Los exilios: de la cordura a la locura
Por Liliana Franchi
CRUJIR DE CERRADURA
Solía saltar la pequeña reja entre la entrada y el camino. Lo hacía una y otra vez, sin prestar atención a la traba llena de óxido que chillaba al abrir. Sorteaba las margaritas amarillas y, de pronto, se encontraba en la calle apenas transitada. Ese era el inicio de su libertad. Olía a pescado frito, hecho por la madre a fuego lento, hasta lograr un doradito delicioso.
El viento traía los jazmines del vecino hasta su puerta. El mundo lo formaban la cerca, la escuela y los bollos de barro, que moldeaban héroes endurecidos en un suspiro. Cada cual, un nombre y un norte. Sofi, quien vivía casa de por medio, era su promesa, sus desvelos, su cabello intenso como esas margaritas, el negro de sus ojos franqueaba las tranqueras entre fantasías.
Pasaron años difíciles: sueños descuartizados, la felicidad siempre de fuga, las señales simples de un transcurrir sin pausa y sin temores, permanentemente confundidas.
DESTIEMPOS
Las luces irrumpieron en la fría madrugada y corrió una vez más hacia la valla. Ya hombre, sin rumbo ni olor a pescado frito. Corría y corría hasta lograr ocultarse en un barranco. La noche estaba abierta, los árboles fueron sus únicos testigos que amanecieron entre ellos.
Tan solo el desatino lo alejó de tanta feroz realidad. En ese preciso momento se volvió loco, con la certeza de que la locura lo llevaría a su salvación. Fue Robin Hood, Evita, Cortázar, siempre otro. Y, mientras el afuera real estallaba en odio, persecución y muerte, él decidió protegerse en su demencia. Fue coraza: escuchó el mar en las siniestras noches e imaginó jazmines en frescas mañanas. Por momentos Sofi lo sacó de la profunda letanía, o la cerca antigua, el camino de barro y sus héroes tumbados.
El tiempo no cuenta en la insanía, solo transcurre débil y casi inconsciente. Salvado a la distancia, desterrado, con ese desarraigo que duele cada día, logró elevarse y vivir en su mundo tan irreal como no merecido.
A CUESTAS
A veces el pasado es prólogo. Un día ese a quien llamaban, “Sebas”, el Doctor, se atreve a exiliarse de la locura. Los colores brillan con intensidad verdadera, mientras su mente se acomoda en un presente devastado. Pequeñas dosis de reminiscencias nostalgiosas flotan sin querer, en forma de recuerdos vagos. Todo es ahora, sin glorias, ni paladines, ni ídolos. Se trata de sobrevivir y volver a construir, resignificar y caminar junto al dolor del pasado, que aún lo acompaña, lo lleva expuesto no importa dónde. Lo muestra su andar, lo carga en su espalda. No obstante, elige volver a la cordura: sentir, oler, tocar, recordar- aunque sea dolorosamente- el ruido áspero de botas en medio de la noche, entre corridas y susurros. Otra vez se siente libre de poder decidir, confrontar, elegir y extrañar.
NO ESTAMOS FRITOS
Habían quedado tan solo salpicaduras de una locura digna, impuesta e imprevista; una que, sin darse cuenta siquiera, lo llevó a salvarse. ¿Por qué nos salvamos?, se preguntaba. Él, para volver y seguir, para encontrar a Sofi y probarse nuevamente en ese olor fuerte a pescado frito.
Sintió el aroma a olvido, a calas, a soledad, a desaparición, a ausencia, a lluvias a atardeceres desvalidos. Se preguntaba dónde habría encontrado el corazón de ambos en aquellas noches de sortilegio y en qué sublime equilibrio se conjugan la pasión y la nostalgia. Decía: “siento olor a menta y albahaca, ¿será este un presagio?”
MÁSCARA EN LA VIDRIERA
Volver desde la locura tiene sus desvaríos, no obstante, él prefirió el reto. Entonces, recordó un poema que algún compañero le había recitado alguna vez:
“Cuando el cielo aclare su neutralidad de nubes/ cuando la Puna esboce un color nuevo/ me encontrará a mí siendo ya tierra/ me encontrará a mí siendo ya abuelo” |
Sonrió por la vuelta. Ese volver que, silenciosa y opacamente, lo esperaba atrás de sus escaparates; ese que sólo sucede, sin pensarlo, al caminar. Le gustaba ser partícipe de este mundo donde no cabían los campos, ni las flores, ni Sofía. Pero era su mundo, el que le había tocado, el que peleó por redescubrir.
La locura fue tan solo un instante, pensó. Una máscara en la vidriera del tiempo, una excusa para la sobrevivencia, una rutina pálida para llegar a destino, desembarcar y quedarse definitivamente ante las estrellas, las reales.
“Sebas” le decían, mi querido Sebas. No quiso la fortuna que fueras médico, aunque lograste ser artesano de tu propia vida. Jugaste con ella. Y cada atajo te condujo a las margaritas nuevamente.
CANCIÓN A LO LEJOS
El exilio, cualquiera sea su destino, despoja de toda dignidad. A veces, conmueve al punto de la locura, impuesta, brutal y sin fecha de vencimiento. Los exiliados son caminantes sin rumbos, sin equipaje: no se llevan nada, salvo las memorias de lo que no pudo ser y una fuerza incontrolable de perdurar y persistir. Son la canción que se escucha a lo lejos, pura esperanza, melancolía y humildad.
No se atreven a gritar. Es mejor mantenerse callados, quietos y a la espera de recobrar la dignidad perdida a mordiscones.
Subrepticiamente, se vuelve a sentir y a lamentar.
“Sebas” tiene solamente sus pantalones oscuros y la camisa clara, un pelo gris que lo favorece, unas manos temblorosas, una espalda ancha que alberga la locura que fue. No están las margaritas, ni Sofi, ni el crujir de la cerradura, ni el camino, ni los héroes de barro. ¿A quiénes les cobramos tantos quebrantos?
Se los pagó a la cordura. Se los cobraron la locura y el infierno. Pero supo regresar.