La queja: sobre Teresa Pérez, vida y poesía.
Por Josefina Bravo
Y YA PASA LA TARDE CORDELES DEL SILENCIO
“Como si fuera fácil decir con la misma voz
lo que tantas voces han callado”
T.P.
La poesía de Teresa lleva la voz y el sentir de una minoría cuya historia, con suerte, se aprieta en una línea de algún libro que, al pasar, menciona los desmontes en La Pampa, después de la ‘Campaña al desierto’. Por entonces, después del genocidio de la población originaria de la patagonia, se buscaba ampliar las tierras productivas y, al mismo tiempo, satisfacer la demanda de leña de Buenos Aires, donde escaseaba el carbón inglés, a causa de la Segunda Guerra Mundial. Esa gente que, en condiciones paupérrimas de trabajo, vivienda, salud y muchos etcéteras, se ocupó de hachar los montes, no figura en la historia que leemos en los libros.
Yo nací en el año ’47, en un horno de ladrillos, en un rancho de adobe. Me atendió una partera de Santa Rosa, se llamaba Justa Ibarra, una idónea. ¿Viste, donde está el Barrio Escondido actualmente? Bueno, a la izquierda, había una chacra donde estaba el horno. Mis padres eran horneros. En el verano, ellos cortaban adobes y hacían los ladrillos. En el invierno, hachaban en los montes y vivían en los toldos. Se hacía el pozo veinte centímetros para abajo, se ponían los palos y pasto, puna arriba. Un pozo con un techo de pasto puna. Era una cosa totalmente precaria, imposible de imaginar hoy. La pobreza era tan grande que yo no la puedo describir. No teníamos nada. Nada es nada. Ni cama, ni silla, nada. Era una cosa terriblemente miserable, que ofendía la dignidad humana desde todo punto de vista. Y, sin embargo, era así. A mí no me duele recordar. Me duele el aprovechamiento y la explotación de esa pobre gente, entre la que estaba mi familia.
TODO EL HACHERITO DE NIÑEZ SIN JUEGO
Estamos sentadas alrededor de mi mesa: Teresa, Luciana, Emilce y yo. Hace tiempo queremos conversar con ella sobre las hachadas y el rol de la mujer en los campamentos de familia, por la dramaturgia de una obra en la que estamos trabajando. La charla se va por las ramas a cada rato, hablamos de poesía, de música, de amor, nos cuenta anécdotas de Bustriazo y de Juan José Sena. Tomamos café con torta, reímos. Si no supiéramos, ¿cómo imaginar las condiciones en que creció?
Hasta los siete años, yo sólo conocía gente que se agachaba mil y pico de veces por día para hacer esos adobes, que después quemaban en la hornalla, en el horno. Y también veía gente hachar. Yo creía que el mundo era eso. Toda mi familia era hachadora, por parte de madre y por parte de padre. Todos vivían en el monte. ¿Sabés cómo hachaban las mujeres? En el monte era famosa mi abuela Ramona, porque hachaba muchísimo más que mi abuelo Francisco. Y mamá era famosa porque era muy joven y hachaba muy rápido. Ahí, cuando los chicos cumplían nueve años, ya salían con el hacha al hombro.
Y, si no, pelaban los postes que habían hachado los padres, los descascaraban, ¿alguna vez vieron cómo son los postes de los alambrados? Yo todavía tengo una tía que vive en Buenos Aires Capital, dos por tres, viene. Si ustedes la quieren conocer y preguntarle qué hacía cuando era chica en el monte, ella les va a contar. Tengo 73 años, ella debe tener cerca de 90. Había unas sierras largas, largas, con unas empuñaduras en cada extremo, unas manijas con la formita de la mano. Entonces, Gloria agarraba de un extremo la sierra y Elba -la hermana- agarraba el otro. El caldén volteado, una nena de cada lado, y serruchaban. Los hombres grandes volteaban los caldenes y, con las sierras, las nenas los seccionaban. Cada una de esas secciones se llamaba rollizos, que eran cargados en los vagones de los trenes de carga de los pueblos. Al principio, eran sacados del monte en carros, un tipo de carretas muy grandes. Más adelante, los camiones buscaban los rollizos en el monte.
VIBRÓ MI LLANTO DE VARA LASTIMADA
Si no la devolvemos a su historia particular o a su poesía, Teresa inserta su relato en el contexto histórico y sigue. Ella es Profesora de Historia, ya jubilada. Se ríe y nos dice que enseguida se pone a dar clase. Nosotras, de todas formas, la escuchamos con gusto.
Yo estudié historia por el fracaso de no haber podido estudiar abogacía, porque tenía que ayudar en mi casa paterna. Estuve en La Plata, en Santa Fe, pero no hubo caso, no me daba el bolsillo. Primero estudié letras y dejé, porque le mostré mi poema “El último caldén del día” a mi profesora de teoría literaria y ella me dijo que no servía. Y yo me enojé con ella. Salí enfurecida.
Lectura de «El último caldén del día»
Una mimetización del sujeto poético con el caldén, en particular, y con la naturaleza en general. Es el árbol “como un cuerpo sin sostén, sin equilibrio (…) con su verde cabeza despeinada”. Y, cuando regresa el hombre al toldo, después de su jornada de trabajo, después de dar tanta muerte, se la trae a cuestas en su propia sombra. Es que al hachar, se hacha a sí mismo. Como si el monte le devolviera lo que el hombre le da.
En otro poema, la sangre del hachero se vuelve verde; en otro, confiesa “me confundí espesura” y también “corrieron con mi sangre bracitos de pura espina sola”.
Tanta mano-madera, olor en la piel, en la corteza, tanto compartir las inclemencias del tiempo en esa tanta soledad. “Decime en qué otoño morías madera”. Y, en ese ‘morías’, la muerte compartida.
Sí, es él y es el caldén. El hachero se iba muriendo. Vos imagínate, esos cansancios tan terribles, ese sudor, esa ropa transpirada. Venir a tu casa y no tener dónde bañarte. Es terrible. El capataz llevaba el agua en un tambor o, si no, vendía el agua un hombre que iba en un burro con un carrito atrás de dos ruedas. Eso era para tomar y para cocinar. Y te bañabas con un trapito.
DE PEDRO SILENCIO DEL MONTE A mi mejor amigo, mi padre Me pregunto qué regresabas |
ESTE VACÍO DE MUERTE CRECIÉNDOME EN LOS PASOS
Del monte, Teresa trae recuerdos de los olores, de los ruidos, de la cruda pobreza, del trabajo duro y tan exigido que, por tantos años, hizo su familia. Así y todo, los poemas no son quejosos. Sí hablan del dolor, del abandono, de la soledad y la orfandad de esa gente.
Algunos textos referidos a las hachadas pueden leerse en “Vuelo Plural”, una publicación que hizo junto a otros amigos poetas. Pero es sólo una parte de su primer libro, inédito, “De las hachadas”.
A ese libro lo escribí cuando tenía 17. Y estuvo perdido, 30 años. Hay libros que han desaparecido de mi biblioteca de forma desgraciada, chicas, y de eso no me quiero ni acordar. Entre ellos, este. Y, bueno, lo recuperé hace dos años y medio o tres. Le falta un relato. Pero no me importa porque está todo. No se publicó: yo nunca pude volver a enfrentar esa lectura, a corregirla. Un día, Lautaro Bentivegna me hizo una entrevista. Me preguntó si tenía algo escrito sobre esa época y le conté de este libro. ¿En dónde lo tenés?, me dijo. Ahí, arriba de la mesa, le contesté. Lo agarré y leí uno de los relatos entero, de principio a final. Y qué pasó: yo lloraba y él se conmovió.
Era la primera vez que lo veía y lo abracé. Ya te digo, no puedo enfrentar eso, es demasiado doloroso. Los relatos eran cuatro, uno lo perdí y tengo tres. Uno trata acerca de una violación en esas épocas, otro es un monólogo donde habla mi papá solo y el tercero se trata de la demencia de mi abuela Paula, que comienza cuando -en el monte- pierde a su hija más chica, Angelita. De hambre se murió mi tía, la hermana de mi padre. Entonces, mi abuela empezó a perderse, a perderse, a perderse y, bueno, se perdió para siempre. Imaginate. Ahí lo único inventado es que había gallinas, esa es una influencia de la lectura de los latinoamericanos. Qué gallina va a haber en el monte. No había gallinas ni perros, aunque la narración de la violación termina con un perrito. Y es tan doloroso, tan doloroso. Mi abuelo fue el que me contó todo eso. Y mi padre. Con médicos, con farmacéuticos amigos, averigüé si era posible que una persona se muriera de hambre así. Y me dijeron que sí. La cosa era que el capataz pasaba por el toldo a levantar el pedido, la mercadería: grasa de vaca, harina, yerba -no para tomar mate, sino para hacer el mate cosido-, tabaco, fideos y muy poco de una cosa que se llamaba tomaco, una especie de salsa envasada en una latita. Después, con la harina esa, ellos hacían tortas al rescoldo -arriba de las brasas, del fogón-, porque obviamente no había cocina.
Carne no comíamos porque no se podía cazar. Prohibido. Los patrones de las hachadas impedían que hubiera perros, decían que los hachadores salían a cazar piches a la noche y, después, no trabajaban. Así que también es un invento que había perros. Los que mandaban en los obrajes eran los capataces, no el dueño del campo. El dueño del campo no tenía nada que ver. Quería que le desmontaran sus tierras para sembrar, algo lógico. Pero no trataba con los hachadores. Los capataces pagaban y hacían los pedidos de mercadería. Una vez, el capataz fue al toldo de mis abuelos y mi abuela le encargó el pedido, viste. Entonces, el capataz le dijo: «Paula, pero ustedes no tienen nada hecho». ‘No tienen nada hecho’ quiere decir que no tenían leña, hacía una semana que no hachaban. Había unos fachinales tan inmensos -unos yuyos altos y con espinas-, que no se podía entrar al monte, por eso, no habían hachado. Primero, se tenía que sacar todo ese fachinal. Y, al no tener el producido de la leña, el capataz consideraba que mi abuela le debía a él. Bueno, a raíz de eso, de estar tanto tiempo sin comer, todos se agarraron cursiadera.
Esa palabra usaron mi papá y mi abuelo. Diarrea, sería. Entonces, estaban todos tirados en los toldos, en los trapos. No había camas ni nada. Mi abuelo y mi padre no se habían enfermado y seguían trabajando con el hacha y con el asunto de los fachinales esos. Y, bueno, así estuvieron más de una semana. Cayó de vuelta el capataz y mi abuela le pidió, por favor, que le diera algo porque se estaban muriendo. El tipo se asustó y le llevó harina y grasa. Entonces, lo primero que hizo mi abuela es poner la grasa en un tarro grande. Ella hacía unas cosas que se llamaban torrejas. Según me explicó, eran unas tortas gorditas de harina. Y era tanto el hambre que las primeras tortas estaban crudas. Como la que andaba más jodida de salud era la nena, mi abuela le dio esas torrejas y la nena se agarró un empacho, como se diría en ese tiempo. Y le cayó mal, le cayó mal, le cayó mal… y estaban a 18 leguas. Hasta que llegaron al Hospital Lucio Molas, imagínate vos que la nena se murió. Por eso, ese relato termina con mi abuela ya loca, ya demente. Decía: “Yo sé bien que fueron las torrejas”.
YO NO QUERÍA ESTA DESOLACIÓN DE TAPERAS
En los poemas, se reitera la alusión a la espalda: la fuerza, el sostén. Y, también, la figura humana vista desde atrás, donde distinguir el rostro -que da la identidad- no es posible. La espalda, porque hay unos ojos que miran sin ser vistos, sin ser tenidos en cuenta, sin ser reconocidos.
La espalda es el soporte de todo trabajo y también, de toda abrumación, de cosas que te pueden pasar en la vida. Es como una mochila que llevás ahí arriba, mochila de angustia, de soledad, de des-alegrías. Y también de alegrías, que son menos.
Gente de cabeza agachada, que lleva en su mirada gris la tristeza del monte. Gente de “sordos pasos en la huella”, sin voz, sin posibilidad de ser escuchada a causa de, como dice el poema: “la poca huella debajo de mis suelas”. El silencio, la invisibilización, eso cuentan los textos de Teresa. ¿Para qué? Para devolverlos a la historia que los dejó olvidados, porque no es posible reparar sin nombrar, sin contar su existencia.
Esto no está estudiado. En todos los libros acerca de La Pampa, apenas está tocado. Capaz, sale una foto de un vagón cargado con rollizos, pero nadie nunca habla de la gente. Salvo Pepe Prado, de Pico, que en «La fiebre del caldén», unos artículos del año ’43, contó lo de Ingeniero Foster, donde había obrajes de hombres solos.
QUÉ SOLO ESTUVE, QUÉ SOLOS ESTUVIERON MIS HERMANOS Desde antes de mis hijos que vendrán entre las piernas |
Porque lo callado vive en el cuerpo: “vine huérfana con una herida abrazándome los ojos (…) con una procesión de cabezas, todas grises, / inclinadas de humedad en los inviernos”. Porque el dolor llaga, de generación en generación, se hace sombra y lo tiñe todo.
Por suerte, existe la palabra para decir que -entre ese montón de hachadores y hachadoras de La Pampa- hubo una Ramona, un Pedro de Lugo, otro Pedro hijo y padre, un Olivio, una Paula, una Cuantuarencia -la única-, a quien llamaban Pampa. Una Angelita, que murió de hambre en el monte. Teresa se encargó de darles voz a los callados, de devolverles la identidad. Y, al nombrarlos, los inmortalizó en sus poemas.
ABUELO MÍO Para Pedro, de Lugo Quiero que vuelvas más allá |
CRUZANDO LA TRISTEZA DEL ASERRÍN AL BARRO
Nosotras somos cuatro hermanas, pero dos hermanos murieron en el monte. Los varones mayores. También, a falta de salud, de miseria. Murieron muy chiquitos, uno tenía dos años y el otro era más chico. Fue antes de que yo naciera. Cuando nos vinimos a vivir al horno, ahí al lado del escondido, era increíble. Yo escuchaba que nunca más íbamos a volver al monte. Decían eso. Y, al final, todos los inviernos teníamos que ir a parar a ahí, porque los ladrillos se hacían en verano. Después, mi padre decidió comprar un terreno en unos descampados: un rancherío -al final, final, final- de lo que es hoy la calle José ingenieros, en Villa Santillán. Él hizo semejante sacrificio y compró una casa que no tenía ni puertas ni ventanas. Ahí vivíamos.
Desde esa casa, yo iba a la escuela 180, que está en la Roque Saénz Peña. A la escuela fui ya grande, porque a mí todo me llegó tarde. Yo le enseñé a leer y a escribir a mi papá. Y mi papá, a mi mamá. Ella, ya como de 75 años, iba a la escuela. Mi mamá siempre fue una luchadora, pobre. Después de trabajar en los montes, trabajó de sirvienta. Hasta que agarró para limpiar pisos y servir café, ahí, cerca del barrio escondido, en un galpón que se llamaba Remecó. Ahí se jubiló. Un trabajo re piola.
Pampa, la mamá de Teresa, falleció el año pasado. Nunca quiso hablar del monte y de las hachadas. Todo lo que supo Teresa lo escuchó de su padre y de su abuelo.
QUE NO VENGA OTRA NOCHE A SER MUERTE
Entre té, café, música, torta y charla, le preguntamos a Teresa qué poeta la deslumbró. Y, sin dudarlo, nos dice: Bustriazo. Ella compartió con él, porque los papás de sus amigos eran policías del Territorio Nacional -cuando La Pampa todavía no era provincia- y trabajaban con Juan Carlos, que también era telegrafista. En esa comisaría, pasaron a máquina ese primer libro inédito “De las hachadas”. Ella jamás había visto una máquina de escribir. Y, cuando le preguntamos en qué momento empezó con la escritura, nos dijo: desde que aprendió.
Yo fui muy lectora desde que empecé a leer. La primera vez que vi un libro fue en la escuela 180. Yo era una nena sin instrucción, pero no sé por qué me daba cuenta de todo lo que pasaba, lo percibía. Si me querían esconder que uno le había pegado una puñalada al otro, yo sabía de qué se trataba. Porque yo viví muchas cosas, chicas.
Ver a una persona tirada, muerta por alcoholismo. A otro, colgado del techo de los ranchos de los hornos, suicidado… Después, también vi tirada a una mujer que tenía una pollera plato tipo escocesa marrón a cuadros. Y resulta ser que estaba muerta, la había matado el marido. Por eso, yo nunca soñé nada. Lo único que sí siempre soñé fue no casarme. Cuando tenía 13 años, le dije a mi tía Teresa que no me iba a casar. Y la tía me contestó -voy a usar las palabras que ella utilizó-: cuando tengas 18 años y te calientes con un novio, vas a ver cómo te vas a casar. Esa palabra usó, a esa edad yo no sabía de qué hablaba. No, tía, yo no me voy a casar, le dije. Uno de mis orgullos es que soy soltera. Y no tengo hijos tampoco.
La tarde se nos fue en un pestañeo. El sol ya apoyaba su panza en el oeste, cuando empezamos a levantar las tazas del té y los restos de torta, entre intercambios de libros y algún cd de música pampeana. Atrasamos un poco la despedida porque siempre queda algo más para hablar, ¿escuchaste a este músico?, ¿leíste a este poeta?, ¿dónde consigo tu último libro? Cualquier cosa me llaman, chicas, lo que necesiten. Y es tan difícil reeler y editar todo esto, porque la Tere se merece el mejor relato. Y está su poesía, con la belleza y la tristeza del monte, con el dolor de quien muestra su verdad y queda desnuda. Pero, también, con la necesidad de contar para sanar, para que no vuelva a suceder, para hacer del mundo un lugar mejor.
Nota: todas las citas y todos los títulos corresponden a poemas de Teresa Pérez.
Emocionante…yo alcancé a ver los toldos en el Sur de San Luis y el Oeste de Córdoba… seguían igual a mediados de los ochenta…