El encuentro: entrevista a Adrián Paenza.
Entrevista: Isabel DÁmico, Verónica Pérez Lambrecht, Lourdes Landeira, Claudia Quinteros, Alicia Lapidus, Estela Colángelo, Gabriela Stoppelman, Esteban Massa
Edición: Gabriela Stoppelman
Fotografía: Ana Blayer
“Uno no quería contar con nadie, y Uno sentía que después de él estaba el infinito./Y a Uno lo sempiterno le daba miedo, así que Uno, muerto de pavor, se fijó en Cero./Y cuando Uno vio a Cero, pensó que Cero era el número más bonito que había visto y que, aun viniendo antes que él, era entero./Uno pensó que en Cero había encontrado el amor verdadero, que en Cero había encontrado a su par,/(…)Cero era algo cerrado y le costaba representar textos pero, junto a Uno, hacían el perfecto código binario./Eran los dígitos del barrio y procesaban el amor a diario, pero uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, así que Uno perdió a Cero./Y Uno, una vez más se volvió a quedar solo, separado como una unidad./Sin Cero, su vida se consumía como una vela. Sin Cero, el tiempo en él hacía mella…/Y Uno empezó a contar, pero sin Cero, (…) /Uno se olvidó de Cero y le dijo adiós. Uno se olvidó de Cero y tal vez hasta del amor, y empezó a contar hasta lo que más miedo le daba: hasta el infinito/… O tal vez solo hasta dos.”
“El Cero y le Uno”, César Brando
Vamos a pedir tres deseos para jugar a infinito. Por ejemplo: que las reglas se decidan sin patrones y, a la vez, permitan leer cómo lo invisible teje entre los días. Quedar integrados, claro, aunque sin coerción. Y derivar solo tras la geometría del deseo. O mejor: vamos a curar las cifras, limpiarlas del peso de tantos deberes, vamos a hacer una reverencia al tiempo que juega y se curva, para sacarle una sonrisa a las rígidas cronologías. O, quizás, lo más urgente sea reaprender a dar los buenos días. Así, en un plural expresivo, en una indicación de intensidad más que de cantidades. No importa qué diga la Real Academia al respecto, porque o es academia o pisa lo real. Y una vez saludados y encontrados, pelotear las horas hasta que caiga la ficha de lo impropio. Dicen los que saben que no saben que, a velocidades audaces, se nota a las claras el absurdo de los dueños. ¿De quién es la pelota en el infinito? Dicen que acumular es solo un error sinuoso en líneas demasiado rectas. Que, cuando un número arranca a vagabundear hebras sobre el vacío, el vacío se muestra pleno y dispuesto a cambiar el rumbo. Cuentan que un día el Uno, tan obscenamente dividido por sí mismo, se reía a carcajadas frente a un saturado espejo y gritaba: “no se puede dividir por cero”, “no se puede dividir por cero”. Gritaba, como quien sube el tono de una insaciable virtud. Y, como nunca se sabe el nervio que toca la voz, vino a pasar por allí una tarde, una luz que pujaba en multiplicidades, una que no sabía si estar o no de acuerdo consigo misma. Pero, mientras vacilaba, arremetía, y se fragmentaba en destellos. Esa fue la primera vez de penumbras despabiladas en rincones, de oscuridades palpándose los contornos, viéndose singulares y anchas, igual a un Cero que descubre su condición par, su impulso a hacia los otros: refutaciones de la nada en la simplicidad del encuentro.
Cuando pasó cerca del espejo, el Cero halló al Uno casi aplastado de tanto sí mismo. A punto estuvo de gritarle, “no conviene dividir por Uno, no potencia dividir por Uno”. Pero, al instante, advirtió que nunca es bueno señalar el error con tanta urgencia. Así que le tendió el brazo y lo invitó a caminar. Pesado, el Uno se puso de pie, mientras el Cero le proponía un juego. Vamos a pedir tres deseos, le dijo. Vamos a jugar a ser huéspedes de una gramática abierta, que tienda a infinito. En esa generosidad de la cita, conversamos con Adrián Paenza. Su palabra sopla las velitas y busca multiplicar la luz. La atesoramos.
YO ES OTRO
“Quiero ser poeta, y me esfuerzo en volverme Vidente: yo apenas sabría explicárselo y, aunque supiese, usted no comprendería nada en absoluto. Se trata de alcanzar lo desconocido por medio del desarreglo de todos los sentidos. Los sufrimientos que ello conlleva son enormes, pero hay que ser fuerte, haber nacido poeta, y yo me he reconocido poeta. No es culpa mía en absoluto. Nos equivocamos al decir: yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa. Perdón por el juego de palabras. Yo es otro. ¡Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y al carajo los inconscientes que pedantean acerca de lo que ignoran por completo!”
Carta de Arthur Rimbaud a Georges Izambard, Charleville, 13 mayo 1871
Me pasó algo muy interesante con el trabajo de lectura de mis textos que me enviaron. Y, a propósito de eso, les quiero contar una historia: cuando hice mi tesis para doctorarme en matemáticas, en 1979, tuve que resolver un problema. En aquel momento, yo venía con un entrenamiento particular, permanentemente informado y concentrado en el tema. Hoy no podría hacerlo ¿Por qué les cuento esto? Hace poco me traje un ejemplar de mi tesis a Chicago. La estuve leyendo y sentí que algunas de las cosas que escribí me gustaría poder discutirlas conmigo mismo. El trabajo de ustedes con mis libros me trajo esa misma sensación.
Esa es una de las cosas lindas de la escritura: con el tiempo, siempre provoca esa sensación de extrañamiento. Es buena señal, porque significa que uno anduvo cambiando…
Exactamente. Y les cuento algo más. Para una reunión de claustro del Departamento de Matemáticas, había llegado a la Argentina, después de mucho tiempo de haber estado exiliado, Eduardo Dubuc, docente mío, en 1965. Eduardo es uno de los mejores matemáticos argentinos y, en su especialidad, posiblemente del mundo. Después de haber vivido tanto tiempo afuera, en tantos países diferentes, él ya no hablaba bien ningún idioma, ni castellano. La cuestión es que, cuando le tocó hablar, dijo: “Bueno, yo voy a decir algo, pero no sé si voy a estar de acuerdo con lo que voy a decir.” De esa frase me acordé cuando empecé a recorrer la lectura que ustedes hicieron de mis libros y me enviaron por mail. Es más, me dieron ganas de compilar todas estas cosas y publicarlas.
Qué alegría lo que decís. Interesante la frase de Dubuc, en relación a despegarse de la certeza.
Por eso mismo, nunca olvido esa frase. Y, al revisar lo que uno ha hecho en el pasado, siempre se encuentra con sorpresas. En relación a eso, les cuento otra anécdota: yo tengo grabados todos los programas de televisión que hice. Si quisiera volver a verlos, necesitaría otra vida. ¡Imagínense que mi primera aparición en TV fue en el año 1972! La cuestión es que una vez vinieron un par de amigos norteamericanos a casa y, al ver que yo tenía tamaña cantidad de VHS, me pidieron que les mostrara alguno de los más antiguos. Busqué un programa de “Todos los goles” y lo puse. Pero, en un momento, decidí parar la casetera porque me escuché a mí mismo hablar como desde un púlpito y decir: “Para que un club sea grande, necesita tres patas: buenos dirigentes, buenos jugadores y un buen cuerpo técnico. Y el único ejemplo de eso que tiene hoy la Argentina es (…)” Lo paré. Me decía a mí mismo: ¿a quién habré nombrado en aquel momento? Obviamente, hoy no podría nombrar a ninguno, porque está todo plagado de irregularidades, de episodios de corrupción. Por supuesto, quienes estaban conmigo no entendían nada. Para empezar, no hablaban castellano, lo que les importaba era verme a mí joven. Pero a mí me pasaba otra cosa. El ejemplo que yo daba de un club provisto de esas tres patas era Argentinos Juniors ¡qué horror! Igual que les pasa a otras personas que trabajan en los medios, yo no puedo verme ni escucharme. Tengo un argumento para eso, aunque no sé si ese es el motivo por el cual me incomoda verme en grabaciones de hace tiempo. Sucede que, cuando hablamos, simultáneamente pensamos y elegimos qué no decir. En tanto que el recuerdo de lo dicho es muy fresco, uno también sabe qué quedó en ese pensamiento subyacente a sus palabras. Pero una vez pasados cinco o diez años, me escucho a mí mismo como lo haría cualquier otro oyente, y ya no hay forma de recordar qué dejé de lado. Es así, toda elección implica una pérdida. Al contarles esto, estoy perdiéndome de contarles otra cosa.
VERSIÓN, EN MÍ SOSTENIDO
“Yo no sé nada/tú no sabes nada/él no sabe nada/ellos no saben nada/ellas no saben nada/ustedes no saben nada/nosotros no sabemos nada/la desorientación de mi generación tiene su/explicación en la dirección de nuestra educación/cuya idealización de la acción era -¡sin discusión!-/una mistificación en contradicción/con nuestra propensión a la meditación/a la contemplación y a la masturbación/(gutural, lo más guturalmente que se pueda)/Creo que creo en lo que creo que no creo/y creo que no creo en lo que creo que creo/cantar de las ranas/y subo las escaleras arriba/y bajo las escaleras abajo/¿Allí está?/¿Aquí no está?/Allá está?/ Acá no está/y subo las escaleras arriba/y bajo las escaleras abajo.”
“Espantapájaros”, Oliverio Girondo
Uno de los temas que trasladamos de entrevista en entrevista, es la dificultad que todos tenemos para estar donde estamos y no tironeados de la nariz por el futuro o por la melancolía hacia el pasado. Recién hablabas de estos juegos del tiempo con uno y mismo y pensaba, ¿cuáles son hoy los recursos a los que podemos apelar para estar donde estamos, sin esos tironeos entre nostalgia y ansiedad?
La pregunta abarca muchas cosas. El otro día hablaba con mi médico, con quien somos amigos desde jóvenes, y le contaba acerca de algunas cuestiones que me estaban sucediendo. En un momento, él me detuvo y me dijo: “Adrián, tenés 72 años. Lo que me estás describiendo es lo que nos pasa a las personas que tenemos una determinada edad.” No hay manera de no tener melancolía del pasado. Por ejemplo: ahora, antes de agacharme, tengo que pensar y tener mucho cuidado con mis movimientos, antes no. Incluso debo ser cuidadoso cuando voy de un cuarto a otro: parte de mi locura es que, cada vez que tengo que ir de una habitación a la otra, busco aprovechar y llevar o traer algo como para no ir varias veces. A lo mejor, antes también pensaba mis movimientos, pero no era consciente de eso. Mirá, en este momento estoy en Nueva York. Hoy estuve en un lugar donde había que subir muchas escaleras, en la Grand Central Station. Antes las subía sin pensarlo, las escaleras estaban allí, como el piso o el aire. En cambio, ahora debo tener cuidado con mis piernas para no caerme. Creo que es inexorable caer en el tema de la melancolía. Es una melancolía física, sí, pero también sucede con nombres o algunos episodios que me gustaría recordar. Eso nos va a pasar a todos: el pasado es una versión de nosotros mismos acerca de la cual uno, lamentablemente, tiene experiencia cuando ya no la puede usar. Me gustaría haber sabido lo que ahora, mientras iba recorriendo el camino. Y, en cuanto a la ansiedad con el futuro, pienso que eso se relaciona con el miedo a cómo vamos a morir. No con la muerte misma, sino con las condiciones en que se llega a morir. Yo, si estuviera imposibilitado de pensar, preferiría no vivir.
ERRANTES POR EL VÉRTICE
“(…) a voces/a carcajadas/kilómetros y kilómetros/de lluvias contra el alma/de mujer que se viste para partir/y el epílogo de arrabales envenenados/ que proliferan con su tablón de bebedores/- ¡amigos míos amigos míos-/en el errante corazón del tiempo”
“El pasajero de la habitación 23”, Enrique Molina
Leímos en uno de tus libros: “Hay que tener tanto cuidado para decir que algo está mal. Demos todas las chances para que, a lo que está mal, se le encuentre la vuelta. Lo mejor que nos puede pasar para entender un tema es enseñarlo. La enseñanza tiene que cambiar. Mezclar y dar de nuevo. Crear vasos comunicantes y romper estigmas. Valoro mucho a la persona que se equivoca.”
Sí. Estoy convencido de que vivimos constantemente en un proceso de prueba y error. En el caso del científico, sucede que él no publica sus errores, no cuenta las estaciones intermedias por las que atraviesa ni las veces que intentó por caminos que fueron inconducentes. El científico publica la conclusión que él cree que merece ser publicada. En la vida, uno va aparentando ser, en distintos grados, lo que no necesariamente es. Uno vive la perfección de los otros. Me parece que no solo es generoso sino necesario, antes de decir que alguna cosa hecha por otro está mal, poder considerar si el otro no habrá pensado de una manera distinta, que no está de acuerdo con mi rumbo de pensamiento. Eso suele pasar mucho en el colegio y también con los hijos. Uno está en su zona de confort y viene un hijo o hija o un estudiante y da una respuesta que no es la esperada. Y a eso solemos llamarlo error. A lo mejor, sí lo es. ¡Pero, qué apuro hay! Primero, consideremos la alternativa de caminos de pensamiento distintos. Yo di clases durante más de treinta años, a un promedio de ochocientos alumnos por semestre. Son mil seiscientos estudiantes por año. Eso, por treinta años, da un total de cuarenta y ocho mil alumnos. Vamos a suponer que estoy exagerando, dividámoslo por dos y quedan veinticinco mil alumnos. Como se pueden imaginar, he visto ejemplos de todo: gente que no quería dar examen porque sentía que no sabía lo suficiente y era incapaz de exhibir su vulnerabilidad, no ante mí, sino ante ellos mismos. Otros, que venían del Nacional Buenos Aires, arremetían con todo, y después no podían progresar. Entonces, ¿por qué, como sociedad, estamos siempre valoramos al que salta más alto, al que corre más rápido o al que llega primero?, ¿qué pasa con todos los otros? Estamos legislando para un grupo muy privilegiado de personas, el que llega en orden 23 no es por eso peor persona. Bueno, en los Juegos Olímpicos, se dan cuestiones mensurables: alguien nada más rápido que los otros y listo. Pero la vida no presenta medidas de ese tipo. Y, de todos modos, ni en la Olimpíadas funciona demasiado esto de que es mejor el más rápido: miren lo que pasó con la atleta norteamericana, Simone Biles, que se retiró de la final de las Olimpiadas y puso en evidencia la presión a las que muchas veces somete el supuesto éxito.
La palabra error nos remite un poco a la errancia. Tal vez el error no sea siempre un lugar de llegada, sino parte del camino, de una búsqueda. Pero en nuestra vida estudiantil, un error es un punto menos, un castigo. Desde el sentido de la errancia, debería ser estimulado. ¿Quién puede sentir placer al estudiar presionado por un objetivo de eficacia y éxito? ¿Quién disfruta de llegar a donde el profesor quiere, a la velocidad y con los pasos que él quiere?
Eso pone en duda el tipo de educación que tenemos. Los chicos sufren porque no les interesa lo que tienen que estudiar ni les resuelve ningún problema. El único problema que tienen que resolver es pasar la materia, nada más. Por ejemplo, cuando alguien te enseña a manejar, en algún momento pierde la paciencia y se enoja y uno se siente muy incómodo. Pero, ¿por qué toleramos esa casi humillación de sentir que todos manejan y uno no puede? Porque vemos que al final de ese camino tortuoso estaremos preparados para manejar, porque eso tiene un fin. Con la matemática, no. A uno le cuentan algo que no sucede en la vida real. En la vida, uno tiene un problema y luego busca la solución, tiene interés en algo y busca la forma de resolverlo. La frustración vendrá si no puede resolver una cuestión que le importa, pero no porque tenga que cumplir con el docente. La escuela, así como está estructurada, no sé si va a continuar como tal mucho tiempo más. Yo soy ateo y voy a usar una frase que no me corresponde: la escuela tiene ganado un lugar en el paraíso, porque allí se da el primer momento en donde uno empieza a coexistir en sociedad, a aprender qué significa compartir, a frustrarse. Allí, cada uno o una deja de ser la reina o el rey del hogar, aprende de solidaridades, de generosidades. Pero, a su vez, el docente tiene un programa con el que debe cumplir y, entonces, obliga al estudiantado a aprender determinadas cosas, que nada tienen que ver con su experiencia. Un chico que un domingo a la mañana se despierta más tarde porque no tiene que ir al colegio, mira al techo y ve el sitio donde el techo se intersecta con la pared. Pero no dice: “Mirá, esos ángulos que se están formando son opuestos por el vértice”. No, no se plantea eso. Pero en el colegio el profesor tiene que dar el teorema que dice que los ángulos opuestos por el vértice son iguales. El pibe no tenía ese problema en la vida, el teorema no le resuelve nada. La matemática, en ese sentido, atrasa cuatrocientos años. El teorema de Pitágoras aparece porque no había escuadra, había que aprender a medir para dividir las tierras y, aunque la razón de la aparición de este teorema no haya sido exactamente esta -no las conozco a todas-, seguro que había una razón. En cambio, ahora la razón es la que indica la autoridad, el conocimiento vertical. Fíjense en la palabra que se usa: “dictar” clases. Mi papá me contaba que él iba al colegio y no podía levantar la vista. Cuando yo era chico no se podía borrar, no se podía usar el secante o la goma. También tuve un compañero de banco al que le ataban la mano atrás porque era zurdo. Todo muy tortuoso.
HUELLAS DE LO INVISIBLE
“Hervé Joncour permaneció inmóvil, mirando aquel brasero apagado. Tenía a sus espaldas un camino de ocho mil kilómetros. y delante de él la nada. De improviso, vio lo que pensaba invisible. El fin del mundo.”
“Seda”, Alessandro Baricco
Pensaba en la relación de la matemática con el capitalismo. He visto que la mayoría de los problemas que le dan a mi hija, desde primer grado, tienen que ver con comprar. Más que matemática parece algo de contabilidad o de marketing. ¿Cómo hacer para que los números, aparte de ser útiles, conmuevan?
Creo que hay una percepción equivocada en la sociedad sobre la matemática. La matemática está emparentada con una rama, que es la aritmética, la teoría de números. Si uno detiene a una persona por la calle y le pregunta qué hace un doctor en matemáticas, te dirá “hace cuentas muy rápido” o “cura al número 4 si se enferma”. Los números forman parte de la matemática, pero en realidad la matemática no es eso. Se trata de buscar patrones, hacer de detective. Yo empezaría con las cuestiones lúdicas. La matemática tiene una rama que se llama “Teoría de juegos.” Que yo me haya enterado de eso recién en la Universidad, ya indica que algo no está bien. En los primeros cinco años de vida, aprendemos a hablar, a relacionarnos con el mundo a través del juego. De pronto, un día te dicen: “ahora llegó el turno de ir al colegio, te tenés que levantar a las seis de la mañana, llegó la estructura, basta de jugar”. Uno tiene una resistencia natural a eso, ¿por qué si hasta aquí fui libre y aprendí todo lo que sé a través del juego, ahora tengo que venir a un lugar estructurado? Hay que revisar todo. La matemática tiene una particularidad: es como si uno supiera que en el aire hay algunas formas invisibles para nosotros y las matemáticas nos otorgaran una herramienta para poder verlas, o para escuchar esas frecuencias que los humanos no percibimos y los perros u otros animales, sí. Esos “invisibles” presentan patrones que podríamos encontrar. De eso se trata la matemática. Creo que la percepción general es que la matemática está toda hecha, toda escrita. Y, sin embargo, se publican más de doscientos mil teoremas por año. No todos son equivalentes al de Pitágoras, en cuanto a su trascendencia, pero se sigue publicando. De hecho, en el siglo XX, Hardy hacía teoría de números y escribió: “yo sé que lo que estoy haciendo ahora posiblemente no tenga ninguna utilidad nunca” y, mirá lo que son las cosas, gracias a su trabajo, hoy tenemos contraseñas de tarjetas y cajeros automáticos. Todo lo vinculado con la criptografía está relacionado con lo que él hizo. Eso es desconocido para la sociedad, los docentes no les cuentan a los alumnos que la matemática implica esa búsqueda detectivesca. Un ejemplo es lo que me pasó cuando me asignaron el problema para hacer mi tesis. Yo me pasé un año tratando de entender cuál era ese problema. En un momento, me cayó la ficha. Mi mentor era Miguel Herrera, uno de los matemáticos más importantes de la historia argentina. Cuando le preguntábamos a Miguel por cosas que había escrito hacía años, nos decía: “No sé por qué escribí esto”. Hay que tener mucha seguridad interna, estar muy en paz con uno mismo para poder decir eso.
Lo que contás sobre los patrones nos recuerda a la poesía. Para leer un poema, buscamos lo que yo llamo “hebras sobre el vacío”. Es decir, patrones de sentido que se repiten, pero que no contrastan, o no están trenzados con ningún argumento. Tal vez estamos haciendo matemáticas sin saberlo… De paso, ¿qué es lo poético para vos?
En cuanto a la poesía, soy un muy mal lector. La poesía me toca, pero no me conmueve. No tengo tiempo, yo necesito alguien, un amigo que me recomiende que lea algo vinculado a mi sensibilidad, que es lo que hace Alberto Kornblihtt, quien me recomendó leer “Seda”, de Alessandro Baricco. Él me conoce muy bien. Por otro lado, a casi todos los matemáticos que conozco les interesa la ciencia ficción. A mí, no. Habré leído dos libros de ciencia ficción en mi vida, uno de Bradbury y otro de Theodore Sturgeon, “Más que humano”, ese sí me dejó con la cabeza dada vuelta. Me cuesta pensar en lo poético. Poético es Víctor Hugo Morales. Durante muchos años, yo fui comentarista de sus relatos de partidos de fútbol. Mirábamos lo mismo, pero él veía cosas que yo no.
Patrones. La mirada que busca patrones. Estaba pensando si habrá algo poético en una asistencia de Magic Johnson…
¡Claro! Y qué curioso: yo trataba de contarles a ustedes que la percepción que existe de la matemática no es la adecuada, porque la ligan solamente con la aritmética y los números, y ustedes me están diciendo- y descubro ahora-, que mi percepción sobre la poesía también es limitada. ¡Qué bueno! Pensar en lo poético me hace pensar en la sensibilidad. Por supuesto, soy sensible a una puesta de sol y esas escenas que nos conmueven a todos. Sin embargo, yo no valoro tanto la naturaleza, me gusta más la luz artificial, quiero un techo, no que me truene o me llueva encima. En general, a la gente le gusta el aire libre, el verde, las montañas, la playa, los mosquitos, “La Novicia Rebelde”. En ese sentido, yo soy cuadrado. Ahora, en cuanto a Magic Johnson, ahí sí tengo algo para decir. Para poder disfrutarlo, hay que pensar en un tipo que mide 2,08 metros, corre como una gacela y hace pases exactos sin mirar, es alguien que atenta contra las leyes de la física. Como Messi, cuando hace gambetas. Si yo lo intentara, me partiría en cuatro pedazos. Esa gente es muy excepcional y se distingue por una dosis extraordinaria de creatividad. A decir verdad, todo niño nace con una caja de herramientas, de habilidades, pero los padres no necesariamente están en condiciones de ayudarlos a encontrarla, a desarrollarla. Yo nací en una casa donde, en el menú de posibilidades, estaba todo. De alguna manera, mis padres descubrieron que yo tenía oído absoluto y me compraron un piano. Ellos me llevaron a aprender piano con Antonio de Raco, en su momento, el mejor pianista argentino. Años más tarde toqué en un conjunto de rock en el que el único que sabía leer música era yo, pero los otros cinco integrantes eran mucho mejores músicos, sin ninguna duda. ¿A qué voy? Yo quiero valorar, no tanto la acumulación de conocimiento per se, sino la creatividad. Por ahí vemos en la calle a un niño limpiar un parabrisas y, a lo mejor, es un Picasso en potencia. O una niña resulta una potencial Marta Argerich y nunca lo sabremos ¿Por qué la sociedad no se ocupa de que toda persona, solo por haber nacido, tenga a su alcance todos sus derechos? No debe haber plan más inclusivo, políticamente hablando, que el de la entrega de los cinco millones de laptops que Cristina Kirchner firmó. Darles posibilidades así a los chicos, más de eso necesitamos. Igualar para arriba, no al revés. Porque, si no, la diferencia entre los que tenemos y los que no tienen será cada vez mayor.
JUGAR A INFINITO
“Siendo tan solo hombres, entramos en los árboles/temerosos, dejando a nuestras sílabas ser suaves/por miedo a despertar a los grajos,/por miedo a venir/silenciosos a un mundo de alas y llantos./Si fuéramos niños podríamos escalar,/encontrar a los grajos mientras duermen y no romper una sola rama,/y, después del suave ascenso,/impulsar nuestras cabezas por encima de sus copas/para maravillarnos ante las estrellas constantes./Fuera de la confusión, como es el camino,/y el asombro, que el hombre conoce,/fuera del caos vendría a la bendición./Eso, entonces, es la belleza, dijimos,/niños que miran las estrellas maravillados,/eso es la meta y el final./Siendo tan solo hombres, entramos en los árboles.”
“Siendo tan solo hombres”, Dylan Thomas
En una de las increíbles y largas dedicatorias de todos tus libros, hablás de “regar las plantas de la gratitud”, eso es un recurso poético. Por otro lado, en uno de tus libros, hablás de “entrar con preguntas por la puerta de atrás”, para conmover los prejuicios de la gente. Ese entrar por el sitio inesperado, curiosamente, es el efecto de la poesía, así que evidentemente tenés una relación con lo poético.
Me sorprendí y me alegró mucho que lo hayan notado. Me gustó haber escrito eso, aunque -como me pasó con los programas de TV- no me acuerdo en qué estaba pensando mientras armaba ese texto. En cuanto a las dedicatorias, yo no tengo el compromiso de agradecerle nada a nadie, pero todos mis libros son producto de una construcción colectiva, aunque uno no necesariamente pueda puntualizar cómo se va armando esa construcción, hay cosas intangibles. Inclusive, en esta charla, hay cuestiones de cada una de ustedes que me despiertan y me disparan ideas que yo en otro momento no hubiera pensado. Miren, en el juego del Go, los contendientes antes de sentarse al tablero se hacen mutuamente una reverencia oriental. Una vez pregunté por qué y un jugador me explicó algo que me dejó impactado para siempre: “Lo más importante que tenemos los humanos es la salud, sin ella nada podemos hacer. Pero lo segundo en importancia es el tiempo. Y esa reverencia es en agradecimiento al otro por estar entregando lo más valioso que tiene para que uno se entretenga.”
¿Qué importancia tiene lo lúdico para vos?
Toda la importancia. Y, en relación al tiempo y lo lúdico, vuelvo a la educación, o a la escuela: como les decía antes, después de aprender jugando durante nuestros primeros cinco años de vida, nos meten en la escuela y allí hacemos siete años de primaria y cinco de secundario. El quantum de información que uno adquiere en esos doce años es totalmente irrelevante respecto del tiempo invertido. Yo estudié que San Martín cruzó Los Andes, y los debía de cruzar de vuelta en las vacaciones, porque lo volvía a estudiar al año siguiente. Ahora, sobre el juego, hay mucho pensamiento escrito. Una de esas ideas dice que uno no deja de jugar porque se haya hecho grande, sino que se hace grande porque deja de jugar. Los juegos son disparadores de ideas. Lo lúdico participa incluso al ver una película y comenzar a conjeturar acerca de cómo sigue, qué le pasará a tal personaje. Con los trucos de los ilusionistas, no me pasa de querer saber o tratar de comprender cómo lo hacen. Creo que hay dos categorías de personas: las que quieren descubrir el truco, con lo cual no pueden disfrutar nada y lo más probable es que no lo descubran, y las personas como yo, que queremos dejarnos seducir por el ilusionista. Quiero divertirme y que me hagan creer que soy un chico, que se aprovechen de mi ingenuidad. Aunque no me disgustaría que alguien me explique algunas reglas para entender cómo es posible hacer esos trucos. Miren, desde chico me pregunto por qué aceptamos tan naturalmente eso de “la excepción que confirma la regla.” ¡Cómo! Si hay algo que es una regla, no puede tener excepciones. Salvo que uno diga: “está la regla, y las excepciones son las siguientes”. Porque si no, ante el primer caso que yo traiga y muestre que no funciona, me responderán: “Ah, no, esta es una de las excepciones”. ¡Qué vivo! Como cuando yo era chico y en los cumpleaños me decían “Soplá y pedí tres deseos.” Uno de mis tres deseos era pedir tres deseos más. Una cantidad infinita de deseos…
Lo que es ser matemático. Yo nunca tuve problemas con las excepciones, siempre con las reglas.
No está mal tener problemas con las reglas. Uno cumple con ciertas reglas, siempre y cuando se sienta cómodo. En relación a eso, les cuento otra anécdota: un amigo fue a dar una charla a Copenhague, a una fábrica de cinco mil trabajadores. Lo llevaron en auto y llegaron temprano. En la enorme playa de estacionamiento había un montón de lugares para estacionar. Los más cercanos al edifico, desocupados, pero el chofer no detuvo el coche allí, sino un poco más alejado. Le explicaron que esos sitios vacíos estaban reservados para la gente que llegaba tarde, de ese modo, no perderían tiempo en caminar desde el auto al edificio. Esa regla es consensuada y contemporánea a nosotros, ¿lo podés imaginar en Argentina? Islandia acaba de decidir que, a partir de ahora, todas las personas trabajarán cuatro días a la semana. Aquí, en Nueva York, más allá de todas mis disidencias políticas y sociales a los Estados Unidos, la gente me dice “buenas tardes” cuando entra al ascensor o me pide disculpas si me obstruye por un instante la visión de una vidriera. Son reglas no escritas, pero naturalizadas. Entonces, uno no quiere las reglas que son encorsetadoras, opresivas. Pero hay otras que sirven para comprender al otro, para que el encuentro con otro sea más frecuente.
PELOTA SIN PATRÓN
“Me han dicho que piense con el corazón/pero el corazón, como el cerebro, conduce al desamparo;/me han dicho que piense con el latido,/que cambie el ritmo de la acción cuando el latido se acelere/hasta que en un plano se confundan el campo y los tejados/tan rápido me muevo por desafiar al tiempo, el caballero quieto/cuya barba se agita en el viento de Egipto./He oído el contar de muchos años y muchos años tendrían que atestiguar un cambio.//La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque/aún no ha tocado el suelo.”
“Si los faroles brillaran”, Dylan Thomas
Leímos en uno de tus textos: “(…) la percepción generalizada que la sociedad tiene (al menos de acuerdo con mi experiencia) es que, para la matemática, hay gente dotada y otra que no. Los dotados no necesitan mucho esfuerzo, entienden y listo. Y los otros, la gran mayoría, no importa cuánto tiempo le dediquen, o cuanto esfuerzo estén dispuestos a ofrecer, no hay caso. Algo así como que ¨lo que natura non da, Salamanca non presta¨, con toda la brutalidad que esta frase implica. ¿Por qué no aceptar que vivimos constantemente sumergidos en una duda?» ¿Por qué no valorar la duda como motor del aprendizaje, del conocimiento? ¿Hay forma de no caer en el odio si no se duda?
No lo sé. Voy a hacer una primera aproximación y después voy a ver si estoy de acuerdo con lo que dije (risas). En principio, no entiendo nada que no contemple la duda: ¿Yo no hago el mal porque está mal o porque tengo miedo que me descubran? Es una duda legítima. ¿Por qué aprender a frustrarse o a compartir es crecer? En un cumpleaños, mi viejo me regaló una pelota y me acuerdo que la agarré y me la llevé a mi habitación. Él me decía “tenés que jugar con la pelota.” “No”, le contesté, “la pelota es mía”. Tiendo a pensar que nacemos egoístas y que la cultura, por lo menos la nuestra, nos educa para tratar de compartir. Luego, racionalmente, estoy conforme con eso, no me molesta esa “regla”.
Las morales, las religiones, en general, plantean que de nacimiento somos fallados, carentes, pecadores, y entonces vamos hacia los otros a buscar lo que nos falta, mientras intentamos disimular la falla. Debido a “nuestro defecto de nacimiento” necesitamos ser disciplinados para que no se note lo egoístas que somos. Algunos estudios biológicos y con animales indican que – incluso por ventaja evolutiva- ciertas especies tenderían a cooperar. No seríamos buenos de origen, pero la cooperación parece tener un lugar tan importante como la competencia o la lucha.
Esto es una aventura. No creo que haya un determinismo, mucho menos, genético. Ni para el lado del bien ni para el lado del mal. Todo depende de la situación: si tengo una relación afectiva contigo, es muy probable que sea mucho más generoso y me resulte natural, incluso, ceder mi parte para verte más contenta. Y no sé si eso lo haría con otra persona. No sé si el humano nace egoísta o rencoroso, del mismo modo que no sé si nuestra cultura nos convierte en eso. El otro día leí un texto, desconociendo quién era su autor. Todo lo que leí me hubiera gustado que estuviera escrito por alguien afín, por no decir que me hubiera gustado poder haberlo escrito yo mismo. Pero, cuando terminé de leer, advertí que el autor era una persona que no me cae nada bien, alguien con quien suelo no coincidir en nada. Y, por supuesto, me dije que allí debía haber algo mal, no podía ser. Yo podría concluir que no importa quién lo dijo, sino solo el contenido de lo dicho. Pero ninguna cosa es tan sencilla, estamos contaminados por los prejuicios y también nos formamos opiniones de las personas sin conocerlas prácticamente nada.
Las religiones hablan del pecado; Lacan, de la falla. La naturaleza no tiende al bien ni el mal, pero parece que sí, en algunas especies, tiende a componer relaciones. A alguien debió convenirle poner el mal en el origen, para someternos mejor…
Pero lo pecaminoso está determinado por la cultura o la religión, que es parte de la cultura. Puedo entender que, en algún momento, las religiones hayan sido necesarias. Que, por ejemplo, la prohibición de mezclar la leche con la carne en el judaísmo tuviera que ver con evitar la triquinosis. Mi madre era judía atea y mi padre católico ateo, pero fue monaguillo de iglesia. Yo nací en una casa donde, durante los siete primeros años que mi papá vivió con mi mamá, mi abuela materna no le dirigió la palabra a mi viejo. A su vez, yo no entendía por qué, cuando mis compañeros salían de la escuela, iban a catecismo o iban a la sinagoga y yo no iba a ninguna parte. Escuchaba a los otros decir: “Esto es pecado mortal” y pensaba: “quién sabe si por hacer tal o cual cosa no me muero.” Lo pecaminoso aparecía de esa manera. Después, es para preguntarse ¿ustedes piensan que realmente Bergoglio cree que él es el representante de Dios en la tierra?
Esperemos que no, porque querría decir que todo está mucho peor de lo que uno imagina…
Todas estas cosas me resultan hasta graciosas. El hombre Bergoglio se levanta a la mañana, va al baño y piensa: “Soy impoluto, impecable, virgen.”
LA LENTA FRONTERA DE LA LUZ
“Yo me quedo escribiendo en mi habitación. Pero a veces paseamos juntos, o nos sentamos en la sala de estar. Ella hace punto mientras yo la miro y, de vez en cuando, le digo alguna cosa. Creo que es muy inteligente, pero no puedo beneficiarme de su inteligencia, porque no tenemos nada en común, y lo que me interesa a mí a ella no le interesa en absoluto. No importa, nos hacemos compañía de todas formas.”
“La ciudad y la casa”, Natalia Ginzburg
¿Cuándo no te alcanza la lógica o el pensamiento racional?
Cuando me emociono. Apagan las luces en el cine y lloro. Estoy exagerando, claro, pero me emocionan muchas cosas que posiblemente me cuesta trabajo explicar. En mis años más jóvenes he querido a mucha gente y también me doy cuenta del dolor que me produjeron ciertas relaciones que nunca pudieron ser. En esos asuntos, ligados a los afectos que, por otro lado, son los que vale la pena vivir, la lógica no alcanza. Por ejemplo, ahora recuerdo haber visto a mi padre emocionado en algunas ocasiones. Era mucho menos expresivo que yo, a pesar de ser italiano. A lo mejor, tenía los ojos humedecidos, pero no podía llorar. Yo vivía entre las características de dos familias: la parte judía era melancólica, triste, estábamos siempre todos muy amargados. Y con la familia de mi papá siempre había alegría, bailábamos, festejábamos el carnaval en la calle. Yo salí a mi papá. Entre otras cosas, nunca me vestí de traje y corbata, salvo por obligación. Cuando dejé de hacer los noticieros, juré no ponerme un traje y una corbata nunca más.
Más allá de la inteligencia para resolver problemas, ¿hay una inteligencia emocional para vos?
Tengo un problema de entrada: ¿cuál es la definición de inteligencia? Cuando escucho tu pregunta, realmente es como querer saber si me gusta el helado de frutilla, de dulce de leche o de chocolate. Repreguntaría ¿qué es un helado? La ciencia todavía no ha podido dar una definición de inteligencia en la cual todos estemos de acuerdo. Le propuse a Random House escribir un capítulo sobre esto. He conocido a lo largo de mi vida mucha gente muy capaz en ciertos quehaceres, muy destacada. Entre esas personas, conocí a algunos matemáticos que vieron cosas que otros cien no habían podido ver, lo cual- por supuesto- no los hace mejores personas, aunque parte de la sociedad crea que sí. En mi caso, me recibí en la Universidad a los 19, cosa que evidentemente no sirve demasiado, porque tengo 72 y eso no cambia nada, todo me costó mucho esfuerzo. Bobby Fischer era un tipo que, cuando se ponía nervioso, no podía meter unos pocos papeles en su portafolios y nadie se atrevería a decir que él no era inteligente. Se podría, entonces, puntualizar que Fisher tiene un desarrollo particular en una sola dirección y en otras, no. Entonces, ¿qué quiere decir ser inteligente? ¿Se trata de alguien que se adapta a condiciones nuevas con cierta rapidez? Conozco gente muy “lenta” y, a la vez, muy profunda. ¿Por qué necesitamos calificar?
La idea sería poder ampliar la noción de inteligencia. Liliana Herrero nos decía “la voz piensa”. Federico Fernández, bailarín del Colón, “El cuerpo piensa.” Un poeta nos diría, “inteligir es ver entrelíneas”. Vos mismo, al comienzo de esta charla, dijiste “Un día entendí cuál era el problema de mi tesis, me cayó la ficha.” Pensaba si la inteligencia no será esa errancia que establece relaciones en busca de distintos modos de caída de fichas.
Cada uno de nosotros, frente a una determinada persona, no importa qué relación tenga con ella, ha pensado alguna vez: “esta es una persona inteligente”. Propondría hacer una lista de, supongamos, veinte atributos que debería tener una persona para llamarla inteligente. Luego, le pedimos a la humanidad entera que haga su lista. Después, hacemos una intersección de todas las listas. Entonces, con los conceptos comunes a todas, podríamos construir la inteligencia al revés, empezando desde abajo, como quien empieza por los átomos o las partículas elementales: en lugar de tratar de definirla y luego ver dónde hace sombra, ir por el camino inverso, hasta ponernos de acuerdo consensuadamente. Ahora: posiblemente, en la intersección entre tu lista y la mía, coincidamos en dieciocho atributos, en tres o en ninguno. Es muy difícil establecer una definición. Entonces, si no podemos definir bien qué es la inteligencia, ¿cómo habríamos de decir si hay algo que puede ser inteligente emocionalmente? Yo tengo un problema con eso porque me colgaron la patente de matemático. Puedo decir la brutalidad más grande en una reunión y nadie va a retrucar ni a decir “este tipo es un bruto”, ¡cómo va a ser bruto si es doctor en matemáticas! Así funciona el imaginario. Aparte, muchos científicos -y me excluyo de esa categoría porque para ser científico hay que producir y yo no produzco nada- sienten que provocan una cierta admiración que los distingue del resto de los mortales, basada en la percepción que la mayoría tiene de la matemática o de la física. O de los cirujanos, incluso. Muchas veces la gente dice, cuando quiere señalar que le están exigiendo demasiado, “¿vos qué te crees, que yo soy un neurocirujano?” Y el neurocirujano es un carpintero que hace lo suyo en un lugar muy sensible donde, si le erra, te deja hecho un vegetal. Yo pondría en duda estas percepciones de inteligencia.
Podríamos pensar que aquel que es consciente de sus limitaciones muestra, al menos, cierto grado interesante de inteligencia…
Creo que, si hubiera una definición de inteligencia, esa característica que ustedes marcan no debería quedar afuera. Una vez, en una charla, alguien proponía dividir el conocimiento en cuatro cuadrados. En uno, se debía poner todo lo que uno sabe que sabe. En otro, las cosas que uno sabe que no sabe. En un tercer cuadrado, irían las destrezas que uno no sabe que tiene. Me refiero a esas situaciones donde, de pronto, frente a un problema, alguien descubre una habilidad que desconocía. Por ejemplo, yo una vez hice un sambayón y no sabía que tenía esa capacidad, porque, en general, no sé cocinar. Y falta el cuarto cuadrado, donde se incluiría todo lo que uno ni siquiera sabe que no sabe. Esta última parte para mí es fundamental en cualquier persona que pretenda ser incluida dentro de esta bolsa que necesitamos etiquetar como integrada por seres “inteligentes”: alguien muy consciente de la existencia de un montón de cosas que ignora que ignora.
Se me ocurren dos cuestiones vinculadas a esto que planteás. Por un lado, como bien decís, existen cosas que no sabemos que no sabemos. Y, por otro lado, está el saber competente instalado, que presupone que hay determinados saberes accesibles para pocos y el resto seríamos una manga de impotentes. Hay un grupo de elegidos para comprender lo poético, otro para entender la economía, otro para entender la política. Hasta tienen jergas para inhabilitar al resto y confirmarse en esa instancia suprasensible, digamos.
Las vacunas las hacen los que pueden entender anticuerpos monoclonales, por ejemplo.
Sí, pero uno podría elegir estudiar biología molecular…
Sí, pero elegir es una ventaja enorme que, creo, más del 90% de la población no tiene.
¿Y no habría que trabajar en las condiciones para esa libertad, en que la gente se entere que es potente?
Claro. Pero, para eso, una persona no se tiene que levantar a las cuatro de la mañana e ir a dos trabajos, si los tiene. Estoy de acuerdo con vos, pero diría que es un paso subsiguiente. Primero necesitamos darle a todo el mundo oportunidades. Yo tengo el privilegio de hacer lo que quiero, de entregar mi tiempo a lo que yo quiero ¿cuántas personas pueden decir eso? Para poder elegir y decir “yo quiero demostrarme que puedo” se necesita pasar por una serie de etapas de poder adquisitivo, de ilustración, de educación, de cultura.
Y de herramientas para poder pensar, porque hay mucha gente que tiene todas esas condiciones, pero igual no piensa.
Porque les falta la capacidad de empatía, de saber que hay otros y otras.
LENGUA MADRE
“La elipse volvió a detenerse. El cuadrilátero volvió a llegar hasta la elipse. El eclipse volvió a ocurrir. Pero fue el último; fue el eclipse eterno. La elipse quedó encerrada entre el cuadrilátero en un vértigo de velocidad. Fueron muy armoniosas las curvas de la elipse entre los ángulos del cuadrilátero y así pasaron todo el tiempo de sus vidas jóvenes. Cuando fueron viejos no se les importó más de la forma y la elipse se volvió una circunferencia encerrada en un triángulo. Marcharon cada vez más lentamente hasta que se detuvieron. Cuando murieron, el triángulo desunió sus lados tendiendo a formar una línea horizontal. La circunferencia se abrió, quedó hecha una línea curva y después una recta. Los dos unidos fueron otra línea superpuesta a las que les sirvió de camino. Y así, lentamente, se llenó el espacio de muchas líneas horizontales infinitas.”
“Genealogía”, Felisberto Hernández
En cada número, nuestra revista se plantea alrededor de un tema. Esta vez es el encuentro. Queríamos preguntarte qué es para vos un encuentro, cuáles encuentros atesorás y cuáles son hoy las mayores dificultades para encontrarnos con otros.
De entrada, te hablaría de una cuestión emocional. Hace dos años que no veo a mi familia porque no puedo viajar a Argentina. Nos vemos como los estoy viendo a ustedes, virtualmente, hago video llamadas con mis sobrinos, pero no tengo una relación con ellos, más allá de preguntarles siempre lo mismo: “¿Cómo te va en el colegio?” Eso no es un encuentro. Pero sí siento la necesidad y la falta de esos encuentros verdaderos. Lo que extraño fuertemente de la Argentina es poder relacionarme con mis amigos y mi familia. Quiero coexistir, estar con gente y, sobre todo, no hablar tanto, porque creo que aprende el que escucha más que el que habla. Por otra parte, para volver a la pregunta, un encuentro también sería para mí aquel del que me puedo llevar una idea o una emoción. Es lo que me pasa cuando voy a ver un espectáculo y, al salir, me llevo algo que al entrar no sabía, alguna idea o un disparador para pensar.
Adrián, mi nombre es Esteban. Y quiero contarte algo, relativo al encuentro. Yo perdí a mi vieja hace cinco años, un dolor muy grande. Con mi mamá, teníamos un momento mano a mano, donde éramos nosotros dos y nadie más. Eso ocurría allá por el año 92, a eso de las doce de la noche, cuando el resto de la familia se acostaba y quedábamos ella y yo, con dos tacitas de té, mientras mirábamos “Lo mejor de la NBA.” Tenerte acá hoy me trae ese momento de vuelta. Te escucho y regreso al living de mi casa, prendo la tele, estoy con ella y ahí está también tu voz que habla de Magic Johnson, de Larry Bird, de Doctor J. No podía más que hacerte saber que, cuando me encuentro con mi vieja, está tu voz.
Gracias. Uno toca la vida de tanta gente sin saberlo. Ponete en mi lugar por un instante para imaginar la emoción que siento. Tendría que irme a dormir ahora porque creo que no me va a pasar nada mejor en este día. Valoro mucho lo que me decís. Te agradezco que me lo hubieras comentado, hubiera sido una picardía que te quedaras con las ganas porque, en realidad, te habrá hecho bien a vos, pero también me hizo muy bien a mí. Les quiero contar algo: cada vez que terminaba las clases de Álgebra o Análisis I, venían los alumnos al escenario del Aula Magna. Eso sucedía casi siempre y así sucedió el primer día de clases del año 96, se formó un semicírculo de veinte o treinta personas. Yo ya trabajaba en la televisión desde hacía mucho tiempo y ellos lo sabían. Pero había puesto una regla: en la Facultad, yo era el matemático, el tipo que estaba allí dando clase y no el que trabajaba en la televisión. Les fui preguntando a cada una y a cada uno qué carrera habían elegido. Un muchacho me dijo: “Yo voy a estudiar matemáticas y computación”. Me pareció una gran aspiración hablar, de entrada, de dos carreras. Al terminar la ronda, les hice otra pregunta: qué les había llevado a elegir esas carreras, y el mismo que había contestado que seguiría dos carreras me contó que, cuando estaba en el colegio primario, él había escuchado a una persona en la televisión que había demostrado que no se podía dividir por cero. “¿Quién era esa persona?”, le pregunté. El chico se fue un poco para atrás porque yo lo estaba intimidando “No me acuerdo. Estaba en la cama y un tipo demostró, por televisión, que no se podía dividir por cero.” Ahí nomás, agregué: “Mirá, yo necesito que vos vengas a mi casa”. No hace falta que les diga que este muchacho se quedó muy impresionado. Al comienzo de este encuentro, yo les conté que tengo grabados todos mis programas. Así que lo llevé hasta casa y le mostré ese que él había visto. Él no podía recordar, pero yo sí. En esa época, 1989, Menem asumía la presidencia y el director de Telefé me pidió dos meses de mi tiempo para salir al aire en el noticiero hablando de lo que yo quisiera. Era la época de privatizaciones de los canales de televisión. La situación resultaba problemática para mí porque, en el contexto de esa privatización, cualquier cosa que yo dijera que no les gustara le podía costar el cargo al director. Bueno, en el primer programa dije que no podía entender por qué había tanta desesperación por comprar canales, si eran tan malos y daban tanta pérdida. ¿Por qué los querían los privados, qué era lo que estaba haciendo mal el Estado? Previo al programa, habíamos tenido una reunión con Fernando Niembro -director del canal-, Marcelo Araujo -jefe del noticiero- y Julio Ricardo, gerente artístico. Cuando yo les planteé de qué trataría el primer programa, ellos me preguntaron: “¿Vos tenés que empezar con esto?”. Y yo les dije que sí. Si iba a hacer algo en el noticiero, tenía que ser con total libertad. Y, por supuesto, ellos respetaron mi decisión. En el segundo programa abordé el tema de la canasta familiar, cuestioné que el sueldo mínimo que proponía Menem no alcanzaba ni por lejos para poder alimentar a una familia de dos adultos y dos niños. La tercera vez hablé de que no se puede dividir por cero. Se imaginarán que, desde el gobierno, habían llamado al canal para que me sacaran. Pero yo a los pocos días me fui a EEUU. Al volver al país, tomé yo mismo la decisión de no volver a hacer las columnas para no ponerlos a ellos en una situación tan compleja. Yo no iba a dejar de decir lo que pensaba, no iba a aceptar que me censuraran. Pero, al mismo tiempo, no quería que les costara a ellos tres el puesto si me dejaban en ese lugar. Bueno, vuelvo a la anécdota de ese muchacho que quería estudiar dos carreras porque una vez había visto a alguien en la tele contar que no se podía dividir por cero, y agrego que él hoy es matemático y amigo mío. También, un tipo dedicado a enseñar en las villas, de una calidad humana fenomenal. Les cuento todo esto porque lo que vos me dijiste, Esteban, él me lo dijo de otra manera, sin siquiera saber que hablaba con la misma persona que había visto en la televisión de chico. Así también me pasó con Manu Ginóbili. Manu me contó que tenía un acuerdo con los padres para que lo dejaran mirar el programa hasta la una de la mañana, bajo la promesa que, a la mañana siguiente, se levantaría a las seis y media sin protestar. En ese programa, logró ver por primera vez a la NBA. Y lo mismo con otros jugadores de la generación dorada del básquet argentino como Nocioni, Scola. ¿Y yo qué sabía? Yo hacía un programa de televisión que me gustaba. La diferencia está en que yo no soy un locutor al cual le pagan para que diga que algo le gusta. No tengo nada contra ellos, pero un locutor te dice “Tome Coca Cola” y vos no sabés si le gusta o no la Coca Cola al tipo. Pero si yo te cuento algo de matemáticas o una historia, te la cuento porque me emociona a mí. Si no me toca, no puedo difundir, necesito comunicar, socializar el conocimiento y hacerlo para todos, no para un grupito. La primera vez que Gabriela Sabatini ganó un partido, Víctor Hugo estaba allí. Fue hasta una cabina telefónica y me llamó. Me dijo: “Acá no hay nadie. Nadie sabe que hay una argentina, una chica que acaba de ganar un torneo, se llama Gabriela Sabatini. Necesitaba decírselo a alguien, necesitaba decírtelo a vos.” Yo entiendo esa sensación, el poder compartir.