La Decisión: sobre el levantamiento civil armado de enero de 1932, en La Paz, Entre Ríos por los hermanos Eduardo, Roberto y Mario Kennedy.
Por Pablo Soprano
“Los hermanos Kennedy viven para combatir al dictador…Sufren una opresión constante…. Sienten el taco de Uriburu sobre sus pechos”.
Yamandú Rodríguez, poeta, dramaturgo y narrador uruguayo
LA ESPADA FILOSOFAL DE VON PEPE
Había llegado el momento de aquel viejo sueño declamado en 1924 en Lima, Perú, por Leopoldo Lugones. Fue durante un homenaje, al pie del monumento al Mariscal Sucre, vencedor de la batalla de Ayacucho. cien años antes. Había llegado “la hora de la espada”. Esta expresión fue la utilizada para cruzar filosóficamente al primer golpe de Estado, en manos de las Fuerzas Armadas en Argentina. Fue el turbio río que desembocó en la dictadura de José Félix Uriburu y en el derrocamiento del gobierno democrático y popular de Hipólito Yrigoyen. El 6 de Setiembre de 1930 quedó inaugurado un ciclo de alteraciones constitucionales que luego se repetirían a lo largo de la historia de nuestro país en 1943, 1955, 1966 y 1976.
Con la llamada “Revolución del ‘30”, comenzó una ola de delirios fascistas por parte del tirano que incluyeron: la disolución del Congreso, la declaración del Estado de Sitio, la intervención de todas las provincias gobernadas por el radicalismo, la vuelta a un conservadurismo político y a una economía agroexportadora. Es decir, se regresó a una situación idéntica a la que existía antes de la sanción de la Ley Sáenz Peña de voto secreto, universal y obligatorio de 1912, que ya había sido aplicada, en 1916, cuando triunfó Yrigoyen. Así las cosa, se implantó un régimen opresivo de ultraderecha similar al de Mussolini en Italia. Con ello, Uriburu buscaba instaurar a la fuerza la tan mentada “pacificación nacional” y un orden político contra, “el descontrol, la corrupción del populismo y la chusma yrigoyenista” que, -supuestamente- asolaban a las Instituciones y a la república. Basta. Toda esa gentuza radical personalista ya había embarrado bastante los alfombrados de la Casa Rosada.
Entre finales de 1930 y los albores del ’32, distintos jóvenes sufrieron la represión tiránica del llamado “Von Pepe” Uriburu. En Mendoza, un idealista de 28 años -leal al presidente depuesto y llamado Arturo Martín Jauretche- fue detenido por las fuerzas del orden después de un tiroteo, luego expulsado de la provincia. En el patio de la Penitenciaría Nacional de la Avenida Las Heras de la ciudad de Buenos Aires fueron fusilados los anarquistas Severino Di Giovanni y su cuñado, Paulino Scarfó. Y, en Rosario, se fusiló clandestinamente el joven anarquista español, Joaquín Penina. A estos episodios se sumaron los centenares de militantes radicales deportados y encarcelados al presidio de Ushuaia, en el sur argentino.
¡SLONCHA, KENNEDYS! (1)
En este clima de angustia, de asfixia política, social y económica, unos hermanos de origen irlandés y entrerrianos de nacimiento tomaron, con mucho coraje, la decisión de enfrentar a la dictadura. Consideraron un verdadero ultraje la violación de la Constitución. En ellos se hizo carne la frase del General José de San Martín: «Cuando la patria está en peligro, todo está permitido, menos no defenderla». Ellos fueron los hermanos Roberto, Eduardo y Mario Kennedy.
Aseguran los historiadores que, al momento del golpe de setiembre del 30, los Kennedy estaban en un remate de hacienda en el pueblo de La Paz, Entre Ríos. Allí se enteraron de la noticia e, inmediatamente, comenzaron a conspirar contra el gobierno militar intrusivo. Tenían los recursos, dado que eran hacendados de una muy buena posición social y económica. Como buenos descendientes del Éire (2), la justicia social y la rebelión corrían por sus venas. Por otro lado, más allá de sus condiciones y orígenes, ellos eran de modales sencillos y criollos. Luego de ocurrido el golpe, el mayor de los hermanos, Eduardo, viajó a París a denunciar al gobierno dictatorial en la Liga de los Derechos del Hombre. Después, recorrió Montevideo, el interior uruguayo, Buenos Aires y el resto de la Mesopotamia, en procura de conspiradores y militantes antifascistas. Rápidamente, regresó a La Paz, al servicio del levantamiento que llevaría adelante junto a sus hermanos.
Un año antes -en 1931- había fracasado una sublevación encabezada por el Gral. Gregorio Pomar en Corrientes, quien luego se refugió en Uruguay. Mientras tanto, nuestros Kennedy recorrían Entre Ríos junto a otros movimientos revolucionarios.
LA REVOLUCIÓN K
El 3 de enero de 1932 se estableció el Comando Central Revolucionario en Concordia. La misión de los Kennedy era tomar por asalto la Jefatura de Policía de La Paz y, más tarde, pedir instrucciones. Los hermanos decidieron armarse para, desde allí, reinstaurar a Yrigoyen en el poder. Fue entonces que firmaron un testamento. Al decir de Eduardo: “Estamos jugados, cumplamos el plan. La provincia esté sobre las armas (sic), es un camuatí, el día 3 de enero a las 3 de la mañana, desde los campanarios alertas, los bronces soltarán el pampero”. (del libro, Los Kennedy de Yamandú Rodríguez, 1934)
Era una madrugada de calor húmedo e insoportable. Las camisas se pegaban al cuerpo, las gotas de sudor bajaban por las sienes y mojaban los pañuelos anudados al cuello. Los facones cruzados entre la faja y la bombacha relucían. Hubo un rechinar de dientes, alguien tosió. Eran catorce los paisanos. Blandían escopetas y los revólveres brillaban de manera particular en el monte. Demorada la comunicación con Concordia, Roberto dijo: “Vamos”.
Sin saber que La Paz estaba sola en el levantamiento, la pequeña columna se dirigió a la Jefatura, encabezada por tres eximios tiradores: los mismísimos Kennedy. Los policías estaban reforzados por veinticinco hombres con tres guardias. Todos veteranos y escogidos especialmente. Sabían de la asonada.
“¡Ha estallado la Revolución, arriba las manos, carajo!, gritó uno de los conjurados sin siquiera saber que iban hacia una verdadera emboscada.
Uno de los centinelas no acató la orden y disparó contra el grupo de civiles. Mario se agachó, tiró dos veces y mató al guardia. Ganaron la Jefatura. Aún los esperaban veinticuatro oficiales y dos consignas. Roberto los intimó a rendirse y respondieron a balazos. Los Kennedy y sus paisanos balearon el más mínimo movimiento. El comisario, separado del resto, se abalanzó contra Roberto y ambos se trenzaron en feroz lucha. Desde el piso, Kennedy gritó: “Matálo, Mario”. Sonaron dos disparos. El comisario cayó con un tiro en la frente y el guarda soltó el máuser con las manos ensangrentadas. Eduardo advirtió con bravura y aplomo: “Entréguense porque el que tira muere”. Hubo confusión y corridas. Cinco contra todos. Contra veintitrés, a balazo limpio. Cayeron dos milicos más. De la refriega, quedaron en total cinco policías muertos y tres heridos.
SIEMPRE UN PLAN SE COMPLICA
El plan venía bien. La comisaría estaba tomada, pero los problemas comenzaron al querer comunicarse con la ciudad de Concordia y avisar que esa parte de la revolución había sido un éxito. En medio del olor a pólvora, del regusto a sangre, del calor que todo lo impregnaba, se dieron cuenta: estaban solos. Un fuerte operativo cerrojo avanzaba sobre La Paz y los Kennedy junto a sus paisanos eran conscientes de la trascendencia de sus actos. También, de cuánto les haría pagar la insurrección el gobierno del dictador Uriburu. Cargaban ya con algunas muertes y eso, para el orden establecido y usurpador, los hacía ver como meros asesinos, bandoleros y no como revolucionarios.
El gobernador antipersonalista de Entre Ríos consiguió comunicarse con Mario Kennedy. Sugirió la rendición incondicional: doscientos milicos iban por ellos, estaban perdidos. Mario fue lacónico en su respuesta, “acá no se rinde nadie, nos van a agarrar si pueden…”
Ahí nomás se guarecieron en el monte entrerriano con el cerco de la milicada pisándoles los talones. Los asediaron dentro de pajonales que conocían desde niños. Por tierra, con tropas de línea; por aire, con aviones dispuestos a bombardear población civil si hacía falta. Y, por agua, con buques de guerra en el Paraná y botes en cuanto arroyo estuviera disponible.
Conocedores de la zona y sus vericuetos, hablaban lo menos posible. Roberto le pidió a uno de sus fieles paisanos, Papaleo, que cuidara la retaguardia, no fuera a ser cosa que los sorprendiesen a la primera descarga y por atrás.
Si algo caracteriza al ejército es su furia vengativa. Disfrutan con fruición del desquite. La descarga de los Kennedy no se hizo esperar. Los uniformados se desparramaron entre los pajonales y quebrachales y nuestros héroes, Winchester mediante, bajaron a dos más. El sargento, que comandaba la partida, quedó al descubierto y fue muerto allí mismo. Igual suerte corrió otro que disparaba rodilla en tierra de dos tiros.
Las balas silbaban mientras escaparon del monte. En los límites, divisaron una escuadrilla de aviones que bombardeaba la zona. Todos, de cabeza a una cuneta. Los quebrachos eran arrancados de cuajo por las bombas de la aviación y las esquirlas se esparcían por doquier.
La orden entonces era no moverse. Estaban demasiado expuestos. No había de dónde agarrarse. Pastos quemados, metralla cruzada. Imposible que alguien saliese vivo de allí. Lo evidente fue invisible a los ojos de los soldados. Jamás vieron que, en la mayor desolación, permanecían los cuerpos palpitantes y sofocados de los Kennedy y sus compañeros. De igual modo, el cerco se cerraba aún más. Desde río, los buques se aprestaban a cañonear la zona. Sin embargo, los altos mandos no querían arriesgar más hombres. Reforzaron el lugar y apostaron a cuanto soldado pudieron en cada casa, rancho o hendija de parte de Entre Ríos. Una emboscada perfecta.
HASTA AQUÍ LLEGÓ MI AMOR
De chicos, a los tres, les gustaba mimetizarse con los animales del lugar. Imitarlos fue su juego. El atardecer resultó un esperable un aliado y les permitió reptar como las víboras y trepar como los gatos monteses en esos claroscuros que ofrecía el crepúsculo. Sus sombras se alargaban al calor de la tardenoche, en retirada. Muertos de hambre, de sed, arañados por las espinas, picados por las ortigas y con Eduardo que volaba de fiebre por una herida de cualquiera de los combates. Así, aplastados por el cansancio, consiguieron burlar el cerco perimetral militar y cruzaron, como pudieron, el río Guayquiraró. Ya en la provincia de Corrientes, les fue imposible hacer noche en cualquier rancho o hacienda amiga, todo estaba infestado de militares. Tras una larga e intensa caminata, con el calor agobiante de enero, apareció ante ellos el majestuoso río Uruguay. Por fin ganaron la orilla redentora, la de la Banda Oriental.
AVE MARÍA PURÍSIMA
Cuenta la leyenda que, al llegar al sur correntino, los tres se abrazaron y, entre lágrimas, dijeron: “¡Ave María Purísima!” Nadie sabe lo que un cuerpo puede y, mucho menos, lo que puede un cuerpo colectivo al momento de combatir a la opresión. Quizá para Roberto, Eduardo y Mario no fue la manera más acertada pero ¿quién está en condiciones de juzgar a estos paisanos de origen gringo, con cultura y dinero quienes pudiéndose haber beneficiado económicamente con el golpe uriburista, antepusieron sus convicciones en defensa de la patria? Hicieron lo mejor posible, lo que más pudieron en un contexto represivo.
Aseguran los más memoriosos que fue su madre la que sembró en ellos una ética, una línea de conducta. No hay dudas que a “la hora de la espada” de Lugones y Uriburu, los Kennedy la combatieron con el Winchester en una mano, con la Constitución en la otra y con ese poder extremo que implicó tomar una irreversible y corajuda decisión.
(1) Sloncha, “salud” en gaélico.
(2) Irlanda en su nombre original