La potencia: sobre retazos de la infancia.
Por Verónica Pérez Lambrecht

 

“La pérdida de la infancia en la niñez es una de las tragedias de la humanidad. Se da por sentado que niñez e infancia son sinónimos, pero infancia es una experiencia de tiempo no necesariamente ligada a la niñez. Te puede durar toda la vida o no existir nunca. No tiene que ver con la posición melancólica de regresar a la infancia, cuando somos adultos. (…) Aunque se puede ir hacia ella. Yo juego muy seriamente con esta idea de que el propósito de la educación, no solo para los niños sino para la humanidad, es madurar hacia la infancia.”
Carlos Skliar (1)

 

MIRADA ESMERALDA

“Dejála florecer.
 En el fin,
        volverás a mis ojos.”
“Apocalúcida” (2)

El rancho se levantaba a la mitad de la cuadra en el pueblo de antaño, fresco y colorido. Fue el tercero y anteúltimo del segundo matrimonio. El quinto, si se considera a sus hermanas mayores de mismo útero, en medio de las miserias de finales de los años ’30.

Juan José Stork

Rubén era morocho de ojos verde esmeralda, ojos que vivaban al abrirse ante un mundo que le tocaría hostil. La tuberculosis le arrebató a un padre de quien los recuerdos se esfumaron pronto. Pero, en sus relatos, Manuela -la madre-, es quien lo abunda. Vivían en el rancho, donde la puerta era apenas una lona por la que el frío se colaba en los inviernos. Los pantalones rotos más de una vez le habrán jugado la mala pasada de mostrar los cueros, porque los calzoncillos -como la puerta- no existían. Así, la ausencia de lo material atravesó esa infancia aciaga, pero cargada de vida. Porque en los pueblos la vida es como el yuyo, está en todos lados, hasta en las rocas más duras.

“En mi niñez la pobreza reinaba. La necesidad de querer progresar y el ver a mamá desesperada por darnos de comer -lavaba ropa de acá para allá-, me hicieron entender que no había nada mejor que la preparación y el estudio. Gracias a que ella me lo permitió, pude terminar la secundaria, a los 20 años, el mismo día que salí para el servicio militar. Quien me ayudó fue la Señorita Raquel -mi maestra de 3º y 6º- que habló con mamá para que me dejara. Mamá no se opuso, aunque como no teníamos para libros, estudiaba en la biblioteca del colegio. Cuando era chiquito, hacía mandados por las moneditas y se las daba a mamá. Esperábamos a que ella volviera de trabajar con los huesos que dejaban en los platos los patrones, para dar gusto a la sopa (no era lo que sobraba de la comida, eso lo comían los patrones). Después, de adolescente trabajaba en Epecuén durante el verano, como ayudante de cocina. No sé cómo es ahora, pero, en aquella época, había que ir al colegio de saco y corbata, tenía que tener 2 o 3 camisas, y me compré los famosos zapatos ‘Gamycuer’ que me duraron los 5 años. Cuando volvía a casa, me ponía alpargatas, caminaba y estudiaba en el solar al lado del rancho.”

Gabriel Garrido

 

OJOS DE CIELO

“Saltá la rayuela ¡cielo mío!
 Espejo, reflejo,
         devolveme tus lágrimas”
 Extracto de “Obediencia”

Mónica nació hacia mediados de los ’40 en el campo de un pueblito muy pequeño en Entre Ríos, una comunidad de alemanes del Volga. Fue la hija número 14 de 15. Llegó sietemesina y con poquito aire. La abuela le cerró los ojitos azulados cuando, de pronto, dio un respiro. María, su mamá, se prometió nunca más cerrar los ojos de nadie. A sus tempranísimos 10 años, falleció su papá, Pedro. Del campo cargado de las mandarinas más exquisitas, al pueblito. Y del pueblito a la ciudad, como pupila, para pagarse los estudios. Las limitaciones y privaciones de aquella infancia, inclusive la tristeza de la enorme ausencia de Pedro, no le restaron alegría ni desparpajo: siempre para adelante.

puente a la niñez, HAP

“Tuve una infancia hermosa. Mis papás eran muy trabajadores, buenos y exigentes. Sobre todo, mi papá, para quien lo más importante era estudiar. Por este motivo nos teníamos que sacar, al menos, un 7. Así, el que se sacaba menos nota, no podía ir a jugar, y papá lo cumplía a rajatabla. Recuerdo que los domingos tomábamos mate de leche con mi papá, él jugaba y tocaba el acordeón a piano y nosotros bailábamos con mamá -a papá también le encantaba bailar, pero había hecho la promesa de no bailar más para que se sanara un hermano muy enfermo del corazón, y como sanó, nunca más bailó-. Papá decía que no quería hijos ‘pata-dura’ y cuando iban a una fiesta con mamá, él la miraba a ella bailar. Él era muy bueno, muy orante, y exigente. Pude estudiar y ser maestra y mi primer sueldo se lo di a mamá, porque ella siempre me apoyó con mucho amor y esfuerzo. Cuando era chiquita, era muy llorona, aún hoy todos me cargan por eso. Jugábamos mucho. Teníamos muñecas de trapo que mamá nos hacía para navidad. Éramos muy pobres, pero lo pasábamos muy bien, siempre había tareas para hacer en la casa, nos ayudábamos, peleábamos como hermanos, nos divertíamos. En casa hablábamos en alemán, así que todos aprendimos castellano en primer grado, y aprendimos rápido.”

Mónica - la lluvia     
“Teníamos un par de zapatillas para ir a la escuela y uno, para ir a misa. Un vestido para la misa y dos para entrecasa. Cuando llovía, íbamos a la escuela descalzos -en el pueblo todos éramos muy pobres-, tapados con una bolsa de arpillera. Al llegar nos lavábamos los pies en una canilla, nos secábamos y nos poníamos unas medias de lana que mamá y mi abuela tejían (mi abuela hilaba la lana). El tema era a la salida: ¡teníamos que volver a meter las patas en el barro frío!”

“Mi hermana Ana y yo nos llevamos un año y, por esas cosas de aquellos tiempos, íbamos al mismo grado. Cuando alguna de las dos tenía un problema o penitencia en la escuela, la otra le daba besos durante todo el camino de regreso y, al final, no contábamos nada en casa. En primer grado -no había jardín- yo era una de las más chiquitas y a veces tenía dificultades para escribir alguna cosa. Me di cuenta que los que lloraban eran asistidos por las ayudantes de las maestras -chicas del pueblo, a las que también las llamábamos ‘Señorita’-. Entonces pensé ‘voy a llorar, así me vienen a ayudar’. Esto fue maravilloso para mí, porque lo conseguí, aprendí y siempre me gustó la escuela.”

el regreso, HAP

Inevitable recordar un pasaje en el que yo observaba pibes que lloraban al entrar al jardín y, muchas veces, conseguían que las madres se quedaran o, mejor aún, se los volvieran a llevar a sus casas. Recuerdo que una vez intenté lo mismo con mi hermana mayor… sin suerte.

 

VERDOSO AMBAR DE TU MIRADA

“Esperan la negrura para jugar
 la infancia eterna en la noche cerrada,
 la ruta de la bici.
 Y descubren el rumbo perdido.
 Risas ruedan la oscuridad.”
 “Sin ver”

El pueblo creció en casas y asfaltos. Así, las aventuras reciclan el escenario. La infancia de Marina lejos estuvo de haber sido entre algodones. Nació en los tempranos ’70 y los atravesó con más penas que glorias. Sin embargo, la infancia es ese lugar al cual volver, ya sea para acomodar algunos patitos en la fila, como para remontar algún vuelo trunco. Ya sea para acunar el espíritu añejado, como para recuperar las sonrisas más diáfanas e inocentes.

“Lo más lindo de mi infancia eran esas salidas a pasear con papá. En su bicicleta azul salíamos de gira por el mundo. Allí aprendí a ver y mirar con los ojos más bellos, los de mi padre donde, siempre, detrás del arco iris, había un tesoro. Nuestro tesoro, porque allí estaba todo el amor que él tenía para mí.”

Yo también salía con papá, me llevaba atrás, y adelante iba mi hermanito. Un día, a mis 5 años, me cansé de tener las patas abiertas y de a poco las fui cerrando, hasta que me enganchó el rayo y me destruyó el talón. Herida iniciática también, si se quiere.

Juan José Stork

 

OJOS MOROS

“Pájaro sangre:
        florecerán semillas”
“Confesares”

Allá por los ’60, la mirada profunda de Hugo se abría ante esa madre abnegada y tranquila. Las historias de familia siempre traen recuerdos intensos: desde las borracheras paternas, las reacciones en la casa, hasta los bailes y las narraciones incontables. Entre tanto, de pequeño pintó uno y mil cuadros, ¿dónde quedó esa mano artística? La adolescencia lo encontró firme en su pulso para confrontar con los mandatos y abrirse camino, ya más adulto, en la ciudad de la furia. Pero, de aquella temprana infancia, tiene un anecdotario.

Juan José Stork

“Mis recuerdos de entonces están ligados a mis tíos y a mi abuela paterna. Ella vivía con mi tío Rubén y la visitábamos todos los días, era el centro de una romería familiar, ‘todos los caminos conducían ahí’. Los fines de año y navidades se hacían tremendas fiestas con los parientes y mamá preparaba ensalada de fruta para la familia en un fuentón grande de plástico. Lo mejor, el encuentro con los primos, la jugada a la lotería los sábados en lo de la tía Consuelo, ¡juntarnos! Yo soy de los mayores de los primos y siempre tenía muy buena llegada con los más chicos. Un hecho famoso ocurrió en un enorme baldío en la esquina de la casa del tío. Había algún que otro rancho y se juntaban yuyos para las fogatas de San Juan y San Pedro, que no duraban nada porque se quemaban enseguida. Ahí los pibes jugaban a la pelota y a mí no me dejaban jugar, porque mi hermano y los amigos me llevaban unos 6 años. Pero sí me permitían estar y me agarraban de aguatero. Muy enojado, yo buscaba agua en un bidón de 5 litros. En eso, me cruzó un vecino y, como me vio tan enojado, cuando le conté los motivos, me dijo ‘pero meales adentro’. Y lo hice… cerré el bidón y se los llevé. Tomaron el agua y hasta dijeron que estaba rica.”

 

MIRADA DE SOL

“Tiempo atravesado, suspiro
        de una partitura
        un sonido a demanda.
       ¿Mi eco?
       Tu tiempo, mis latidos.
                 Y sos,
                 yéndote.”
 “Fuga”

Cuando Emma nació, casi en 2010, su carita era tan pequeñita que la enfermera de la sección de maternidad dijo que era como el sol de la monedita de 5 centavos, “¡se parece a la abuela!”, expresó como en un acto de revelación. “Aunque digan que los recién nacidos no se parecen a nadie, siempre se parecen a alguien”. Cierto es, tiene el mismo desparpajo y transita con seguridad su infancia y tal vez, también, con más algodones. Entonces, se hablaban cuestiones de amamantamiento y otras yerbas con las amigas. Laura decía:

Juan José Stork

“No la dejes llorar, es terrible. La nena necesita la seguridad de la mamá. Si cuando se manifiesta insegura -con el pedido de la teta, o de dormir-, pide ayuda y no se la das, va a entender que, cuando necesite seguridad, va a estar sola. Yo no quisiera ser una madre que le da esa información al cerebro de su hijo. Si sabe que quien lo materna -madre, padre, cuidador- está todas las veces que lo necesita, entonces se forman ‘lazos de seguridad dentro del cerebro’. De ese modo aprende a separarse tranquilo, porque sabe que cuando necesite ‘unirse’, el otro va a estar. Funciona al revés: si lo dejás llorar, solo, que sufra, que genere cortisol, no se va a querer separar nunca más, porque la separación le implica una experiencia traumática. Permití que se separe, juegue, te mire de lejos en el día. Y de a poco va a ganar cada vez más seguridad de saber que se puede alejar, porque al volver siempre vas a estar.”

alguna vez fue hamaca, Patricia C. Bonjour

Independientemente de las teorías -y cada cual atenderá la que más le resulte a su sentido de la crianza-, en la infancia se construyen los sistemas de creencias más poderosos, los que harán que la vida sea más o menos transitable por caminos más o menos ríspidos. También en la niñez se impregnan los sentidos del deber ser. “Infanciar”, recurrir a la potencia de la infancia, propiciar infancias más lúdicas, en casa y en la escuela, infancias donde la presencia parental no brille por su ausencia -como suele ocurrir en esta modernidad-, probablemente sea un esquema saludable para la sociedad que conformamos. Porque, aunque hayamos tenido experiencias traumáticas -sin soslayar los casos en las que estas hayan cooptado el absoluto de la vida-, cuando recordamos la infancia, solemos ir al final del arco iris a buscar los mejores tesoros, ahí, donde todo se puede volver a escribir.

“Portezuelo. De pueblo. De pueblo del interior. Como de campo. Remata el cuadro un pequeño muro, de esos a la cadera, bancos de tarde, de patas colgantes.
Atraviesa el portezuelo la luz del atardecer, amarilla, ocre, hasta el túnel de eucaliptus. Brillo de luces y sombras bañan el pasaje mientras se cuelan por las hojas redondeadas.
Los hierros del portezuelo se mueven al toque y el tintineo óxido anuncia la llegada. Los ladrillos granates perfuman el andar al trastabillo de la corrida trunca y divertida.
Se levantan las risotadas: es la tarde.”
“Al paraíso de la infancia”

 

 

  1. EL JUEGO DE LA MIRADA LIMPIA, entrevista a Carlos Skliar
  2. Poemas de los epígrafes de Verónica Pérez Lambrecht

Portada Juan José Stork

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