El encuentro: sobre Berek Olszewicz, inmigrante.
Por Claudia Quinteros
DESPUNTAR EL BARRIO
El barrio de La Paternal escribe su historia entre calles arboladas y casas bajas. Y, aunque ya no escapa a la modernidad, poco a poco se ha rodeado de gigantes de cemento. Aun así, conserva algunos espacios donde la vecindad más entrada en años se ha reunido a tomar el café entre recuerdos.
“La Andaluza”, por ejemplo, es un viejo bar fundado en los años 40 por hermanos andaluces. El bar está ubicado en Camarones, a pasos nomás de Av. San Martin. Es un amplio salón: adelante está el bar y, de mitad hacia el fondo, hay mesas de billar y juegos para los parroquianos. Aún existe, aunque los originales dueños ya no viven y sus empleados armaron cooperativa, se mudaron a media cuadra y atienden a muchos clientes que hacen de ese lugar “su casa”. Esta casa se llama ahora “La nueva Andaluza”.
Una tarde en “La Andaluza”, Bernardo -vecino y habitué- invita un café al pasar por la vereda. Lo conocimos allá por el 2000 cuando, con mi familia, vivíamos en el piso superior a su departamento de la calle Camarones. Era una de esas personas que con, solo mirarla, sentías su bondad. De pocas palabras, con acento inconfundible heredado de su raíz polaca.
Todos los días, su cita obligada era ir a “La Andaluza”: un café, un trago y juego, seguramente, hacían que los recuerdos no estuvieran a flor de piel.
SORBO DE MEMORIA
Entre anécdotas, Bernardo comenzó a desnudar su historia más íntima, que solo podía abrir ante el cobijo de unos pocos, en confianza. Había nacido en 1929 en un pequeño pueblo rural al noreste de Polonia y al sur de Varsovia, entre ríos y trigo. Allí la mayoría de sus habitantes eran judíos. “Jedwabne”, nos decía con lágrimas en los ojos.
Ante el apenas adolescente de quince años, el pueblo tranquilo cayó bajo el espanto. En el colegio crecían los rumores de cómo rondaba la muerte, pero nadie podía creerlo, aunque sabían que Jedwabne no era el mismo desde que había pasado a manos alemanas. Fue justo ahí -y el peor presagio de lo que sucedería- que asesinaron a su cuñado. Así, Fedje, su única hermana mujer quedó viuda y con un bebé de 6 meses.
Era julio de 1941 y Bernardo aún se llamaba Berek. El día anterior a los asesinatos, salió junto a su papá y escaparon a pie al ghetto de Lomza. El resto de la familia, indecisa, permaneció en su casa. Berek pidió a su padre volver y así desandaron los 20 km hasta el hogar. Pero esa noche la familia “no durmió” y, antes de que saliera el sol, todos decidieron la partida definitiva hacia el ghetto. Era el lugar más seguro. Solo su hermano mayor, Mietek, quedó a cuidar la casa, escondido en el cuarto de trastos y con todas las puertas abiertas para que creyeran que la familia había huido.
Camino al ghetto, el calor agobiante encontró a todo el vecindario en la plaza. Llegaron a empujones, humillados. Así, entre insultos y a los golpes propinados por los mismos vecinos polacos armados con piedras, palos con clavos y cortantes, sacaron a los judíos de sus casas y asesinaron a quien quisiera escapar. Al final del día, obligaron a los sobrevivientes cantar que la guerra era su culpa para luego rociar con combustible el establo y quemarlos vivos.
“Aún recuerdo los gritos y tengo impregnado el olor a quemado”, narraba Bernardo.
Sorbo tras sorbo, Bernardo no podía dejar de contar que esa noche escapó arrastrándose por el campo de Lomza y, luego de un año y medio, sacó de allí a su madre, a su hermana y a su sobrino, a través de unos agujeros de alambres. Después, los llevó a lo de unos vecinos católicos, justo a tiempo: los nazis cercaron el ghetto. Mientras su mamá le suplicaba que no se separara de Mietek y de su hermana Fedje, su papá ya realizaba trabajos forzosos, bajo el mando de los nazis.
De ahí, Bernardo escapó al bosque con otros chicos, pero sintió que podía morir y no quería que fuera en soledad. Por eso decidió volver para huir junto a su familia. Pero fue en vano: algunos dijeron que los habían llevado a Auschwitz junto a otros judíos.
Así las cosas, Berek continuó su fuga por los bosques y sus 30 grados bajo cero, y se reencontró con Mietek. Juntos se refugiaron en pozos pequeños a cuatro km de Jedwabne, bajo un establo de una granja, gracias a un matrimonio católico que los protegió. Así, bajo tierra, hasta 1945.
A PAN Y AGUA
“Me voy porque acá no se puede /Me vuelvo porque allá tampoco. /Me voy porque aquí se me debe, /Me vuelvo porque allá están locos. /Sur o no sur…/Me voy porque aquí se aprovechan, /Me vuelvo porque allá me echan.”
Kevin Johansen
Antosia era el nombre de la mujer que los protegió mientras vivieron en el pozo, tan pequeño que, cuando Berek salió, tuvo que aprender nuevamente a caminar. Ella los alimentó a papa y un poco de agua. Un par de veces los nazis estuvieron a punto de descubrirlos, pero ellos ya nada temían. Habían decidido que, si debían morir a manos del enemigo, los asesinarían mientras corrían, mientras se jugaban su última chance de escapar.
DAR EL NOMBRE
«Abro los ojos /ya todo pasó. /Solo quedan sin resolver los reflejos de las miradas
que se han perdido entre nuestras cosas más queridas. /Abrazados como estábamos, no percibíamos el infierno. /Yo creí /por un instante /que podría olvidar el dolor. /Al intentarlo vi la sonrisa de unos niños. /No tenían banderas /ni ejércitos. /Todo aquello que nos separaba /desapareció. /Solo quedamos esperando una sonrisa /un gesto. /Ese silencio hace despertar en nosotros la esperanza de que tal vez /un día /ya no existan los enemigos. /Abro los ojos /ya todo pasó.»
Luis Alberto Spinetta
Cerca del fin de la guerra, los judíos aún eran asesinados. Entonces, Bernardo prefirió migrar a Checoslovaquia y luego a Italia. Pero siguió el camino y se despidió de Mietek y Elsa, la novia de su hermano. Israel fue su próximo destino. Por su edad, tuvo que participar del ejército y pelear contra ingleses y árabes. Su hermano enviaba cartas y le contaba que había llegado junto a Elsa a la Argentina, un país donde también residía una tía, arribada años antes. En Argentina había trabajo y tranquilidad. Entonces Berek, cansado de escapar, decidió venir a Buenos Aires en 1951. Aquí se reencontró con su hermano que, por ese entonces, ya había cambiado su nombre a Mauricio. Se instaló en el barrio de La Paternal y creó un taller de moldería textil cerquita de su casa.
En Argentina Berek se llamó Bernardo y se casó con Lidia, una hermosa mujer judía, con quien tuvieron dos hijos, su orgullo.
Bernardo nunca más regresó a su país, quedó con sus recuerdos y con la historia que compartía a cuentagotas. En la memoria y en los relatos, se encontraba con sus padres. Nunca buscó a su tercer hermano sobreviviente que, por ese tiempo, estudiaba en Alemania. Jamás volvió donde los traidores eran sus propios vecinos.
“Los perdono, pero la verdad ya la sé”, decía.
La masacre de Jedwabne fue llevada a cabo por gente del mismo pueblo, no hubo que buscar asesinos lejos. Estaban ahí, era la propia vecindad.