El encuentro: sobre afectaciones multiespecies.
Por Lourdes Landeira
“La tentacularidad trata sobre la vida vivida a través de líneas -¡y qué riqueza de líneas!- y no en puntos ni en esferas. Los habitantes del mundo, criaturas de todos los tipos, humanos y no humanos, son caminantes; las generaciones son como ´una serie de senderos entrelazados´.
“Seguir con el problema”, Donna Haraway
DE PULPOS
“Para unirse en la continuidad, la mente / sigue al agua, es la sombra del pájaro, / observa la roca inmóvil, el vuelo sutil / Despacio, en silencio, sin palabras”.
“Contemplación en el río Maccoy”, Úrsula K Le Guin
Cuando era chica, solíamos salir con mi mamá a mirar vidrieras. Era un paseo en sí mismo y no nos motivaba una búsqueda en particular. Se trataba de ver y, quizás, detener la observación en algo inesperado que destacara lo suficiente para captar nuestra atención. Un mecanismo similar se da hoy con las imágenes que, la mayor parte del día miro pasar – una tras otra- en las pantallas. En alguna me detengo, alguna me compele a cambiar mi posición en la silla y prestarle atención. Eso me sucedió hace poco con un titular:
“Reino Unido discute una ley que reconoce la conciencia de los pulpos para protegerlos del dolor emocional”
La nota era de la sección “Animales”, del National Geographic. Como muchas otras, la guardé para más tarde, a sabiendas de que, en la mayor parte de los casos, ese más tarde nunca se concreta. Sin embargo, no fue este el caso. Volví a buscarla unos días después y así supe que el Parlamento británico se ocupa de la sensibilidad de los invertebrados y considera que debe protegerlos del sufrimiento. Al parecer, los pulpos demostraron tener alto índice de inteligencia luego de ser sometidos a pruebas diseñadas para seres humanos de corta edad. El “hombre”, por supuesto, es la vara con que medir, comparar y decidir.
Hasta ahí, mi conocimiento de los pulpos se limitaba a haberlos saboreado un par de veces en distintos platos muy sofisticados. Pero, por alguna sinrazón, sus tentáculos continuaban impregnados a la vidriera de mis retinas. Como no podía ser de otra manera, Netflix se enteró de inmediato de mi interés por estos seres y rápidamente me recomendó un documental: “Mi maestro, el pulpo”. No recuerdo que esas cosas me sucedieran cuando era chica y paseaba con mi madre por la 18 de Julio, en Montevideo. En general, nadie más que yo sabía qué insistía en revolotear en mis adentros. La relación era muy íntima y algo más mágica que las conexiones de unos oscuros algoritmos.
A pesar de que el título del documental no me atrajo, decidí probar y apreté el botón de “Ver”. Entonces sucedió, la persistencia del pulpo en mi deambular errático me permitió conocernos. Que de eso se trata, del encuentro con otres de cualquier especie y de los modos en que nos afectamos, más acá o más allá del escaparate en que nos expongamos.
Lo que voy a contar sobre el documental no es sobre el documental en sí, es sobre lo que de él se impregnó en mí. Se trata de un hombre de mediana edad, durante algún tipo de crisis existencial, que decide volver a bucear en la costa sudafricana, como hacía de niño. Así descubre el bosque de algas donde vive el pulpo, en verdad era la pulpo para él, protagonista de la película. Hay excelentes logros de imagen y de montaje para contar esa historia en la que se demuestra, sin lugar a dudas, la gran inteligencia de ese ser para desarrollar estrategias exitosas de supervivencia. La decisión del hombre de no intervenir, aun cuando su “amiga” estuvo en peligro, fue toda una declaración de principios. Él no se consideraba dueño y señor de la verdad sobre lo que necesitaba la pulpo. Sin embargo, sí hubo intervención, pero de otro tipo. La visitó a diario, se acercó cautelosamente, la quiso y, sin darse cuenta, fue al mismo tiempo visitado, acercado, querido. Hubo un encuentro de mutua confianza entre dos especies, entre juegos y contactos físicos.
Los pulpos viven aproximadamente un año y el rodaje fue de algo cercano a los 360 días, por lo tanto, es fácil deducir el final de la pulpa protagonista. Su discípulo, el hombre, continúa con la práctica del buceo. Pero ya no lo hace solo, lo hace con su hijo y en comunidad con un grupo de personas de distintas disciplinas dedicadas al océano.
DE PALOMAS
“El centro no es donde el centro está / sino donde estaré cuando siga / las líneas de piedras que rodean un centro / que no está allí / sino allí. // Yo no soy yo / sino la pupila”.
“Asombro”, Úrsula K Le Guin
Al día siguiente salí a caminar. Sin mi madre del brazo, sin vidrieras ni pantallas mediante, colgué los auriculares de mis oídos entre los elásticos del barbijo, y lo enchufé al celular ya abierto en la aplicación de podcast. Me encontré con un comentario sobre “Seguir con el problema”, el último libro de Donna Haraway. Haraway es la filósofa americana que en los noventa se hizo conocida por su “Manifiesto Cyborg”, en el que arremete contra la esencialidad de los géneros.
En este “seguir con el problema” que todavía no termino de leer, introduce como eje central la idea de ser ingenioses en la creación de parentescos situados entre seres humanos y no humanos, no para dar una respuesta acabada a ninguna cosa, sino para establecer relaciones de reciprocidad en su propio devenir. Pasé muy rápido por la introducción y me encontré, en el primer capítulo, con las palomas.
A diferencia de los pulpos, a quienes solo había visto al plato, con las palomas, tuve otro vínculo. En una época, solían hacer nido entre las plantas de mi balcón. A la mañana, cuando me iba a trabajar, veía que todo estuviera en orden, saludaba de lejos y continuaba mi camino. Algunas veces, recibía un gorjeo como respuesta y otras, simplemente, era ignorada. Mantuvimos una relación amistosa de no injerencia durante largo tiempo. Hasta el día en que mi patio amaneció lleno de plumas y caca. Supuse que podría tratarse de un cumpleaños y entonces la paloma había organizado una fiesta que se descontroló. Pero, como no me había participado del evento, decidí que hasta allí llegaba nuestra convivencia y la mandé a vivir –con su nido- a la terraza del edificio. El encargado, cada tanto, me anoticiaba sobre ella. Mis vecines no la querían, las palomas son plaga, comentaban. Sin embargo, a través de Haraway, supe que en las historias de las palomas hay una práctica de pensamiento tentacular. Es que además de ser “plaga”, son o pueden ser, también aves de paz, espías, mensajeras y recientemente, activistas ambientales.
El hecho sucedió en el sur de California, una zona de extrema contaminación atmosférica. Las palomas, es sabido, tienen un gran sentido cartográfico y de orientación. En este caso, se trató de palomas de carrera, que antes de ser lanzadas a volar, habían sido provistas de unas pequeñas mochilas con sensores que permitían recopilar datos sobre la contaminación en zonas donde los dispositivos colocados por el gobierno no llegaban. El proyecto, enmarcado en el activismo artístico, se llamó Pigeonblog. Se trabajó durante un año de manera colaborativa, para diseñar la mochila más cómoda y construir la confianza necesaria entre las aves, les artistas, les colombófiles y los equipos técnicos. La comunidad tuvo su participación: caminantes de distintas edades, desde ancianos hasta escolares, recogían los datos científicos que alimentaron las bases de datos de resultados. Haraway cuenta:
“Uno de los proyectos PigeonWatch están en Washington D.C. donde recluta grupos de escolares de la ciudad para observar y grabar a palomas urbanas. Personas menores de edad de la ciudad, mayoritariamente de grupos ´minoritarios´, aprenden a ver a pájaros despreciados, como valiosos e interesantes residentes urbanos, como algo a lo que vale la pena prestarle atención. Ni los escolares ni las palomas son ´vida salvaje´ urbana: estos dos conjuntos de seres son sujetos y objetos cívicos en intracción. Pero no puedo olvidar ni olvidaré que estas palomas y estos niños negros de D.C. llevan las marcas de la iconografía racista estadounidense como rebeldes, sucios, salvajes, fuera de lugar. Niños reales pasaron de ver a las palomas como ´ratas con alas´ a verlas como pájaros sociables con vidas y muertes. Los escolares devinieron respons-hábiles. Quizás, debido a que las palomas tienen una larga historia de relaciones afectivas y cognitivas con las personas, ellas también observaban a los niños, y al menos, no sufrían abusos”
DEL ENCONTRAR
“El altar del lugar y del momento se erige / Se pierde el yo, un sacrificio digno de alabanza / y la alabanza se hunde en el silencio”
“Contemplación”, Úrsula K Le Guin
La mirada antropocéntrica del “hombre” genérico ha sido señalada una y otra vez como la responsable de imponer su propia medida, su convicción de superioridad por sobre las otras especies. Por sobre el mundo entero. Sin embargo, hay mucho más que hombres y mujeres dentro de la pretendida generalidad humana. Hay múltiples y diversas personas. A muchas de ellas hoy las podemos identificar en el “Capitaloceno”, ese modo de pensamiento que nos quiere hacer creer en una supremacía depredadora que siempre fue y siempre será. Y podemos responder que no, no es necesariamente así.
Mientras lo pienso, salgo a caminar, no voy a mirar vidrieras ni llevo auriculares, me voy a permitir mirar. No voy a seguir indiferente a mi entorno. Voy a ver a cada árbol de mi cuadra, a apreciar los matices del verde de sus hojas y las rugosidades de su tronco. Me voy a detener a escuchar algún vuelo que me atraviese. Quizás levante alguna hoja caída y la atesore en un bolsillo deshilachado. Para más tarde, para otro paseo. Quizás, desde alguna rama, otra hoja me elija para posarse en algún hueco de mi abrigo y caminar, en silencio, conmigo.
Quizás, podamos alojar el encuentro.