El tiempo: sobre “Hija natural”, de Ana Lucía Maldonado.
Por Gabriela Stoppelman
ABRAZO DE MADRESELVA
Natural. Atravesada por las fuerzas de la Naturaleza, por esa aspiración de todo lo que existe a componer y descomponer siempre nuevas tramas, según decía el filósofo Spinoza.
Natural: “El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”, dice Brecht, desde el epígrafe del libro de Ana Lucía Maldonado. Es decir, potencia vuelta barro que se hace mano, mano que empuña herramienta. Golpe que regresa al suelo en forma de siembra, silencioso modo de regar las condiciones, para que el futuro sea la hija del barro, y transforme el horizonte.
Natural: como ese ademán de la tarde al deshilachar la luz; o como “deshilvanados recuerdos se transforman en palabras”.
Y, también, natural: como la huella de los indios pampas y los mapuches, pretendidamente pisoteada bajo el nombre de uno de esos terratenientes de la Provincia de Buenos Aires, de esos amigotes del genocida Roca, quien le dejó de herencia a su esposa las tierras robadas a los pueblos originarios. En la repartija, Doña Carmen de Alvear de Christophersen recibió un pequeño pueblo que aún lleva el nombre de su marido. Recibió justo este, en el sur de la Provincia de Santa Fe, entre tantos que pudo recibir como botín matrimonial. Justo este, porque en este vino a nacer Ana Lucía Maldonado. Una niña que en “los días de viento quedaba del color de la tierra”. Una infancia que, en el patio mediador, entre las habitaciones y la cocina, untó su mirada de “una madreselva que nos envolvía con su perfume” y un día se puso a “desocultar secretos de familia”, a agitar las huellas de los vencidos, de los amputados en un sitio tan lleno de cicatrices, que “no figura en casi ningún mapa del país”.
REVERSIBLES
Corrían Capitán y Dinamita por el terreno, movían la cola de alegría mientras, más allá del patio, un alambrado se continuaba con el gallinero: “Era una verdadera instalación de arte contemporáneo”. Maderas, ramas secas de árboles: todo natural, como quien dice, dispuesto a la transformación. Pero cualquier invitación a metamorfosis tiene su filo, sus pozos. Y hay que hacer fuerza con la mirada para que no se corte la soga, si uno pretende bajar a la profundidad. De igual manera, el hermano de Ana -Adolfo- bajaba a desinfectar el pozo con cal. “Se puede desmayar” “¿Y si se derrumba la tierra?”. Temer, temer dentro de la infancia para exorcizar a la muerte, no para sucumbir al terror. Adelantarnos a la imagen de la desgracia, y evitar que la muerte nos primeree con su imaginación devoradora. Conspirar con las flores. Por ejemplo, con las calas, que rodeaban a la pileta de lavado: “las calas crecían sin ningún cuidado especial. En cualquier lugar, el agua con jabón era su riesgo (…)Dicen que la cala es la flor de la pobreza”. Las calas pintadas de agua jabonosa se ponen blancas. O el agua jabonosa empalidece ante la hidalguía de las calas. No importa en qué dirección va la brocha. La naturaleza tiene esquinas reversibles.
ROJO Y AZUL
Hay un cuerpo contraído en azul y rosas, una hebilla cruza el gris de un cabello que, aliado a la mirada oculta, desciende hacia el rostro que no se ve. La hebilla es como una tachadura de color en la cabellera opaca. La hebilla tal vez sea hija natural de ese tajo que cruza la pared, de esa herida que cruje con el color de la hojarasca del piso y sube por los tintes de las piernas bajo la falda.
Algo brilla en toda esta invaginación sobre sí del cuerpo. Brilla como el contorno del rostro de una madre viuda con muchos niños a cuestas, una madre que “tenía sobre la pared un espejito redondo”, frente al que se pintaba los labios. “Después de las tareas del día se ponía unos zapatos negros con tacos de mediana altura”. Brilla porque denuncia el camino que transitaban esas suelas, hacia rincones opacos. Brilla el taconeo de la madre y retumba en el intenso matiz del rojo de la nena que, sentada sobre un cajón desvencijado, late el color de la batalla, el tono del abuso, la ebullición del futuro que se desborda de la niñez, prometiéndose que será artista. Naturalmente.
PALADEAR EL LENGUAJE
“Mamá nos enseñaba con un diccionario que guardo como un tesoro”. Libélula, refucilo, Eva Perón, Atahualpa Yupanqui. Cuando somos pequeños, no sabemos aún que el placer de tejer una palabra con un objeto o con una persona es el caldo donde se cuece la poesía de nuestro porvenir. Si la palabra se abre, muestra su corazón lleno de llagas. Así sucede con el nombre de la prostituta Mari, a quien Ana Maldonado conoce en la parada de un colectivo. Si se hurga en el resonar de esa mujer abusada por su abuelo, de esa mujer que debe prostituirse para sostener a su familia, regresa un sonido a zapatos negros de la infancia, “¿Tendrá esta Mari relación con mi madre?”
LA ESPÍA
En todo pueblo hay mironas y mirones detrás de las ventanas. En ese sentido, cada quien es, de algún modo, un pueblito que atisba en la otredad: “La escuelita estaba al lado de la comisaría. En el recreo, sigilosamente, nos acercábamos al tapial que dividía los dos establecimientos (…) solíamos ver algún preso (…) ¡Imaginábamos que los reclusos vivían increíbles aventuras! Fantasías de niños. Nuestros ojos nos daban otro panorama: los presos barrían el patio o el cebaban mate al comisario”.
Pero, mientras algunas ventanas dejaban ver, otras se cerraban: “Algo raro ocurría con mi madre para los actos de la escuela ¡Nunca me vio actuar!”. Y, si se trata de buscar algún rastro de las primeras creaciones, “No tengo ningún cuaderno de mi paso por la escuela, porque la directora cada año elegía los míos para enviarlos al Ministerio de Educación de la provincia por sus bellos dibujos”. Por eso, a falta de surcos concretos, la memoria insiste en devolverles consistencia a los fantasmas. Y escribe. Avanzá por el texto de Ana, y verás cómo lo más ausente, poco a poco, toma figura.
EL ÁLBUM EN TREN
“Otra atracción consistía en ir a saludar a los pasajeros del tren que, rumbo a Mendoza, paraban en Diego de Alvear”.
Parte el tren. El lector de “Hija natural” lo mira pasar desde el andén del tiempo desovillado en texto.
Ahí vemos la fritanga: harina, leche, cebolla de verdeo, y un poco de la sangre de la gallina recién degollada, para lograr unas deliciosas y nutritivas croquetas. Más atrás, viaja un recorte de cementerio: “Después corríamos al osario. Tenía una abertura cuadrada sin tapa. Mirábamos los esqueletos tratando de adivinar ¿a quién pertenecería ese cráneo?”. De pronto, hay una agitación de vagones y andenes: “las tormentas me causaban mucho temor. Nos refugiábamos debajo de la mesa, los fuertes vientos huracanados podían volar los techos de chapa. A lo que más miedo le temía era a los rayos”. Pero el clima, súbitamente, se despeja en noches estrelladas con “una fuerza de atracción mágica (…) luciérnagas, bichitos de luz”. En un vagón lleno de obreros, viaja nada menos que Carlos Marx. Solidarizado con la tristeza de la pandemia y con el horror de un país que compromete a sus ciudadanos a pagar una deuda que no le corresponde, Carlitos incita desde su ventanilla a intervenir con pegatinas:
“Quién paga la crisis”
“Por qué pagar una deuda que se fugaron”
¡Ay, el tren de la memoria y sus bucles! Tendrá que esperar un poco la pegatina porque, desde algún coche no fácil de identificar, reclama un suceso anterior al nacimiento de quien memora: “Cuando mi mamá transitaba el último mes de mi embarazo, estaba prendiendo el calentador cuando de repente una chispa se le fue a la ropa”. Y es de no creer cómo la planta de palán palán cura las heridas del fuego, “al punto que casi no le quedaron huellas del accidente”.
QUE HABLEN LAS RUINAS
“Nikita leía y estudiaba por su cuenta (…) con él conocí el comunismo”. Pero la sombra se expande sobre el país. Y Nikita se vuelve un cuerpo donde la sombra habla.
De pronto, como si la oscuridad política desatara los demonios del texto, “Hija natural” comienza a funcionar como un faro a toda velocidad: el aborto, el abuso de la mujer, el cáncer de pulmón, una enfermedad que paraliza parte de los miembros y deteriora el habla. Muchos de los personajes que hacen el pulso de esta historia son tocados por algún embajador de ese rayo que Ana tanto teme. | |
Dice Walter Benjamin: es compromiso de cada generación traer a la luz aquello que reclaman las ruinas del pasado. No hay ningún futuro posible, si primero no se redime a los vencidos de la historia. Así que “Hija natural” toma pico y pala y devuelve ante nuestra mirada, por ejemplo, a la india Micaela, la esposa de Tupac: “subió la india Micaela al tablado, se le cortó la lengua, se le dio garrote y, aunque tenía el pescuezo todo roto, no podía el torno ahorcarla, fue menester que los verdugos echándole lazos, tirando de un lado y otro, dándole patadas en el estómago y pecho, la acabasen matando.” |
AL PIE DE LA VOZ
Hay un hermano que viola y un padre que se ausenta. Hay un hermano que abusa de una hermana niña. Hay un padre que no es padre, un hueco que retira su nombre. Hay un abuso infantil que tarda en encontrar palabras. Pero todo llega. Hay un nombre que regresa sin gracia y sin promesa. Pero llega. Hay unas zapatillas de nena que tienen una cicatriz abierta.
Hay un hermano que no es hermano y un hombre “de baja estatura, con mis mismos ojos, sonriendo”, pero sin mirada. Hay una orfandad que se sube al tren de los días y cambia el perfil de las ventanas, moldea sus aristas, curva el curso del viaje, desafía la amenaza de los orígenes, funde, persevera.
Una voz asoma por los agujeros de las zapatillitas rotas. La escena se impregna con un fuerte aroma a madreselvas y disipa la tormenta. La voz escribe: hija natural, como todo lo que no se rinde.