Deseantes: Entrevista a Edgardo Cozarinsky.
Entrevista: Viviana García Arribas, Gabriela Stoppelman
Edición: Gabriela Stoppelman
“Allí nos quedamos, desdibujados en el espejo”,
“El rufián moldavo”
Andados por quién sabe cuántos rostros, los espejos se habían llenado de caminos. El detective se había propuesto desandarlos hasta el portal del azogue, narrarlos hasta darle consistencia al fantasma de algunas huellas. Las rutas de los reflejos eran sinuosas. De pronto, te encontrabas con una infancia a mitad de la vida o te topabas con una historia inesperada, cuando ibas por el modo de renombrar a tu padre. Salías de esa curva y, mar adentro, el cuerpo se te llenaba de sueños, te acunaba entre retazos de aguas que confluían en esa forma en que el espejo sostenía el futuro. Retomabas el paso y un epígrafe, casi al final de la vereda, desovillaba imágenes de una película ya vista, pero desconocida a la vez. Desde la pantalla, un viejo programa de teatro llamaba en un idioma lleno de palabras incomprensibles, aunque con cadencia familiar. Recorrer un espejo no era asunto de permanecer allí por pura prosa: los contornos desdibujados a veces te exigían el verso, el rodeo entre silencios del poema, la altura de la canción. Y, así, entre esos acordes, resonaba el devenir personaje de un rasgo. Una irregularidad en las líneas de los rostros, en la audacia de los transcursos, en el temple frente a las trampas de otros espejos, de pronto, allanaba el rumbo y dejaba al buscador de frente a lo buscado. La huella, entonces, jugaba su última maniobra de esquive, y se hacía profunda, honda hasta más no decir. Entonces, no quedaba otra que excavar, ir en dirección al hueso de esa silueta, deambular entre huecos y marcas hasta, por fin, tocar con la frente la columna del azogue. Flexible, cándida y asombrada, en la sinuosidad de aquello que sostiene y en lo más íntimo del espejo, el detective encuentra su propio rostro.
DAR LA NOTA
“¿Quién, de los niños que yacen en la tumba de una carne adulta, de una voz madura, pudo alguna vez volver atrás? ¿Quién pudo? ¿Quién?”
Anna María Ortese
La lectura que ustedes me mandaron de mis textos es un retrato mío, es como una radiografía. No sé qué más puedo agregar. Me parece que saben ustedes más de mí que yo. Sobre todo, porque yo no sé mucho de mí, yo marcho en la oscuridad. El lector siempre está de un lado de más luz. Pero veamos hacia dónde nos lleva la conversación.
Bueno, veamos. Una de las cosas que más nos llamó la atención en la lectura es la importancia de los epígrafes. Funcionan como parte del texto, no como un extra. Se leen casi como la infancia del texto.
Eso es muy interesante porque, la verdad, los epígrafes nunca precedieron la escritura del texto. En algún momento me encontré con una frase, un eco vinculado a lo que escribía. Por ejemplo, en el caso de “Niño enterrado”, el epígrafe que puse de Anna María Ortese, yo ya lo tenía subrayado en uno de sus libros. Así que texto y epígrafe se encontraron. Ella es una escritora italiana, muy ligada a Nápoles, donde vivió su juventud y luego permaneció como una presencia amada y odiada en toda su obra. Una mujer de carácter muy difícil, se
llevó muy mal con casi todo el mundo literario italiano. De todos modos, ganó varios premios. Fue también una mujer bastante polémica. El asunto es que, mientras yo escribía “Niño enterrado”, no pensaba en ella. Pero un día, estaba poniendo orden en la biblioteca, y ahí me encontré ese subrayado, al azar. Lo que quiero decir es que los epígrafes pueden ser la infancia del texto, en términos de lo que uno va recogiendo, entierra y resurge en algún momento. Pero no era nada consciente. Eso es pura cocina literaria. Los epígrafes son para mí como una indicación de lectura, de la clave en que se puede leer el texto, clave en estricto sentido musical. “Lejos de dónde” tiene cinco partes y cada una tiene un epígrafe distinto.
Qué interesante lo que decías del epígrafe vinculado a lo musical. Como si diera el ritmo de la lectura…
Ritmo no sé si es la palabra. Es más como un acorde, que permanece flotando, resuena en el aire.
Y podrías vincular eso musical con lo “poético” de un texto.
Ni idea. No me hagas preguntas de teoría, porque no es lo mío.
Te preguntaba de lo poético como una práctica.
De mi práctica no tengo conceptos.
HUELLAS DE SÍ
“(…) ni el nombre de la ausente escrito en un papel atado a las raíces, ni las delgadas tiras de papel Armenia quemadas en los ceniceros resultaban eficaces para derrotar a ese fantasma que acaso solo Perla percibía (…),
“El rufián moldavo”
Hablas en varias entrevistas sobre lo innombrable.
Hay algunas palabras que, de pronto, advienen. Salen al escribir. Las palabras te llevan. Yo nunca escribo nada que cumpla un plan. Tengo una idea, sí, un germen de ficción. Pero muchas veces empiezo y voy para un lado imprevisto. Además, hay connotaciones. Por algo yo vuelvo en mis ficciones a lugares del barrio sur, alrededor de Parque Lezama, la calle Brasil, Paseo Colón. Corresponden a distintos momentos de cosas que se me han prendido. En “El rufián moldavo” me interesaba menos la anécdota prostibularia que el hecho de que la gente hereda historias. Y que el hijo, aunque cambia de nombre y se va a vivir a otro país, se encuentra repitiendo algo que ni conocía de sus antepasados. Algo que, si lo conocía, lo tenía cancelado y olvidado.
En “El rufián moldavo” aparece una figura que recurre bastante en otros de tus textos. Esto de ir tras huellas y encontrar algo diferente a lo buscado…
Vos decís huellas. Para mí, una estructura de base es ese tipo de novela policial donde el narrador siempre es un detective privado. Como los de Raymond Chandler u otro que me gusta más que Chandler, Ross Macdonald. Se trata del detective privado que se sumerge en un mundo que no conoce y termina -en mi caso, no en el de Macdonald- enterándose de algo sobre sí mismo. En ese sentido hay una clave en “Bulevares del crepúsculo”, una película mía donde me interesé en investigar la vida de dos actores franceses que estuvieron en la Argentina. Primero, porque correspondían a dos exilios, históricamente muy marcados. Falconetti, la gran “Juana de arco” de Dreyer, estuvo acá durante la segunda guerra mundical y murió en Buenos Aires.. Por otro lado, Robert Le Vigan, un gran actor de carácter de los años 30, fue colaboracionista durante la guerra y vino acá, como tantos fascistas, después de la guerra, durante el primer peronismo. Es curioso que estos exilios corresponden a dos situaciones muy distintos: al final de la Argentina conservadora, en 1945, y a ese tiempo confuso, de reivindicaciones populares, por un lado, y de exilios de nazi fascistas, por otro. Yo era un niño en esa época. En los años 50 vi películas de los dos en mis primeras visitas a cineclubes, pero no conocía estas historias. De Le Vigan supe
entonces, que era amigo de Céline y que había huido, al final, durante la liberación. Es algo típico de la mirada del cinéfilo. Se trata de actores que uno ve en la pantalla y para el adolescente no existen fuera de ella, como Falconetti, de quien yo no sabía que estaba enterrada en la Recoleta y que Le Vigan estaba viviendo en Tandil en esa época. Entonces, en estos datos, había algo sobre la Argentina, sobre estas dos personas y sobre mí. Cuando me entero de eso que yo no sabía sobre personajes que veía en la pantalla, vuelvo a lo del detective privado que termina por enterarse cosas sobre sí mismo. Eso se ve bien en la película, y creo que también está en algunos de mis libros.
¿Será por eso que hay tantos espejos en tus textos?
Puede ser.
ROMPER EL JUGUETE
“Decide vivir los años de vida que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, entre los roces y el desgaste del crecer”,
“Niño enterrado”
Otra línea que recurre mucho en tus escritos es la de la infancia…
Infancia sin nostalgia.
Sí, sí. Incluso no aparece solo como época cronológica de la vida de alguien, sino como una etapa posible en cualquier momento de la vida.
Sobre todo, una etapa entendida a posteriori. Cuando yo era joven, mi infancia era algo clausurado, no me interesaba, yo había sobrevivido a un montón de experiencias negativas y punto. Después, con los años, entendés lo que cualquier psicólogo confirma: en los primeros años están las experiencias que van a marcar tu vida. Marcar, no siempre para repetir, a veces, para oponerte. La infancia es algo con lo que hay que luchar. Pero sin nostalgia, insisto. Desmontar determinados hechos de la infancia, desarticularlos, como cuando uno rompía un juguete para ver de qué estaba hecho.
En “Elegía” hablás del niño que fuiste y del que hubieras querido ser. ¿Cuál es la relación del niño que hubieras querido ser con la escritura?
Bueno, la relación consiste en recuperarlo. Recuperar la experiencia, negando o reutilizando todo lo que a uno no le gusta.
Recordaba cuando, en “Lejos del dónde”, decís que el personaje “comprendió que el espacio del balcón le iba a quedar chico”.
Sí, es el balcón y la vida familiar que comienza a quedar chica.
QUE EN UN NOMBRE DESCANSEN
“Porque los muertos siempre vuelven, y las víctimas son los muertos más tenaces.”
“Lejos de dónde”
Es curioso cómo a tus personajes les llaman la atención las listas de nombres de gente que no conocías, la seguidilla de nombres en las lápidas.
Ah, los nombres en las lápidas. Eso aparece claro en “El rufián moldavo”. Yo encuentro unas lápidas en el cementerio de Granadero Baigorria, cerca de Rosario, en la parte condenada, donde están los rufianes y las pupilas de la gran época de la “trata de blancas”. Allí hay enterrada gente que no quiso olvidar el lugar de donde venía, que tuvo esa tenacidad para no borrar el pasado, aunque murieron en una actividad infamante. De pronto, en las lápidas de esa gente condenada, aparece el origen de esas personas. Me impresionó mucho la visita al cementerio. Yo saqué fotos y me echaron. Estaban prohibidas las fotografías. Y yo sacaba fotos con el teléfono, así, disimuladamente, sin mirar qué fotografiaba. Pero el guardián se dio cuenta y me echó.
Te preguntaba porque a mí también me llaman la atención los nombres en las lápidas, como si fueran el último resabio material del cuerpo que ahí yace…
Hace cuatro años, en el 2013, estuve en Entre Ríos, y me di cuenta que había más gente de las colonias en los cementerios que en las calles. Todo estaba lleno de huellas del éxodo, había lápidas muy descuidadas, de gente que había muerto alrededor de los años 60 y había vivido allí en los años ´10, ´20. Eso, de alguna manera, tenía que ver con mi familia, de gauchos judíos instalados en la provincia a fines del siglo XIX. De los 11 hermanos de mi padre, uno solo se quedó en Entre Ríos.
UN BIFE CASHER
“(…) en esas fotos llamadas de identidad rara vez el rostro se parece al de la persona que, se supone, identifican (…)”
“Lejos de dónde”
En tus textos, los sueños están muy vinculados a los muertos…
Sí, los sueños como el territorio donde los muertos vuelven.
Y, ¿ por qué la necesidad de escribir sobre eso…?
No sé, son pulsiones. Me interesan los muertos. Cuando llegás a una edad como la mía, tenés más amigos muertos que vivos. O vivís con ellos o no. Yo vivo mucho con ellos. A menudo, pienso cómo a Fulana de tal le hubiera gustado este libro, o me pregunto cómo hubiera reaccionado Fulano con esa situación política. Son interrogantes. Son interlocutores.
Liliana Bodoc nos decía que ella conversa todo el tiempo con “sus muertitos”…
Yo, a los míos, los tengo muy presentes.
Y cuál es tu relación con los idiomas, por ejemplo, el idisch, que aparece citado en algunos textos…
Ninguna relación. Mis padres habían cortado deliberadamente con toda la tradición judía.
Yo me enteré que era judío a los 8 años. Lo más cercano a la tradición era una tía abuela de mi madre que cocinaba comida judía e invitaba a todo el mundo. Y a mí me llevaban de chico. Y yo, al volver en el auto, una vez dije “pobre vieja, debe estar totalmente ida de la cabeza, porque dice que estamos en año nuevo y es octubre”. Entonces mi padre me pegó un bife y me dijo, “con más respeto, que es el año nuevo judío y vos sos judío”. Ah, dije yo…
Me hubieras avisado de chiquito, papá.
Me enteré con un bife…
Casher…
A mí la cuestión de la tradición judía me empezó a interesar cuando me fui a vivir a Europa, acá nada
¿Por qué en Europa?
Porque empecé a visitar museos judíos y me interesaron los objetos de culto. De la religión, no me interesa nada. Sí me interesó eso de la identidad del “pueblo del libro”, sólo que el libro del pueblo judío es el sagrado y, a mí, el único que me interesa es el profano. Pero la imagen de un pueblo que se desplaza en una diáspora perpetua y que siempre lleva consigo un libro me pareció interesantísima. Y después tuve el gran shock cuando, el año 86, me invitaron a Israel con un grupo de escritores hispanoamericanos. Fue una semana de horror. Yo sentí que me querían lavar el cerebro, incorporarme, hacerme emigrar. Entiendo cómo empezó la historia de la creación del Estado de Israel, apañado por EEUU,
después de la no intervención de los norteamericanos durante el horror. Eleanor Roosevelt, que era una mujer muy de izquierda, le había escrito al marido pidiéndole que hiciera bombardear las vías del ferrocarril que llevaban a Auschwitz. Y no se tomó nunca esa decisión en el Congreso. Se bombardeaban otros lugares. Se salvaron, claro, las grandes industrias alemanas, porque les podían servir después de la guerra. Pero se bombardeó a poblaciones civiles en Alemania. Ella había pedido ese bombardeo ya en el 1942. Era una mujer muy fuerte, venía de una familia muy tradicional de EEUU. Era una mujer que tuvo relaciones muy apasionadas con sus compañeras. Es interesante que ella viniera de una extracción de gente tan poderosa y tuviera posiciones tan de izquierda.
SUJETOS IRREGULARES, PREDICADOS NARRABLES
“(…) en el mismo banco en que esa mujer abatida, asustada, buscó descanso en una pausa de su huida, o en otro idéntico del Volkspark, iba a haber cadáveres.”
“Lejos de dónde”
¿Cuáles son las características de las personas que te seducen para construir personajes?
Para construir personajes, no sé. De las personas, me llama la atención el carácter, incluso un carácter que a lo mejor no tiene nada que ver con el mío, me atrae la gente en la que noto vida vivida, que le ha dejado marcas.
¿Marcas narrables o marcas visibles?
De las dos. Mi mejor amigo en París, de quien hay alguna semblanza en mi libro “Blues”,
editado por Adriana Hidalgo, se llamaba Rolando Paiva. Había nacido en Marsella en el año 1942, hijo de un niño bien paraguayo, un comunista que se había ido a pelear en las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil española y ahí conoció a la madre, judía polaca, comunista. De dónde sale que estas dos personas, destinadas a vivir en mundos completamente separados, se encontraran durante la guerra civil española, empezaran la relación, cruzaran los Pirineos después de la derrota, se instalaran en Marsella en la clandestinidad… Ella se ocupaba más de mandar mensajes, pero él estaba en las armas. A él lo mataron los alemanes dos semanas antes de que naciera el hijo, quien fue mi mejor amigo. Rolando nació a los 8 meses, porque la madre vio que se acercaba una patrulla. En realidad, se suponía que toda la zona sur era libre, hasta que vino el desembarco aliado en el norte de África, y ahí fue cuando las tropas de ocupación del norte invadieron el sur de Francia. Y ahí empezaron las razias. Entonces, cuando la madre vio por la ventana una patrulla de la policía que andaba circundando el barrio, se tiró por el balcón, sobre el patio de atrás, con ocho meses de embarazo, y dio a luz a Rolando en la farmacia de la esquina. Rolando creció en Polonia, llevado allí por la madre, después de la guerra. La madre era una comunista de la época stalinista. En el ‘56 Stalin queda relegado, la madre protesta y la amenazan con internarla en un psiquiátrico, como a todos los opositores durante el comunismo. Entonces, la madre se viene con Rolando a la Argentina. Para esa época, él tenía 14 años. Hizo todo el secundario en dos años. Después se dedicó a la fotografía. Yo lo conocí cuando él sacaba fotos de los espectáculos del Instituto Di Tella. Acá no éramos muy amigos, la relación se convirtió en una gran amistad cuando me lo reencontré allá, en París. Esto venía a que la gente que me gusta es la que tiene marcas, como dije antes, de vida vivida. Incluso hoy, las mujeres con las que tengo algún tipo de relación sentimental, todas tienen algo, en la familia, en la herencia, que no es simple.
Algo irregular…
Exactamente, algo que no es común.
Tal vez sea ese un buen lugar desde donde narrar, desde la irregularidad…
Sí, a mí me interesan los personajes que tiene incluso algo monstruoso, pero que no son de una pieza.
Igual, ¿quién es de una pieza?
Nadie, ¡espero!, tengo confianza en el género humano todavía. Volviendo a lo anterior, hay una cosa en las personas que también me impresiona, una cosa muy Dostoievski. Un amigo mío que durante la dictadura estuvo en la ESMA, sobrevivió porque sabía idiomas, entonces hacía traducciones de los artículos que salían sobre la Argentina en el exterior. Él podía leer inglés, francés y alemán. Así que, gracias a eso, estaba ahí, en el archivo que los militares tenían con esas notas sobre el país, y traducía. Después, apenas pudo salir, se fue a México. Pero, cuando estaba en la ESMA, un suboficial que había participado de los interrogatorios, para Nochebuena, le dice a mi amigo: ¿qué decís si te llevo por una hora a visitar a tu mujer y a tus hijos? ¿Cómo me vas a llevar?, le dijo mi amigo. Te llevo y te espero. Total, no te vas a escapar porque sabés que te vamos a encontrar y que va a ser peor. En el camino, como durante el día previo a Nochebuena hay muchos kioskos y negocios abiertos, pasaron por uno. Mientras iban en el jeep que los llevaba, el milico le dijo a mi amigo: para Navidad, no vas a llegar con las manos vacías, comprale algo a los pibes. Y el tipo que lo interrogaba y que tal vez lo había torturado le dio plata para que le comprara algo a sus hijos. Esas cosas para mí son Dostoievski puro. La cosa no fue nada fácil para él. La mujer tenía que hacer un esfuerzo para no llorar, los hijos no entendían por qué él estaba tan flaco… pero esto venía al caso, porque decíamos que no hay gente de una pieza. Bueno, acá tenés un caso.
EXCAVAR LO BREVE
“No hay lápiz ni papel para atraparla, /hay que cantarla apenas escuchada /y repetirla sin temor al cambio /pues de ella sólo quedará ese rastro /que vamos a cantar años más tarde”,
“La tercera mañana”
¿Alguna vez escribiste poesía?
Sí. Escribía cuando tenía 14 años. Nunca intenté volver porque me di cuenta que no era
bueno, pero volví hace un mes. Tengo un gran amigo que es el primer lector de todo lo que yo escribo. Hablando con él hace cosa de dos meses, le dije que estaba empantanado con una novela. Veinticinco páginas están bien, pero después tomé un camino desde el cual no veo para dónde ir. Y mi amigo me dijo: no te fuerces, dejala, guardala seis meses. Mientras tanto, escribí poesía. ¿Cómo escribir poesía? Sí, sí, me dijo, en todas tus novelas siempre hay un fragmento que es poesía.
Mirá, es lo que te marcábamos al comienzo.
Me puse. Y no sé si es poesía lo que estoy haciendo, creo que es versificación, a mí me divierte el verso medido, jugar con los ritmos, no el verso libre.
¿Y qué libertad te da la poesía que no te da la prosa?
La brevedad, la concentración. Ahí hay mucha posibilidad de jugar, saltar de una cosa a la otra, excavar en la memoria.
Excavar dijiste. Vos reiterás mucho la idea de la memoria como arqueología. ¿Qué modo particular de excavar tiene la poesía?
No sé. Pero es otra experiencia con el lenguaje. Igual mis poemas, salvadas enormes distancias, son al estilo de la antipoesía de Nicanor Parra, algunas son como historias en verso. Está la métrica y el ritmo, nada más. Para mí eso es muy disfrutable.