Sobre los textos de Diego Starosta

 

I

Soy una espectadora entusiasta de teatro. Me gusta esa sensación de anonimato que da el rito. Ese estar junto a otros desconocidos en el acto de conocer eso que se presenta frente a todos, cuando ya no importan nuestros nombres ni de dónde venimos, ni a qué nos dedicamos.

Aún impregnada del hecho teatral, suelo padecer algunos instantes de tristeza al desalojar la sala. La escena del ritual deshaciéndose, la audiencia abierta en abanico y la vista de cada quien en camino a su propia lejanía tiznan el desconcentrar de cierta sensación deshilachada, de una inmanencia pasada, de su después.

Sin embargo, el tiempo es siempre una cosa compleja en su trama. Por eso, ahora que “vivimos en una contemporaneidad donde, debido a la profundización de la elaborada manipulación del deseo y las ideas marketineras propias de este triste capitalismo tardío, las tendencias y las modas alcanzaron un punto apabullante”, me gusta saborear esa confusión de cronologías, bucles y, por qué no, instantes de eternidad, que nutren el pensamiento con la memoria, los temblores, las astillas de lo experimentado en el teatro.

Hay un pensar muy particular que se despereza en quienes no somos expertos en técnica ni en teoría. Tal vez algo parecido a eso que Heidegger llamaba “andenken”, un escuchar, atender, agradecer, reflexionar y poetizar a la vez.  Una curiosidad por lo impropia y a la vez familiar que resulta la materia que despliega lo dramático.

Si la experiencia de espectar fuera de toda “especialidad” implica misterios, valles y picos de luz y penumbras, qué decir acerca de la lectura de artículos que indagan en el hacer de un oficiante del teatro.

 

Cuando Diego Starosta me acercó sus textos, el primer impulso fue decirle, voy a escribir algo sobre eso. Curiosa reacción, pensé después. Aún no había leído nada y ya sabía que querría escribir. Quizás por la cercanía de algunas obras de Diego al mundo de la filosofía; quizás porque en alguna entrevista y en sus espectáculos advertí esa chispa de un pensar que indaga más allá de los conceptos, ese ir hacia ese sitio gestante, originario, indecible; quizás porque escribir es mi modo de leer, mi modo de retribuir el regalo de un trabajo con el lenguaje y esa materia invisible que a veces devela la creación; quizás por todo eso tuve la certeza de un inminente estar frente a una lectura jugosa, de esas que chorrean deseo de más escrituras.

 

 

II

Ya sea que podamos experimentar por un instante pleno el ser con la totalidad de lo existente, como en la intuición de Spinoza; ya sea que apenas sea posible detenernos frente y ante lo sagrado sin habitarlo, como propone Simone Weil; ya sea que lleguemos al sótano del pensamiento de subida, o a la cima de bajada, ese es el único horizonte posible para esquivar la pobreza de la mera cotidianeidad, el hastío del pragmatismo, el vínculo con los seres y los objetos como meros vehículos de “usabilidad”.

Una vida desencantada es una vida mecánica, puramente mecánica. El cuerpo eficiente no toca la gracia. Pienso en lo que apenas conozco. Pienso en el cuerpo del texto hecho de giros ágiles, de destrezas pícaras, de prolijos conflictos, haceres y discurrires. Y aún así, tantas veces permanece como un cuerpo sediento, en busca de encontrar la falla, el sitio por el cual el sabor es siempre a poco, a algo que no alcanza.

 

Leo en los textos de Starosta: “El hecho de que haya uno o varios cuerpos en el escenario no garantiza su eficacia en términos de suceso extra-ordinario. Esos cuerpos deben desplegar su potencia: deben acarrear una acumulación de fuerzas opuestas que crean el Misterio, la forma cautivante que está muchas veces antes del sentido”. Y después: “Esa cualidad en los cuerpos escénicos no es producto de la voluntad o de la espontaneidad”.

III

Claro, Spinoza, pero corrido de su famosa sentencia: “nadie sabe lo que un cuerpo puede”. Tal vez más cerca del corazón de su pensamiento, de una definición en apariencia críptica y un poco dura, aunque con un carozo imprescindible: la de sustancia. Infinita, ella, expresa infinitos atributos en infinitos modos. Vamos de atrás para adelante. Nosotros somos un modo, una expresión, una escritura, un cuerpo misterioso que es una forma en que lo infinito se dice. O actúa. En nosotros se hablan, muestran, dan a ver, desocultan dos atributos: pensamiento y extensión. Somos esa humilde forma de ser de todo lo que es y, a la vez, somos todo el infinito de ese modo. Una miniatura del infinito que no acepta exclusiones. Ni jerarquías. No es cuerpo o pensamiento, ni uno versus el otro. Se trata de una unidad impregnada de totalidad.  Si la unidad se escinde, si quedan solo los cuerpos “ellos devienen, entonces, fetiche: un objeto al que se le atribuyen características, despliegues y expectativas que en la práctica no suceden. (…). Asistimos a innumerables puestas donde los cuerpos están instalados en el espacio de representación, pero carentes de teatralidad; banalizados hasta el hartazgo proyectan una energía y una idea de actuación, más cercana a cualquier acto diario e inconsciente, sustentada en la búsqueda de una supuesta verdad escénica disfrazada de dudosa naturalidad. El acento se deposita sólo en el sentido y en una floja representación mimética que produce la dilución de la forma teatral”, dice Starosta.

 

Avanzo, me atrevo, creo que comprendo esa dudosa naturalidad. Tiene todo el aspecto de una silueta exiliada, desarraigada, de una náufraga que chapalea en el énfasis de intenciones claras, de sentidos grandilocuentes, definidos. Puede incluso aberrarse más aun, y ensoberbecerse en conclusiones, moralejas, en la peor de las cerrazones.  Formas expulsadas de su fuente creativa, vaciadas de poesía, aunque se llenen de versos. Formas confinadas a la ausencia de infinitud.

 

IV

¿Y cómo regresar de ese exilio? ¿Cómo lograr que “un cuerpo en escena (…) se transforme en un campo de batalla de intenciones, de contradicciones (expansiones y contracciones) materiales y dinámicas”? ¿Cómo regresar, a sabiendas de que no se vuelve más que siendo otros?, ¿cómo huir de la dicotomía: “un teatro de cuerpos “ausentes”, (…) y de su reacción, (…) espectáculos, talleres y “performances” de todo tipo que presentan una supuesta valoración del cuerpo en la escena (acompañados casi siempre de un rejunte de palabras de moda también fetichizadas), pero en donde el núcleo de lo que se observa es un uso desmesurado del mismo y en donde la energía se despliega sin forma ni complejidad.”?

Cuánto se parecen las encrucijadas del hacer teatral a las de la escritura y a las de la existencia ciudadana. Donde el pancito no se moja en el guiso de lo indecible, todo no es más que mera “implantación de un cuerpo en una situación de representación”.

 

Más que buscar decir, sería bueno comenzar a transitar otras preguntas. Una que siempre me asiste en estos baches es la provocación de Vinciane Despret: ¿seremos capaces de pensar sin explicar? ¿Podremos abandonar el vicio de la lógica instrumental, la insipidez de los motivos y sus habilidades de reacción en cadena?; ¿encontraremos la ruta hacia esos “factores de producción dinámica, que hace falta conocer y comprender para que el pensamiento se transforme en acto”? ¿O seguiremos aferrados a “una épica de la derrota (…): esa “fetichización de los pensamientos, ideas y acciones”?

 

V

No hay nada que delate más a un ser aprisionado en su identidad que el énfasis sin contenido, o “la invención de un ayer ilusorio,” o “todo ese marketing de lo políticamente correcto en nuestra actualidad”.

Ya se han cerrado las compuertas de los tiempos del mito, es imposible “la sobrevida de lo “trágico” debido al derrumbe de la relación entre el mito y su actualización en el contexto”.

Allí hay efectivamente una derrota, es decir, una chance de dar vuelta las ruinas del lado del ruedo y ver qué queda de la fuerza mítica en nuestras manos.

Quizás sea mejor intentar desasimientos que ataduras. Quizás los dinamismos de la gramática y de los cuerpos necesiten reencauzarse hacia ese sitio que no queda en ninguna parte, pero tampoco es una utopía. Tal vez en las cercanías o entre los escombros encontremos ese pulso del cuerpo pensamiento, y comencemos a remendar las fisuras. Tantos quiebres que nos tienen atrapados en la superficie, vedados de toda gradación de las alturas y los estratos…

A propósito de estratos, dice Diego: “Como director de teatro pienso en términos de estratos: una pieza teatral es la polifonía de planos con sentidos propios ―y hasta autónomos― que intentan un entramado de coherencia, un gesto de belleza. El teatro se manifiesta en las tensiones entre los planos de una puesta y no en sus convergencias lógicas y deducibles.”

 

Una arqueología de lo teatral, una milhojas de fuerzas en tensión que, ajena a resolverse entre ganadores y perdedores, cincha. Igual que en el poema- y  en lo poético en general- las cuerdas convergen en armonías o divergen en contrapuntos, pero finalmente se expanden hacia su contornos reverberantes, dinámicos y mutantes.

Es común escuchar en asistentes a talleres de escritura contar “cómo el poema se le escapa del control”, “cómo la narración toma su propio cauce”. Ningún truco, no. Sí, toda la magia de las transformaciones montadas en la potencia de sus impulsos multiplicados.

 

 

VI

Entre la escritura de Diego encuentro una del año 2021, celebratoria: “En 2021 la compañía El Muererío Teatro cumple 25 años de trabajo ininterrumpido. Este hito cronológico intenta ser una celebración, no de una “duración”, sino de la belleza y potencia de los ciclos. Un camino, un recorrido, una vida, cobran otra dimensión si se los piensa desde esa perspectiva. Pensamos el tiempo mayormente desde el pasado hacia el presente y cargamos de aspiraciones el futuro, es decir, de una forma lineal. Pero en realidad pareciera que todo está organizado en rotación y, además, no de forma aleatoria. Que todo rote habla de estructuras que tienen que complementarse”.

Pero el reloj no tiene la culpa. Es nuestro ritmo servil a su marcha, nuestra necesidad de ubicar en un plano aquello que parece vivir de curvas y turbaciones. Nadie sabe bien qué es el tiempo. El otro día escuché a Brian Cox, un gran divulgador científico, confesar: “si nos preguntan qué es el tiempo, definitivamente, no lo sabemos”. Por eso es que en su insistir como pregunta se reedita esa razón poética que une pasado presente y futuro, deja pasar a la eternidad en el instante, desnombra y renombra, sin el temor de los propietarios.

Lindos los tiempos que agitan los relojes, descolocan, desafían la modorra de todo hastío.

 

 

VII

“En cualquier objeto teatral el “todo” es más que la sumatoria de sus partes, pero para arribar a ese “todo” solo puedo hacerlo a través del entramado de los diferentes planos y niveles dramatúrgicos que lo producen. Pienso en la dirección escénica o en la tarea de dirección, como la labor que tiene el objetivo de organizar y/o crear las relaciones necesarias y particularmente coherentes entre estos diferentes planos y niveles dramatúrgicos con el fin de construir una obra escénica.”

¿Cuántos modos de establecer relaciones habrá? Spinoza insistía en que todo conocimiento comienza por el cuerpo, por las pasiones. Pero allí, aunque hay un comienzo, no está lo originario, no hay verdad. Para eso debemos pasar al segundo tipo de conocimiento, la razón (que no es la mera lógica) que establece relaciones, teje: “La palabra texto, antes que significar un documento hablado, manuscrito o impreso, significa tejido.” Y, como en el arte de tejer, existen muchos puntos que abren al descubrimiento de todos aquellos otros, a los que aún no se ha atrevido la lana del lenguaje. El infinito chorrea por todas partes, salvo que lo acorralemos en el depósito de lo cuantitativo: allí podemos padecer la ilusión de detenerlo. Si, en cambio, como Alicia en el país de las Maravillas, nos acercamos a él desde la muchidad, desde lo intensivo, algunos niveles de organización comenzarán a tomar consistencia. Diego Starosta destaca tres, para un espectáculo teatral: “el dinámico, ligado al cómo de los sucesos; el narrativo, vinculado con el qué, con el significado, y el evocativo, producido por el mundo de representaciones propio de cada espectador”.

 

Todo novelista conoce el devenir de la dinámica narrativa. De hecho, en El arco y la lira, Octavio Paz desliza una idea hacia la cuna de los ritmos. Tal vez el origen de la poesía sean los tam tam de los tambores rituales primitivos, y el de la prosa, el ritmo de la danza, en su coreografía.

Lograr que un poema cante, o que el narrar dance cuando cuenta es uno de los horizontes de todo oficiante de la palabra.

Lograr que “la única posibilidad de expresión de placer en el plano local viene de la legitimidad de lo bárbaro en lo civilizatorio: de la fascinación”. Lo bárbaro: aquello que Rodolfo Kusch llamaba lo demoníaco en lo americano, la forma en que la copa de un árbol se extiende hacia las otras, la trama sagrada exenta de moral, pero no de cuidado. La filigrana delgada que nos religa como espectadores, actores o escritores entusiastas, embriagados por los dioses.

Así atravesé estas inquietantes lecturas de Diego Starosta. Gracias.

 

 

 

Las imágenes son todas extraídas del la publicación enviada por el autor.

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