Anartista Juvenil
El azar: sobre el ascenso a “La laguna de los Tres”.
Por Milena Penstop
MAMMA MIA, MAMMA MIA, LET ME GO
En febrero de este año, 2020, me fui de viaje con mi mamá, al sur. Anduvimos por distintos lugares: de Calafate después a El Chaltén y, de ahí, a Ushuaia. En nuestra estadía en el Chaltén, mi madre me comentó que la actividad típica de ese lugar era caminar. Sí, caminar. El Chaltén es un pueblito diminuto que está entre unas montañas. Y, en esas montañas, se trazaron senderos para recorrer la zona y admirar los distintos paisajes. Ahora, lo que no me comentó mi madre es que el caminito que íbamos a hacer era de diez kilómetros. Diez kilómetros en subida.
Ese día nos levantamos bien tempranito, seis y media o siete de la mañana, por lo que no había podido descansar mucho. Nos fueron a buscar en una combi al hotel y nos llevaron hasta el inicio del camino. Este tenía dos partes. En la primera, llegamos hasta una lagunita muy linda y, aunque había que caminar un poco en subida, nos la bancamos. Pero después vino lo “divertido”. Avanzamos juntas hasta el inicio de lo que todos consideraban la segunda parte del camino. Cuando llegamos allí, nos encontramos con un cartel que anunciaba el comienzo del ascenso hacia a la famosa “Laguna de los Tres”. Sí, la que podría llamarse “laguna de no llegás nunca más y casi morís en el camino”.
Al principio íbamos bien, mi mamá no estaba tan cansada como yo y se me adelantaba un poco, pero igualmente la llevábamos. El problema vino cuando el caminito empezó a empinarse más. Uno creería que es una partecita nomás, que después se vuelve a aplanar. Bueno, les voy diciendo que el que crea eso está mal. Muy mal. El hermoso caminito que tantos disfrutan, en un momento prácticamente deja de ser caminito y empieza a ser un montón de rocas distribuidas por aquí y por allá.
MENOS MAL QUE MADRE HAY UNA SOLA
Para cuando empezamos a subir -más bien, a escalar-, por las rocas, yo ya estaba agotada. Pero claro, mi querida madre se ve que andaba en su modo aventurera, porque no me daba ni un descansito. Fue bastante más arriba cuando ella también se empezó a cansar y, cada cierta cantidad de rocas, parábamos a tomar agua. Obviamente, incluso cansada y entre paraditas para tomar agua, mi mamá seguía determinada a subir hasta la bendita lagunita. ¿Y yo? Yo me estaba muriendo, por decirlo de una manera sutil. Arrastraba los pies, en un intento por no morir deshidratada. Y mi madre, que decía quererme, me veía desde más adelante, como quien dice con la mirada “¡dale que falta poco, Mile!” Y yo solo quería agarrar mi mochila y tirársela encima. Igual seguro ni habría podido tirársela, porque ya casi no tenía fuerza para mover un dedo del pie, menos iba a tener energía para usar mi mochila como pelota de basket y encestársela en la cabeza.
En esa situación, mi mamá estaba cansada, pero aún fingía ser “Dora la Exploradora”. Y yo quería matarla. Quién sabe por qué no me rebelé y la seguí durante varias horas. No sabría decir en qué momento, pero recuerdo -de repente- levantar la vista y ver que mi mamá me esperaba en lo alto. Por un momento, por un solo momento, pensé que ella me iría a decir: “hasta acá llegamos, me voy a dedicar a escribir, no a escalar”. Pero, no. Vino con una sonrisita y me repitió “¡dale que falta poco eh! (¿les suena?) ¡Ahora sí!”. Bueno, sepan que su “falta poco” se refería a aproximadamente a unas tres horas más de tortura.
OTRA FINAL PERDIDA CON ALEMANIA
Y claro, uno hubiera pensado que ya estaba, que no te podía pasar nada más horrible, que terminarías ese recorrido, te tirarías en la cima de la montaña y te quedarías a hibernar hasta que recuperases fuerzas. Pero claramente yo no tengo esa suerte. Al contrario, cuando mi mamá ya había dicho su quinto “¡dale que falta poco! ¡Ahora sí!”, adivinen ¿quién nos vino a visitar? La señora lluvia, por supuesto. Evidentemente, se invitó sola, porque ni mi mamá ni yo estábamos enteradas de que su llegada. Es más, según el pronóstico, iba a ser un día completamente soleado. Y, claro, uno después de leer esto diría “ah listo, ahora sí se van de ahí porque, si no, son pollo”. Pues, no. Mi preciosa madre empezó a ir aún más rápido que antes y yo la empecé a mirar no solo con ganas de matarla, sino también en un esfuerzo por hacer nota mental de que, si sobrevivíamos a eso, la tenía que internar en un manicomio.
Seguimos cuesta arriba, bajo la lluvia que no paraba y nos empapaba por completo. Para ese punto yo ya no sabía cómo es que estaba viva y me puse a pensar “Bueno, Mile, dale que no puede pasar nada más, ahora sí, no puede faltar tanto, es solo tratar de no resbalarse”. No era solo tratar de no resbalarse. Era tratar de no resbalarse al mismo tiempo que trataba de no empujar y matar a las alemanas que tenía atrás. Sí, alemanas. En algún momento, sin que me diera cuenta, un grupo de señoras mayores -bastante mayores- se nos acercó. Ellas también escalaban rumbo a la dichosa lagunita. Pero era evidente que debían haber practicado mucho ese tipo de tortura por su agilidad extraordinaria y su modo de pasarnos el trapo en cuestión de aguante físico y mental. Cuando estuvieron directamente atrás de mí, al principio, no pasó nada. Aunque, en algún punto se les terminó la paciencia teutona ante una piba medio moribunda, incapaz de avanzar. Así las cosas, me empezaron a pedir permiso. Lo entendí por sus rostros, nada amigables. Ahí me di cuenta de que eran alemanas, ya que claramente no entendía un pomo qué me decían. Mi mamá sabe alemán y me pidió que me corriera. ¡Andá a decir que no! Así lo hice. Me hubiera corrido, aun si mi madre no me lo pedía: el tiempo que tuve a las alemanas sobre mis talones, mirándome como si yo hubiera sido una piedra latina que estorba, hubiese sido suficiente para sacarme de ahí, por la vergüenza y cansancio que sentía.
LLUVIA ON THE ROCKS
En fin, después de muchas rocas, llegamos a una parte plana. Estaba por ponerme a hacer un baile de agradecimiento a los dioses en que no creo, solo por el alivio de haber llegado. En eso me di cuenta de que ahí no había ninguna laguna. Mientras me debatía si era buena idea o no tirarme por la montaña, mi mamá me señaló por dónde seguía la subida. Definitivamente, me iba a tirar por la montaña. Pero no lo hice. Seguí tras esa loca. Yo, como un robot averiado y mi mamá, esperanzada, mientras exclamaba ya el décimo sexto “¡dale que falta poco! ¡Ahora sí!”.
Y, por fin, luego de mucho sufrimiento, aun con lluvia, después de derramar tanto sudor y lágrimas, llegamos a la laguna. Mi mamá estuvo ahí unos tres minutos antes que yo y se tiró al piso a descansar, medio muerta. Cuando yo llegué, ella ya estaba poniéndose en pie, mientras decía “bueno, volvemos”. Claramente pensé que me hacía una broma. No estábamos para chistes en medio de la lluvia que ya era un diluvio. Sin embargo, cuando ella empezó a caminar hacia el sendero de regreso, otra vez me di cuenta de que iba en serio. Entonces, la agarré de la manga y, de todas las cosas que le podría haberle dicho -entre ellas, que necesitaba medio segundo de descanso o me bajaba cadáver-, solo me salió decirle “si llegamos hasta acá, medio muertas y con lluvia, al menos, sacame una foto que lo demuestre”. Y así lo hizo, me sacó la foto, me dejó ver unos segundos más la laguna y me arrastró al sendero de nuevo.
EN PICADA HÚMEDA
Una parte de mí estaba feliz. Pensaba que, aunque no pude estar ni diez minutos en la laguna, al menos ya regresaríamos a nuestro hotel, a nuestras camitas. Pero otra parte de mí estaba concentrada en no morir de vértigo al ver la altura a la que habíamos llegado, cosa en la que no me había fijado antes, concentrada solo en llegar arriba a toda costa, y en no morir resbalándome al pisar una de las rocas mojadas por la lluvia.
Pero esto no es todo. A lo largo de toda la bajada, me caí dos veces y en una me raspé la mano. Por suerte, nada muy grave. Por supuesto, nos volvimos a cruzar a las alemanas, que bajaban como quien se desliza sobre esquíes, humillándonos otra vez. Es más, el guía que las acompañaba nos debe haber visto tanta cara de miserables a mi mamá y a mí, que nos empezó a dar consejos de cómo pisar las rocas. También el resto de las personas nos ayudaban. Algunos me sostuvieron cuando me caí y otros, simplemente, me miraban a la espera de saliera como una mujer rodante por la montaña. Había perdido por completo mi dignidad. Pero, incluso sin dignidad y sin sentir mis piernas, logré bajar. Llegamos a una parte que tenía banquitos y una letrina horrible, pero el alpinismo parecía haber terminado. Con mi mamá nos sentamos y sacamos nuestro almuerzo, aunque creo recordar que eran como las cuatro de la tarde, cuando empezamos a comer. Entonces, sentí que volvía a la vida. Podía ver más claro y volvía a tener esperanzas de continuar mi existencia. Sentía que, tal vez, pudiera llegar para mi siguiente cumpleaños, cosa que en medio de la bajada creía imposible.
¿DE QUÉ TE REÍS?
El resto del camino de vuelta al hotel fue largo y estábamos cansadísimas. Incluso después de comer, las ideas se me mezclaban y nada me importaba, o me parecía que cosas absurdas tenían todo el sentido del mundo. Por ejemplo, en medio de un senderito en la nada misma, me dio por ponerme desodorante. Sí, gente, estaba muerta de calor y solo podía tomar agua o ponerme desodorante. Sin embargo, ya harta de sacar la botellita una y otra vez como desde hacía horas, decidí perfumarme. A todo esto, mi madre se reía y me hacía reír a mí también, aunque no sabíamos si nos reíamos de la cantidad de cosas que nos habían pasado o si nos reíamos para no llorar.
A eso de las seis de la tarde llegamos al hotel, por fin, y pudimos descansar como lo merecíamos.
Así que no me vengan a explicar qué es el azar a mí, que yo ya entendí perfectamente: el azar no es que se te largue la lluvia en medio de una montaña o que te cruces con unas alemanas que te hagan perder toda la dignidad. El azar es que te toque una madre tan loca como para arrastrarte a este tipo de aventuras.