptado una llamada suya en donde le dice a una vecina: las piedras ya salieron, suponemos entonces que usted esconde piedras preciosas”. Las piedras eran cálculos renales que tenía el padre de Lothar- el Opi-. Pero no había modo de convencer a los nazis de semejante argumento. Así que la Omi puso un fajo grueso sobre la mesa y cerró: “si ustedes no quieren judíos en Alemania, nos vamos hoy mismo”.
Pero estos últimos datos los conocería la hija mucho después, cuando supiera el suficiente alemán para entender el peso de la letra de su padre en los papeles de carta vía aérea. Parada frente al lugar donde una vez estuvo la casa de Lothar, imaginó su correteo infantil por esas calles, vio entre las motas del aire el borde de una infancia quebrada por el exilio, obligó al viento a soplar desde la garganta y volvió a escuchar la “errrre” gutural de su padre, entre las ráfagas de ese frío enero. Y luego la sorpresa: frente a la estación de servicios, sobre la vereda, la hija encontró tirado un zapatito. De un nene como de 8 o 9 años, la edad que tenía su padre al partir de Alemania. En Alemania no hay nada que permanezca tirado sobre las veredas por mucho rato. Pero allí estaba, bien dispuesto a la foto. O así parecía. Porque, de todos los rollos que la hija sacó durante ese viaje, solo ese se veló y, con él, quedó ocluida la imagen de ese zapatito sin pie, posado ante la cámara de una hija, que apenas podía sostenerse sobre sus piernas temblorosas.
Aún sostenida en ese temblor, la hija enfrentó el regreso. Un día corrió un mueble de su infancia. Y allí estaban. Las hojas “papel vía aérea”, las mismas que su padre usaba para escribirle cartas a Lotti, crujían entonces entre sus manos. Y leyó que sus abuelos, junto a su padre y su tía, habían dejado el juego porcelana, habían partido en un rápido tren a Génova, habían tomado un barco de segunda que pagaron como de primera. En el barco, Lothar se mareaba y gritaba “Mutti, mutti ich kann nicht mehr”.
Allí, detrás del mueble, la esperaban los papeles, en el cruce justo entre dos lenguas: era la historia de Lothar contada por Lothar a un profesor alemán que recopilaba historias de judíos en el exilio. Apenas zarpó, el barco había recibido la orden de regresar: cierta información sostenía que viajaban judíos a bordo. El Capitán se negó y siguió viaje.
- Viejo, ¿qué te acordás de Alemania, de cuando eras chico?
(mirada reticente que, de pronto, se vuelve brillante)
- Mmm, Karttofelpuffer, unas croquetas de papa y cebolla picantitas, inolvidables.
Desde entonces y para la hija, ese Capitán- quien al negarse a regresar al puerto de partida salvó a su padre- es el Capitán Karttoffelpuffer. El nombre de un desconocido sabor de infancia, un picor de historia contra toda ultraviolencia.